Читать книгу Ontología analéptica - Fabián Ludueña Romandini - Страница 16

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La enjundiosa amalgama de los estudios sobre el vampirismo, como suele lamentablemente ocurrir en los tiempos que corren, ha empobrecido su objeto de estudio en pos de presuposiciones metodológicas que carecen de sustento epistemológico. Por esta razón, investigaciones robustas sobre la genealogía de la obra de Bram Stoker sobre Drácula que abarcan problemas médicos, socio-económicos y culturales han concluido en que el afamado aristócrata vampírico sería el caso más conspicuo de la sedimentación de un fenómeno que no posee más que apenas dos siglos anteriores a la publicación, en 1897, de la novela gótica en cuestión. En otros términos, el vampirismo y, por supuesto, la licantropía, serían fenómenos de corta duración y expresión literaria de las preocupaciones y del imaginario más logrado de la (anti)modernidad capitalista.

De este modo, se ha transformado en programa descartar toda aproximación “trans-histórica” o “trans-nacional”, vale decir, de longue durée geo-temporal. Dicho de modo conciso, la “nueva historia” levanta su baluarte en contra de toda investigación que busque lo “inmemorial” en el fenómeno vampírico o de la licantropía (Groom, 2018: xiv-xvi). Ante esta notable miopía académica que ignora tanto la contundencia de las fuentes como la necesidad de la especulación filosófica sobre un tema que, de ningún modo, el abordaje historiográfico puede agotar, deberemos adoptar, por necesidad, el camino señalado como negativo y prohibido. En ese sendero debemos destacar especialmente la aproximación multidisciplinar llevada adelante por José Emilio Burucúa y Fernanda Gil Lozano cuando, por medio de un rastreo exhaustivo del mundo del Drácula de Stoker, han buscado reconstruir lo siniestro como experiencia humana fundamental (Burucúa – Gil Lozano, 2002).

Deberemos, por tanto, partir en la búsqueda, precisamente, de lo Inmemorial de los fenómenos en cuestión. En efecto, la novela de Bram Stoker es todo lo opuesto de lo que la crítica moderna escribe sobre ella. La obra literaria trata del embellecimiento y de la construcción de un vampirismo estética y éticamente soportable pero que no deja de vehiculizar los elementos de los rituales milenarios que le dan sustento.

Para adentrarnos en esa dirección, convendrá seguir el ejemplo de Walter Benjamin quien supo enunciar, con una ambición que hoy escandalizaría a la “nueva historia” que “es el presente el que polariza el acontecer en prehistoria y posthistoria (Es ist die Gegenwart, die das Geschehen in Vor- und Nachgeschichte polarisiert)” (Benjamin, 1982: 588). Salvo que, como habremos de constatar a lo largo de nuestro recorrido, la prehistoria tanto del vampirismo como de la licantropía se extienden mucho más allá de toda temporalidad humana para explorar los meandros insondables de la historia natural del espacio geodésico y tocar el misterio mismo del acontecer de la vida. Una vida que, en cierto sentido, se sustrae a todo tiempo humano para adentrarse, no cabe otro modo de expresarlo mejor, en la temporalidad cósmica que es la matriz preexistente de todo tiempo vivido y, por ende, su condición de realización.

Efectivamente, al abordar el vampirismo y la licantropía, habremos de medirnos con los mitos. Una de las cumbres ejemplares de la indagación mitológica sigue siendo la obra de Friedrich Creuzer para quien, ciertamente, el mito es múltiple en tanto maneras diversas de abordar lo divino, mientras que el símbolo atraviesa esa plasticidad para encontrar la estructura inmutable. Con todo, el mito para Creuzer implica “transformar (umzusetzen) lo pensado en algo acontecido (ein Geschehenes)” (Creuzer, 1812, iv: 568). De este modo, en el culto, la historia se vuelve acontecimiento enunciativo en la tradición del destino simbólico. Ahora bien, los fenómenos como el vampirismo o la licantropía nos conducirán al punto de ruptura del símbolo donde hay que poner palabras, en una suerte de decir necesariamente incompleto pero posible, no ya al acontecer del mito sino al devenir mismo de la existencia. En cierta forma, se trata de ir hacia el grado cero de todo simbolismo y más allá para sumergirse en un campo pre-mítico donde sólo le cabe a la metafísica especulativa poder adentrarse.

El presente libro, en estos aspectos, no es un proyecto que pueda adscribirse a la línea de Aby Warbug, quien, a pesar del empecinamiento esquivo de las interpretaciones todavía predominantes de su obra en el presente, sitúa su búsqueda más allá de la historia y de la cultura, en el punto de fricción donde ambas se tocan pues el estudioso siempre ubicó “en un lenguaje gestual (gebärdensprachlich) la escala entera de las conmociones humanas (Ergriffenseins), desde el desamparado ensimismamiento (der hilflosen Versunkenheit) hasta el más sangriento canibalismo (mörderischen Menschenfrass)” (Warburg, 2000: 3), vale decir, el vórtice corporal que actúa como fuente de todas sus imágenes supervivientes a través de los siglos.

El límite de la empresa warburguiana es, en efecto, su somatismo como estructura última del páthos que luego inunda, fervorosamente, la historia cósmica de lo humano. Sin embargo, aquí el cuerpo y sus pasiones no pueden ser el umbral último de nuestra indagación: deberemos afrontar los territorios que son la condición de posibilidad de esa ilusión que llamamos cuerpo y entender, con una nueva mirada, el fenómeno mismo de la vida-muerte.

Sin embargo, en ese recorrido debemos también tomar distancia del “Uno primordial (Ur-Eine)” de una vida que se desgarra a sí misma en la individuación trágica, como propone Friedrich Nietzsche en su juventud (Nietzsche, 1972 §4). De igual modo, la fisiología que Nietzsche en su madurez retoma de sus lecturas de Lange, Roux, Helmholtz y Feré también presenta, como en el caso de Warburg, el límite de los cuerpos a la hora del estudio de la prehistoria de los valores aun si, ciertamente, admite una física de las fuerzas en el materialismo del Eterno Retorno. Por ello, aunque de enorme interés, “los fisiólogos y médicos (Physiologen und Mediciner)” que Nietzsche recomienda para el estudio de la “historia evolutiva de los conceptos morales (Entwicklungsgeschichte der moralischen Begriffe)” de las Facultades de Filosofía (Nietzsche, 1988 §17), una vez más, delimitan el problema de la vida dándolo como un pre-supuesto, evitando así la indagación necesaria sobre sus condiciones metafísicas de posibilidad.

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Es necesario interrogarse, aunque sea de modo preliminar, cuándo la filosofía dejó de otorgarle ciudadanía teórica al fenómeno vampírico y permitió únicamente su subsistencia como un hecho ficcional que la literatura podía eventualmente recrear. Este clivaje tuvo lugar en la Modernidad y un primer ejemplo lo proporciona el monje polígrafo Benito Feijoo quien pudo escribir:

Que los Vampiros, o Revinientes de Moravia, Hungría, Polonia, &c. de quien se cuentan cosas tan extraordinarias, tan especificadas, tan circunstanciadas, tan revestidas de todas las formalidades capaces de hacerlas creer, y probarlas jurídicamente en los Tribunales más exactos y severos: que todo lo que se dice de su regreso a la vida, de sus apariciones, de la turbación, que causan en las poblaciones, y en las campañas: de la muerte que dan a las personas, chupándoles la sangre, o haciéndoles señal para que los sigan: que todo esto no es más que ilusión, y efecto de una impresión fuerte en la imaginativa (Feijoo, Cartas eruditas y curiosas, xx, 53).

En una postura similar, podemos leer en Jean-Jacques Rousseau:

Si existe en el mundo una historia atestiguada, es la de los Vampiros (Wampirs). Nada falta: procesos verbales, certificados de Notables, Cirujanos, Curas, Magistrados. La prueba jurídica es de las más completas. Con ello, ¿quién cree en los Vampiros? ¿Seremos nosotros todos condenados por no haber creído en ellos? Por mucho que estén atestiguados, con el acuerdo mismo del crédulo Cicerón, varios de los prodigios transmitidos por Tito Livio, yo los considero como tantas otras fábulas. (Rousseau, Lettre à Christophe Beaumont, 1969: 1005).

Como puede apreciarse, aunque Rousseau admite la remota antigüedad del fenómeno vampírico y Feijoo lo atribuye, en cambio, a un fenómeno exclusivamente moderno, en ambos casos el argumento es el mismo: se trata de acontecimientos que no tienen otro valor que el de una fábula que ha excitado en demasía la facultad imaginativa. De igual modo, Voltaire manifiesta, en su Dictionnaire philosophique, su irónica incredulidad sobre el hecho de que se pueda creer en los vampiros después de Locke, Shaftesbury, D’Alembert o Diderot (Voltaire, 2010: vide “vampire”). En definitiva, el vampirismo (pero también la licantropía) entran en la Modernidad como una patología de la imaginación y de la irracionalidad. Esta tendencia, como hemos visto, aún hoy presente en los estudiosos del tema, ha impedido comprender la auténtica naturaleza de los fenómenos en cuestión. Se clausuró, de este modo, la vía regia que la filosofía poseía para adentrarse en el laberinto del fenómeno de la vida-muerte y sus secretos o, incluso, del sentido mismo de la historia de la metafísica en cuanto producción de lo humano.

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La etimología es siempre una brújula que, usada con acumen, orienta de modo más seguro de lo que muchas veces suele admitirse. A pesar de las hipótesis que han planteado un origen griego, hebreo, húngaro o, incluso, turco del término “vampiro”, los lingüistas admiten hoy la plausibilidad de los estudios de Aleksander Brückner que sitúan el origen del vocablo en la lengua búlgara y la palabra upir que está en la base de la raíz de su contrapartida “vampiro” (Wilson, 1985: 578).

Ciertamente, los primeros usos registrados del término “vampiro” aparecen en francés, inglés y latín para referirse a fenómenos de vampirismo en Polonia, Rusia y Macedonia. El caso del latín resulta por demás instructivo pues su uso precede a la lengua vernácula en Italia. Así tenemos el testimonio del papa Benedicto xiv que publica en Roma, durante el año 1749, su De Servorum Dei Beatificatione et de Beatorum Canonizatione, cuyo capítulo cuarto lleva por título, precisamente, De vanitate vampyrorum. Los desarrollos del texto dan cuenta de los sesudos esfuerzos del Sumo Pontífice por la preservación de los cadáveres mutilados bajo el pretexto o la creencia de que se trataba de vampiros (Wilson, 1985: 582). Sin embargo, importa allí la intuición de largo alcance de Benedicto xiv, quien abre el camino de una pesquisa al señalar, con toda acritud, que la creencia en los vampiros encuentra sus raíces en tiempos antiquísimos y que, por tanto, no puede ser combatida por medios simples.

En efecto, el razonamiento implícito del Papa es formalizable en términos modernos: la existencia de un término, en este caso “vampiro”, no debe llevarnos a asumir que su realidad comienza con su registro lingüístico. Bajo otros nombres, el fenómeno precede al vocablo o, dicho de otro modo, las series históricas no están necesariamente atadas a la aparición lingüística de un concepto. Insuficiencia pues, para estos asuntos, de una historia conceptual que ignore que las series históricas pueden estar disociadas de los sinuosos caminos de la lengua. Para ser más precisos, resulta posible que un fenómeno histórico atraviese las más diversas capas lingüísticas y culturales. Se impone, entonces, el estudio comparativo y una ultra-historia que esté atenta al hecho de que fenómenos estructuralmente conexos pueden obedecer a diferentes estratos o grupos de expresiones lingüísticas. En los casos que nos ocupan, particularmente en el vampirismo y la licantropía, este habrá de ser el hilo de Ariadna metodológico que guiará nuestra pesquisa.

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Las fuentes greco-latinas que ofrecen testimonios sobre el vampirismo que se remontan, incluso, a cronologías indómitas bien anteriores a su puesta en escritura (Wright, 1914), dan cuenta, desde la noche de los tiempos, de las propiedades distintivas de un fenómeno mitopoiético y una praxis cultual que se sitúan entre la muerte, el sacrificio y la sangre.

En los funerales de Patroclo, en la Ilíada, el ritual comporta una verdadera hecatombe de toros blancos, ovejas y cabras degollados todos para ofrecer la bebida necrófila al difunto: “fluía en torno del cadáver (nékun) la sangre (aîma)” (Homero, Ilíada, xxiii, 30-34). La monumental obra de Erwin Rohde, siempre imprescindible, reconocía en estas presencias homéricas, la archi-huella de arcaicos ritos funerarios sanguinarios: “el olor de la sangre (die Witterung des Blutes) atrae a las almas y ‘la saciedad del apetito por la sangre (Blutsättigung) [haimakouría]’ es el auténtico propósito de estas ofrendas” (Rohde, 1903: 53).

De hecho, que las almas de los muertos, en el ámbito greco-latino, puedan tomar legítimamente la forma de vampiros y se hallen estrechamente relacionadas a las metamorfosis animales es una tesis ciertamente poco frecuentada pero bien establecida (Dumézil, 1929: 44-47). Más aun, esta antigua tradición, según Georges Dumézil, puede y debe ser colocada en paralelo con las leyendas vampíricas provenientes del folclore de la Europa central y occidental. Un camino que, ciertamente, había seguido, en la misma época, aunque con diferente metodología, uno de los más importantes estudiosos del fenómeno (Summers, 2003: 1-77 y 132-324).

Si examinamos las fuentes antiguas, en la Hécuba de Eurípides el espectro de Polidoro hace saber que Aquiles, ya muerto, apareció con su sombra coronando su tumba para retener el avance de todo el ejército heleno. El muerto Aquiles tenía entonces un reclamo para los vivos que enuncia Polidoro: “reclama a mi hermana Polixena como víctima sacrificada (prósphagma) bienvenida (phílon) para su tumba (túmboi) y como adehala sacrificial” (Eurípides, Hécuba, 40-43). En ese sentido, los vampiros antiguos establecían un lazo que, desde el mundo de los muertos, podían extender hacia la política, la guerra y las civilizaciones de los vivos.

Por esa misma razón, su agencia tenía un muy alto precio: el “difunto Aquiles (katthaneîn Achilléos)” exige “la libación de sangre para la tierra y para el muerto” (Eurípides, Hécuba, 389 y 392-393). En este contexto, el Vampiro era un eje que podía unir el inframundo con el supramundo y ambos con el mundo humano. El medio para ese pasaje, contrariamente a las visiones irenaicas sobre la religión antigua, estaba dado por el ritual de la sangre sacrificada. En ese sentido, la sangre actuaba como un viaducto que, siendo físico, era a la vez metafísico, mostrando que toda metafísica de lo sobrenatural tiene su origen en el cuerpo y sus fluidos, particularmente la sangre. La historia de la metafísica es también una hemato-somatología del Ser y no meramente una conjunción de abstracciones como la inmensa mayoría de las interpretaciones contemporáneas intentan hacer valer.

Taltibio cuenta entonces el sacrificio y las palabras ceremoniales del hijo de Aquiles durante el ritual: “acéptame estas libaciones propiciatorias (choás keleteríous) que atraen a los muertos (nekrôn). Ven, para que puedas beber la negra (mélan) y pura (akraiphnès) sangre (aîma) de la muchacha (kóres)” (Eurípides, Hécuba, 535-538). En esta escena es importante una precisión filológica, pues se utiliza el vocablo choé, una libación en la tumba de un muerto, a diferencia de la libación a los dioses que se califica de loibé o spondé. Este señalamiento cobra toda su importancia pues hace referencia a lo arcaico y primordial de los ritos antiguos antes de que estos encontraran una vía de simbolizar el sacrificio bajo ropajes analógicos que aún hoy perduran en la matriz del pensamiento occidental.

En la tragedia de Sófocles Edipo en Colono, en cierto punto, Edipo enarbola un amargo discurso sobre el ineluctable destino de los humanos a quienes el acercamiento paulatino a la muerte les consume la juventud, el vigor, la confianza y hasta la amistad entre pares, incluida la amistad política que teje las alianzas entre las ciudades. De allí que Edipo advierta a Teseo que las buenas relaciones con Tebas pueden seguir el mismo decurso general y dañarse en cuyo caso “entonces, mi frío (psychrós) cadáver (nékus) enterrado (kekrumménos) beberá (píetai) la caliente sangre (thermòn aîma) de ellos, si Zeus es aún Zeus y Febo, hijo de Zeus, sigue siendo infalible (saphés)” (Sófocles, Edipo en Colono, 620-625). El nacimiento de la política occidental se sella, precisamente, en la alianza ritual de la tierra y la sangre derramada pues, contrariamente a lo que suele enarbolarse, los muertos son los señores de la historia en el mundo antiguo.

El Scholiasta Ranarum de los fragmentos atribuidos a Aristófanes identifica a la propia diosa Hécate como una auténtica emousa (tèn émpousan) y, por tanto, todo el vampirismo antiguo de Grecia se sitúa bajo el reino de Hécate y su influencia (Aristófanes, fr. 416 = Dindorf, 1846: 504). De hecho, Filóstrato, destacado exponente de la Segunda Sofística, narra la historia de cómo el filósofo pitagórico y chamánico-taumatúrgico Apolonio de Tiana se enfrentó a una poderosa empusa (criatura también clasificada entre las lamias o mormolicias) que pretendía hacer víctima suya al bello efebo Menipo de Licia, pues este satisfacía los apetitos de la vampiresa por los “placeres sexuales (aphrodisíon) y la carne humana (sarkôn)”. Una elaborada estratagema que incluía las artes mágicas hizo que la empusa tomase la forma de una hermosa y acaudalada mujer dispuesta a desposarse con el joven.

Habiendo este aceptado tan irresistible convite, sólo Apolonio de Tiana, en el banquete nupcial, pudo poner al descubierto el maleficio e impedir la muerte de Menipo en manos de la criatura de la noche, “pues esta estaba habituada a comer (siteîsthai enómizen) cuerpos (somáton) hermosos (kalà) y jóvenes (néa) dado que la sangre (aîma) de estos era pura (akraiphnès)” (Filóstrato, Vida de Apolonio de Tiana, iv, 25). Ciertamente, la historia tiene paralelos con las vicisitudes narradas por Flegón de Tralles sobre Macates y Filinion en la que esta última cobra una vida póstuma por la intervención de una empusa (Giannini, 1966: 170-178).

Estas muestras cabales de la existencia, bajo otros nombres, del vampirismo antiguo nos devela su íntima correlación no sólo con la muerte, como podría creerse a primera vista, sino más bien con la vida-muerte pues la sangre oficia como sustancia ontológica de pasaje entre el mundo de los vivos y de los muertos y el sacrificio es el operador político originario de la pólis antigua. De esta manera, el mundo sobrenatural, rector último de toda la política, se alcanzaba con el rito de la sangre derramada. Para los Antiguos, no hay política sin cuerpo pues no hay entrada al mundo de los dioses y démones si no es mediante la sustancia corporal de la sangre vital.

El léxico bizantino de la Suda define a la empusa como un “fantasma demónico (phántasma daimoniôdes)” enviado por Hécate o que directamente se identifica con ella, hallándose así “emparentada con los sacrificios a los muertos (toîs katoichoménois enagízosin)” (Suda, 1834: 1227). Nuevamente tenemos aquí la misma consideración filológica precedente respecto de la terminología ritual, pues el verbo empleado enagízo corresponde al sacrificio a los muertos en lugar de su opuesto thúein que se aplica al sacrificio a los dioses.

Y, en este punto, conviene no olvidar que Hécate era, al mismo tiempo, la diosa tutelar de la elocuencia en las asambleas políticas. En una analogía estructural podría sostenerse que Hécate, diosa liminar de la oscuridad mágica, presidió el vampirismo antiguo como luego el Cristo invertido en Satanás lo haría en la teología política cristiana que informa al vampirismo medieval y moderno. Cuando en un portentoso hechizo de la Eneida, se invocan a las divinidades más tenebrosas, allí aparecen “Erebo, Caos, Hécate triforme (Erebumque Chaosque, tergeminamque Hecaten)” como las potencias invisibles más feroces (Virgilio, Eneida, iv, 510-511). Su majestad y preeminencia se verifican aún en la Modernidad temprana cuando aparece en Macbeth de William Shakespeare para advertir a sus brujas:

How did you dare

To trade and traffic with Macbeth

In riddles and affaires of death;

And I, the mistress of your charms,

The close contriver of all harms,

Was never call’d to bear my part,

Or show you the glory of our art?

(¿Cómo se han atrevido a entablar comercio con Macbeth

Sobre enigmas y cuestiones de la muerte;

Y yo, señora de sus hechizos,

La secreta autora de todos los daños,

Nunca he sido llamada para desempeñar mi papel,

O mostrar la gloria de nuestro arte?).

(Shakespeare, Macbeth, iii, v).

El carácter tripartito de Hécate que demarca su soberanía sobre el cielo, la tierra y el Averno constituye un postulado metafísico enunciado en lenguaje mitopoiético. Por ello el vampirismo es también una suerte de Mito con lineamientos metafísicos donde se muestra que la sangre y el rito son los que mantienen unidos los tres planos primogénitos de la vida y del Ser: cielo-mundo-ultratumba y cómo no existe separación entre lo sensible, lo inteligible y lo supranatural sino que las tres formas únicamente se declinan como expresiones de una misma realidad que se enlazan gracias al sacrificio. Llegados a ese punto, se puede concebir al vampirismo como uno de los operadores que muestran el reverso de la metafísica de la presencia a través de su precio en nocturnidad y sombra pero, sin cuya intervención, la Necesidad y la matriz misma del Universo desandarían su camino despojando a la realidad de su reverso oscuro pero co-perteneciente al Ser como mostración.

Por su parte, Aristófanes hace constar que la empusa posee poderes metamórficos y una “pierna de bronce (skélos chalkoûn)” (Aristófanes, Ranas, 293). No debe sorprendernos, entonces, que en su Nosferatu, eine Symphonie des Grauens, el cineasta Friedrich Wilhelm Murnau bautice a la nave que trae al conde Orlok a Alemania con el nombre de Empusa. Justamente, a propósito de este filme, Siegfried Kracacuer ha podido escribir que Nosferatu, como una especie de Atila, adquiere su fuerza en su identificación con la pestilencia y esta figura vampírica toma forma, precisamente, en aquella zona inescrutable “donde los mitos y los cuentos de hadas se encuentran” (Kracauer, 1947: 79).

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La morfología histórica llevada adelante por la monumental obra de Carlo Ginzburg sobre el aquelarre es un hito en la investigación de finales del siglo xx que la historiografía jamás ha podido realmente asimilar ni mucho menos emular en sus métodos o consecuencias teóricas. Los elementos folclóricos que tratamos en nuestra pesquisa sobre el vampirismo y la licantropía se entrecruzan, indudablemente, con muchos aspectos de los corpora de Ginzburg sobre las brujas. Por cierto, debemos estar de acuerdo con su perspectiva de que gran parte de nuestro patrimonio cultural proviene de los cazadores siberianos, de los chamanes de Asia septentrional y central, de los nómadas de las estepas.

Su investigación histórica de las causas de estos fenómenos lo lleva a remontar milenios de historia y prehistoria humanas. En este punto, es fundamental subrayar un descubrimiento enorme: que las variaciones de la historia de Homo en su paso sucesivo por la caza, la ganadería y la agricultura no han modificado una estructura primordial. Esa estructura se remite a “la participación del mundo de los vivos, en el de los muertos, en la esfera de lo visible y de lo invisible (alla sfera del visibile e a quella dell’invisibile)”. Esta configuración es entonces elevada a la altura de un “rasgo distintivo de la especie humana (tratto distintivo della specie umana)” y, por tanto, no se trata de un relato entre tantos sino de “la matriz de todos los relatos posibles (matrice di tutti i racconti possibili)” (Ginzburg, 1989: 289).

En nuestro caso, sin embargo, intentaremos llevar las cosas más lejos. Por un lado, debido a que estimamos que la búsqueda no debe limitarse al discurso que relata las relaciones entre los vivos y los muertos sino, más precisamente, a la para-ontología que ha tornado este hecho posible. Por otro lado, no es aconsejable limitarse, en los desarrollos temporales, a los períodos que comprenden a esa ilusión (en la que aun Ginzburg cree fervientemente) que es la denominada “especie humana” con su historia y su prehistoria. Debemos ir hasta los confines mismos de la vida sobre la Tierra y, tal vez, a los horizontes que superan incluso ese límite y custodian un secreto metafísico primordial bajo los ropajes del vampirismo o la licantropía.

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Los filólogos más conspicuos admiten, con todo, que la necromancia de los antiguos griegos y romanos representa un eslabón insoslayable en la arqueología del vampirismo (Ogden, 2001: xv) aun si no logran extraer las consecuencias filosófico-históricas que dicha constatación comporta. Por otra parte, la práctica de ultra-tumba se hallaba bien extendida pues “se creía que los espíritus de los muertos gozaban de un saber especial sobre el porvenir y que podían comunicarlo a los vivos” (Cairo, 2021: 116). En este sentido, la Gran Madre de la tierra era la poseedora ancestral de los ciclos destinales que determinaban los avatares de los seres vivientes sobre su suelo.

Ya sea por predisposición de las almas, como señalaban pita­góricos y platónicos o por su carácter ctónico, el contacto con las profundidades de la Gran Madre provocaba un furor profético que hacía de los muertos devueltos a la vida mediante los rituales de la necromancia, los seres que podían hurgar en las profundidades del devenir de la Historia. Los resurrectos cadáveres de los necromantes son los secretos señores vampíricos que esconden el saber de la historia de los vivos.

Ciertamente, en la Antigüedad todo acto de necromancia implicaba el cavado de un pozo, las libaciones, las ofrendas de granos y flores así como de sangre en la práctica conocida como haimakouria que acompañaba al sacrificio animal y las oraciones (Ogden, 2001: 7). Incluso si la perspectiva ultra-histórica sitúa las prácticas necrománticas como antecedentes de ritos ancestrales en la conformación de la nomotecnología del ánthropos, desde el punto de vista filológico, la Nekuomanteia (adivinación por los muertos) como femenino singular abstracto se puede atestar, en griego, a partir del siglo iii a.C., aunque el neutro singular nekuomanteion ya se encuentra en el siglo v a.C. (Ogden, 2001: xx).

En su forma latinizada, Necyomanteia, se halla como el título de un mimo de Laberio en el siglo i a.C. (Aulo Gelio, Noctes Atticae, xvi, 7, 12). En la misma centuria, Cicerón usa el plural neutro griego nekuomanteîa para señalar los ritos de adivinación por los muertos (Cicerón, Tusculanae Disputationes, 1. 37) y atribuye su práctica a Apio Claudio Pulcro, cónsul y censor que fue compañero de Cicerón en el colegio de los augures (Ogden, 2001: xxxi).

En la Farsalia de Lucano se describe el ancestral ritual de la necromancia en la forma más detallada que nos haya legado el mundo romano. Justamente, puede constatarse en este caso cómo Erictón, la más temible y poderosa bruja de Tesalia, “si sanguine uiuo est opus (si su rito reclama sangre de los vivos)” (Lucano, Farsalia, vi, 554-555), esta no duda a la hora del sacrificio humano de niños por nacer arrancados de los vientres de las madres.

Como tendremos ocasión de analizar más adelante, estos rituales arcaicos encierran una profunda enseñanza sobre el sentido de la Historia: los hombres sólo pueden hacer crónicas pero el hálito auténtico de la Historia es su proyección como profecía del tiempo por venir, y los señores del tiempo son los muertos y los resurrectos vampiros. Los amos de la noche y de la sangre conforman el grupo de los auténticos intérpretes de la historia humana que sólo puede comprenderse bajo la forma de un chamanismo que hurgue en el tiempo bajo los ropajes del vampirismo, cuyo poder proviene, una vez más, de la sangre de las víctimas propiciatorias.

Desde este punto de vista, la crónica es el punto cero de la Historia. Su auténtico alcance sólo se obtiene mediante la profecía y este es el territorio de los muertos que demandan sangre. He aquí el eslabón perdido de toda filosofía de la Historia que, si pierde el contacto con sus arcaicos orígenes, corre el albur de ser imputada de obsolescencia como hoy en día ocurre, en el ocaso de esta región ontológica y disciplinar del Tiempo, confinada por un positivismo perdido en una materialidad de la que no puede despegarse.

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Mónica Cragnolini ha llevado adelante una brillante reflexión filosófica sobre la sangre y el sacrificio. Una violencia estructural que vive de la sangre del otro. Dice la filósofa:

entiendo por “violencia estructural” la arquitectura de organización del mundo de la cultura (en contraposición al mundo no humano, a veces llamado “naturaleza”); organización que no es violenta por exceso, sin porque “necesita” ser violenta para poder estructurarse y ordenar las distintas formas de vida en una escala jerárquica. (Cragnolini, 2021: 4-5).

De allí la existencia de un “hemato-homocentrismo” (ya anunciado en la obra de Jacques Derrida) en la que el sacrificio de la sangre y de la carne, tanto humana como animal, funda la cultura. En efecto, deconstruyendo a Freud, el filósofo francés contempla la hipótesis de una culpa ancestral según la cual “el tabú de la sangre da cuenta de un deseo de sangre y de asesinato originario e indestructible” (Derrida, 2015: 295).

Si bien Freud y Derrida tocan un punto certero, la indagación es detenida donde debiera comenzar, pues el asesinato originario no hace sino remitir a la sangre pero esta última es el patrimonio no del Padre sino del Vampiro. Este último actúa como archi-huella de acceso no tanto al mundo sino a las condiciones trascendentales que hacen posible la existencia de la serie lógico-ontológica del cielo-mundo-ultratumba como matriz del Ser según unos lineamientos que requieren una profundización aun mayor, pues en este anudamiento se juega nada más y nada menos que el origen de la vida-muerte sobre el orbe terrestre.

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La obra del teólogo y catalogador de códices griegos de la Biblioteca Vaticana, León Alacio (1586-1669), de proveniencia griega ortodoxa pero luego convertido al catolicismo romano, constituye uno de los testimonios más preciosos que tenemos del pasaje de la tradición griega y medieval hacia la Modernidad en materia de vampirismo, pues sus textos recogen datos tanto del folclore como de la tradición erudita. En este sentido, Alacio defiende plenamente la existencia del vampirismo para el cual posee una oportuna explicación teológica.

Con la anuencia del poder de Dios que, de alguna manera, anticipa el castigo divino en el Juicio Final, el fenómeno vampírico es una suerte de vivencia anticipada del castigo eterno. En ese sentido, si los ángeles testimonian por Dios, los vampiros dan crédito de la existencia del Diablo y de los suplicios del Infierno. Son los mensajeros del Día final que caminan sobre una tierra suplicante. De hecho, el monje cuenta cómo se encontró, durante su juventud en Chíos, mientras estaba bajo la tutela de su maestro y tío materno Miguel Neurides, la tumba de un vampiro en la Iglesia de San Antonio. En efecto, como señala Alacio:

El Diablo (Daemon) es perfectamente capaz de hacer un cuerpo a partir de cualquier materia (corpus ex materia) y con cualquier apariencia (similitudinem) que desee (…) El Diablo puede con apenas un menor esfuerzo robar un cuerpo muerto (corpus demortui arripere), entrar en él, moverse en él como si fuese propio y hacer con él todo lo que un cuerpo puede hacer –estar vivo, aunque no puede hacer las cosas que llamamos vitales (vitalia). ¿Quién podría, entonces, ser tan obtuso como para negar que el Diablo, quien es capaz además de transformarse en el Ángel de la Luz (Angelum lucis), tiene el poder de recuperar el cuerpo hinchado (tumens) y fétido (foetidus) de un Bulcolacas (Bulcolacae) de un cementerio y deambular con él, anunciando desastres y causando sufrimiento a la Humanidad? (Alacio, 1645: 145-146).

Como puede apreciarse, una sofisticada teología política informa la tratadística de Alacio que hace del vampirismo no sólo el inverso negativo de Dios sino que discute las posibilidades de ambos contendientes, Dios y el Diablo, en la gigantomaquia en torno al problema mismo de la vida y de la muerte que es, en definitiva, lo que Alacio reconoce como el núcleo duro que afecta al fenómeno vampírico.

Esta característica es asimismo reconocida en el posterior tratado de Pohl y Hertel que designa, precisamente, bajo el nombre de “Vrovcolacas” a los “hombres difuntos (homines defunctos)” que liban la sangre de los humanos vivos (Pohl – Hertel, 1732: § xi). En este sentido, resulta igualmente sugestiva la hipótesis lingüística avanzada por Montague Summers quien, apoyándose en el Etymologisches Wörterbuch der Slavischen Sprachen de Franz Miklosich, ha sostenido un camino que debe ser sopesado con seriedad, a saber, que con la excepción del serbio, en todas las lenguas eslavas de las cuales el término griego vrykólakas deriva, posee la significación a la vez de vampiro y hombre-lobo, mostrando la profunda copertenencia de ambos fenómenos según la creencia eslava de que “un hombre que durante su vida ha sido un hombre-lobo, necesariamente se transforma en un vampiro después de su muerte” (Summers, 1933: 20-21).

Agustín Calmet (1672-1757), en una línea similar, califica a este tipo de fenómenos como de “fanatismo epidémico (fantisme épidémique)”, aunque no se priva de las siguientes afirmaciones:

Estas personas retornan en sus propios cuerpos; se los ve, se los conoce, se los exhuma, se les hace su proceso; se los empala, se les corta la cabeza, se los quema. No es, por tanto, solamente posible sino también muy cierto y muy real (très-vrai & très-réel) que aparecen con sus propios cuerpos (…) El Demonio tiene el poder de dar la vida a algunos cuerpos y conservarlos de la corrupción durante cierto tiempo, de los cuales se sirve para engañar a los hombres con ilusiones y causarles pavor (frayeur) como ocurre con los revinientes de Hungría. (Calmet, 1746: 16 y 140).

De esta forma, los seres vivientes no tienen que esperar al Día del Juicio para experimentar, ya en el siglo presente, las desventuras y tormentos del Infierno. En cierto modo, el vampirismo constituye el reservorio de las oscuras presencias del Averno entre los hombres para recordarles que el tiempo escatológico, si bien puede ser inescrutable en cuanto a su arribo, no deja de enviar señales anticipatorias del gran Apocalipsis y la posthistoria de aquella parte de la Humanidad que podría recibir la punición eterna.

— 9 —

No hay duda que la literatura gótica constituyó el afianzamiento moderno de la figura del vampiro. Sin embargo, no debe pensarse, como podría ser una tentación, que se trata meramente de una estetización y deformación de antiquísimos rituales. Al contrario, debemos tomar a la literatura moderna como una creadora co-partícipe de la mitopoiesis vampírica, vale decir, la extensión moderna y contemporánea de una mitología milenaria que contribuye a solventar. En ese sentido, la ultra-historia literaria de los vampiros modernos debe ser abordada, al menos, desde el Romanticismo alemán (Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 16-17). En un período temprano, Lord Byron podrá enunciar en The Giaour (1813) aquellos versos inmemoriales que constituyen un hito de la tradición:

But first, on earth as Vampire sent,

Thy corse shall from its tomb be rent:

Then ghastly haunt thy native place,

And suck the blood of all thy race.

(Pero antes, enviado a la tierra como Vampiro,

Tu cadáver de su sepulcro será arrancado:

Entonces, atormentará horrorosamente tu lugar natal,

Y chupará la sangre de toda tu raza).

(Byron, The Giaour, 755-758).

Puede detectarse aquí, probablemente, un conocimiento por parte de Byron del tratado de Dom Calmet, entre otras fuentes posibles que no descartan a René, la novela de Chateaubriand publicada en 1802 (Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 21). Así habrá de configurarse, progresivamente, la figura del vampiro moderno con su personalidad de la época de la decadencia europea: “un individuo que no sentía simpatía por ningún ser en la populosa tierra, excepto por aquella a quien se dirigía” (Polidori, El Vampiro (1819), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 56). Las definiciones canónicas, a su vez, no tardarán en llegar:

Los signos del vampirismo son: la conservación de un cadáver después del tiempo en lo que los otros cuerpos entran en putrefacción, la fluidez de la sangre, la flexibilidad de los miembros, etc. Se dice también que los vampiros tienen los ojos abiertos en las fosas, que las uñas y el pelo les crecen como a los vivos. Algunos se reconocen por el ruido que hacen en sus tumbas cuando mastican todo cuanto los rodea, a veces hasta su propia carne. (Prosper Mérimée, Sobre el vampirismo (1827), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 143).

Estas propiedades pueden obrar, justamente, porque “jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos” (Théophile Gautier, Los amores de una muerta (1836), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 182). Las mujeres, por su parte, no estarán exentas de conformar las filas del vampirismo más exótico:

En esas regiones lejanas que tiene ya los esplendores de Oriente, pero donde reinan esas misteriosas plagas, relegadas por ustedes al rango de fábulas, cada cual sabe bien que todo vampiro, cualquiera sea su sexo, tiene un don particular de hacer el mal, que ejerce bajo una condición, ley rigurosa cuya infracción cuesta al monstruo abominables torturas. El de Adema, así se llamaba la búlgara, era el de renacer bella y joven como el amor cada vez que podía aplicar sobre la espantosa desnudez de su cráneo una cabellera viviente: entiendo por esto una cabellera arrancada a la cabeza de una persona viva. Y por eso su tumba estaba llena de cráneos de doncellas y jóvenes mujeres (…) In vita mors, in morte vita, la muerte en la vida, la vida en la muerte. (Paul Féval, La vampira (1865), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 307-308).

Se definen aquí los rasgos de la metafísica de la muerte propia del vampirismo antiguo tamizado por la teología cristiana y que se enuncia en el motto latino que pone en abismo al par conceptual vida-muerte que se corporiza en el vampiro para hacer de él una (aparente) paradoja lógico-ontológica viviente. En este aspecto, el vampiro es el representante más conspicuo de un paradigma milenario olvidado que encierra uno de los misterios estructurales del sistema de la vida que, hasta ahora, ha pasado completamente inadvertido para el escudriño filosófico.

Pocas veces las sensaciones que provoca la presencia del vampiro han sido señaladas con mayor acuidad que en el siguiente fragmento:

Entonces vino el miedo, el atroz pánico que no tiene nombre, el horror mortal que custodia los confines del mundo que no vemos ni conocemos como conocemos otras cosas, pero que sentimos cuando su gélido escalofrío congela nuestros huesos y revuelve nuestros cabellos con el toque de su fantasmal mano. (Francis Marion Crawford, Porque la sangre es la vida (1905), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 551).

La psyché es, en definitiva, junto con la sangre, el dominio del vampirismo de la mitología literaria moderna, mediada por una blasfemia amatoria. Pues antes que la toma de la sangre sacrificial en el ritual del sado-masoquismo amoroso de la muerte, resulta determinante la conquista de la psyché de la víctima seducida quien cede sus propios confines psíquicos para entrar en una suerte de universo Otro y extraño completamente a su mundo consciente. La víctima del vampiro logra hacer la experiencia del mundo fantasmal; entra paulatinamente en él para quedar cautiva del mismo. La experiencia-fantasma es equivalente a la conquista de una pysché que ahora es llevada hacia un plano superior de (in)conciencia. Al mismo tiempo, al no conocer la víctima las leyes que arbitran ese dominio, se transforma en un lugar donde tiene lugar la conquista de su Sí mismo, de su yo individual que progresivamente entra en un proceso de disolución irreversible para confundirse en una psyché común entre la víctima y el vampiro.

No cabe duda de que el más eximio catalizador de toda la tradición vampírica anterior fue la obra maestra de Bram Stoker que plasmó en la memoria de la Humanidad al máximo Vampiro de la historia:

Había un sepulcro más grande y señorial (lordly) que los demás; aunque enorme estaba noblemente proporcionado. En él no había sino una palabra: DRÁCULA. Así que esa era la morada donde reposaba como no-muerto (Un-Dead) el rey de los vampiros (King-Vampire), a quien tantos otros se debían. (Bram Stoker, 1992 (1897a): 374).

La filosofía de lo no-vivo alcanza aquí un punto culminante que concierne, desde luego, a la ontología analéptica que buscamos desarrollar en este libro. El No-muerto, la más metafísica y a la vez económica de las definiciones de un vampiro resulta ser, en el caso de Drácula, una suerte de Ur-Padre en una Horda de vampiros inmemoriales. Alfa y omega de un linaje satánico, su nombre condensa todo cuanto la Humanidad del Nuevo Mundo del Capital, alienada de su acceso a la dimensión de lo inmaterial, no podía sino vivir bajo la forma de una pesadilla que retorna en la realidad mediante la figura de un Rey ávido de sangre sacrificial y señor de la noche más oscura.

Probablemente, el tono metafísico último del vampirismo literario moderno fue enunciado en nuestra tierra por la prosa de Horacio Quiroga: “para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido” (Horacio Quiroga, El vampiro (1927), en: Ibarlucía – Castelló-Jourbert, 2007: 595). De hecho, resulta de la máxima relevancia el hecho de que la propiedad de la agencia que posee el sujeto en el mundo sea, desde un punto de vista biológico, normalmente asignada a los seres vivientes. El caso vampírico, en contraste, muestra que un no-vivo puede ser agente voluntario de acciones sobre el mundo de los vivos y, en cierto sentido, el paradigma de toda acción que pasa de la negatividad a la positividad de su ejercicio.

Por esta razón, lejos siempre de los convencionalismos, es el mérito de H.P. Lovecraft, quien seguramente no habrá dejado de tener en mente a la Berenice de Edgar Allan Poe, el haber celebrado lo que podríamos llamar el credo anárquico y nihilista del vampiro eternamente condenado:

Ahora cabalgo con las burlonas y amigables gulas en el viento de la noche, y de día juego entre las catacumbas de Nephren-Ka, en el sellado y desconocido valle de Hadoth, junto al Nilo. Sé que la luz no es para mí, excepto la de la luna sobre las rocosas tumbas de Neb, y que tampoco hay para mí alegría alguna, excepto los innominables festejos de Nitokris bajo la Gran Pirámide, pero en mi nuevo salvajismo y libertad casi agradezco la amargura de ser un anormal. (H.P. Lovecraft, El intruso (1921), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 582-583).

No podría haberse escrito, con mayor maestría, lo que constituye la analítica existenciaria y, por ende, política del vampirismo. De esta forma, el Vampiro es la figura ontológica que representa, con mayor exactitud, al viviente humano de nuestro tiempo. El espejo invertido del muerto-vivo no debe confundirnos respecto de las simetrías invertidas puesto que la analogía opera justamente aquí mediante esas equivalencias alternas.

Así el Vampiro es el depositario del auténtico “estado de yecto” del viviente y el “ser-para-la-muerte” define su rasgo existenciario fundamental a partir del cual enlaza al tiempo con el Ser en una perspectiva que sólo para los vivientes, en su estado de vivos, puede parecer disociado. Por ello, en el Vampiro y en el viviente, como opuestos complementarios, colisionan el status corruptionis y el status integritatis hasta el punto en el que se devela que ambos se co-pertenecen desde los orígenes de la vida y se proyectan, en el novísimo despunte epocal que atravesamos, hacia una inédita forma de subversión de toda su existencia milenaria en el Ser.

En un ensayo de enorme interés, Friedrich Kittler ha analizado a Drácula a través de una suerte de Mediengeschichte y, por tanto, como el resultado del triunfo de los media tecnológicos por sobre el oscurantismo sanguinario de la vieja Europa (Kittler, 1993). Por un lado, el diagnóstico toca un punto central: las tecnologías, en cierta forma, han acorralado al vampirismo. Por otro, el limitado alcance del análisis de Kittler, concentrado sobre la figura de Drácula, le impide observar que la sombra metafísica del vampirismo se extiende mucho más allá de la condición histórica de los seres hablantes o de la historia europea para ser el emblema mismo de la condición de toda la vida sobre la Tierra.

Desde este punto de vista, el vampirismo no es un fenómeno histórico acotado al gótico y sus temores tecnológicos sino, al contrario, constituye la vía de acceso al umbral metafísico originario de todas las formas de vida en Gaia y, en ese punto, sigue siendo un determinante que, por caminos que habremos de explorar seguidamente, nos sigue determinando a todos los seres vivientes en nuestra estructura genómico-metafísica. Al contrario, lo que resulta combatido abiertamente en nuestra época no es tanto el vampirismo per se sino su influencia en la condición del Homo sapiens en cuanto tal.

Salvo que, según la tesis de este libro, el humano nunca ha existido y, por consiguiente, podemos decir que todo ser viviente, especialmente los seres hablantes, bajo una forma de analogía metafísica que habremos de precisar, son vampiros con una estructura lupina. Lo que Kittler no puede captar, entonces, es que todo combate contra el vampirismo es una guerra interna de los seres hablantes contra sí mismos y su historia metafísica que no puede sino concluir en resultados imprevisibles los cuales, como veremos, no excluyen la catástrofe.

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Resulta sugestivo el hecho de que, en los estudios sobre el sacrificio, la mitopoiesis del sacrificio vampírico haya sido completamente dejada de lado. De hecho, Joseph de Maistre, en su pionero y en muchos aspectos imprescindible tratado de 1810 sobre el sacrificio, no deja de señalar la problemática decisiva de la sangre desde Egipto a la India, desde Grecia hasta el continente americano:

La vitalidad de la sangre, o más bien la identidad de la sangre y de la vida era un hecho del cual la Antigüedad no tenía duda alguna y que ha sido renovado en nuestros días, es asimismo una opinión tan antigua como el mundo, que el cielo irritado contra la carne y la sangre no podía ser apaciguado sino por la sangre y no existe pueblo que haya dudado que en la efusión de sangre hay una virtud expiatoria. Ahora bien, ni la razón ni la locura han podido inventar esta idea y, menos aun, haberla hecho adoptar de manera generalizada. La idea echa sus raíces en las profundidades de la naturaleza humana. (De Maistre, 2007: 812).

El mérito consiste aquí en señalar la importancia de la sangre como ningún otro estudioso sobre la temática sacrificial ha osado hacerlo, pues abandona, con toda determinación, la teoría según la cual el sacrificio sería una “ofrenda” a los dioses. Ahora bien, De Maistre asocia inevitablemente al sacrificio con la culpa primordial de la Caída asumiendo una visión cristiana que oscurece su intuición primordial de que sólo en las profundidades de la naturaleza humana es posible encontrar las raíces del fenómeno. La idea podría haber sido fecunda si los caminos no los hubiera cerrado el propio De Maistre al postular que esas profundidades se identifican con la natura lapsa de la teología política cristiana del pecado adánico.

De allí, no obstante, la sugerente explicación que brinda De Maistre sobre el instituto jurídico del homo sacer (ya ampliamente conocido en su tiempo) al que se puede sacrificar precisamente porque está consagrado por su culpa y la ejecución constituye, al contrario, el medio de su des-consagración (De Maistre, 2007: 816). En este sentido, el homo sacer demuestra la teoría de De Maistre según la cual la fuente última de toda autoridad jurídico-política radica en el sacrificio. Con todo, la expiación de la culpa por la sangre alcanza su ápice con el cristianismo:

El hombre culpable no podía ser absuelto sino por la sangre de las víctimas: esta sangre era entonces el lazo de la reconciliación, el error de los antiguos fue imaginar que los dioses acudirían a donde quiera fuese que la sangre corriera sobre los altares (…) los antiguos veían todavía algo de misterioso en la comunión del cuerpo y de la sangre de las víctimas. (De Maistre, 2007: 837-838).

En efecto, admitida la comunidad de la sangre, sólo el sacrificio del Cristo inocente puede garantizar la “salvación por la sangre” de la culpa originaria (De Maistre, 2007: 839). Ahora bien, precisamente el locus más propicio donde la sangre se transforma en el centro del sacrificio como misterio de la vida es en el vampirismo, cuyas fuentes De Maistre no toma en consideración pues constituye, como veremos, la sombra más peligrosa que existe para la legitimación de la teología política cristiana del sacrificio de la sangre mesiánica.

En este punto, la teoría de Mauss y Hubert sobre el sacrificio, aunque monumentalmente erudita, representa un retroceso teórico respecto de la interpretación del fenómeno que es definido como capaz de “establecer una comunicación entre el mundo sacro y el mundo profano por la intermediación de una víctima, es decir, de una cosa destruida a lo largo de la ceremonia” (Mauss – Hubert, 2004: 302). La necesidad de la intermediación se justifica en el hecho de que “las fuerzas religiosas son el principio mismo de las fuerzas vitales” y por esta razón, el oficiante necesita un sustituto sacrificial para no encontrar él mismo la muerte en un rito donde busca renovar la vida en relación con los dioses (Mauss – Hubert, 2004: 303).

Esta concepción, heredada entre otros del maestro de Marcel Mauss, el hinduista Sylvain Lévi, revestía, en este último, matices superiores en la concepción, pues en el caso védico “siendo el lugar en el cual converge el universo, el sacrificio pone en contacto la tierra y el cielo” (Lévi, 2009: 107). Como los dioses y demonios mismos son creados por el sacrificio, entonces, la ley del sacrificio consiste en imitar a los dioses: “siendo el sacrificio una obra divina cuyo fin es la transformación del hombre en dios (…) imitar a los dioses significa al mismo tiempo salir de la condición humana” (Lévi, 2009: 110).

Este es un matiz del estudio de Lévi que, en efecto, ha sido oportunamente captado y subrayado por Mauss en todas sus consecuencias: “el sacrificio no es solamente autor de los dioses, es dios y es el dios por excelencia. Es el maestro, el dios indeterminado, el infinito, el espíritu del cual todo viene, muriendo y naciendo sin cesar” (Mauss – Hubert, 2004: 353).

En este punto, es necesario rescatar que precisamente la superación de la condición humana se juega en la sangre del sacrificio vampírico donde los participantes se vuelven también inmortales, aunque dobles demoníacos de los poderes divinos. Todo lo humano, en efecto, se puede definir como un ex-tasis de una condición postulada pero nunca asumida y por siempre perdida. Nuevamente, el hito del sacrificio vampírico desafía las lecciones más conspicuas sobre el sacrificio porque su sangre se derrama por medio de una conquista trágica del reino de la muerte. No existe, en el sacrificio vampírico, la tranquilidad de la imitación de los dioses sino la entrada en un Averno que hace posible yacer eternamente más allá de la vida y de la muerte.

El vampiro no comunica la esfera sacra con la profana sino que, al contrario, profana el dominio sacral para traspasar la vida-muerte hacia la eternidad y establecer una perenne discontinuidad entre el mundo de los seres vivientes y la esfera de los dioses. La prestación más específica del sacrificio de la sangre vampírica separa para siempre el lazo con lo divino celeste para consagrar la atadura con las fuerzas ctónicas asegurando que no exista, jamás otra vez, concordancia entre los dioses y los mortales.

Un heredero más directo de lo que suele creerse del pensamiento de De Maistre, el intrépido Georges Bataille, lleva la razón cuando intuye que el dios del sacrificio termina siendo el deudor de un crimen destructor. Sin embargo, yerra en lo esencial al desviar el sentido del sacrificio hacia una esfera donde prima la no productividad: “el sacrificio es la antítesis de la producción, hecha con vistas al futuro; es el consumo que no tiene interés más que por el instante mismo (…) es don y abandono (…); en el sacrificio, la ofrenda se hurta a toda utilidad” (Bataille, 1974: 66-7).

En la sangre del sacrificio vampírico, en cambio, no hay ofrenda sino depredación y absorción que no busca lo inútil o improductivo sino que, al contrario, tiene una meta cuasi-destinal trazada desde tiempos inmemoriales: ser el alienus de la vida que, al mismo tiempo, la hace transcendentalmente posible. En ese punto, la sangre y la muerte son el testimonio de la fagocitación primordial de la vida que se consume para perpetuarse (o extinguirse) en el decurso de los milenios.

Desde una perspectiva que resulta de interés para nuestra pesquisa, Eduardo Viveiros de Castro recuerda, por ejemplo, que en la cosmología de los Araweté existe lo que podría denominarse un canibalismo póstumo en el cual las divinidades celestes (Maï) devoran las almas de los muertos llegados al cielo como preludio a su transformación en entidades inmortales en todo semejantes a sus devoradores: “ese canibalismo místico-funerario araweté es una transformación, tanto histórica como estructural, del canibalismo bélico de los Tupinambá de la costa brasileña” (Viveiros de Castro, 2011: 460).

En este caso, adquiere una enorme importancia el aspecto póstumo-funerario del sacrificio, puesto que es una característica que también hallamos en el vampirismo sacrificial pero, a diferencia de las etnias brasileñas, el aspecto místico-mortuorio tiene lugar no en el mundo de los cielos sino en esta misma Tierra, pues la muerte (o, tal vez, siendo más precisos el Otro-no-vivo), según uno de los axiomas esenciales que tanto el vampirismo como la licantropía enseñan, es la condición de posibilidad de aquello que hemos dado en llamar vida y sin la cual esta última no podría tener lugar.

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Resulta posible formalizar una axiomática del Ultra-ser que se desprende de los desarrollos del vampirismo como fenómeno filosófico y cuyas propiedades querríamos enunciar bajo el nombre de una ontología analéptica, entendiendo por tal la posibilidad de interrupción del tiempo histórico de la metafísica de la presencia que el vampirismo pone en acto en cada instante de su Nachleben (supervivencia) perpetuo desde el alba de la vida hasta nuestro hábitat contemporáneo en la era del titanismo telemático.

El primer axioma establece que el Vampiro en tanto que figura de la No-Vida, de la In-vida del muerto no-muerto, del muerto resurrecto, es la condición trascendental de posibilidad de la vida que, para superar esta tensión no-dialéctica necesita de un suplemento o de un elemento supernumerario. Se trata, entonces, de la existencia de un plus-de-vida que se condensa en la forma de una tracción de lo inmaterial como motor vital que arrastra la in-vida hacia su metamorfosis en vida viviente que es llevada por un cebo analéptico que interrumpe el curso del flujo de la vida precisamente para, en su detención, lanzarla nuevamente al fluir que le permite su evolución perpetua.

Un corolario se deduce: no existe ninguna vida que se sustente a sí misma en la inmanencia de su propio devenir material. La vida y la muerte son una emanación de una instancia anterior que las antecede y resultan guiadas en su decurso por una figuración analéptica que, sin ser trascendente, no se confunde con el flujo inmanente de la vida sino en la medida en que lo interrumpe para, sólo en una aparente paradoja, motorizarlo.

El segundo axioma implica que, viceversa, la Vida aspira al Nihil vampírico desde el origen mismo de su emergencia en el plano del Ser. En ese sentido, el cebo analéptico que arrastra a la vida hacia su evolución es una suerte de archi-figmentum, un cebo imaginal. La imagen no es aquí otra cosa que la potencia inmaterial que hace que la vida material se torne plenamente realizable. El corolario correspondiente señala que la vida es, consecuentemente, el negativo puro y que, únicamente haciendo suya la nulidad eminente, la vida puede progresar más allá de todas las inexistentes relaciones que se dan a lo largo de su tejido pero al precio de que jamás podrá tener sentido su propio devenir, el cual sólo puede ser seguido pero no apropiado pues carece de meta y de final. En este punto, toda vida no es más que el homenaje perpetuo del Cosmos a la Muerte; salvo que ambas convergen en la inmanencia absoluta de un Nihil que las precede y es expresión de una horadación suprema en el fundamento del Ser. Como veremos enseguida, con este corolario no hemos hecho otra cosa que definir al Amor en sus términos esotéricos y uránicos.

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Se ha observado con gran perspicacia que, efectivamente, hay rasgos de la Modernidad que solo han podido ser vislumbrados por la captación única de la que hacía gala Charles Baudelaire (Calasso, 2021). Al mismo tiempo, no resulta menos verdadero que la singularidad de Baudelaire se constituye respecto de una longue durée de fórmulas textuales y tropos poético-metafísicos que lo preceden. El caso del vampirismo en Baudelaire, que asocia al Eros con la muerte, es una demostración palmaria de este hecho.

En efecto, como lo ha mostrado el máximo exponente del dolce stil nuovo, el secreto del Amor está en su co-pertenencia respecto de la Muerte. Al mismo tiempo, la Muerte es otra forma del sueño. Como ha sido subrayado en un notable libro sobre la tradición medieval de onirociencia, Hipnos y Tánatos no pueden separarse pues “los sueños y la muerte se parecen; los ríos que separan esos cauces vulneran sus fronteras (…) durante el sueño hay otra política del deseo, del crimen y de la resurrección” (Bollini, 2020: 220).

Así el dictum del enamorado se enuncia:

Credo sol perché vede

ch’io domando mercede

a Morte, ch’a ciascun dolor m’adita

(Creo solamente porque ve

que clamo merced a la Muerte,

que en mí a todo tormento da cabida).

che va parlando di crudele amanza

(…) m’affanna là ond’i’ prendo ogni valore.

(que va hablando de esa Dama cruel,

(…) me procura debilidad allí donde extraigo todo coraje).

(Cavalcanti, 2011: xxxii).

La crueldad de la Dama conduce indefectiblemente a la naturaleza profunda del Amor que está llamado a disolverse en la Muerte como realización última de la desubjetivación del amante y la evanescencia de la imagen amada en el intelecto agente, según la tradición averroísta a la que pertenece Cavalcanti y que contiene la erotología más elaborada de todo el Renacimiento italiano.

En continuidad con esta genealogía se inscribe la fría crueldad de la vampiro que acosa al poeta baudeleriano:

Toi qui, comme un coup de couteau,

Dans mon coeur plaintif es entrée;

Toi qui, forte comme un troupeau

De démons, vins, folle et parée.

(Tú que, como una cuchillada,

En mi corazón quejumbroso te has metido;

Tú, que fuerte como un tropel

De demonios, llegas, loca y adornada).

(Baudelaire, 1991: 82)

La demonología medieval y renacentista retorna en Baudelaire como una vampiresa que invade al amante melancólico bajo las formas sobrenaturales de los seres suprahumanos. El motivo, no obstante, no debe conducir a engaño y hacer pensar únicamente en un joven que resulta víctima del spleen y es atacado por una vampiresa. Debe detectarse aquí el influjo tardío del Marqués de Sade, pues la vampiresa no es sino un Ama y, en este contexto, como ha sido demostrado “una criatura infame es un rasgo de sadismo” (Praz, 1998: 150).

Adentrándose en los caminos abiertos por Nodier, Gautier o Mérimée, en la poesía de Baudelaire la voluptuosidad se realiza en el mal, el crimen y, finalmente, la sangre. Por esta razón, al final del poema, son precisamente los besos los que resucitan al cadáver vampírico. De esta manera, la figura de la vampiresa es la condensación más elaborada de todas esas formas precedentes que permiten la transición a la Modernidad en la materia del Amor. La nueva sensibilidad se enuncia así: solamente en el sacrificio de la sangre ante el Amor devenido Amo de extrema crueldad se puede expiar el peso de una vida que se ha tornado insoportable en las urbes pestilentes.

El Vampiro es el heraldo de los nuevos tiempos que aún habitamos: no es ya el cuerpo ni la imagen de la Dama los que están llamados a perecer; ahora es el Amor mismo, como configuración metafísica, el que ha tocado a su fin y se ha adherido a los destinos inciertos del nihilismo planetario. Por ello, en el tiempo de la biotécnica expandida por la hiper-ciencia, el vampirismo es la forma suprema del Eros inalcanzable salvo al precio del propio sacrificio en los altares de la sangre y en la sumisión a los Amos acérrimos que determinan el futuro de los seres vivientes en Gaia. El retorno de lo arcaico, en este caso, no hace más que poner al descubierto, sin ornamentos, lo que siempre ha estado en el fundamento de la vida y que ahora con el agotamiento de la metafísica simplemente queda al desnudo, no ciertamente para detenerse, sino al contrario, para abrir su camino hacia un futuro sin impedimentos.

Ontología analéptica

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