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Peligro en el mar

El Delfín navega frente al cabo de Pirene en dirección a Rhode (Roses). El capitán ebusitano decide acabar con los viajeros romanos. Pridie nonas de aprilis. Año 557 (4 de abril del 196 a. C.).

Lucio, sentado en la plataforma de timoneles, contemplaba el impresionante despliegue de Pirene entrando en el mar. Sus criados dormitaban en las amuras de babor recibiendo un templado sol emergente. Tirval murmuró órdenes y los dos gigantescos sudaneses de la tripulación, discretamente, tomaron sendos garrotes. A una señal del capitán, cuatro tripulantes se abalanzaron sobre los desprevenidos criados de Lucio y los tiraron por la borda. No sabían nadar, se hundieron como plomos. Después, los marineros avanzaron por babor, hacia la plataforma de las espadañas timoneras. Mientras, los sudaneses, avanzaban por la amura de estribor.

Lucio, con las piernas colgando en el exterior, por estribor, captó un chapoteo sospechoso y, a pesar de la ausencia de gritos, intuyó inmediatamente lo que pasaba.

─ Han sonado dos chapuzones en el agua, como si hubieran lanzado objetos de peso. ¿Quizás mis dos criados? Ahora vendrán contra mí...

Por el rabillo del ojo, vio cómo los sudaneses se acercaban amenazantes blandiendo garrotes. Ya casi llegaban a la plataforma. Rápidamente levantó las piernas y las hizo rotar con fuerza segando el timonel de la derecha que perdió el equilibrio. Lucio lo empujó al agua y, mientras, agarró el puñal. El primer sudanés, que estaba trepando a la plataforma, levantó la estaca mientras pasaba una pierna sobre la barandilla. Pero Lucio, a una velocidad inverosímil, se deslizó contra él y le clavó una estocada letal. La hoja del puñal penetró bajo las costillas y llegó al corazón con efectos instantáneos. El agresor se desplomó, como un saco, sobre el romano que percibió perfectamente el mal aliento del sudanés, los espasmos y los borbotones de sangre sobre su puño. Lucio se movió mecánicamente. Desclavó el puñal, empujando con el hombro, y con toda su fuerza. El sudanés cayó por encima de la barandilla y se estrelló contra la cubierta. El segundo sudanés quedó frenado unos instantes al ver la suerte de su compañero. A su vez, el romano giró a la izquierda para liquidar al segundo timonel, pero éste, atemorizado, se lanzó al agua justo a tiempo para esquivar la hoja del puñal que pasó a una pulgada de su cuello. Mientras, los cuatro marineros que avanzaban por la amura de babor estaban ya bajo la plataforma. Tirval profería gritos histéricos y el segundo sudanés ya superaba la barandilla. Lucio, con el brazo extendido y con el puñal por delante, se deslizó hacia el agresor. El cuchillo entró en el grueso cuello de toro de su oponente. Un chorro de sangre caliente se proyectó con fuerza, salpicó a Lucio y lo cegó unos momentos. El segundo gigante se precipitó sobre el primero. Lucio aún tuvo tiempo de cogerle el garrote. Desde su posición de altura dominante, en la plataforma, se preparó para afrontar a los cuatro marineros. Sobre la cabeza hacía girar el garrote con la mano izquierda, mientras la derecha mantenía el puñal. En pocos segundos Lucio había liquidado dos musculosos oponentes y lanzado al agua a los timoneles. Los agresores estaban paralizados. Intentar subir a la plataforma podía significar la muerte. Mientras, el barco cabeceaba peligrosamente y se balanceaba descontrolado, sin la acción de las espadañas, a merced de unas olas que iban adquiriendo grandes dimensiones.

Tirval y los cuatro marineros tomaron posiciones frente la plataforma. Lucio pudo disponer de unos segundos para recuperarse e intentar controlar los acontecimientos. Con la cara exterior de la mano trató de limpiarse la sangre de cara y ojos. Quedaban aún diez enemigos, momentáneamente paralizados, pero que no tardarían en reorganizarse. Y diez eran muchos. Por otra parte, el viento arreciaba y se intuía un temporal importante. Todo lo que quedaba de la tripulación le sería necesaria, no podía arriesgarse a liquidar más marineros. Entonces Lucio habló alto y en púnico provocando la perplejidad en sus enemigos. No sabían que el romano hablase púnico.

─ ¡Deteneos! ¿Acaso queréis morir? ─la voz de Lucio sonó amenazadora y convincente ─. Quizás podáis matarme, pero la mitad me acompañareis al Averno, y no habrá tripulación suficiente para gobernar la nave e igualmente acabaréis junto a Neptuno. Ni soy vuestro enemigo, ni traigo mala suerte. El capitán os ha llevado a la perdición, él es el peligro. Tirad las estacas, ahora, y os garantizo que no habrá represalias. Si no lo hacéis, encomendaos a Baal.

Tirval intentó recuperar la iniciativa.

─ ¡Contra él! ¡Todos a una! ─ordenó.

Pero los marineros vacilaban, y aún más al ver que Tirval no hacía ningún gesto para encabezar el ataque.

─ Ya lo ves capitán ─dijo Lucio con ironía─, tus hombres no te obedecen. Lo mejor que puedes hacer es distribuir a los marineros para capear el temporal. Hazlo o te degollaré antes de echarte por la borda.

Tirval obedeció. Él y un marinero subieron a la plataforma y tomaron las espadañas. Lucio se mantuvo en su posición, puñal en mano. Se acercó al capitán y le cogió el collar de plata con la mano de Tanit, lo retorció contra la prominente papada de Tirval, amenazando con estrangularlo. Mientras le susurró un mensaje claro:

─ Si pruebas cualquier cosa, por inofensiva que sea, te mataré. ¿Me has entendido?

Tirval tartamudeó, lo que pareció una afirmación. Las tres horas que siguieron fueron muy duras. El terrible viento de Boreas encrespó el mar. Dos marineros cayeron por la borda. Parte de la mercancía de cubierta desapareció arrastrada por los golpes de mar. Superado el cabo de Pirene, el viento azotó la nave por babor pero Tirval y el keleustes consiguieron que El Delfín se acercara al puerto de Rhode, situado al sur de la barrera montañosa y protegido del viento del norte. La nave, en muy mal estado, encalló en la playa.

Rhode, que según la leyenda había sido una ciudad fundada por los rodios, era, en aquellos tiempos, un pueblo prácticamente deshabitado. Unas pocas barracas de pescadores frente a la playa, el hostal de Adrianus y algunas casas helenísticas en el interior componían el conjunto urbano. Era un puerto natural, útil para los marineros que buscaban refugio, o para los que esperaban condiciones climatológicas para afrontar, en dirección norte, la siempre peligrosa travesía de Pirene. A partir de Rhode y en dirección sur se abría una gran bahía, ancha y arenosa. En su extremo sur se emplazaba la ciudad de Emporion.

Los supervivientes de El Delfín acamparon en la playa. Tirval imploró perdón a Lucio, que prefirió alejarse del grupo y descansar bajo los porches de uno de los almacenes cercanos a la playa. Nadie intentó nada contra él. Al día siguiente las rachas de viento se mantenían y el mar continuaba encrespado, era imposible reanudar la navegación. Lucio decidió marchar a pie hacia Emporion, directamente por la playa, una marcha de unas diez millas, como máximo, que se podría cubrir en unas pocas horas. Antes de irse amenazó a Tirval.

─ Rata ebusitana, estoy dispuesto a olvidarlo todo, pero tan pronto se calme el mar quiero que lleves mis mercancías a Emporion, y que las desembarques con cuidado. Yo no te denunciaré a los magistrados, pero si intentas pasar de largo... acabaré contigo. Tengo amigos poderosos en Emporion y con este trasto no irías demasiado lejos...

─ Tranquilo Lucio, los dioses están contigo, y no seré yo quien vuelva a desafiarlos. Ve tranquilo, entregaré las vajillas.

Tirval no tenía otro remedio. Volver atrás hubiera supuesto perder toda la campaña comercial, por otra parte el barco necesitaba un repaso de carpintería, herrajes, cuerdas y velas, y el puerto de Emporion era el único con infraestructuras de reparación y suministros. Lucio compró un burro en Rhode, cargó sus pertenencias y partió bordeando la playa.

La pátera del Lobo

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