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Variaciones musicales sobre la justicia

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El único recuerdo de Puerto Rico que posee El Comanche es un disco de boleros escrito en Acapulco; más que una docena de canciones —creadas especialmente para ese long play—, También las cachorras sufren por amor simboliza la humillación que sufrió El Truco, un cretino reggaetonero pusilánime, a manos de un judicial costeño con puños de hierro y corazón de poeta.

Ese puto, desde que los municipales lo agarraron meando en la calle, se puso muy recio. Que si no sabían quién era él, les gritó agarrándose la verga, hasta salpicó de orín las botas de los policías. Lo subieron a la camioneta por faltoso. Llegó a barandilla y empezó, con tantas líneas de coca encima era normal, a maldecir a los uniformados. Pasó media noche en los separos; su agente pagó la multa y al día siguiente dio una conferencia de prensa. Aseguró que era un perseguido político y minimizó su delito argumentando una necesidad biológica incontenible. Fue detenido con el resorte de la bermuda en las rodillas, frente al Hard Rock, mientras los turistas tomaban fotos a la guitarra eléctrica que decora la entrada del restaurante de comida rápida. Pero lo asombroso de la conferencia fue que el músico retó a golpes a El Comanche. Si es hombre que me ponga en mi lugar en un ring, dijo. Se puso gallito, pues. Su agente de prensa también se apendejó. ¿A poco no sabía que con los policías nadie se mete? Hizo una propuesta: Si me madrea El Comanche, yo le hago un disco de boleros; sé de su pasión secreta por la música para señoritas quedadas, pero si lo chingo renuncia porque no sabe hacer su trabajo. El reto estaba hecho; el tiro cantado. Se ajustó su gorra de los Lakers y comenzó a tirar golpes de karate frente a las cámaras de mis colegas. Una mamada. El Truco quería publicidad gratis y la tuvo.

Yo cubrí la nota. Al salir de la conferencia fui corriendo a la oficina de El Comanche. Gordo él, siempre con una bolsa de Sabritones en la mano, sonrío. A ver, Morales, ¿cómo que me cantó el tirito un artista? ¿Quién es el baboso que dijo eso? A su espalda estaba Mónica —tomaba notas ajustándose sus anteojos de imitación Prada. Los rasgos de su rostro son europeos, pero su piel no— y soltó una carcajada cuando me oyó contar todo el borlote. Entonces, Comanche, ¿qué dice usted al respecto? Vayamos por partes. No puedo tomar en serio esas bravuconadas, dijo. Dejó los Sabritones en el escritorio. Reservo mi opinión, Morales. Mónica asintió convencida. Comanche, con todo respeto, ¿está seguro de que no va a afectarle en nada fingir demencia? No va quedar mal parado. Dígame algo, lo voy a tratar bien. Aquí entre nos, confesé frotando mis manos, ese loco no me cae nada bien. Usted escriba lo que quiera, Morales. Se levantó del sillón. Caminó hasta el librero oxidado. Puso las manos en su amplia cintura. Contemplaba la bahía desde la ventana sin cristal, en las oficinas de la Policía, cerca de la embotelladora Yoli. Voy a pensar bien cómo resolver este argüende, afirmó, porque no es más que un argüende y eso es todo, Morales. Caminó hacia su altar, empotró una mesa de plástico en la esquina de la habitación, sobre ella un mantel rojo aterciopelado, finalmente una alfombra para rendirle tributo a esa deidad que corporiza un ideal irresoluto del amor: Agustín Lara. Extrajo el zippo del bolsillo de su casaca e hizo girar el engrane para que la flama del encendedor diera fuego a la mecha del pabilo; inclinó respetuosamente la cabeza hacia el busto de Lara y acercó el vaso de la veladora al hombro del poeta. Dijo a manera de rezo: Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, Flaco. Se persignó y dedicó una mirada ferviente a la imagen principal de su altar. Tanto Mónica como yo repetimos: Acuérdate de Acapulco.

En las entrevistas que el reggaetonero dio a Sentimiento costeño, un programa radiofónico dedicado a los boleros, afirmó que los policías de Acapulco sólo atacaban a civiles honorables porque le temían a los pillos verdaderos. Improvisó algunos versos haciendo mofa de El Comanche. Palabras más, palabras menos, dijo que en vez de director teníamos a Paquita la del Barrio en versión pitufo. He oído mejores ofensas, pero tal vez el tono usado por El Truco hizo que El Comanche ideara un plan para romper la tranquilidad del artista, quien trabajaba en un nuevo disco acá, en la bahía más hermosa del mundo.

Durante la madrugada, un municipal tuvo un accidente. Se le fue una bala y rompió casualmente el cristal de la camioneta Hummer de El Truco. Hubo una sanción pública para ese policía, pero en privado El Comanche le dio tres días de vacaciones con la carta abierta para beber a sus anchas en el Tabares, un table dance mítico que sólo puede ser recordado por la elegancia de las chicas ucranianas, al estilo Uma Thurman, que bailan desnudas para el regocijo de los asistentes. Al convite, el municipal invitó a ciertos allegados suyos, se corrió el rumor de que El Comanche daría primas vacacionales a quienes tuvieran más “percances” en contra del compositor e intérprete.

El contraataque del cantautor fue hábil y rápido: organizó una segunda conferencia de prensa en un hotel de lujo, a la que asistieron esencialmente periodistas extranjeros, a quienes detalló los inconvenientes ocurridos en los últimos días. Si no tiene güevos, dijo, yo le presto unos. Humilló a El Comanche durante veinte minutos. Se oculta, agregó, tras su placa grasosa, digna de una cerda embarazada. Al final de su discurso, El Truco tuvo la puntada, no puedo llamar a ese hecho de otra manera, de hacer un llamado a la población para que lo apoyaran en esta cruzada en favor del arte y la libre expresión que intentaba coartar un guardia prepotente.

Por la tarde llegó a las salas de redacción un comunicado de prensa en el que la Policía Municipal reiteraba su compromiso por mantener el orden en esta ciudad y puerto. El documento detalló que se había compensado monetariamente a El Truco tras el accidente que un policía tuvo en contra del automóvil del ciudadano portorriqueño. Palabras más, palabras menos, el boletín daba a entender que todo marchaba en orden, que la justicia era un pan servido en todas las mesas de Acapulco. Hipócrita e insulsa, así consideré esa declaración institucional.

El Comanche dio su rondín mensual por la zona roja para recoger sus cuotas y, de paso, conoció a las nuevas chicas que llegaban de Michoacán a iniciarse en el oficio más viejo del mundo. Platicó con algunas de las prostitutas canónicas y, cuando volvía con paso lento a su patrulla, un jovencito que aspiraba resistol le dio una bolsa con huevos. En ese momento me llamó por teléfono. ¿No es el colmo que un pinche chamaco chemo sea el recadero de ese putito? Me preguntó en El Zarape; jalaba obsesivamente la punta de su mostacho. Dos chelas después entramos de lleno al asunto: Si me ayudas, Morales, te doy la mano en todo, pero investígamelo chingón, porque necesito saber todo. ¿Qué come? ¿Con quién bebe? ¿Qué y con quién se mete? Te voy a poner una patrulla para que te muevas adonde sea necesario, prometió pidiéndole dos rones al barman. Yo levanté mi mano derecha a la altura del hombro. Chingo mi madre si te quedo mal, Comanche, respondí imaginándome el único favor que le pediría: ir a Manhattan con todo pagado. Nos dimos la mano. Me di cuenta de que El Comanche tenía los puños mucho más anchos y rugosos de lo que había notado. Pensé en el cuerpo enclenque del reggaetonero, en sus brazos delgados, en las piernas largas, el rostro prognato y la nariz afilada. Apuré mi trago. El Comanche levantó la mano para que el cantinero encendiera el estéreo y la voz de una deidad pagana tranquilizara el paisaje agreste del judicial. Los primeros acordes de María bonita iluminaron la zona roja del puerto. Creí que Agustín Lara, de verdad, siempre estuvo enamorado de esa mujer que era un reflejo de Acapulco.

Me puse al tanto de los horarios y los lugares que visitaba El Truco, logré conectarme con su dealer. No había muchas chicas relacionadas con él, sólo dos scorts maduritas pero sabrosas. Estaba programada una fiesta para el fin de semana, comenté a El Comanche. Si le quieres sembrar algo, ese día va ser el bueno, dije. Información de calidad, la que yo le daba. Ahí te paso el pitazo, ya tú sabes qué hacer. Terminé la llamada y enseguida se comunicó conmigo el jefe de información del periódico. Una grúa se estampó contra el portón de una residencia en Caleta; se hablaba de un atentado en contra de un músico extranjero. Al anotar la dirección comprendí por qué me habían buscado: era el domicilio de El Truco.

Grosso modo, sólo se trató de un susto elaborado. Al entrevistar a los testigos —dos mujeres y un gay que esperaban a un streaper para iniciar la despedida de soltera de una señorita de alto copete— supe que el chofer de la grúa platicó con un fornido motociclista negro que hacía girar una gorra de policía municipal con el puño derecho. De verdad creí que era el muchacho de la fiesta, confesó el gay señalando las calles por las que desapareció el moreno en cuanto la defensa del camión venció el portón custodiado por los guaruras de El Truco. Fui al periódico para redactar los pies de foto que ilustraron la mala fortuna del reggaetonero. El fotógrafo me dijo que habría una reunión de su fuente en el Tabares. Cuando se reunían los municipales, el dinero se derrochaba en serio. Compartí un par de tragos con Dagoberto, el moreno de la moto, que se iría de vacaciones una semana con todos los gastos pagados. El Comanche es generoso.

Al recibir mis órdenes de trabajo, noté que debía estar presente en la casa de El Truco. Nada destacado, pero ciertamente sospechoso, pues empezaba un festival de cine, el único en el puerto, y era más importante cubrir eso que una reunión de la socialité acapulqueña. Me fui a la marisquería, bebí hasta la hora de la fiesta pensando en la gente que suele ir a convites con la crème de la crème costeña.

Con la puntualidad tropical no se juega; es la contraoferta cultural a todo lo inglés. Una hora después de lo previsto llegué a la residencia del reggaetonero. Había un camión cisterna estacionado frente al portón abollado; la casa había tenido un grave problema con el suministro de agua. Sonreí esquivando la manguera gruesa que salía de la pipa y esperé, recargado en la barra que rodeaba la piscina medio vacía, el arribo de los invitados. No me había generado muchas expectativas con la fiesta, aunque al ver a Don King, Residente y Visitante, de Calle 13, entendí que no podía estar mejor en otro sitio. Los fotógrafos entraron en trance cuando Dr. Dre pisó el patio de la casa, abrazado de El Truco. Tras ellos, como si hubieran acarreado a los invitados igual que en los procesos electorales, llegó la gente escandalosa: miembros del club de rotarios, actores locales, clavadistas de La Quebrada, entrenadores de focas y, la joya femenina de esa noche, la actriz porno Janine Lindemulder, ataviada con una elegante bata de seda que mostraba sin recato la exuberancia de su pecho y la curva generosa de sus nalgas. Un ejército de meseros, vestidos todos igual que el anfitrión, con un overol dorado, repartían bebidas de colores, whisky, ron, kahlúa y demás licores espirituosos. Intenté platicar con algunos de los invitados, pero los guaruras impidieron que me acercara a las celebridades.

Comprobé, aguzando mi vista, que los tatuajes de Lindemulder no eran de henna. No faltaba el nativo que me pedía una entrevista para hablar de las obras de caridad de los rotarios. Dije lo de siempre en esas circunstancias: Pronto habrá un espacio para ustedes en mi periódico. Arrebaté una cuba al mesero más cercano y levanté mi vaso para brindar con el anfitrión, pero al ver en la puerta principal a El Comanche —enfundado en un pants negro con dragones en los muslos y una playera negra sin mangas, con el rostro de Agustín Lara estampado en el pecho— dejé mi bebida en el piso y fui a recibir a mi gallo.

Mira, cabrón, gritó El Comanche para hacerse oír por encima de la canción Gang Bang, de Dr. Dre, te vine a dejar esto. Colocó un par de huevos en la mano de El Truco. Los invitados pensaron que se trataba de una broma, pero cambiaron de parecer cuando el director de la Policía Municipal dijo, señalándolo con el dedo flamígero: Te veo el domingo a las 9 de la noche aquí afuera de tu casa para ponerte en tu lugar y procura que no haya cámaras, no me gusta hablar después de partirle la madre a los pendejos como tú. Cacheteó al artista y dio media vuelta. El Comanche besó la mano de Lindemulder y le dedicó una reverencia a Dr. Dre. Los chicos de Calle 13 le preguntaron a El Truco, ¿quién es el bigotón ese? Un inversionista enojado, respondió. Don King tal vez olfateó el significado de la palabra inversionista, porque de inmediato se acercó al anfitrión y le preguntó si podía iniciar una serie de apuestas con la intención de darle un impulso a la cita del domingo. El reggaetonero dejó los huevos en la mano de su guarura, levantó su caballito de tequila y agradeció la presencia de todos los invitados brindando en inglés. De verdad que se veía contento. Cuando fui al baño descubrí que la pipa de agua no fue suficiente para cubrir las necesidades de más de cien invitados que bebían, bebían y bebían. ¿A quién le importaba el olor de los baños sucios? Entraban y salían tapándose las fosas nasales con el pulgar e índice a manera de pinza. Parecía que formaban parte de una coreografía cómica en la que poco a poco se hundían los participantes en un mar obsceno, chochino y tristón.

Estuve espiando a Lindemulder, pero es difícil mantener el interés por una chica que se siente sensual incluso cuando hace girar los hielos con un popote barato y aspira su bebida presionando los labios abultados. ¿Succiona penes imaginarios todo el tiempo? No pude entrevistar a los famosos, pero oí de lejos las charlas que mantenían los invitados de lujo y con algunas de esas frases podía armar una de las notas que tanto gustan a los lectores de la sección de espectáculos. De memoria sé el inicio de esos textos que se rellenan con decenas de fotos y nadie reprocha el exceso de imágenes en dos planas. Basta con hablar de lo felices que se veían conviviendo en uno de los lugares más bellos del mundo. Patrañas, de eso se trata mi trabajo, de puras patrañas. Di el último rodeo por la alberca antes de acabar uno de los tragos que logré obtener con empeño y algo de fortuna. Levanté la mirada hacia Las Brisas, el rencor social empezó a invadirme al oler los perfumes delicados de las señoras, al oír el tintineo de las alhajas y al escuchar los sitios que han conocido en sus interminables vacaciones terapéuticas. Yo he vivido en La Colosio muchos años, veo el mar cuando voy a mi trabajo y cuando regreso a mi casa, un sitio pequeño, departamento que sólo me sirve para pasar la noche; estar ahí en la mañana, con el calor a todo lo que da, es básicamente un martirio. Así que me hinqué junto a la alberca. Metí el dedo medio en mi garganta hasta sentir las arcadas. Vomité. Algo que aumentó mi odio fue que los invitados aplaudieron mi capricho. Apreté el vaso hasta romperlo. Las esquirlas se fueron incrustando en mi puño. Observé cómo mi sangre manchaba la poca agua clorificada que había en la alberca y deseé con todo mi orgullo que El Comanche tuviera la suerte de putear ejemplarmente a ese pendejo. Alcé la mano en señal de agradecimiento al público. Apuré el paso antes de que los guaruras de El Truco me dieran un correctivo.

Llegado el momento, enfilé a la contienda. Supuse que El Truco no se presentaría, pero ahí estaba: recostado en el cofre de su camioneta. Nunca lo había visto fumar, así que no tenía dudas, estaba nervioso. El Comanche apareció trotando, vestía los mismos pants y la playera, ese atuendo con el que asistió a la fiesta. Llevaba al buen Agustín Lara en el pecho, incluso el compositor se veía cachetón en esa imagen. De la nada aparecieron camionetas Suburban; de ellas descendieron camarógrafos y El Truco, frente a El Comanche, dijo a cuadro que no se haría público el video de la pelea, a menos que hubiera abuso de autoridad. El director de la Policía aceptó sin chistar los términos de la contienda: mano limpia hasta caer. Los contrincantes chocaron sus puños y con eso se dio por iniciada la batalla.

Un callejón de la Gran Vía Tropical era el ring. Los primeros movimientos de los peleadores fueron de estudio al oponente. El Truco procuraba lanzar golpes con el puño cerrado; usaba una guardia derecha. El Comanche parecía más dispuesto a propinarle una patada dura y certera en el estómago, aunque al verlo bien —regordete y lento— su flexibilidad dejaba muchas dudas acerca de la fuerza con la que podría golpear al rival usando las piernas. Avanzaba y retrocedía brincoteando, estuvo a la espera de que su contrincante bajara la guardia o se distrajera por unos segundos para golpearlo con un jab en pleno rostro. Ninguno de los dos facilitaba el ataque del otro. Los camarógrafos, al parecer estaban acostumbrados a este tipo de actividades, se colocaron estratégicamente en el toldo de las camionetas para grabar sin problemas la pelea. El Comanche enfatizó el tono agresivo del combate escupiendo los tenis de El Truco, quien reaccionó con lentitud. Un gargajo florido reposaba en la lengüeta de los Nike azules. Chocó sus puños, como anunciando el verdadero inicio del combate. Fintó con un gancho de izquierda y acertó con la derecha el upper cut en la mandíbula de El Comanche, quien ladeó la cabeza, parpadeó varias veces y se desplomó a media calle. Pedí a Dios que la bronca volviera a comenzar. El Truco pateó el costillar izquierdo del rival, quien se revolcaba en el piso apretando la guardia. Se levantó con dificultad e inició desplazamientos laterales cada vez que se le acercaba el reggaetonero. Jalaba aire por la boca. Se oía un zumbido al final de cada bocanada. El Comanche inició una serie de fintas subiendo y bajando el torso, cambiaba la guardia para descontrolar al adversario. Tiraba jabs. Se defendía a tontas y locas, como Dios le dio a entender.

Nadie previó un combate largo, tedioso, pero sí vaticinaron un sabroso intercambio de golpes, aunque la mayoría tuvo la perspicacia de imaginar al reggaetonero como el vencedor. La verdad, no tuve ningún motivo para pensar en la derrota de El Comanche, pues estamos hablando de un cabrón domesticado por políticos de medio pelo y abogadetes con tendencias criminales de cuello blanco; y de un cabrón, todos lo sabemos, siempre debe tenerse cuidado. Era obvia la diferencia de edades. Hablábamos de quince años; 25 primaveras para El Truco, 40 para El Comanche. Ambos tenían la misma estatura, 1.85; en cuanto al tonelaje, el municipal llevaba ventaja. Ahí estaban las cartas echadas. El Truco no podía ganar por KO. Comanche, dije al ver a los maricones esos que movían las cámaras, cógetelo. Ni siquiera le des chance de que te toque la cara, grité. Ese puto ricachón no tenía potencia, era hueso y bluff. Aunque débil, El Truco preparó en su mente un combate rápido. Estaba dispuesto a liquidar al contrincante, tiraba insistentemente jabs, patadas al estilo del muay thai, pero no acertaba ninguno de los golpes. Desesperado, intentó fintar de nueva cuenta a El Comanche con un gancho, pero la sorpresa fue para el artista, porque recibió un volado en la manzana de Adán. El impacto sacudió al músico, hizo que retrocediera un par de metros jalando aire por la boca, pero El Comanche se puso loco y empezó a tirar una ráfaga de ganchos que aturdieron al rival. El Truco cayó abriendo la boca. Gemía el pobre. El Comanche golpeó en repetidas ocasiones las mejillas y la nariz de su contrincante; agarró de los cabellos al artista, lo azotaba contra el piso. Una y otra vez. Ese pedante portorriqueño se ahogaba. Hubo uno golpe definitivo, movimiento que considero magistral, pues cualquier enrabiado se hubiera vuelto loco y hubiera desfigurado el rostro del bravucón. El Comanche hizo magia: se puso en guardia y de nueva cuenta empezó con los jabs, los upper cuts, ganchos y al final de cada combinación que golpeaba el aire escupía la cara de El Truco. El Comanche se puso en pie, grande se veía el cabrón, sobre todo cuando se sacó la verga y empezó a orinar al artista. Aplaudí el momento. Noté que uno de los camarógrafos usó un silbato y los guaruras de El Truco, esas bestias de casi dos metros de estatura, se acercaron a su jefe, lo vieron toser, mojado y sucio. Poco a poco recuperó la respiración; estaba en posición fetal, podría jurar que lloraba. El Comanche se agarró los testículos y afirmó: Acuérdate de Acapulco, pendejete. Jaló la tela de su playera para besar la imagen de Lara. Dio media vuelta para unirse a los policías que en ese momento iban llegando y descendían de las patrullas. Adoptaron la posición de firmes. El Comanche caminó arropado por sus seguidores, en medio de la formación de dos aguas; incluso los guaruras de El Truco tuvieron que cuadrarse. Silbé María Bonita, pero mi propuesta musical no tuvo eco en los asistentes. Caminé tras el héroe, me sentí orgulloso de ese tipo. Es más, lo vi rejuvenecer mientras abordaba una de las patrullas. Iba empapado de sudor, pero sonriente. En su mano derecha quedó la insignia roja del coraje, una mancha que coronaba su puño con la victoria.

También las cachorras sufren por amor se grabó en Puerto Rico, en el estudio de El Truco, productor absoluto del long play que incluyó doce composiciones escritas por El Comanche, quien salió del clóset como oficiante del bolero tradicional. No es un compositor genial, claro, muy apenas consigue el estándar de calidad, pero el disco ha tenido muy buena recepción en el sur de México.

Ana Isabelle Acevedo, afamada artista portorriqueña, fue la intérprete de diez de los doce boleros; El Truco la convenció con una buena suma de dinero para que cantara el ochenta por ciento del disco. Esa fue su red de protección, pues temía que el capital invertido se perdiera por completo. La verdad, ha sido una grata sorpresa el éxito de También las cachorras sufren por amor. La inversión de tiempo, dinero y talento es invaluable, eso he dicho del disco a mis lectores del diario. Al volver de Manhattan, comencé la escritura de la biografía de El Comanche, El justiciero del amor.

El Truco no ha tenido la delicadeza de hacer una conferencia de prensa en Acapulco para comentar la bonanza y la buena estrella del disco, derivado de una justa entre caballeros. Mónica, ahora conocida en la escena musical como La Noguera, debutó como cantante, ella pone la voz y el sentimiento a dos rolas: Carita de party y Dolor con el ron se apaga, ambos han sido hitazos en la radio nacional.

Fiel a su primera pasión, El Comanche aún despacha tras el escritorio con uniforme de gala puesto. Me ha contado en largas conversaciones telefónicas que por las noches suele acompañar la versificación musical con generosos tragos de ron y bajo la estricta mirada de su mayor deidad pagana: El Flaco de Oro. Imagino a ‘El justiciero del amor’ tomando la pluma mientras observa largamente la portada del regalo producido en Puerto Rico, el mismo que le ha dado una nueva forma de impartir justicia en las balanzas sentimentales del corazón. También lo imagino abriendo las páginas del periódico para sumergirse en las notas rojas. Confirma diariamente que los reporteros hayan escrito su nombre, mínimo dos veces, en los pliegues informativos de la sección policiaca; parte del complicado trabajo que realiza consiste en mantener el orden en este puerto y, claro está, ser notorio, visible e indispensable en un hábitat salvaje y tropical. Él sabe que la violencia ha ganado terreno, pero tiene fe en que la fuerza del bien repunte enérgicamente. Busca desempeñarse de la mejor manera posible en la complicadísima empresa del orden y la seguridad, encomendada a él desde hace ya algunos años. Se le renueva la fe, me ha confesado, cuando canturrea Acuérdate de Acapulco.


Zeitgeist tropical

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