Читать книгу El jugador - Fedor Dostoyevski - Страница 5
II
ОглавлениеConfieso que jugar para otros me era muy desagradable. Aunque pensaba hacerlo en cualquier momento, nunca tuve la idea de apostar dinero ajeno.
En el colmo del desconcierto y el mal humor, ingresé al casino. No me gustaba el ambiente de aquel lugar. Cada tanto leía en el periódico las crónicas de algunos compatriotas, quienes, al inicio de la primavera, escriben ríos de tinta acerca del boato y lujo de los casinos de los balnearios del Rhin, y luego hablan aún más acerca de imaginarios niontones de oro, que, según dicen otros, cubren sus mesas. No sé si se les paga por hacer estas descripciones que más bien parecen estar inspiradas en una complacencia servil.
En realidad, estas lúgubres salas carecen de tal esplendor y, en lo que se refiere al mencionado río de oro, no solamente no está amontonado sobre las mesas, sino que se le ve muy poco durante la temporada. De vez en cuando llega de pronto algún extravagante inglés, asiático o turco, que gana o pierde grandes sumas. Pero el resto de los jugadores no arriesgan sino pequeñas cantidades, por lo que, regularmente, no hay oro sobre el tapete verde.
Ensimismado en estas evocaciones, por primera vez en mi vida, puse los pies en un casino, dudando antes de jugar. Tanta gente me inhibía, pero aun si hubiera estado solo, habría ocurrido exactamente lo mismo. Debo confesarlo: mi corazón se escuchaba desbocado en mi pecho y no me sentía tranquilo. Algo me decía que no me iría de Ruletemburgo sin una aventura o un acontecimiento algo radical y definitivo que cambiase —tal vez fatalmente— mi destino. Así debe ser.
Tal vez suene ridícula esta confianza en la ruleta, pero me parece todavía mucho más risible la opinión de que es absurdo esperar algún beneficio del juego. ¿Acaso es peor el juego que cualquier otro medio para ganar dinero? Verdad es que de cada cien personas, sólo gana una, pero... ¿es esto realmente importante?
Sea como fuere, entré decidido a observar primero y no hacer nada de importancia aquella noche. No esperaba nada. Tal era mi convicción en aquellos momentos.
También necesitaba familiarizarme con el mecanismo del juego, pues, si bien había leído muchas descripciones acerca del funcionamiento de la ruleta, en realidad no entendía nada. En primer lugar, todo me pareció sucio y repugnante. Y no me refiero con ello a la expresión inquieta de muchos rostros que, en grandes cantidades, posan sus ávidos ojos sobre el tapete verde. No veo nada de sucio en el deseo de ganar rápidamente la mayor cantidad de dinero. La avidez es siempre la misma, no importa cuál sea el objeto. Todo es relativo en este mundo.
Lo que es mezquino para un rico banquero, tal vez sea opulento para mí, y en lo que se refiere al lucro y a la ganancia, no es solamente en la ruleta, sino en todas las cosas donde procuramos enriquecernos a costa de otros. Otra cuestión es saber si el lucro y el provecho son sucios en sí mismos... Pero no quiero hablar ahora de eso.
Necesitaba ganar, me invadía un vivo deseo de hacerlo. Ese pecado me era familiar en el momento de entrar al casino. No hay nada más agradable que el no hacer ceremonias previas, sino conducirse abiertamente y con desenfado. Además, ¿qué sentido tiene el censurarse a uno mismo? ¿No es un pasatiempo vano y desconsiderado? Lo que no me agradaba de esta reunión de jugadores, era su modo respetuoso de actuar, esa seriedad y deferencia con que todos rodeaban las mesas. Ahora me explico por qué existe esa demarcación entre el juego llamado de mal género y el que juega un hombre correcto.
Existen dos clases de juego: uno para uso de caballeros; y el otro, plebeyo y rastrero, propio de las clases bajas. La distinción es sólo de nombre, pues en el fondo, ¡qué vileza bulle en esta pasión!
Un verdadero caballero, por ejemplo, arriesga poco —si es muy rico, tal vez llegue a apostar hasta mu francos— pero lo hace por amor al juego, por el placer. Encuentra deleite en la ganancia y en la pérdida, pero sin apasionarse por el lucro. Jamás obedece al plebeyo deseo de ganar mucho dinero fácilmente.
Un gentleman considera el juego como un agradable pasatiempo, cuyo único objetivo es el de divertirle. Jamás piensa acerca de las trampas y cálculos sobre los que se basa la banca. Y siempre debe suponer que todos los demás jugadores que le rodean son también ricos caballeros que juegan únicamente para divertirse.
Esta ignorancia acerca de la realidad es, sin duda alguna, sumamente aristocrática. He visto a algunas nobles madres instruir a sus inocentes hijas de quince años. Dichas señoras les entregan algunas monedas de oro, a la vez que explican las reglas del juego. La ingenua jovencita; gane o pierda, se retira encantada, con la sonrisa en los labios.
Puedo ver al general que se aproxima al tapete verde con singular aplomo. Un criado le acerca una silla, pero él no parece darse cuenta. Con parsimonia saca de su monedero trescientos francos. Los pone en el color negro y gana. No retira su ganancia. El negro sale otra vez. Insiste en dejar su postura, y cuando a la tercera vez sale el rojo, ha perdido mil doscientos francos. Se retira impasible y sonriente.
Estoy seguro de que, en su interior, estaba furioso. Si la apuesta —y la pérdida— hubiese sido el doble o el triple, no creo que hubiera podido conservar su aplomo.
Un francés gana primero, y luego pierde, sin emoción alguna, treinta mil francos. El verdadero caballero no debe demostrar emoción alguna, así pierda toda su fortuna. Debe hacerle poco caso al dinero, como si fuese algo que no merece la pena el fijarse en él.
Evidentemente es de aristócratas el fingir que no se ve la suciedad de la chusma. Otras veces puede resultar distinguido fingir lo contrario: fijarse, observar los manejos de esa clase de gentuza, examinarla a través del monóculo, afectando que se les contempla como a un pasatiempo, una comedia destinada a divertir. Uno se puede mezclar con esa muchedumbre, pero entonces es preciso esgrimir la actitud de que se está presente como un aficionado, sin pertenecer realmente a eUa.
En lo que se refiere a mis convicciones morales, éstas no pueden encontrar sido aquí. Y si lo digo es como descargo de mi conciencia. Pero apuntaré que, desde hace cierto tiempo, experimento una viva repugnancia en aplicar a mis actos y pensamientos algún criterio moral, sea el que fuere. Experimenté otro impulso distinto...
Pero yo estoy aquí, y estas notas y observaciones no tienen por objeto sólo describir la ruleta. Intento también saber cómo habré de comportarme en lo sucesivo.
También he notado que, a menudo, se ve, entre los jugadores de la primera fila, una mano que se aproxima a la postura ajena. El resultado suele ser una pelea, con protestas y gritos. ¡Cómo poder probar que se trata de vuestra postura! ¡Que os han levantado un muerto, como se dice en la jerga del juego!
Al principio, todo este movimiento me pareció un gran enigma. Adivinaba que se hacían posturas en los números pares e impares, y también en los colores. Decidí entonces no jugar más de cien florines del dinero de Pólina Alexándrovna. La idea de jugar por cuenta ajena me desconcertaba. Era una sensación nada agradable de la que quería liberarme lo más rápido posible. Me parecía que jugar para Pólina aniquilaba mi propia suerte. ¿Es que acaso es posible acercarse al tapete verde sin que la superstición no se apodere de nosotros?
Empecé tomando cincuenta florines, y los puse sobre el par. El disco empezó a girar y salió el número trece. Perdí todo.
Presa de una extraña sensación, puse cinco florines al rojo. El rojo salió. Dejé los diez florines. El rojo volvió a salir. Hice una nueva postura. Salió nuevamente el rojo. Con los cuarenta federicos, coloqué b mitad sobre los doce números del centro, sin saber qué pasaría. Me pagaron el triple.
Los diez Federicos del principio ahora sumaban ochenta.
Pero, entonces, una sensación extraña me causó tal malestar que repetí la postura. Tal vez, de haber sido mi dinero, no habría yo jugado de aquel modo. Sin embargo, puse otra vez los ochenta federicos sobre el par.
Ahora salió el cuatro. Gané ochenta federicos. Recogí los ciento sesenta y salí en busca de Pólina Alexándrovna.
Estaba la familia paseando por el parque y no pude verla hasta después de la cena. Como el francés no estaba, el general se despachó a su gusto. Entre otras cosas, me dijo que no quería verme en la mesa de juego. El argumento era que se vería en un serio compromiso si yo sufría alguna pérdida importante.
—Y sí ganase usted mucho, también me comprometería —añadió gravemente—. Sé que no tengo el derecho de dirigir su conducta, pero dése cuenta que si...
Nunca terminaba sus frases, tal era su costumbre. Le contesté que, teniendo muy poco dinero, no podría arruinar a nadie con mis pérdidas, siempre y cuando se me diera para jugar.
AI subir a mi cuarto le pude entregar su dinero a PóUna y decirle que, de ahora en adelante, no jugaría más para ella.
—¿Pero por qué? —preguntó alarmada.
—Deseo jugar sólo para mí —contesté—, y eso me lo impide.
—¿Así que insiste en creer que la ruleta es su tabla de salvación? —me preguntó con ironía.
Le dije, seriamente, que así lo creía. Deseaba que todos me dejaran tranquilo. Pólina insistió en repartir la ganancia y me entregó ochocientos florines pidiéndome que continuara jugando con esta condición.
Me negué categóricamente y le dije que no jugaría por cuenta ajena, no por mala voluntad, sino porque pensaba que así perdería con seguridad.
—Pero, y aunque le parezca estúpido, no tengo otra esperanza que la ruleta —me dijo ella, pensativa—. Es por esto que debe usted continuar jugando conmigo, a medias... ¿lo hará?
Y diciendo esto, se retiró sin escuchar mis razones.