Читать книгу Dilemas de la educación universitaria del siglo XXI - Felipe Portocarrero Suárez - Страница 6

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Introducción

No es una exageración señalar que la universidad se encuentra atravesando «tiempos difíciles», como reza el título de la célebre novela de Charles Dickens (2009 [1854]). Desde hace por lo menos tres décadas, las presiones provenientes de los gobiernos y de las fuerzas del mercado han vuelto más precarias la independencia institucional y la autonomía académica, de las que usualmente disfrutaron las organizaciones universitarias durante largas etapas de su dilatada trayectoria histórica. Nuevas y crecientes demandas han puesto en cuestión su razón de ser profunda, pese a que un consenso que ha ido en aumento reconoce en ellas a una institución esencial para el desarrollo de una sociedad y de una economía donde el conocimiento debe jugar un papel central en la promoción del bienestar. Los efectos de esta dinámica han traído como consecuencia un cuestionamiento y una nueva priorización de las materias educativas y de las disciplinas consideradas como relevantes para enfrentar los colosales desafíos contemporáneos y, desde luego, los de un futuro no muy lejano. Es claro que en el discernimiento de este asunto se pone en juego la legitimidad social, el prestigio intelectual y la autoridad moral de la universidad. Pero no está demás señalar que se trata de una compleja tensión que, lejos de ser exclusiva al caso peruano o a la región latinoamericana, tiene alcances mundiales.

Como consecuencia de esta tumultuosa nueva realidad, se ha producido confusión e inseguridad acerca de cómo y en dónde plantear los términos de la discusión. De hecho, la educación superior se ha convertido en un campo de batalla entre posiciones enfrentadas, militancias radicales y narrativas contrapuestas (Portocarrero, 2017). Uno en el que la discusión acerca de los valores y propósitos de la universidad ha sido un tema recurrente que ha dado origen a interminables debates cuyos argumentos pocas veces han hallado puntos de encuentro sobre ciertos objetivos comunes. Esta polarización ha hecho cuesta arriba el camino para obtener consensos mínimos que aproximen las posiciones extremas (Collini, 2012). Una breve taxonomía de esas tensiones ha sido examinada en otro lugar (Portocarrero, 2017), pero lo esencial de esa controversia puede ser resumido de la manera siguiente. Para algunos, esta época está siendo testigo de la muerte lenta de la universidad (Eagleton, 2015): la mercantilización de su vida intelectual, la burocratización cada vez más jerarquizada de su estilo de gestión, la progresiva privatización de la educación superior en desmedro de la pública, la pérdida de la capacidad de autogobernarse democráticamente, la declinación del ethos colegiado para tomar decisiones institucionales, el explosivo crecimiento de los colaboradores administrativos, el excesivo productivismo académico de los investigadores y la paralela declinación en el prestigio de la actividad docente, entre otras evidencias, constituyen el testimonio más elocuente de esta sensación generalizada que ha transformado la universidad en un lugar poco agradable y estimulante para desarrollar un trabajo académico concentrado. De hecho, los más severos críticos consideran que ha extraviado ese «honorable linaje» que la convertía en un espacio privilegiado de las sociedades modernas para someter toda ideología a un riguroso escrutinio intelectual (Collini, 2017, 2012; Readings, 1996; Belfiore & Upchurch, 2013).

En la otra orilla se encuentran quienes sostienen que, contrariamente a lo que defienden sus detractores, el lucro y la competencia entre las universidades por la «excelencia académica» conducirán a un uso social óptimo de los recursos públicos disponibles –que siempre son escasos frente a las crecientes necesidades–, pues la oferta tenderá a ajustarse a una demanda cada vez más diversa, exigente y sofisticada, proveniente de estudiantes que actúan como si fueran consumidores operando frente a un commodity más, exactamente igual a como lo harían en cualquier otro mercado. Desde esta perspectiva, que no sin una cierta arrogancia reclama hablar en nombre de la realidad y de las urgencias del mercado laboral, la función central de la universidad se transforma en la de entrenar a los estudiantes –que pasan a ser considerados como consumidores– en carreras altamente demandadas que atiendan las necesidades de una economía que se diversifica y especializa. Como contrapartida al esfuerzo desplegado, las credenciales académicas logradas por estos profesionales les permitirán obtener altas tasas de retorno no solo privadas sino también sociales (Salmi, 2009; Mazzarotto, 2007). Esta manera de entender la universidad olvida que la educación superior es portadora de valores cívicos y republicanos que representan una suerte de conciencia nacional difícilmente reducible a valores instrumentales y fines prácticos (Collini, 2017).

En este contexto, ha ganado un mayor terreno el interés por examinar el contenido y propósito de la educación y de los planes de estudio que los estudiantes reciben en las aulas universitarias. La mención de la falta de correspondencia entre la oferta educativa que promueve la universidad y las demandas de una economía y de una sociedad que están experimentando grandes transformaciones en los diversos campos del conocimiento es casi un lugar común en las encuestas y análisis sobre empleabilidad que se realizan con periódica frecuencia (European Political Strategy Centre, 2016; Gray, 2016; Gershon, 2017; Machuca, 2017; McKinsey Quarterly, 2017; Miscovich, 2017; Nature, 2017, Sagenmüller, 2017; Torres, 2017; World Economic Forum, 2016). En un sentido similar, las exploraciones de los «futurólogos» sobre cuáles serán las carreras que tendrán mayor atracción y vigencia en los próximos decenios abonan sobre el estereotipo de que los conocimientos prácticos y el manejo de softwares desplazarán inexorablemente a aquellos otros que provienen de las artes, las ciencias humanas y las ciencias sociales (Allen, Root, & Schwedel, 2017; Bhalla, Byrchs, & Strack, 2017; Andrews, 2017; Deloitte, 2016; Ernst & Young, 2012; Moran, 2017; PwC, 2017). Mientras que al primer tipo de conocimiento sus defensores le atribuyen un mayor «valor» en virtud de su aplicabilidad y utilidad para el trabajo y para atender necesidades sociales urgentes (ingeniería biomédica, bioinformática, robótica, mecatrónica y big data, entre otras), al segundo lo consideran como marginal, no prioritario e incluso inútil para enfrentar unas urgencias materiales, económicas y sociales que se consideran como impostergables en una era caracterizada por la globalización y los sorprendentes avances tecnológicos. En esta perspectiva, se pierde de vista que en la lógica implícita en el primer tipo de educación predomina la búsqueda del éxito personal y la obtención de resultados inmediatos por encima del aprendizaje como un fin en sí mismo, es decir, como una fuente de enriquecimiento espiritual y de estímulo para el desarrollo de la curiosidad y la creatividad humanas (Deresiewicz, 2014).

Lo cierto es que la educación liberal clásica –entendida en su sentido más general como una exploración abierta a la introspección, al contraste de perspectivas, al ejercicio y aprendizaje de un pensamiento crítico y al estímulo de la curiosidad intelectual humana– está bajo asedio. En la medida en que la educación superior norteamericana es un referente mundial emblemático de este tipo de enseñanza, lo que ocurra con ella tiene una gran repercusión internacional. Los grandes libros de la tradición intelectual universitaria de Occidente en filosofía, historia y literatura que permitían una educación organizada en función de principios que ordenaban la mente de los estudiantes, ahora son considerados por algunos como expresiones elitistas y obsoletas (Casement, 1996). La generalización de este nuevo sentido común ha provocado que, en Estados Unidos, en las últimas cuatro décadas, carreras como literatura o filosofía hayan visto disminuir a la mitad el número de sus estudiantes de pregrado, mientras que las vinculadas a los negocios han duplicado su demanda (Zakaria, 2015).

Algunos autores han abordado en profundidad el tipo de conocimientos pertinente para formar jóvenes cuyas vidas discurrirán en un mundo de complejidad creciente y en el que la tecnología jugará un papel central en su educación. Para eso han tenido que ir contra la corriente y abrirse paso en una jungla de conceptos y categorías instrumentales que han alentado falsas creencias y colonizado el debate contemporáneo sobre la educación superior con un lenguaje utilitario que proviene del campo de los negocios. Para ellos, la educación liberal puede convertirse en un antídoto contra la indefensión existencial a la que nos empuja el mundo contemporáneo, pues proporciona a la juventud el poder de controlar sus propias vidas y contribuye a una mayor capacidad para ser trabajadores productivos, pero también a estar interesados en ser buenos compañeros, amigos, padres y ciudadanos. Más aún, ayuda a construir vidas más elaboradas, introspectivas e integrales, menos sometidas exclusivamente a las pasiones materiales y al consumo desmedido, más interesadas en las consecuencias morales de sus actos y en el cultivo de virtudes como la bondad, la honestidad y la belleza (Gardner, 2011a).

Esa forma de educación supone cultivar entre los estudiantes una inteligencia que expanda su potencial de aprendizaje, utilice la tecnología a su disposición como un medio y no como un fin en sí mismo, sea capaz de examinar la complejidad de la realidad de una manera sistémica y no sucumba frente a los riesgos esterilizadores de la hiperespecialización. Esto impedirá que el «despotismo tecnocrático o comercial», como lo llamaba Berlin (2017), reduzca a los estudiantes a llevar la vida del hormiguero, empobrecida en cuanto a la obtención de conocimientos más amplios, alienada de su sentido más permanente, mecanizada en sus aprendizajes y deshumanizada en sus búsquedas espirituales. La historia está llena de ejemplos acerca de cómo la acumulación de poder en manos de «expertos» ha conducido a que se vuelvan relativamente inmunes al control democrático.

Los autores más representativos de esta orientación de pensamiento son Martha Nussbaum (1995, 2005, 2008, 2010), Edgard Morin (1999, 2002b) y Howard Gardner (2008, 2011a). Reconocidos mundialmente por su vasta producción intelectual, los tres han escrito obras específicamente dedicadas a pensar acerca del tipo de educación que será necesario desarrollar en los sistemas de educación superior contemporáneos si queremos fortalecer nuestros sistemas democráticos. Su denominador común está asociado a la idea de que es necesario impulsar un pensamiento crítico entre los estudiantes, uno que no se someta al poder avasallador de la autoridad y a un seguimiento ciego de la tradición. Según estos autores, solo a través del cultivo de nuestra propia humanidad, del desarrollo de hábitos mentales críticos, de encargarnos de nuestros sentimientos de vulnerabilidad y de finitud, se podrán desarrollar las virtudes que cimienten instituciones democráticas cuya defensa esté a cargo de ciudadanos moralmente equilibrados.

¿Qué y cómo ha cambiado lo que los profesores enseñamos? ¿Qué y cómo ha cambiado lo que los estudiantes aprenden? ¿Es posible desactivar las comprensibles resistencias y el conservadurismo de las disciplinas para innovar la manera en que son transmitidos sus contenidos? ¿Cuáles deberían ser las características más importantes de una pedagogía dirigida a estimular la comprensión razonada de las incertidumbres que genera la producción continua de conocimiento? ¿Es irresoluble la tensión que se genera entre una educación especializada y otra más general, es decir, entre la educación vocacional orientada a lo práctico y la liberal más interesada en la argumentación, el cultivo de la imaginación y el desarrollo del pensamiento crítico? ¿Cómo estimular en los jóvenes el interés y la pasión por comprender los procesos mentales que organizan nuestro pensamiento, el efecto inmensamente liberador que produce el conocimiento, esa «aventura de las ideas» a la que hacía referencia el reconocido matemático y filósofo inglés Alfred N. Whitehead?

El presente trabajo responde a estas y otras interrogantes, para lo cual está dividido en dos partes. En la primera, nos proponemos realizar un estudio crítico de los textos claves de los tres autores arriba indicados. Se trata de una aproximación que busca identificar sus argumentos centrales y el sustento conceptual sobre el cual construyen sus propuestas intelectuales. Estas últimas, a su vez, tienen como fundamento una teoría del conocimiento que hunde sus raíces en diversas tradiciones filosóficas que solo serán materia de una identificación y análisis esquemáticos. Una vez reconstruidas las diversas perspectivas de estas formas de plantear la educación universitaria del futuro, será posible precisar la pertinencia de su razonamiento y las dificultades que enfrenta su implementación.

En la segunda parte, exploramos algunas iniciativas institucionales que han hecho de la formación liberal en artes y ciencias el horizonte hacia el cual se dirigen sus mejores esfuerzos intelectuales y académicos. En América Latina, el equivalente más cercano a la que en la tradición anglosajona se considera como una formación liberal es lo que con frecuencia los educadores denominan formación humanista. Pese a la proximidad entre ambos conceptos, el primero incluye al segundo y agrega, entre otras dimensiones, el pensamiento crítico como uno de sus componentes esenciales. Por esta razón y para evitar cualquier interpretación errónea, hemos preferido mantener el término «liberal» en nuestro análisis, pues representa con mayor precisión el tipo de educación universitaria que se requiere difundir y poner en práctica en los tiempos actuales. Con este objetivo en mente, examinamos: los estudios liberales en la Universidad de Oxford y, más específicamente, su casi centenario programa Philosophy, Politics and Economics (PPE), la conceptualización de un grupo de académicos norteamericanos interesados en rescatar las dimensiones centrales, el sentido y la relevancia del aprendizaje liberal para estudiantes de pregrado que optan por la educación en ciencias empresariales; la iniciativa de la University College London (UCL) sobre la mejor manera de conectar la docencia con la investigación; y, por último, el Proyecto Minerva, una propuesta de universidad que ha sido concebida con la intención de formar estudiantes intelectualmente versátiles y con herramientas cognitivas que les permitan tener éxito personal y profesional. Finalmente, a modo de conclusión, presentamos los grandes dilemas que enmarcan los propósitos de la educación liberal y constituyen el escenario, presente y futuro, de la universidad contemporánea. Acompañan a este texto, tres anexos que pueden servir de ilustración aplicada en relación a las consideraciones más generales formuladas previamente.

Los autores quieren agradecer las críticas y observaciones formuladas a este trabajo por dos revisores anónimos. En un sentido similar, queremos expresar nuestro reconocimiento a diversos colegas que nos hicieron llegar sus comentarios a versiones preliminares de algunos de nuestros capítulos: Arlette Beltrán, Matilde Schwalb, Elsa Del Castillo, Cecilia Montes, Cecilia O’Neill, Gonzalo Portocarrero, Manuel Burga, Juan Fernando Vega (†), Enrique Vásquez, Martín Monsalve, Gustavo Yamada, Juan Francisco Castro, Esteban Chong y Benjamín Garmendia, todos ellos fueron especialmente incisivos en sus observaciones. Desde luego, cualquier error u omisión debe ser atribuido exclusivamente a los autores.

Dilemas de la educación universitaria del siglo XXI

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