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Martes de desayuno

El aroma a pradera entrando por las rendijas de mi ventana, era recibir los buenos días de una mañana majestuosa. Un comienzo que poco a poco la rutina desgastaba olvidando lo que el inicio del día me brindaba, erosionándolo hasta el anochecer.

Con pasos atontados me dirige a una gran ventana que me daba luz natural, el sol pegaba fuerte sobre el vidrio, aumentando su intensidad, como si un gigantesco niño estuviera jugando con una lupa, tratando de quemar mi casa.

Me era imposible ver el pequeño jardín del otro lado, mis ojos todavía se encontraban entumecidos y mis sentidos descolocados. Deje que la luz me alimentara por unos segundos, estire mis músculos y me relaje frotando mi adormecido rostro.

Mis piernas aun sentían el suave colchón y la tibieza de las sabanas. Pero a pesar de sentir la calidez de la luz del sol, mi espalda se contraía, erizando mi piel. Frio, sentía frio. Como si estuviera en julio o agosto. O si me encontrara en lo más alto de un edificio y el viento golpeara fríamente mi rostro.

Inmediatamente recordé que me había levantado reiteradas veces, de golpe los recuerdos de pesadillas o sueños mal vividos aparecieron, los recordaba como pequeños fragmentos que trataban de unirse en mi cabeza, solo recordaba la molestia de tenerlo.

Mientras caminaba por el pasillo hasta el baño, algunos trozos de ellos se acoplaron casi por inercia.

Me encontraba flotando, la noche era espesa al igual que el aire y alguien me perseguía, escondido en la oscuridad, no llegaba a verlo, seguía flotando a ras del suelo, planeando como un ave...

Pero hasta ahí llegaba mi memoria onírica.

Deje de lado los pensamientos y enfile a enlistarme para mi día.

Mi monotonía era precisa y sin margen de error. Desayuno de martes.

Consistía en un par de tostadas y abundante café para un sistema corporal aletargado.

Mi única compañía era la soledad, esa incansable amiga que para muchos es detestable pero necesaria algunas veces. Lleva conmigo cinco largos años, años que poco a poco hunde mi corazón en el pecho.

Cierto. La soledad.

Cada día que despierto, olvido que siempre me espera, en cada desayuno, cuando salgo ella se encuentra mirando por la ventanilla del auto, o cuando estoy trabajando, me acaricia los hombros, al regresar a casa, ella siempre entra primero.

Ven sígueme que nos espera una noche calma y melancólica... tu come algo que yo enfrío la cama...”

Podía oírla, al igual que se hace oír una tormenta con sus truenos, hasta llegue a sentirla rozando mi piel, pero la añoranza a veces, solo a veces, toma la forma que uno necesita o extraña.

Antes del ostracismo, existía ella.

Milagros. Aún recuerdo sus manos como dos extensos puentes colgantes, acariciándome mientras el sol, nos bañaba al nacer el alba.

Un hoyuelo ubicado por alguna deidad y colocada estratégicamente para sucumbir y ceder hasta mi último vestigio de humanidad, era su arma contra mi sublevación amorosa. Imposible no rendirse. Recordando una vieja frase...

No hay mejor rendición, que ante los pies de una mujer

Muchos siempre recuerdan la primera vez que se vieron a los ojos, o que coquetearon con algunos gestos corporales para llamar la atención, el primer beso o la noche en donde sus cuerpos se mezclaron con saliva y sudor.

Yo en cambio recuerdo su voz al nombrarme, su respiración al darme siempre un apasionado beso o su mal humor cuando llovía y no dejaba que saliera a respirar y llenar sus pulmones, la sencillez es lo que más extraño de ella, lo que más recuerdo, y al mismo tiempo lo que trato de olvidar, una paradoja que no muchos entenderían y si lo hiciesen me llamarían loco.

Pero la vida tiene varios matices. Uno tiene que tener presente, ante la belleza del mar azulado, bajo la superficie uno puede agonizar...

Ella murió de cáncer... esa maldita y degenerada enfermedad.

Odio esa palabra, más de lo que una persona podría odiar. Se dice que del amor al odio solo hay un paso, pues les digo que esos pasos son gigantes al pronunciar la palabra cáncer, tratare de no pronunciarla, no hare participe de este momento a la acechadora, así la llame, porque como un águila acecha y sin darte cuenta, te rasga y corta desde dentro.

Los recuerdos aún viven y se materializan por las noches, aun sudo y sollozo con la almohada entre mis dientes, apretando tan fuerte que la tela cede como miga de pan.

En fin... hoy martes es día de festejo. No son cinco años sin mi esposa, no son cinco años de su aniversario póstumo, son cinco años en donde la soledad me golpea y rasga mis venas, cinco años de encontrar una compañera intangible, delirante y traumática, donde por las noches me acorrala, sacándome el aire y humedeciendo mis mejillas, despertando por las noches con sudor en mi garganta, cuarteando la fina piel de mis labios. Ella es la soledad.

Esa mañana coloque las tostadas en un plato floreado y pintoresco.

Esos platos que tildan de antiguo porque ya no se usan. ¡¡Una total burrada, ya que ahora para usarlos de una forma moderna le dicen vintage, como si fuera novedoso!!

Serví el café nostálgicamente en la taza que me había regalado Milagros en uno de mis cumpleaños.

Ese día ella entra a nuestra habitación con una bandeja mediana, pan tostado y mermelada, y la taza envuelta en un pañuelo de seda, con una nota en su interior.

Úsala cada mañana, como yo te amo cada día...

La taza era de boca ancha y casi de la misma altura que mi puño, la oreja erguida se asemeja a la de un elefante cuando embiste todo a su paso, una de las cualidades que aprecio son sus relieves curvilíneos que acapara la superficie de cerámica. El afecto al tocarla emerge al instante, junto con un sentimiento de impunidad avasalladora.

Serví todo en una mesa de madera que se encuentra en la cocina, como era costumbre. Observe detenidamente como cada utensilio, la cuchara, el pote de azúcar y las servilletas, ocupan un espacio inservible en un mundo caótico y superficial. Dándome cuenta que el día comenzaba como la soledad deseaba.

Pensé que era demasiada filosofía existencial para una mañana de martes, así que dejé los pensamientos profundos y me dispuse a desayunar.

Tome el pan tostado del vértice con solemnidad, dejando el triángulo de pan a centímetro de mi boca, pero antes de hincar mis dientes en la arenosa textura, una suave briza recorrió mi nuca, deslizándose por mi espalda, erizando mi piel y contrayendo mis músculos, era como el susurro gélido de una noche fría y oscura. Era el mismo sentimiento al recordar fragmentos de la pesadilla que me tuvo molesto por la noche.

Voltee de inmediato, sorprendido y confundido, la tostada seguía en mi mano, inmóvil.

La sensación era bizarra. Dude un segundo más y le reste importancia. Pero el recuerdo de flotar y ser perseguido se instaló por unos segundos más.

Baje la tostada despacio, tome la taza por la oreja, dando un buen sorbo. Cerrando los ojos para sentir el capricho de un sabor único recorrer por mi garganta.

Mis ojos se abrieron como dos lunas llenas, inmediatamente empujé la silla con mi cuerpo y escupí al suelo el café.

Era una sustancia gélida y negruzca.

Saboree tocando la lengua con mis labios, pero no hacía falta, el gusto que había dejado la sustancia era horrible, penetrante y podrida.

Mire la mesa y después la cocina donde todavía estaba el frasco de café molido, por un segundo pensé en el error que cometí, pero no llego a ser un pensamiento, me corregí al momento, instintivamente relacione todos los pasos. Como una maquina programada.

Hasta me pregunté si había sido la soledad, jugándome una mala pasada, al instante negué con la cabeza, el aislamiento a veces me toma por sorpresa, pensé.

Estoy seguro que coloque dos cucharadas de café”. Susurraba en mi interior.

Mi boca seguía rancia, seca. El brebaje partió en dos mi lengua, dejando un sabor del infierno, podía sentir como pequeñas partículas de azufre rebotaban en mi boca.

Observe de nuevo el frasco de café inquisitivamente. Escupí una vez más, para tratar de sacar el gusto a muerte, tome un trapo de cocina y la tire al suelo, dejando que absorbiera la sustancia, mientras tiraba a la bacha de la cocina todo el desayuno...

Perdí el apetito murmuré.

Alce el trapo y lo arroje a la basura, con asco e incertidumbre.

Hoy llegare más cabrón al trabajo”... pensé.

Cuando el sabor en mi boca amaino, surgió, inconscientemente el recuerdo casi imperceptible de mi niñez, recuerdos que son olvidados, pero surgen por circunstancias presentes y en esos momentos destacan y se impregnan de añoranzas.

Me sumergí en el recuerdo, de golpe y sin previo aviso, esas palabras rebotaron como un cachetazo en mi mejilla...

Come mierda

Vestía un guardapolvo casi blanco, las mangas y el pecho se encontraban escritos por escudos de bandas ya extintas y nombres de los cuales ya no recuerdo detalladamente, el timbre de salida sonó, lo que era para mí una de las más finas melodías, una oleada blanca de murmullos y gritos se abalanzaban por unas grandes puertas verdes de chapas, sostenidas siempre por dos maestras, una de ellas nos miraba con decepción, o eso pensábamos, su rostro sostenía unos gigantescos anteojos, de los cuales agrandaban aún más las cuenca de sus ojos, Y las arrugas que adornaban sus parpados.

Mientras la otra maestra, mucho más joven, coqueteaba con el portero, enmarcando una sonrisa sardónica que cubría casi la totalidad de su rostro. Con unos dientes blancos perlas.

Mis pasos eran apresurados, por dos razones: en mi regreso tenía que adentrarme en un extenso campo de pasto que me llegaba casi a la cintura, para cruzarlo se encontraba un estrecho camino serpenteante. Y la segunda era Oscar, el medieval, nombre puesto por uno de sus víctimas, le encantaba torturar a cualquiera que encontrara en su camino. Tal, como la edad media.

Ese día fue mi turno, siempre era el primero en salir del colegio, a paso veloz, adelantándome. Pero después de lo sucedido supe que no importa cuánto quiera esquivar el destino, ella siempre me encontraría, tarde o temprano.

Estando a la mitad del camino, la silueta de Oscar, el medieval me encontró, mis ojos buscaban una salida, un camino alterno, una escapatoria, pero era inútil, cuando decidí escapar por la maleza, sus manos ya me tenían.

No recuerdo su rostro, tampoco sus palabras, pero su sonrisa, recuerdo el miedo que provoco ver esa sonrisa.

Sus dedos eran como tenazas de carne y hueso, de su bolsillo saco una bolsa, al abrirla supe cuál sería mi tortura, el olor llego de golpe y con, mi desesperación.

Tomo la bolsa de la base, dejando la abertura hacia arriba, quede estático, con terror en mis ojos, el solo reía.

Con el movimiento justo y eficaz, embadurno mi rostro.

Sentía sus dedos cubrir cada parte de mi rostro, cerré la boca y mis ojos fuertemente.

Pero, podía sentir la mierda en mis dientes, en mi nariz.

Al soltarme me arrodille y vomite, dejando mi garganta en el suelo.

Tome mi guardapolvo y limpie desesperadamente cada parte, poro y cabellos arriba de mis hombros.

Sus pies seguían observándome, llegué a escuchar una frase, que pensé la había olvidado.

Come mierda

Como uno esconde el pasado... lo oculta cuando es dañino, pero el pasado es y será, no se borra, tampoco se esfuma, aunque rindas cada suspiro o niegues tan fuerte que te llegue a doler la cabeza. El aparecerá junto con los sentimientos que dejaste olvidados.

Come mierda... esa frase apareció, no solo por el mal sabor que dejo en mi boca el café. También por el miedo que me envolvió ese día, hoy lo sentí nuevamente.

Oscar el medieval, hoy no se encontraba aquí, pero mi corazón latió nerviosamente y no sabría por qué.

Me aliste para salir, cruce el extenso pasillo que dividía la salida con el resto de la casa.

Un pasillo que me enamoro al momento de entrar por primera vez a la casa, recuerdo ser adusto cuando Milagros me trajo a ver la casa, los defectos se acumulaban en mi cabeza como arena en una playa, pero al entrar y ver el extenso pasillo, todas las carencias, se transformaron en meras opiniones que se desvanecían a medida que lo recorría.

Tome las llaves que colgaban de la pared, junto a una ballesta algo roída por el tiempo, que se encontraba ya en la casa.

Camine despacio. No entendía porque tenía la sensación de ser observado, pero lo atribuí a las sombras de la mente.

Por un momento creía escuchar la risa del medieval, deslice mi lengua por los labios y la sensación desapareció. Me sentía de nuevo aquel chiquillo que dejo embadurnar con mierda el rostro. No era yo, era alguien más, un crio cobarde que ya murió.

La sugestión es fuerte cuando se está solo mucho tiempo y los ruidos de una casa en soledad son tenebrosos cuando los sentidos están alertas.

Pero los bellos en mi nuca decían otra cosa. Hablaban otro idioma que preferí no entender.

Abrí la puerta despacio, deje que cruja la madera.

Una sensación atrapaba cada partícula de mi curiosidad, me sentía atrapado por la mirada vacía de la casa, si la mente no fuera tan traicionera, dejaría pasar la sensación de ser observado.

Si me quedara más tiempo parado en la puerta juraría que entre los rincones una silueta me atacaría, dejando mi cuerpo sin vida en el suelo.

Come mierda– podía escucharla, era imperceptible, como si saltara de pared en pared.

La imaginación es poderosa cuando no se tiene control de ella. Me dije, negando con la cabeza.

El sabor apareció de nuevo en mi lengua, ya no se trataba de escupir restos de un desayuno confuso. Era escupir los restos del pasado.

Abrí la puerta del auto rápidamente, como un chiquillo asustado.

Tome del asiento trasero un folio con algunas hojas, las cuales tenía que dejar en la vivienda de un cliente. Prometiendo dejarlas en su buzón.

El motor aulló, despertando al perro que vivía frente. Pero los ladridos eran lejanos, mi mirada estaba concentrada en mi casa y sentí por un instante que ella me observaba también.

Moví la cabeza para desarmar aquel sentimiento, mientras las ruedas comenzaron a girar.

Observe cada espejo, varias veces, mientras la casa se perdía de mi vista.

Ya llegando a pocas cuadras donde mi cliente vivía, visualice los árboles, elogiando su forma y color, eran más anchos de lo normal con abundante hojas y ramas como rayos cuarteados saliendo de los troncos, bastante peculiar.

Una sola vez recordaba ver la forma de los árboles, pero de eso ya hace mucho tiempo.

Antes de detener el auto, llamó mi atención la forma de un hombre apoyado contra uno de estos árboles extraños, a pesar de que el sol había salido, su cuerpo lo cubría un manto oscuro, dejando ver solo su silueta, pero con la extraña sensación de ser observado por él.

Detuve el auto sin dejar de observarlo, caminé directo al buzón que se encontraba a una distancia lejana de la calle, dentro de la propiedad.

Un camino de baldosas cuadradas me guiaba dentro con una lozana alfombra de hierbas que cubría el entorno.

Mi curiosidad se transformó en temor, lo que fuera que me estaba observando, lo hacía de una forma maliciosa, podía sentirlo.

Por momento tuve el impulso de llamar al propietario y esconderme el tiempo suficiente para que mi temor se desvaneciera, pero me pareció que sería bastante torpe de mi parte preocupar a un cliente tan importante, y sin pensar que mi orgullo estaría tildado de cobardía. Sin mencionar que me tomaría por paranoico y eso es lo último que deseaba para mi profesión.

Abrí el buzón e introduje los folios. Este era de madera, como aparecen en las películas, pintado de color marrón, ridículo, pero los gustos son de quienes lo tienen.

Al regresar la silueta se había esfumado, detuve mis pasos y escudriñé la zona, por un segundo la sensación de ser atacado por detrás era real. Todo paso rápido, solo el miedo a ser observado de una forma poco común alertaría a cualquiera.

Abrí el auto rápidamente, el retrovisor no me dijo nada, al mirarlo solo vi el árbol ancho y majestuoso y el espacio vació donde mi mente dibuja la silueta.

Respire aliviado, lo encendí y me marche.

Encendí la radio, buscando una sintonía con música que calmara mis nervios.

Afortunadamente aparecieron The Beatles, yesterday. Pero la estática acompañaba la voz de Mccartney, opacando su voz.

Al erguir la mirada, la figura de nuevo a mi costado, apoyado con la mitad del cuerpo sobre un muro, con la sombra tapando su cuerpo, dejando solo la silueta a la vista.

Mi intranquilice, que posibilidades habría de tal cosa. Encontrar la misma silueta con la apariencia de observarme. Sentía como su mirada rompía el vidrio y llegaba hasta mí, como un enjambre de abejas, rodeaba mi rostro y con su aguijón penetraba mi carne

Trate de ignorarlo, trate de no perder mi juicio, subí el volumen del radio, y con ella la estática, la saliva que tragaba no ayudaba en pensar con claridad, no era casualidad, porque no existe tal cosa, esa figura mi observaba, me perseguía oníricamente relamiendo mi alma con malicia.

Pronto todo dejo de tener sentido, la ruta, los árboles, mi entorno, hasta mi cuerpo, me hundí en mis propios pensamientos, buscando una explicación tan real como el cielo sobre mi cabeza, mis manos seguían en el volante y negué, como si le quisieran robar un caramelo a un chiquillo, negué con fuerzas, cerrando los ojos, dejando salir mi negación con odio y solvencia.

Abrí los ojos, con un poco de dolor en ellos y en mi mandíbula.

Sonsacar con la suficiente confianza que aquellos que me vigilaba solo era una alusión a mi cansancio, era la estrategia perfecta que mi cerebro saco a flote.

Pero de nuevo, a pocas cuadras a mi derecha bajo la sombra de un toldo se encontraba observando con tétrica devoción, la sombra ocultaba su apariencia, pero el movimiento en su cuello indicaba que me seguía con la mirada. Todo se hundió, toda teoría que mi cabeza había planeado para que el miedo desaparezca fue solo una tetra de un sistema colapsado al ver la sombra de nuevo, nuestras miradas eclosionaron por un segundo y no sabría decir si fue el miedo o la distorsión de mis ojos cristalinos, pero juraría que su cuerpo era amorfo, como si saliera de la imaginación de un demente, con grandes esferas adheridas como tumores que sangraban, a pesar de estar oculto en la sombra podía ver las inmensas pústulas.

Apague el radio nervioso y asustado, trataba de entender si de verdad estaba ocurriendo, ya el día comenzó con una mañana distinta a todas, pero no estaba dispuesto a hundirme como una roca.

Si alguien me seguía, si, alguien, no.... algo.

Doble, varias cuadras, tomando calles alternas, desviando mi camino, aproveché la zona residencial para aumentar la velocidad, ya que no se encontraban autos, di la última maniobra para entrar de lleno a la autopista.

Me convencí que esa persona no era tan astuta y rápida.

Peque de vanidad.

Lo vi de nuevo, estático en la sombra de un mullido arbusto, observándome, por alguna razón mi cuerpo se paralizo, cada musculo se contrajo, queriendo naufragar en mi asiento, deseando ser tragado como Jonás.

Todo se detuvo, como si el tiempo y espacio estuvieran en mi contra, por un instante la calma me rodeo, al igual que cualquier movimiento, se detuvo, mi respiración era lo único tangible.

Y por un instante, se materializo ante mi mirada incierta una sonrisa lasciva, maliciosa, a pesar de la distancia vi con detalle la amargura y dolor que me provocaba ver su sardónica sonrisa oscura.

EL medieval, volvió susurre en mi pecho.

Pero había más, junto a su gesto mordaz, observe lo más extraño y espantoso que alguna vez vi, un par de ojos brillantes como dos puntos estáticos que tenían el poder de engendrar miedo, miedo que aturdía a cualquiera que viera el esplendor que emanaba aquello par de destellos y junto con su sádica sonrisa, formaban el perfecto sentimiento sombrío, sensación magnifica que paralizaba a cualquiera, ramificándose como veneno. Puro y transparente terror.

No sabría decir, si por necedad o locura, me era imposible sacar mis ojos de aquello tan extraño que me observaba, todo dejo de tener sentido, para mí, solo existía eso y yo.

Lo observe como si fuera un sueño, sentía como si todo flotara, pero la realidad llego cuando mi cuello cedió y no tuve más remedio que romper esa extraña sensación al observarlo. Todo volvió, la sensación de existencia golpeo mi cráneo, y mi cuerpo recupero su habitual movimiento fofo de solo vivir por vivir.

Instintivamente apreté el pedal del freno hasta hundirlo en el suelo del auto.

Fue una sorpresa ver dos figuras delante de mí, tarde un segundo en darme cuenta lo que decía una de ellas.

—¡¡qué te pasa hijoeputa¡¡... casi nos matas, pedazo de mierda!!

La mujer que gritaba levantaba la mano con el puño cerrado, golpeando varias veces el capó, estático por la situación solo observaba como la chapa cedía ante los contundentes golpes de la joven mujer, a su lado una anciana con su mirada triste y vacía.

Percibí en sus ojos, que deseaba la muerte, deseaba que mis reflejos no fueran tan buenos, o que fuera un automovilista desalmado y que la atropelle, huyendo con su amarillenta y vieja sonrisa, desparramaba en el pavimento, mientras su gastada sangre manchara sus recuerdos antes de morir.

Instintivamente gire mi cuello, por sobre mi hombro, con temor y curiosidad mórbida. Solo se encontraba el espacio vació, pero por un instante, dibuje su silueta, con ojos brillosos y su sádica sonrisa.

Tome mi rostro como si fuera una máscara quebrada y desecha por el tiempo, cayendo a pedazos, fundiéndose con el miedo que emanaba mi alma.

La joven y la anciana, retomaron su rumbo. Vociferaba aberraciones sobre mi persona y vidas pasadas, pero la anciana seguía con su mirada profunda, con estigma de aflicción esparcida en mi parabrisas. Mientras era arrastrada gentilmente por la mujer más joven.

No servía de nada levantar mi mano en señal de perdón, ambas se marcharon, y sin darme cuenta coloque mi mano en alto, inconscientemente necesitaba ser salvado en ese momento. No importaba como, tampoco quien, solo necesitaba la extensión de un brazo, que me ayudara a salir del abismo que me encontraba, fuera en la orilla o en el fondo oscuro y visceral del agujero en el cual podría encontrarme.

Sin más y con movimientos pausados, puse a rodar el auto, con una extraña sensación de ser golpeado en el pecho, sacándome el aire.

Di una cuántas vueltas más, mis manos aún seguían húmedas, el volante rechinaba por el sudor, cada vez que decidía entrar al edificio donde trabajaba, cambiaba de parecer y volvía a apretar el acelerador, no pensaba en mucho, solo en ella.

Por alguna razón Milagros abarco toda mi atención. Preguntándome que me diría, ahora, para calmar mis nervios, para opacar el miedo...

¡¡Ohh!! deseaba besarla y tenerla en mis brazos, deseaba traspasar la muerte y traerla de vuelta, pero eso era imposible. Trate de escuchar su voz, de sentirla a mi lado, de percibir su calor y su aroma.

Trate de pensar en ella, sentada en la cocina, con sus manos ocupada en álbumes, acomodando siempre nuestras fotos, especulando la fecha y hora en las que fueron tomadas, para armarla cronológicamente, siempre se rendía después de media hora buscando una fecha o una foto que solo estaba en su cabeza.

Así empezó todo, olvidos, olores extraños que solo ella percibía, sombras que veía pasar cerca de ella o de mí.

Recuerdo una noche, días después de saber que el cáncer la había alcanzado. Ella dormía en mi regazo, mientras yo la observaba reposando angelicalmente sobre mí. Mis ojos casi se cerraban, me negaba a dormir, contenía el sueño, forzando mis parpados para mantenerse abiertos, no por capricho, a mi entender, pensaba, si dormía, ella podría necesitarme de una forma u otra. Como cuando tu hijo tiene fiebre por varias noches, o tu esposa estaría a días de dar a luz, sentimientos asustadizos que no lo puedes repeler, o quitar de tu sistema.

Las luces de los faroles eran más fuertes esa noche, no había luna, y si la hubiese seria cubierta por algunas nubes negras, amenazando con lluvias por la mañana.

Mis parpados cedieron al cansancio, pero los abrí asustado y perdido. La oscuridad penetraba aún más la habitación. Pronto me di cuenta que Milagros no se encontraba.

Estire el brazo para encender la luz, pero esta no encendía.

—Milagros, amor...estas bien – espere unos segundos su respuesta.

Esperando la respuesta noté, a través de la ventana, que los faroles se encontraban apagados, que todo estaba a oscuras, el mundo estaba en penumbras – pensé.

—Milagros... – mi voz trepaba por las paredes, buscando respuesta. Mi corazón empezó a latir mucho más rápido, mi vientre se contrajo y mis ojos se cristalizaron casi de inmediato.

Baje de la cama como si mi vida dependiera de ello, y así era, ella era mi vida.

Rápidamente llegue hasta la puerta con las manos en alto, golpeándome la pantorrilla con la mesa de luz.

El golpe recorrió toda la casa.

—Amor estas bien, ¡¡Milagros!!

Tenía en mi memoria cada pared y mueble de la casa, solo escuchaba la fricción de mis pies con el suelo.

Me encontraba casi a la mitad de la casa, cuando creí haber escuchado ruido. Estático, sin otro movimiento que el de mi corazón golpeando mi pecho, escuche, me concentre en la oscuridad y busque.

Por mi mente la imaginación dejaba estragos, la veía a ella tirada por el pasillo con su boca abierta, pidiendo ayuda sin lograrlo.

Cómo el ser humano ve lo negativo en la desesperación, agravando aún más la situación, es por naturaleza contestaba otra voz en mi interior, debió quedarse dormida, nada más. Seguía contestándome. Y sin darme cuenta, mantenía una conversación conmigo mismo. Locura, desesperación, miedo.

¡¡Encuéntrala... encuéntrala...!!ya¡¡

Llegue hasta la puerta del baño, toque varias veces...

—Estas dentro...Milagros.

No hubo respuestas.

Tome el pomo de la puerta y lo gire. Pero antes de abrir la puerta, una de las sillas de la cocina rechino.

—Milagros – casi susurre su nombre.

Di un par de pasos y pude sentir su respiración, era suave y calma.

Llegue hasta su brazo, estaba más delgado, frio y esquelético. O eso pensé.

—Milagros que haces acá, vamos a la cama.

—Las fotos son hermosas, aún recuerdo el olor a pradera de ese día – me dijo con voz suave.

Estaba delirando, su mente ya no le pertenecía.

La luz golpeo mi rostro como si fuera un martillo, mis ojos tardaron en abrirse, y al hacerlo ella se encontraba sentada, con un álbum sobre la mesa.

Una de sus manos reposaba sobre una fotografía.

—Vamos a la cama, necesitas descansar, vamos...

La tome de la cintura y por primera vez note sus huesos, note que se consumía por dentro, preguntándome donde estaba su Dios, al que tanto tiempo ella le dedicaba, al que tanto le debía, al que tanto pronunciaba. Donde estaba, de seguro esa noche, se encontraba lejos, sin poder salir de su iglesia, oculto por la vergüenza. Demostrando que solo es un hombre de carne y hueso que vivió hace muchos años.

Su cabeza reposo en la almohada y sus, ya, casi extintos bucles, adornaban las sabanas.

—La pradera... recuerdo ese día – balbuceaba entre sueño – la pradera.

Bese su frente.

Las luces se encontraban prendidas, todas y cada una de ellas, comencé apagando las de la habitación, seguí con la del living y después la del baño.

La cocina seguía encendida, tome el álbum, pero antes de cerrarlo, observe la foto en donde ella posaba su mano.

Era llamativo el frondoso color verde que emanaba la fotografía, ella reía y yo la observaba, árboles y praderas, fue sacada en el campo donde vacacionamos para nuestro aniversario.

Cerré el libro, dejándolo en medio de la mesa, pero antes de hacerlo, las palabras de Milagros retumbaron en mi cabeza...

La pradera, aún recuerdo el olor a pradera... ¿Cómo...?

En la oscuridad... ella lo vio.

Reí, por ignorancia. Deje el álbum en el centro y apague la luz.

Esa noche reste de importancia, pero ella vio, revivió nuestro día.

Como dije, ojalá la tuviera aquí.

Estacione el auto, pero me rehusaba a entrar, por algún motivo, deseaba estar en mi casa, deseaba sentarme y observar la nada.

Pero me conforme con el interior de mi auto, podía ver el brillo del sol al entrar por el parabrisa, mis ojos se cerraban, muy lentamente. Su fulgor atrapaba toda mi atención, despojándome de toda fuerza, toda voluntad por hacer cualquier movimiento. Era placentero entregarme por completo a la simpleza del brillo...

—Jefe...¡¡¡ – golpearon en el vidrio.

Hoy la soledad se tomó vacaciones, me dije.

—Que sucede Tommy – pregunte mientras bajaba el vidrio.

—Necesito que apruebe este envió.

Me observaba como si mis ojos estuvieran vacíos, como si solo fuera un cascaron.

—Sé que no debo preguntar, pero se encuentra bien.

—Porque lo dices.

—Por nada, disculpe. Puede firmar el formulario de locación.

Lo tome, mientras lo observaba.

—No te disculpes... – tomé la lapicera y antes de firmar, con pavor vi la dirección –¡¡Tommy que es esto!! – dije sorprendido.

—Es la confirmación del predio donde nos envió.

Leí de nuevo la dirección y me sorprendí por segunda vez en el día.

—La dirección¡¡, quien te la envió.

—Usted jefe, esta mañana, por correo. Solo necesitaba su firma de nuevo.

—Mierda... ¡¡quien fue al lugar!!

—Medina, como siempre.

—Llámalo ya...

Tomo su teléfono y marco.

El teléfono sonó un par de veces antes de que el contestador apareciera.

—No atiende jefe.

Tiré por la ventanilla los papeles y encendí el auto.

—Sigue intentando y dile que no haga nada, que me espere.

Puse el motor en marcha y de un tirón arranco.

Usted jefe, esta mañana...

Podía escuchar la voz de Tommy traspasar el rugido del motor y llegar como una oleada de pestilencia hacia mis oídos y de ahí a mi cabeza, colisionando con el cráneo.

Mientras era un corredor de fórmula 1 por la Avenida Rivadavia, la frase rebotaba en mi cabeza.

El volante era un péndulo, pero con más velocidad que destreza, al doblar la plaza en donde San Martin se encontraba erguido con su caballo “Blanco” apuntando hacia el oeste, con su mirada pétrea.

La rueda trasera golpeo la acera, desestabilizándome y casi dando de lleno a otro auto, no hubo destreza en no haberle dado de lleno con la trompa, fue pura y llanamente suerte. O desesperación, quien lo sabría.

El auto rugía como un lobo y las ruedas rechinaban en el asfalto, comiéndose el caucho.

—No puede ser... no puede ser... – repetía una y otra vez.

No recordaba haber enviado semejante correo, menos esta mañana, pensaba.

De seguro lo hiciste dormido. Idiota... — respondía mis propias preguntas.

Giré a la izquierda y apreté el freno, de seguro marcando unas grandes huellas negras.

Un cartel en letras blancas y fondo azul, decían Cementerio de la ciudad y abajo con letras más chicas y borrosas –eterno descanso

Un enjuto hombre se encontraba en la recepción.

—Bettona, como estas.

Mi frente sudaba y mis labios temblaban, sin mencionar la agitación que vomitaba acompañado de mis ojos abiertos y asustados.

—Disculpe... pero hoy vino...

El enjuto hombre que llevaba un traje gris, arrugado más que nada por el poco espacio que abarcaba su cuerpo, me alcanza una silla y con una mano en mi hombro, me sienta.

—Tranquilo, Medina está en mi oficina, está más asustado que usted, ¡qué digo hombre! Esta que se caga en los pantalones, pensando que casi comete el peor error de su vida.

—Entonces...

Dejo mostrar sus dientes y aunque prosaico con su apariencia, eran blancos y perfectos. Como si fuera su carta de presentación al vender un pedazo de tierra que a lo largo del tiempo será olvidada o desecha.

—No se preocupe, lo detuve antes de que lo hiciera, pero no es culpa de él, ya que el pobre Medina no sabe nada de su jefe, no es así...

Confirme su pregunta solo moviendo mi cabeza.

El aire caliente que salía por mis orificios, hizo que recordara esos volcanes que eructaban una gran masa ígnea que evaluaba a la tierra con su propio test de manchas de tintas, para luego caer como un vomito caliente sobre las rocas puntiagudas. Aparte de un gran dolor que se acumulaba en mi pecho, por culpa del sedentarismo como forma de vida o elección casual.

—Gracias... Don Lucero – la oración fue un desahogo y al mismo tiempo un cambio de aire que amortizaba la temperatura en mis fosas nasales y pulmones.

Pero mientras agradecía esperaba la fatal pregunta, que aún yo no podía responderme.

Pregunta que llegue a detestar, pregunta que no quería oír, ya que yo mismo la instale en el corto metraje hasta llegar aquí.

—Ahora dígame hombre, ¿porque el formulario estaba autorizado por usted?

—Debió ser algún error administrativo, completa culpa – lo observe con la convicción de un médico al declarar con pena la muerte de un ser querido.

—Si es así, tiene que calmar al asustadizo empleado suyo, ya que no lo convencí ni dando el teléfono de mi hermosa hermana – riendo y mostrando el jardín de perlas que adornaba su sombrío rostro.

Al cabo de unos minutos estrechamos manos y todo olvidado con Medina, que igual se marchó asustado y pidiendo perdón más de una vez.

Mientras más lo leía, más sorprendido estaba, sin duda era mi autorización al pie de la hoja, confirmando despojar todo lo que se encontrara en la bóveda 301-A. Bóveda en la cual se encontraba descansando Milagros Bettona.

El camino de pequeñas baldosas hasta ella, era eterna y siempre llegaba con mi rostro humedecido.

Mientras ungía mis pensamientos en ella, una reflexión surgió.

Hoy más que nunca la necesite y ahora me encuentro a escasos metros de ti...

Era una bóveda con pintorescas figuras que ella deseo, no en un papel, tampoco ante un gran escribano de mirada adusta.

Me las susurro al oído, y eso se impregno en mí, adueñándome de sus deseos póstumos, como si fueran propios.

Hacia los lados de la entrada en donde se encontraba sellada una gran puerta de granito, había dos ángeles, con miradas perdidas en el cielo, en sus manos detalladamente con exquisitez, sostenían dos arpas, que a su vez eran las columnas de la bóveda.

Y en la puerta, una frase que ella pidió al susurrarme.

Cree en él, cuando tu mundo oscurezca” frase que aborrecí, no por hablar de él. Ella siempre lo amo, y eso lo entiendo ahora, pero cuando me pidió que grabara eso en su lapida, la envidia carcomió mis huesos, odiándolo más.

El hombre que todos los domingos ella adoraba, el hombre clavado en una madera, que nunca le hablo, nunca la escucho, nunca la acaricio, a ese hombre ella le dedico el último pensamiento...

Como odie esa frase, odie sus últimas palabras, sin pensar que cada una de esas palabras, cada gota de aliento que expulso al decirla, era para mí.

Mire alrededor de la bóveda y algunas se encontraban tan olvidadas, tan desechas por el olvido de las personas que juraron recordar a sus muertos, que me avergonzó.

Algunas ya solo monumentos a la omisión, solo un montón de piedra y maleza al dolor. Dedicados a los que fueron, como héroes en silencio.

—Señor Bettona se encuentra bien – a pocos metros se encontraba Don Lucero, ignorando el tiempo que estuvo, esperando que no fuera capaz de oír mis pensamientos.

—Eso creo, el mes que viene vendré a limpiar el verdín que se acumula en la puerta.

—Como ya le he dicho ese trabajo está dentro de nuestras tareas diarias.

Camine unos pasos, dando a mi derecha una gran calle en donde las bóvedas eran los edificios de la gran ciudad de muertos olvidados.

—Ella es mi responsabilidad, y no lo olvidare.

—Recuerde que... – mientras me hablaba de ítem que yo obviaba al hacer el trabajo de uno de sus empleados. A lo lejos llamo mi atención un hombre que hace mucho no veía, con la pala al hombro y sus pasos lentos como llevando al mundo a cuesta.

A pesar de no ver su rostro, ni sus ojos, pude recordar casi al instante quien era esa persona, a pesar de dudar por unos segundos, lo supe, mi subconsciente sabía quién era, como olvidar al hombre que enterró a mi amada Milagros.

Antes de la bóveda, antes de la puerta con sus últimos pensamientos, antes de todo, solo era un hueco en la tierra, y ese hombre con pala al hombro y su peculiar caminar, fue quien removió la tierra, desde el mismísimo cielo, para que Milagros descansara en paz, como ella creía.

Para mí en ese momento, solo era el protocolo de cualquier ser vivo, para que no sea tan grotesco la muerte.

Podía escuchar el murmullo de Don Lucero, pero las palabras perdían significado, solo gastaba saliva en alguien que vendría, sin importar que, a remover el verdín.

Cuando termino el soliloquio, según parece con lujo de detalle, le tendí la mano, di gracias por lo que había hecho y me fui.

Negocio, solo fue un negocio, su favor con Medina, estaba protegiendo su producto, sin más.

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