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Capítulo 1

Las identidades, los arraigos y la movilidad

La identidad como arraigo y las amenazas de las movilidades

¿De qué manera podemos pensar que la movilidad es un elemento consustancial a la formación y la aparición de las identidades? Ésa es la pregunta que me ha guiado durante los últimos tres años de lecturas y que ha dirigido mis investigaciones sobre los fenómenos de la movilidad en el sur del Área Metropolitana de Guadalajara. ¿En qué punto se hacía consustancial para la definición de los caracteres e identidades de los sujetos y espacios estudiados, y de los fenómenos de movilidad que pude registrar? Ésta es una interrogante esencial, que requiere un pequeño alto para introducirnos por el camino de las discusiones sobre las identidades y el espacio, y que permitirá poner en mayor claridad la serie de fenómenos que se presentaban en el transcurso de la investigación.

Dado que la literatura sobre las identidades es incalculable, pasaré por detrás de todas aquellas propuestas que las derivan de fuentes intersubjetivas o narrativas y que considero de poca utilidad para los fines que me propongo. El lector podrá encontrar una magnífica aproximación al primer tipo en los postulados pioneros de George Herbert Mead (1973) sobre la aparición del “self” desde los elementos reflejos de identificación con los otros o desde la implicación en el juego, o en la más reciente pero igualmente canónica propuesta de Berger y Luckmann (1998) sobre la vinculación de la conciencia y la historia del sí en el seno de la conciencia y la historia compartida. También, las reflexiones de Paul Ricoeur (2000) sobre el papel de la trama en la organización de la identidad, o las de Charles Taylor (2001) en torno a la formación de la identidad desde patrones morales compartidos, son fuentes imprescindibles de la vertiente narrativista. La razón por la que omito esta serie de referencias estriba en el exiguo o nulo papel que le otorgan al espacio en la conformación de las identidades. En estos intentos explicativos, pero de igual forma en otros que se organizan desde el giro lingüístico, se echa de menos una versión realista1 que sitúe las interacciones, las narraciones, los discursos o los símbolos en un contexto material cualificado.

Para fundamentar este rechazo, no hay más que recuperar la argumentación de Bruno Latour (1991: 24-27) sobre las dificultades que han caracterizado al proyecto moderno de ciencias sociales, escindidas en un mundo exterior de objetos, regido por leyes físicas, y un mundo interior de intersubjetividades, regido por significados. En este sentido, la propuesta posthumanista de Latour implica reunir nuevamente a estos polos que estaban separados, de forma que se pueda comprender la emergencia de las identidades desde su asociación con un mundo igualmente emergente de objetos, naturalezas, arquitecturas, tecnologías y humanos (Latour, 2001: 156). En otra parte (Calonge Reillo, 2013: 28-42) he delineado las características básicas de esta concepción realista de las identidades y no es mi intención recuperar o matizar esta discusión.

El comienzo de la discusión debe realizarse en el concepto de lugar, verdadero elemento que ha vertebrado todos los esfuerzos realizados desde la geografía humana por vincular los aspectos espaciales y los identitarios. El lugar ha sido la versión ineludible para entender cómo los sujetos y los grupos sociales conforman sus identidades desde su apego y desde su arraigo a muy concretos y particulares espacios. Así, el lugar ha servido para delimitar, pero también para restringir, las posibilidades de la relación entre el espacio y las identidades.

El primer puente que ha facilitado la conexión entre el espacio y las identidades, bajo la forma del lugar, ha sido el de la significatividad. Frente a la existencia de un espacio más o menos indiferente e indiferenciado, el lugar es un espacio que se constituye como socialmente significativo y valorado (Tuan, 2001: 6). Los grupos humanos establecen una clara diferenciación entre aquellos espacios lejanos y más o menos irrelevantes, y aquéllos otros más próximos y que son esenciales para su mismo establecimiento como grupo. Este hecho es lo que hace significativo y valioso a un espacio, convirtiéndolo en un lugar.

Sin embargo, lo que hace a un espacio un auténtico lugar es que esta significatividad y valía son de una calidad tal que instauran un legítimo habitar. El lugar no es sólo un espacio meramente significativo y relevante para un sujeto o grupo social; se convierte además en la sede desde donde se produce el enraizamiento humano y la estructuración del mundo circundante. El lugar es el espacio desde el que se puede encontrar el sentido a la propia existencia dentro de un contexto de relaciones sociales.

Cuando el lugar adquiere un sentido tan significativo para el ser humano o los grupos sociales, en ocasiones tiende a asociarse con otro término que constituiría su máxima expresión: el hogar. El hogar es el lugar por antonomasia (Cresswell, 2004: 24) en la medida en que desde él se produce el reforzamiento y el despliegue de la humanidad hacia el mundo exterior, desde donde se organizan y estructuran las experiencias humanas sobre el mundo.

Más allá de la referida significatividad, la experiencia humana básica que fundamenta un lugar es el arraigo. El arraigo (Cresswell, 2004: 22) no es un simple ocupar el espacio, bajo la manera como un objeto puede posicionarse en un eje de coordenadas o en un espacio entendido como receptáculo. El arraigo comporta un fundirse del grupo humano con la tierra, propiamente el echar raíces. Este echar raíces del arraigo se puede comprender en un sentido figurativo, pero también y más propiamente en un sentido literal. En este punto, los seres humanos recuperan toda su hondura y constituyen a su cuerpo como el medio a través del cual comulgan sustancialmente con el lugar. Así, esta peculiar alquimia material que transustancia el cuerpo con el espacio se expresa, por ejemplo, en la forma particular como el cuerpo adapta su postura, el desarrollo de sus músculos y de sus huesos, a las características propias del lugar donde se desenvuelve, sea un navegante en relación con la cubierta oscilante de un barco, o el campesino en relación con una escarpada aldea (Tuan, 2001: 184). Tan íntima es esta vinculación del ser humano con el lugar, que el echar raíces y la forma de dirigirse y relacionarse respecto a la propia morada opera la mayor parte del tiempo bajo el aspecto de una rutina que se ha incorporado y se convierte en inconsciente (Tuan, 2001: 194). El lugar y la forma como el cuerpo se rutinizó en él constituyen así una segunda naturaleza que delimita las posibilidades de acción y comprensión del ser humano.

Esta afinidad entre los cuerpos e identidades humanas y los lugares habitados descubre una característica radicalmente antropológica: la incompletud y apertura de lo humano en su encuentro con el mundo. El ser del ser humano no está definido y predeterminado de antemano, sino que se completa a través de su inserción por los distintos lugares. De esta forma, el ser humano, al encontrarse incompleto, no alcanza a adquirir seguridad desde sí mismo. Es el lugar particular que le ha ayudado a emerger el que le confiere la definitiva seguridad ontológica que necesita. No en vano, conseguir aquellas raíces es obtener un punto seguro desde donde abrirse al resto del mundo, es encontrar la propia posición y el sentido en el orden de las cosas (Relph, 1976: 38).

Esta seguridad ontológica que confiere el lugar a la existencia humana, se articula desde un doble movimiento. En primer término, el lugar donde se han echado raíces protege; implica un establecimiento de fronteras y de límites al interior del cual el grupo humano queda al resguardo de un espacio externo desconocido. Pero, al mismo tiempo, esa protección que brinda el lugar no es exclusivamente restrictiva; es habilitante, que abre y que despliega en seguridad el propio desenvolvimiento humano. La seguridad que presta el lugar está cerca a lo libre, que permite la apertura de la esencia de lo humano (Heidegger, 1997: 204).

Es innegable que si el sujeto y los grupos humanos encuentran su ser en su abrirse al mundo, en el instaurar lugares bajo la estructura del habitar, la más importante actitud que pueden guardar hacia esos lugares es la del cuidado. En otra parte tuve oportunidad de reflexionar sobre cómo los lugares, en la medida en que sustentan el ser humano, intervienen en el establecimiento de una comunidad ética (Calonge Reillo, 2012). Los lugares no son espacios indiferentes y prescindibles, por el hecho de que sus rasgos y características ayudan a completar y a sostener la aparición de las identidades humanas. Esto suscita en los seres humanos toda su atención y su cuidado hacia esos lugares donde se echaron raíces. El cuidado que se sostiene es así más que una llana atención o preocupación; es una verdadera responsabilidad y respeto por el lugar mismo y por lo que sustancialmente representa para los seres humanos (Relph, 1976: 38).

De este modo, el lugar no es sólo un espacio hacia el que los seres humanos proyectan una serie de valores y de significados, como sostuvimos inicialmente. Bajo esta primera concepción, seres humanos y espacios preexistirían los unos a los otros, a la espera de que se produjera su encuentro significativo hacia la formación de lugar. Al contrario, según hemos visto, el lugar es lo que en sí mismo permite la aparición y la conclusión de lo humano. Por ello, el lugar es el substrato y el trasfondo que posibilita los distintos tipos humanos y sus formas de organizarse el mundo (Malpas, 2004: 33). Puede decirse así que el lugar recolecta las posibilidades del ser humano, permitiendo la aparición de un tipo particular de humanidad y sus respectivos parajes donde arraigar (Heidegger, 1997: 206).

Si estábamos a la busca de una fórmula que sacara la formación de las identidades de los espacios discursivos, simbólicos o interaccionales y las situara en espacios reales y cualificados, estas aportaciones, reunidas en su mayoría en torno a la geografía humana, son de una incuestionable importancia. Como estudiosos que vamos a la búsqueda de la identidad humana, encontramos, en esta serie de conceptos como el lugar, los arraigos o los cuidados, un suelo muy fecundo y prometedor.

Ahora bien, en este momento debemos agregar la variable clave que organiza el presente estudio, los fenómenos de la movilidad, y observar qué espacio podrían ocupar en este cuadro sobre la aparición de las identidades enraizadas. Para ello, hay que extender escasamente la discusión sobre la estructura conceptual que organiza el término de lugar. “Dado que el lugar era un esfuerzo por organizar significativamente el mundo, su naturaleza es esencialmente estática. En el instante en que comprendiéramos el mundo como un proceso en constante cambio, seríamos incapaces de desarrollar el más mínimo sentido del lugar” (Tuan, 2001: 179).

El simple proceso de arraigo implica esta progresiva detención de un grupo humano sobre un espacio para transformarlo en un lugar. Dado que el arraigo está hecho desde una relación profunda y reiterada con las características propias de un lugar, de él se deriva la necesidad de que ese asiento se inmovilice y prometa perdurar más allá del paso del tiempo y de las vicisitudes (Relph, 1976: 31). La pausa se convierte en la condición indispensable para que los seres humanos puedan constituirse desde su enraizamiento en el espacio (Tuan, 2001: 138). Si esto es así, cualquier circunstancia y proceso que suponga una amenaza a esa lenta comunión con la stasis del lugar, implica en sí mismo una provocación al proceso de humanización y es repudiado fuera del mecanismo explicativo propuesto. Las movilidades, que parecen caracterizar de forma tan aguda al mundo presente, serían un fenómeno que quedaría marginado desde el modelo de análisis compuesto desde la geografía humana.

Al lector no se le escapará que esta descripción de la aparición de las identidades sobre el sustrato del lugar está sospechosamente impregnada de ciertas connotaciones bucólicas y románticas. No en vano, la mayor parte de los ejemplos que se aducen para sostenerla remiten a mundos perdidos, que tampoco sabemos si existieron en realidad: el mundo del navegante, el del labriego, el del campesino; figuras todas ellas en contraposición con las experiencias y los tipos humanos que posibilita la modernidad.

Desde esta reconstrucción romantizada de lo humano, no faltan críticas a los procesos que inaugura el tiempo moderno y a la forma como amenazan aquel sustrato tan preciado del lugar y su correlato de humanidad. La mercantilización de amplios sectores de la ida humana supone una amenaza para el fenómeno fundacional del lugar (Cresswell, 2004: 58), porque impide una relación directa y auténtica de los grupos humanos con su espacio. La mercantilización de los espacios comporta su tematización, su transformación para consumos turísticos superficiales que imponen una actitud de la contemplación y el espectáculo, pero no de la experiencia y del arraigo. Al mismo tiempo, la mercantilización de la propia residencia, y la propia movilidad residencial que comporta, supone que se quiebran los vínculos y los compromisos duraderos entre los seres humanos y sus espacios, controvierten la posibilidad misma del hogar como sede de estabilidades desde donde abrirse en la relación con el mundo. En ese caso, la residencia sería otro objeto de consumo más, no un hogar, es decir, un espacio que se puede intercambiar con la misma frecuencia que el resto de objetos de consumo (Relph, 1976: 83).

Desde la crítica a la modernidad que realiza este modelo analítico, se refiere también cómo el misterio y el aura que tenían anteriormente los lugares se pierden y desaparecen. El aura era una consecuencia de la manera única como el lugar albergaba a una comunidad humana distintiva, el encuentro irrepetible entre un espacio y un grupo social. En la actualidad, los modernos medios de transporte establecen una relación con el espacio que permite superar esta serie de encuentros reiterados y pesados de los colectivos con sus espacios. Las modernas velocidades admiten que el espacio no sea sufrido y experimentado; facultan la posibilidad de atravesarlo rápidamente convirtiéndolo en un espectáculo (Cresswell, 2006: 5). Resulta de esta forma que la característica más corrosiva que se cita de la modernidad la constituyen los amplios fenómenos de movilidad que comporta. La simple movilidad urbana, que responde a las exigencias de desplazarse por un espacio urbano funcionalizado y que separa el lugar de residencia del de trabajo, del de ocio, o de los religiosos rebaja el compromiso que se pudiera derivar de un habitar orgánico en torno a un solo lugar.

Desde esta perspectiva crítica, se concluye que los espacios de la modernidad resultantes carecen de toda cualidad, son coordenadas que han dejado de expresar identidad, que se presentan esquivos a las relaciones humanas, y que carecen de todo espesor histórico (Augé, 2000: 83). Los espacios abstractos, que derivan de la conversión de sus valores de uso e identitarios en simples valores de cambio o en espacios para el consumo, o los espacios rápidamente atravesados al interior de los modernos medios de transporte, acaban configurando una nueva topografía de la modernidad no hecha ya más de lugares, sino de paisajes planos (Relph, 1976: 79).

Desde estas lecturas se evidencia la profunda deriva moral que entrañan las anteriores construcciones en torno al lugar y las identidades. Bajo este prisma, toda la modernidad queda bajo sospecha por estar socavando lo más valioso del ser humano: realizarse y completarse en el arraigo en distintos lugares. Las movilidades que comporta la modernidad son las responsables de ese desapego por el lugar, pero, al mismo tiempo, por las comunidades y por los lazos sociales (Cresswell, 2006: 38).

Y es que la modernidad provoca al mismo tiempo una alienación de los caracteres de los lugares, pero también de los individuos y de las comunidades que se encuentran ahora huérfanas de basamentos donde enraizar. Porque, insertos en aquellos paisajes planos, los individuos se ven forzados a no obtener sino experiencias romas y superficiales (Relph, 1976: 19). Esta nueva experiencia del espacio tiene su origen en la misma interfaz que antaño permitía una experiencia profunda del lugar: el cuerpo. Si era el encuentro reiterado con un particular lugar lo que terminaba por amoldar el cuerpo y sus posturas, hasta componer una unidad indisoluble con dicho lugar, ahora en la modernidad, el desplazamiento rápido y cómodo por los diferentes espacios priva al sujeto de toda capacidad táctil y de sensibilidad (Sennett, 1997: 274). Así, la posibilidad de estar al cabo de pocas horas y con gran facilidad en múltiples y diferentes entornos, sometidos a muy distintas solicitaciones, depara la experiencia de no estar verdaderamente en un lugar o en otro, de ubicarse en ningún lugar (Buchanan, 2005: 28), de estar simplemente ocupando un espacio abstracto y vacío. Ya sea por la falta de penosidad del viaje, realizado en la comodidad de los modernos medios de transporte, ya sea por la sobreestimulación, sobre todo visual, el lugar deja de hacer mella en el sujeto, pierde el espesor que le permitía forjar identidades y caracteres.

No está de más señalar que esta desaparición de la identidad propia se origina en la imposibilidad de desplegar el que era el más básico proceso de humanización para esta escuela de geografía humana: el echar raíces. Atrás quedó el tiempo en que los seres humanos, de forma inadvertida y casi inconsciente, trababan un íntimo intercambio con el mundo físico (Tuan, 1990: 96). La vida moderna se figura tan acelerada y rápida que los sujetos carecen del tiempo y de las habilidades para establecer raíces (Tuan, 2001: 183).

En el momento en que el ser humano deja de tener una relación consustancial con el lugar, de modo que deja de tomar de él los rasgos de su diferencialidad, pierde su unicidad como sujeto y se hunde en el seno de lo imperceptible, fundiéndose en la indiferencia de la masa (Buchanan, 2005: 23). La desaparición de la particularidad del lugar comporta una paralela corrosión del carácter que aqueja al sujeto moderno. La superficialidad del espacio tiene su correlato en la superficialidad de los caracteres y de las identidades: se carece del referente del cual extraer los valores y las destrezas (Bauman, 2010: 63) para trazar el propio proyecto de identidad.

Y si antes los seres humanos se relacionaban entre sí por el hecho de compartir una geografía densa y pública, en una sincronía que combinaba sujetos, lugares y caracteres, el mundo moderno que arruinó la naturaleza del lugar hizo desaparecer también esa res pública que comunicaba íntimamente a unos sujetos con otros. En el mundo moderno, los sujetos no se orientan inconscientemente unos hacia los otros a través de los caracteres complementarios que han adquirido por su inserción en el lugar; el mundo moderno mercantilizado es un mundo de una persistente soledad que sólo se puede abandonar a través de la ficción y la abstracción del contrato. Como señala Augé, el contrato, bajo la modalidad del boleto comprado, o del ticket de ingreso, es la fórmula actual que permite acceder a los no lugares modernos y que lleva implícita una relacionalidad con los otros igualmente abstracta y sometida a una provisionalidad contractual (Augé, 2000: 105). En el momento en que el contrato expire, concluye el derecho del sujeto a usar y ocupar un espacio, y concluye también cualquier relación permitida con los otros sujetos. Por eso, la modernidad ha hecho superficiales no sólo las identidades de los lugares y las humanas, sino las propias formas de relación social.

Es cierto que la concepción que parte de la geografía humana articuló sobre el lugar y las identidades era de gran valor desde el momento en que situó el fenómeno de las identidades sobre espacios físicos y reales donde se podía orientar más confiadamente la investigación. La identidad humana y social era un hecho que podía derivarse no de simples discursos, imágenes, representaciones e interacciones, sino de una constitución sustancial de lo humano en un mundo diferenciado y cualificado. Sin embargo, en el momento en que desde este marco de referencia nos preguntamos sobre las condiciones en que quedan enmarcados los fenómenos presentes de las amplias movilidades, nos encontramos con una imposibilidad. Una interpretación de lo humano desde la apropiación y el enraizamiento en unos lugares estables y persistentes nos impone ver con recelo, suspicacia y desaprobación cualquier fenómeno presente de movilidad espacial. Por simple fuerza de la necesidad lógica, la movilidad espacial es, desde este marco interpretativo, una amenaza para la posibilidad de las identidades y de lo humano.

De este hecho ya se dio cuenta Tim Cresswell, al proponer una “Geosofía crítica” que fuera capaz de salvar las dicotomías estancas que separaban por un lado al lugar y la identidad y, por otro, a las movilidades y las anomías (Cressswell, 2006: 21-23). El aspecto crítico de tal “Geosofía” consistía en rebatir cualquier identificación inmediata que se realizara entre las identidades, los lugares y las movilidades, y examinar con detalle la forma política como se urdían determinados regímenes de movilidades y los significados y las repercusiones identitarias que se derivaban. En resumidas cuentas, la propuesta consiste en pensar otras fórmulas que reúnan la identidad con el espacio y que escapen a la lógica del enraizamiento. El grueso de este libro estará dedicado a contemplar la posibilidad de que las movilidades no produzcan sólo indiferencia de los lugares y de los caracteres, a examinar la manera como los desplazamientos, cambios, viajes y traslados puedan entenderse en su particularidad diferenciada, y permitan, asimismo, reencontrar también en los sujetos que los experimentan caracteres e identidades determinadas. En la medida en que se consiga este propósito, las movilidades particularizadas podrán ser consideradas también como otras tantas rutas para la emergencia material de lo humano en nuestro tiempo presente. La intención es que las propias movilidades, igual que antes era el lugar, puedan ser interpretadas como el punto fundacional de lo humano.

Las identidades en el seno de las movilidades. Primeras propuestas

Aunque las ingenierías del tránsito aparecieron en las décadas de 1920 y 1930, con el propio nacimiento y extensión de los modernos medios de transporte, habría que esperar hasta finales del siglo para que se comenzaran a indagar las condicionantes y repercusiones generalizadas que comportaban los amplios fenómenos de movilidad existentes. Así, a finales de la década de 1990 se instauró un programa de investigación en ciencias sociales que tenía por objetivo el estudio de las múltiples dimensiones que integraban las movilidades contemporáneas: movilidades turísticas, urbanas, migraciones, y toda la serie de movilidades virtuales que comenzaban a eclosionar por la instauración de internet y todas sus tecnologías de soporte. Aunque este programa es muy variado internamente, pueden destacarse tres grandes ejes que han articulado a los distintos esfuerzos de investigación: dimensiones socioculturales de la movilidad; soportes tecnológicos para las movilidades contemporáneas; y dimensiones identitarias de las movilidades. En términos expositivos, aquí me interesa mostrar la reconsideración y revaluación que cobró la movilidad como fenómeno susceptible de investigación, y, sobre todo, la forma como se ha constituido en un nuevo apoyo para la aparición de las identidades contemporáneas. Este apartado se dedicará a examinar la forma como se ha constituido, en la literatura reciente, un nuevo ideal normativo sobre el sujeto prototípico del tiempo presente: el individuo móvil y flexible, que concuerda con esa otra nueva realidad espacial de las amplias movilidades, y que hace en parte obsoleta la investigación sobre los lugares y los arraigos, tradicional de la geografía humana.

Frente a los intentos por conservar toda la matriz analítica del lugar, los tiempos presentes impusieron la realidad de las movilidades como fenómenos merecedores de estudio. Bauman (2010:9) destacó (2010: 9): “nos guste o no, por acción o por omisión, todos estamos en movimiento. Lo estamos aunque físicamente permanezcamos en reposo: la inmovilidad no es una opción realista en un mundo de cambio permanente”.

Paralelamente a esta exaltación de las virtudes y modalidades inscritas en la construcción de los lugares, la modernidad supuso una lenta pero irrefrenable recuperación de los valores de la movilidad. Frente a épocas donde los movimientos y desplazamientos pasaban desapercibidos, o eran incluso censurados (Kellerman, 2006: 21), la modernidad constituyó un proceso de reconocimiento y valorización creciente de estos fenómenos hasta el punto que se llegó a equiparar movilidad con modernidad.

Así, en todo el siglo XIX, y en el seno de las grandes metrópolis del occidente, comienza a sostenerse una actitud mucho más favorable hacia los fenómenos de la movilidad y de la velocidad. A través de una serie de homologías que producían préstamos semánticos entre disciplinas como la fisiología, la economía o el protourbanismo, se comenzó a imponer el paradigma de la circulación ininterrumpida como proceso que acarreaba la salud de los cuerpos, el crecimiento de la riqueza de las naciones, o la salud y el buen funcionamiento urbanos (Sennett, 1997: 273-300). La velocidad se hizo equivalente de progreso (Kellerman, 2006: 11), en la medida en que admitía acercar a las poblaciones, abrir nuevos espacios a su apropiación humana, o en la medida en que permitía acelerar los ciclos de acumulación económica (Redshaw, 2008: 140).

Ahora bien, si la movilidad se ha constituido en un elemento tan central para la propia modernidad, esto ha sido por la manera como se ha asociado con uno de los valores definitorios de nuestro tiempo: la libertad. Como muy bien resume Freudendal-Pedersen (2009: 67):

Con el socavamiento del sistema feudal y la emergencia subsecuente del capitalismo, el individuo dejó de tener un puesto fijo dentro del sistema económico. En adelante lo que va a importar es la capacidad del individuo de demostrar su propia valía. El individuo se convirtió en el creador de su propio éxito, de modo que su posición en la sociedad dependería únicamente de sus propias actuaciones y no sólo del marco tradicional en donde había nacido. En consecuencia, cada individuo debía salir adelante y probar su suerte.

El lento proceso de liberación de la mano de obra respecto a las fidelidades y seguridades medievales, y que convirtió al campesino en un proletario dejado solo ante su propia necesidad (Polanyi, 1968: 68-85), dedujo la entronización del principio de la libertad como principal instrumento para buscar el propio sustento. El nuevo periodo capitalista supuso la eliminación de las antiguas certidumbres: la certidumbre de una tierra que laborar, la que prestaba el señor ante quien se rendía vasallaje, o la que proporcionaban los sistemas de protección social locales para las poblaciones menesterosas. Sin estos recursos que garantizaban la subsistencia, los campesinos, siervos o ciudadanos se encontraron con que sólo contaban con su fuerza de trabajo para poder conseguir su subsistencia. El proceso de proletarización, en los siglos XVII y XVIII, supuso esta obligación de las clases populares de buscar su sustento vendiendo su mano de obra. En estas circunstancias, los nuevos proletarios tenían que contar al menos con la libertad para poder desplazarse hacia aquellos territorios donde se reclamara su fuerza de trabajo. La libertad como derecho a poder realizar el oficio que más le aprovechara al sujeto, y allí donde se deseara, era la traducción en términos liberales de esta pérdida de las seguridades de antaño.

A esta necesidad impuesta por el naciente orden socioeconómico del capitalismo, le acompañó también una serie de formulaciones en el cuerpo de la filosofía política, que consiguieron instaurar el principio de la libertad entendida como libertad de movimiento. El nuevo orden social se entendía integrado por individuos aislados y que, a través de su constante intranquilidad y movimientos, perseguían la satisfacción de sus necesidades (Cresswell, 2006: 14). Restaba por encontrar las bases contractuales que permitieran armonizar todos estos movimientos y desplazamientos individuales, que impidieran salir de un estado de conflicto en la colisión y contraposición de los intereses particulares. Así, el sujeto moderno pasó a entenderse como individuo libre, con la potestad de poder moverse y desplazarse irrestrictamente en la búsqueda de la concreción de sus necesidades. El correlato era que cualquier obstáculo que proviniera de la sociedad o del Estado, y que contuviera el desarrollo de sus actuaciones y movimientos, se consideraría como una grave ofensa y como un atentado a una condición natural de la existencia.

Se puede comprobar que de esta nueva concepción antropológica moderna sólo restaba un paso hasta instaurar la libertad de movimiento como un derecho inalienable del individuo. La constitución de los derechos civiles modernos, sobre los que se asienta todo el entramado liberal de ciudadanía presente, se realizó desde el hito fundamental de la defensa de la libertad de poder desplazarse de ciudad en ciudad para desempeñar el oficio de propia elección (Marshall, 1997: 305). Así, desde los albores del siglo XVIII, la libertad, entendida como movilidad de los individuos, se sitúa como pieza clave para el anclaje del mundo moderno en sus dimensiones social, económica y cultural. Aún hoy, casi trescientos años después, el derecho a la felicidad y al propio bienestar viene intercedido por el disfrute previo del derecho a la libertad y el ejercicio de la movilidad como su herramienta principal (Freudendal-Pedersen, 2009: 59).

No hay que desconocer que buena parte de la constitución infraestructural de las sociedades y ciudades modernas ha estado inspirada por estos principios así instaurados en el orden político y cultural. Sin ir más lejos, la prioridad social que se concedió a determinados medios de transporte privado, como el automóvil frente a medios de transporte colectivo como los tranvías o los trolebuses, se explica en buena medida por la preferencia que mostraban las élites burguesas y las primeras clases profesionales, en los inicios del siglo XX, por fórmulas de transporte que secundaran valores considerados sagrados como la libertad, la autonomía y la independencia (McShane, 1994: 115).

Ahora bien, lo que me interesa de toda esta aproximación es la forma como la construcción de las identidades comenzó a realizarse desde un contexto de movilidades, en lugar desde lugares y arraigos. El considerar que las identidades pueden emerger no sólo desde el afincamiento en un lugar, sino también desde la vivencia de una serie de movilidades constantes, nos obliga a que veamos la problematicidad inscrita en la construcción del sí, que ahora es un sí móvil (Elliot y Urry, 2010: X).

La vinculación de la construcción identitaria con los desplazamientos y movilidades está implícita en varias figuras que se consideraban prototípicas del nuevo orden social que se estaba fraguando. Retomando relatos literarios que se remontan a la Antigüedad en obras como la Odisea o la Eneida, y que narraban la forma como las experiencias derivadas de los viajes eran claves para el enriquecimiento y la construcción de la identidad del viajero, se extiende durante el siglo XVIII y a lo largo de las principales casas, primero aristocráticas, pero luego también burguesas, la práctica del grand tour. El grand tour supuso la institucionalización del viaje como rito de iniciación al espíritu cosmopolita. Inspirados por estos valores, los jóvenes acaudalados de la sociedad europea emprendían viajes a lo largo del continente con la finalidad de que todas sus experiencias les ayudaran a completar su proceso de aprendizaje y de conformación de una personalidad que, de otra manera, hubiera quedado roma y sin lustre. A partir del siglos XVIII, la construcción de la identidad ilustrada pasa por el “ser de mundo”, algo que se asienta en la condición de la movilidad y del viaje. Posteriormente, ya en los siglos XIX y XX, esta práctica se va a vulgarizar y a difundir, constituyendo el fenómeno contemporáneo del turismo (Cresswell, 2006: 15). Como quiera que sea, se impone y se extiende por todo el espectro social el modelo del viaje como una oportunidad para derivar experiencias y enriquecer la propia constitución del sí.

Sin embargo, no todas las movilidades que inciden en la constitución de identidades móviles pasan por ese modelo de la autoexperimentación a través de los viajes y el turismo. El mundo moderno impone también otra serie de movilidades mucho más prosaicas, muchas veces no elegidas, y que comportan también una reconsideración de las antiguas identidades estáticas enraizadas en el lugar. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, las movilidades urbanas se convierten en una tónica para la construcción de las cotidianidades y de las identidades de los distintos ciudadanos. En unas ciudades en crecimiento, y que presenciaban el inicio de la funcionalización de los espacios, con la separación de los espacios de residencia de los del trabajo y del ocio, cubrir las distancias entre estos lugares a bordo de los modernos medios de transporte se hizo algo cotidiano. Los desplazamientos se convirtieron en la práctica cotidiana que ayudaba a unificar los pequeños fragmentos temporales y espaciales que precariamente constituían las vidas de los urbanitas (Sheller y Urry, 2000: 744).

Desde estas y otras experiencias que se hacen cotidianas para el sujeto moderno, se impone el comportamiento contrario a aquel que definía a los caracteres hechos en el arraigo al lugar. Al presente pareciera exigirse la separación respecto a la cercanía a la familia, a un lugar o un vecindario por largos años apropiados, y se fomentara la actitud de circundar el mundo (Elliot y Urry, 2010: 123). La importancia que cobran los fenómenos de la movilidad hace que el ser humano moderno se encuentre mayoritariamente desafecto por los lugares estabilizados y se entregue, voluntaria o involuntariamente, a un viaje constante que va componiendo de forma precaria su identidad.

Al contar con ese entorno y contexto caracterizado por amplias y recurrentes movilidades, se ha indicado que la movilidad puede constituirse en un capital, en la medida en que es un recurso que pueden atesorar los sujetos y que consiguen cambiar para obtener y acumular otra serie de recursos, económicos, sociales, educativos, etc. (Kaufmann, Bergman y Joye, 2004: 752). En este sentido, se ha señalado (Urry, 2011: 1) que la movilidad conduce a la constitución de un capital que permite vincularse con entornos socioespaciales más o menos productivos.

Si la movilidad se convierte en ese recurso que cobra una creciente importancia para determinar procesos de ascensos y de descensos sociales, se inaugura un programa de investigación centrado en estudiar cómo se llega a atesorar y acumular. Desde el punto de vista de las identidades, el estudio de los mecanismos para la acumulación de capital se transforma en la indagación sobre la conformación de las competencias de movilidad. En otras palabras, cómo se forman en los sujetos hábitos y disposiciones que llevan a manejar y a atesorar una cohorte de movilidades diferenciada.

A la vez que podemos apreciar estas transformaciones en la construcción de las identidades, observamos que ocurre algo similar con la disposición de los espacios. En el presente periodo neoliberal, las movilidades no se producen entre espacios y condiciones sociales estables, duraderas y predecibles, algo que podía suceder en las fases previas del capitalismo mercantil o del industrial. En la actualidad, una profunda incertidumbre permea los escenarios y arreglos socioespaciales. Las inversiones y desinversiones se asientan y salen de los distintos territorios con una volatilidad tal que desestabilizan las mismas características que se consideraban propias del lugar. Si el lugar antes era ese espacio estable que aseguraba el asiento de las identidades, ahora los espacios neoliberales flexibilizados son un elemento más que labra la incertidumbre y el riesgo de los tiempos presentes. En esa tesitura, desde la década de 1990, ciertos teóricos han propuesto sustituir como eje de análisis de las sociedades contemporáneas el enfoque de la clase social por el del riesgo (Blossfeld, Buchholz y Hofäker, 2009: 54).

Para que el escenario de inseguridad y de riesgo pueda convertirse en un caldo de cultivo para el desarrollo de nuevas competencias de movilidad, es necesario previamente que recobre un sentido positivo y habilitador. La incertidumbre, tras cierto giro ideológico, deja de ser un estado del que protegerse y resguardarse, y se convierte en un terreno propicio para la aparición de oportunidades. Es en el seno de esta reconversión ideológica y pragmática donde se produce la caracterización presente de las competencias de movilidad, las cuales van a permitir la supervivencia e incluso el éxito en un escenario y en unos espacios caracterizados como riesgosos e inciertos, van a señalar las habilidades para saber desplazarse de manera conveniente por unos acuerdos socioespaciales en sí mismos inestables.

Las competencias de movilidad se han caracterizado de forma muy diversa. Una de las primeras competitividades a adquirir y a desarrollar dentro de los escenarios de incertidumbre que caracterizan la última modernidad, se orienta a remodelar sobre la marcha los propios proyectos y planificaciones, ajustándolos y alineándolos a los cambios de las circunstancias y contextos en los que el sujeto se implica. Los espacios no son ya lugares previsibles, sino que su naturaleza misma es cambiante, por lo que hay que aprender a modificar las propias trayectorias, para no quedar empantanados en escenarios degradados y asolados por procesos de empobrecimiento y precarización. Al mismo tiempo, la naturaleza cambiante de los espacios hace que las competencias y habilidades, que en el pasado garantizaban un efectivo desempeño a su interior, queden comprometidas y se hagan obsoletas. El sujeto no puede confiarse en las competencias adquiridas, ya que los campos que las requieren son ampliamente móviles. Esas vinculaciones momentáneas y perecederas exigen, por lo tanto, una continua supervisión del sí mismo y de su acoplamiento a los escenarios de interacción social (Urry, 2006: 20).

Ahora bien, lo importante no es sólo llegar al lugar preciso y en el momento oportuno. Ya se señaló que lo primordial no era tanto la capacidad de desplazarse y de movilizarse como el repertorio de relaciones y redes sociales que dichos movimientos conseguían detonar. En este sentido, lo importante va a ser cómo los sujetos, con sus desplazamientos, logran activar para su provecho los escenarios donde se están involucrando. En este sentido, ante la coincidencia de sujetos en un marco de oportunidades, lo relevante es no generar desencuentros, sino encuentros, oportunidades para integrarse en nuevos proyectos (Boltanski y Chiapello, 2007: 110) que puedan acarrear la acumulación de otro tipo de capitales: económicos, culturales, educativos, etcétera.

En el momento en que descubrimos esta serie de competencias, construimos nuevos tipos humanos que son concurrentes con las nacientes configuraciones móviles de la modernidad tardía. De forma inadvertida se está describiendo un tipo normativo que bosqueja los perfiles y características que debe tener el sujeto ejemplar. Los individuos que logran adecuarse a una constante movilidad, que han conseguido cercenar cualquier tipo de vínculo y de fidelidad con el lugar, que son flexibles como para ir por delante de sí mismos planificando sus trayectorias según se van presentando los acontecimientos, que cuentan con los recursos para cumplimentar con esas amplias movilidades, y que además disponen de las habilidades para llegar y para involucrarse intensa y exitosamente en los nuevos proyectos socioespaciales, son aquellos que se consignan como los mejor adaptados y, en consecuencia, los ganadores en la nueva distribución del poder social. Estas capacidades de organización y vinculación del sí mismo, por tanto, se convierten en el eslabón en una escala micro que permite la reproducción del orden social y la aparición de nuevas formas de estratificación (Manderscheid, 2009: 35). Es en este punto donde se puede apreciar con precisión la manera en que determinadas identidades móviles ideales se ponen en concordancia con los requerimientos de un orden espacial fundamentalmente móvil. Para que los proyectos, como arreglos socioespaciales, no dejen de rendir nuevas oportunidades, no deben detenerse en ningún momento: los encuentros colaborativos de los sujetos en un determinado espacio son tan duraderos como es el tiempo que permanece el proyecto en consideración, habiendo de guardarse la provisión de generar nuevos proyectos, en distintos lugares e involucrando a otros sujetos (Thrift, 2008: 46).

Éste es el orden ideal que representa la modernidad tardía, el arreglo ideológico, social y espacial que se ha hecho hegemónico. Sobre sus contornos tienden a contrastarse el resto de retazos de espacios y subjetividades, pasados, presentes y futuros, promisorios de mundos alternativos. Al centrarme en un estudio de caso sobre cómo se constituyen las identidades móviles en un contexto periférico, lo que pretendo es cualificar este cuadro, mostrar cómo otros sujetos subordinados se hacen día a día entre las grietas de los sistemas normativos e infraestructurales de las altas movilidades. Para llegar a estos actores secundarios aún no explorados, es necesario, sin embargo, observar cómo quedan delineados hipotéticamente desde la literatura que estoy revisando.

El boceto de las identidades móviles subordinadas

La mayor parte de los trabajos actuales, que intentan descubrir el nuevo orden de movilidades, centran su atención en los espacios más representativos y en los agentes que se pueden considerar como pioneros en su constitución. La asunción implícita es que desde estas nuevas posiciones espaciales y subjetivas es como se consigue articular un mundo futuro. Los otros espacios y las otras identidades periféricas para esta nueva configuración o son desatendidas o son examinadas desde el modelo ideológico y pragmático de la amplia movilidad. Una vez que se consigue establecer un modelo pragmático y se convierte en hegemónico, el resto de posiciones y aspiraciones a otros órdenes tienden a interpretarse de forma desaventajada desde la supremacía obtenida. Así sucede también con la forma de analizar las movilidades de las clases periféricas.

Desde este modelo, lo primero que se advierte al observar a estos agentes extemporáneos y periféricos es una extrañeza contrastante. El modelo de sujetos ideal asume que si “en un mundo conexionista la movilidad —entendida como la capacidad de moverse autónomamente, no sólo en un sentido geográfico, sino también entre otros individuos, o en un espacio mental, entre ideas— es la cualidad esencial del gran hombre, los hombres cotidianos y pequeños se caracterizarían principalmente por su fijación y su inflexibilidad” (Boltanski y Chiapello, 2007: 361).

La razón de esta inmovilidad habría que encontrarla en el espacio ocupado por los seres humanos cotidianos en ese mundo conexionista de amplia movilidad: un espacio de desconexión, de aislamiento y de marginación. Mientras que las élites móviles, al interior de los circuitos para la acumulación de los capitales, disfrutarían de una amplia movilidad, estos otros seres humanos pequeños, desvinculados de aquellos circuitos, estarían condenados a permanecer locales (Bauman, 2003: 17).

El ubicarse en esta posición de exterioridad, respecto a los circuitos del poder, hay que entenderlo en una dimensión fundamentalmente física y espacial. Las metrópolis se constituyen como espacios para la segregación ya no de lugares, sino de movilidades. Los diferentes espacios, la ubicación de los recursos, el trazado de las infraestructuras, estarían delineando una serie de rutas muy móviles y conectadas globalmente entre los emplazamientos para la acumulación y el desarrollo de prometedoras empresas, y en sus márgenes una serie de espacios deslavazados, inconexos, fragmentados e incapaces de constituir sentido y direccionalidad alguna. Así, mientras que unos sujetos se harían, a través de esos corredores ininterrumpidos, de ascenso sociomaterial, para otros su aislamiento y sus movilidades dependientes depararían una experiencia repetitiva de desconexión y exclusión social (Edensor, 2011: 201). Desconectados de estos circuitos, los sujetos periféricos habrían de conformarse con ver pasar sobre ellos los trazados y las infraestructuras que componen este nuevo mundo de movilidades (Ohnmacht et al., 2009: 31).

Las formas de vivir en esta desconexión son múltiples. Implican quedar fuera de los espacios y los circuitos del alto consumo, donde al presente se dirime buena parte de los anclajes de la ciudadanía, por fuera de los circuitos de una educación y una capacitación progresivamente privatizadas, de las redes de relaciones sociales que se escenifican en clubes, zonas residenciales o centros comerciales donde se distribuye el prestigio, y por supuesto, por fuera de las infraestructuras, de los recursos y de las competencias de movilidad que permiten un fácil e ininterrumpido desplazamiento a lo largo de todos esos lugares.

Desde la perspectiva hegemónica, este vivir y hacerse en los espacios marginales y desconectados depararía en la práctica una situación de confinamiento. Los sujetos periféricos permanecen tan inmóviles como aquellos otros que, antaño, veíamos hacerse a través de la vinculación profunda a la textura de un lugar. Ahora bien, su permanencia no es elegida, no permite el establecimiento de estas apropiaciones propias de la constitución de los lugares. La inmovilidad dentro de un mundo ampliamente móvil ya no depara el establecimiento de identidades desde la ocupación de un lugar. En este mundo móvil, la inmovilidad es entendida, en su dimensión deshabilitadora, como confinamiento. Como indican Hiernaux y Lindón (2004: 84) en su análisis de la Ciudad de México, la periferia comporta un confinamiento en el momento en que ese sentido no deseado de la posición socioespacial segregada convierte la experiencia del espacio en un castigo o una condena que aparta al sujeto del mundo. En su análisis, el sujeto es obligado a permanecer en un espacio marginal, ya que no desea vagar de forma arbitraria por unos espacios abstractos y que impiden cualquier apropiación. Desde una lógica de análisis similar, estos seres humanos que permanecen confinados en espacios no elegidos ni deseados, son interpretados como esclavos, forzados a permanecer en un hogar que se les transformó en cárcel (Bauman, 2010: 158).

De esta forma, la interpretación hegemónica de las amplias movilidades sólo puede concebir a aquellos sujetos y espacios que quedaron sedentes de una manera harto simplificadora que debe someterse a revisión. El espíritu que mueve este trabajo es rescatar la pluralidad y multiplicidad del hacerse humano en la movilidad, incluso para las posiciones subordinadas. Mi intención es intentar mirar a través de los resquicios de esa lógica hegemónica de las altas movilidades, para contemplar cómo los sujetos periféricos pueden vivir sus (in)movilidades por fuera de la condena al confinamiento.

Como quiera que sea, el cuadro hegemónico es muy congruente y hasta sutil a la hora de describir los procesos de segregación social que ocasiona. Estos estudios sobre la conformación de la sociedad y las identidades móviles profundizan hasta describir la manera como se relacionan las altas movilidades de las élites y la inmovilización de los seres humanos cotidianos. Así, en un análisis de las ciudades globales, se resalta cómo la situación de las clases altas de empresarios y de profesionales depende de la existencia de una amplia variedad de sujetos apresados en puestos de trabajo descualificados (Sassen, 2000: 133). Más que hablar de dos mundos desconectados, el de las movilidades y el de las inmovilidades, algunos autores aconsejan estudiar las formas concretas como se engranan y se sostienen mutuamente (Kellerman, 2006: 16) en la conformación de un nuevo orden social.

El trasfondo sobre el que brillarían y destacarían las élites globales serían todas esas otras figuras y otros espacios inmovilizados que están habilitando su amplia movilidad. Entre estas figuras ordinarias, inmovilizadas y confinadas, se presentan tipos como los trabajadores en servicios personales en los hoteles, restaurantes y centros de consumo de las élites; empleados en la construcción, mantenimiento y operación de las infraestructuras para la movilidad; trabajadores en servicios de alojamiento de datos, trabajadores domésticos, para el cuidado y la asistencia personal de las élites, y un largo etcétera. Sus espacios cotidianos de vida los constituyen esos márgenes que quedaron fuera de los circuitos de las amplias movilidades, esos repositorios donde el nuevo capitalismo pueda explotar una gran masa de mano de obra precaria, vulnerable y descualificada (Davis, 2006: 46). En definitiva, todas estas figuras habrían quedado inmovilizadas en el sostenimiento de los complejos sistemas de movilidad (Elliot y Urry, 2010: 70) que estarían disfrutando estos triunfadores del nuevo sistema social.

Sin lugar a dudas, esta interpretación rescata la dimensión política de una estratificación social basada en las movilidades. Se alcanza a advertir ese punto de sometimiento, donde el aprisionamiento de unos sujetos estaría sirviendo para que otros gocen de una efectiva y amplia movilidad. Esta relación de subordinación la podemos encontrar formulada de una forma directa y manifiesta. Sabemos que las élites globales manejan muy extensas y complejas cadenas de acción, que les permiten desplazarse contando con la garantía de poder dirigir, supervisar y actuar a distancia. Boltanski y Chiapello (2007: 363) señalan cómo buena parte de esos eslabones que constituyen las cadenas de acción de las clases altas son otros sujetos que han sido subordinados e inmovilizados en el cumplimiento de ciertas rutinas —atender llamadas, tomar recados, entregar documentos, cerrar agendas, y en general todas las actividades encargadas de representar al principal—. El que todos estos sujetos permanezcan vinculados a tareas más o menos rutinarias, desarrolladas en un lugar, es lo que permite que estos principales, que componen la élite móvil, puedan gozar de amplia flexibilidad y libertad para organizar sus propias movilidades. En esta medida se establece un vínculo de subordinación en donde los referidos principales construyen su autonomía sobre la inmovilización de los representantes, quienes, en cambio, no consiguen decidir libremente su cambio de lugar o de posición.

Ahora bien, aunque se descubran esos efectos del poder que se constituyen sobre las movilidades presentes, la lógica analítica no deja de ser extremadamente simplificadora por partir de la lectura que impone el orden hegemónico. Se puede mostrar que los inmovilizados han sido confinados por las élites móviles; sin embargo, esta advertencia no deja de ser una simplificación al imponer una sola forma de vivir al presente la movilidad: las altas movilidades globales como única forma posible de construir una identidad social exitosa, y todo el resto de identidades como formas de sufrir el confinamiento o la movilidad forzada.

Desde la literatura al uso, se reconoce también que en ocasiones no es tan evidente la relación de subordinación que se presenta entre las clases hegemónicas y las periféricas. Existen otras formas más indirectas de determinar las posibilidades y los recursos de traslado de aquellos seres humanos cotidianos. Así, los sistemas de movilidad tienden a organizarse en función de los medios privilegiados que encarnan más fielmente el paradigma de la sociedad y las identidades móviles de las élites. Hablando de la movilidad urbana, estos medios son claramente el automóvil privado, el cual, por el lado de las condiciones socioespaciales, permite un desplazamiento más rápido y flexible por la mayoría de los entornos urbanos presentes caracterizados por una creciente dispersión y fragmentación; por el lado de las condiciones identitarias, y frente a otros medios de transporte públicos, refuerza valores tan importantes para el sujeto presente como la libertad, la autonomía o la independencia. De esta manera, aquellos que cuentan con mayor capital de movilidad, las élites globales, están determinando las opciones que restan para los demás sujetos (Cahill, 2010: 87) en la medida en que el grueso de las inversiones se orienta a impulsar sus modalidades particulares de moverse a lo largo de la ciudad (Kellerman, 2006: 32). Esta distribución desigual de las opciones de desplazarse induce que las clases bajas, que deben trasladarse usando medios de transporte público anticuados, poco flexibles y saturados, tengan muchas más dificultades para moverse y vean de este modo agudizarse el enclaustramiento que las caracterizaba.

Sea de una forma directa, o bajo modalidades indirectas, la literatura revisada sobre las movilidades presentes ubica a los sujetos periféricos al exterior de los circuitos de las amplias movilidades de donde las clases altas extraen los recursos para el incremento de sus capitales. Fuera de estos corredores, las clases bajas viven procesos de confinamiento al no poder viajar a los espacios que fraguan la acumulación, al tener que desplazarse penosamente dentro de las metrópolis desarticuladas. Es decir, los sujetos periféricos viven instalados en espacios desconectados y marginales. Inmóviles, no pueden tampoco dedicarse como antaño a construir lugares e identidades. En el presente mundo de las movilidades globales, como Bauman indica (2010: 9), el poder para determinar estos espacios pertenece ahora a unas élites globales que, al independizarse con sus amplias movilidades del espacio, se hicieron extraterritoriales. Con las élites se fugó el poder de autodeterminación; quedan aquellos sujetos periféricos, impotentes (Harvey, 1994: 371) y confinados a unos espacios ajenos y constituidos por lógicas y poderes inciertos que impiden cualquier recuperación del lugar.

Desde la literatura revisada, se resalta que, al mismo tiempo que los sujetos periféricos carecen de la capacidad de acomodar sus lugares vitales, las características de estos espacios impiden cualquier tipo de identificación. Los espacios periféricos de que estamos hablando no son ya aquellos cualificados, espacios-texturas en cuyas nervaduras pudiera emerger la idiosincrasia de las identidades particularizadas. Los retazos de los espacios restantes, aquellos desconectados de los circuitos de la movilidad y la acumulación, son espacios funcionalizados y ampliamente abstractos. Al menos así han sido caracterizados al interior de las metrópolis latinoamericanas. La producción masiva de un hábitat periférico destinado a las clases pobres, dispuesta en conjuntos de varios miles de infraviviendas de ínfimas calidades, depara un entorno tan anodino que imposibilita cualquier intento por distinguirse identitariamente en él. En ese entorno abstracto y mercantilizado es imposible generar cualquier vínculo identitario e intento de apropiación. Como indica Alicia Lindón (2008: 142): “este habitante de la periferia habita en una colonia como si su casa estuviera en un plano geométrico o en medio de la nada. Si se ahonda la cuestión, se puede apreciar que detrás de ese significado que vacía discursivamente un espacio que no está vacío, se encuentra un profundo desarraigo e incluso un fuerte rechazo por el lugar”.

En un entorno incierto y donde sólo las clases altas disponen de los recursos para articularse por los mejores proyectos, se corre el riesgo de generar una sociedad a dos velocidades (Castel, 1991: 294): la que pertenece a aquellos sectores hipercompetitivos, que se adhieren ansiosos a las exigencias de la competitividad económica global; y luego la del resto, de todos aquellos que vieron truncarse sus carreras y en algún momento estuvieron desanclados y estigmatizados. Desde la interpretación hegemónica, esta última sociedad se singulariza por su inmovilismo y por su rigidez, características de los seres humanos cotidianos, aquellos que quedaron comprometidos con un proyecto de por vida o con un espacio en específico (Boltanski y Chiapello, 2007: 119).

Una sociedad a dos velocidades genera, al mismo tiempo, una brecha aspiracional. Mientras que el contexto de incertidumbre fomentaba en los más diestros el sentido del riesgo y el de buscar las mejores oportunidades, en esos otros sujetos periféricos crea un desplome de las aspiraciones y de las expectativas. Desde ciertas interpretaciones ideológicas del conservadurismo liberal, se entiende que en un entorno donde la carrera laboral aparece amenazada por la precariedad de los puestos de trabajo, en la que la protección social se desploma progresivamente, o donde las cualificaciones pierden vigencia con el paso de los años, muchos sujetos habrían abandonado ese estímulo por el progreso, por mejorar su condición y la de sus hogares, para refugiarse dentro de la inmovilidad en la formación de los guetos urbanos segregados. La perspectiva neoliberal tiende así a considerar a estos sujetos periféricos como profundamente irresponsables, incapaces de tomar la responsabilidad por sí mismos (Raco, 2012: 44) y de participar en ese juego de las libertades, la búsqueda de los mejores destinos y las amplias movilidades. Los sujetos periféricos serían aquellos que no sólo presentan las peores tasas de movilidad socioespacial, sino quienes, además, se entregaron a valores como la apatía, la anomia, la desesperación o el inmovilismo. Para un mundo conformado desde los criterios de la alta movilidad, los sujetos inmóviles sólo pueden aparecer como seres anómalos y próximos a la depravación.

Dentro de la literatura acerca de la conformación de mundos e identidades móviles, también se ha manifestado que los sujetos periféricos no sólo se caracterizan por quedar atrapados en espacios de la marginalidad. Estos estudios han sido capaces de advertir también que muchos de estos sujetos viven muy destacadas movilidades que, sin embargo, son esencialmente diferentes a las que disfrutan las élites globales. Los viajes y desplazamientos que identificarían a los sujetos periféricos serían movilidades impuestas y forzadas, no autónomas como las que exhiben aquellas élites. A este respecto tenemos que pensar en toda la serie de trabajadores que ayudan y asisten a esas movilidades globales: azafatas, cobradores, choferes, personal de mantenimiento de infraestructuras, empleados de servicios postales; pero también tenemos que pensar en una gran cantidad de población que ha sido expulsada de los espacios que sufren una aguda reestructuración económica o geopolítica: refugiados, migrantes, desplazados, vagabundos, etc. Todos estos sujetos representarían unas movilidades tanto o más amplias que las de los sujetos globales; sin embargo, serían movilidades heterónomas, puestas al servicio de las movilidades de otros, y sin la posibilidad, en consecuencia, de derivar ventajas y acumular para sí otra serie de capitales culturales, económicos, sociales, etcétera.

De hecho, dentro de la literatura revisada, también encontramos tres figuras prototípicas de la tardomodernidad que son ampliamente móviles, pero que se integran dentro de las clases subordinadas. Una de ella son los viajeros pendulares o “commuters”, aquellos que viven en zonas periféricas de la ciudad y tienen que realizar cotidianamente largos viajes, normalmente en transporte público, hacia sus centros de trabajo. La forma típica que adquiere esta figura es la del trabajador de baja clase social, que debe establecer su residencia en el extrarradio urbano, donde encuentra viviendas más económicas, y que, al carecer de automóvil, debe usar rutinariamente un sistema de transporte inconveniente para trasladarse a un centro laboral que se encuentra muy distante (García Peralta, 2011: 107-108). De esta forma, a la experiencia normalmente fatigosa de los puestos de trabajo mal remunerados y descualificados, hay que añadir esas otras tres o cuatro horas que diariamente se dedica al desplazamiento, algo que termina por determinar completamente el tipo de dinámica doméstica que se desarrolla en los hogares (Jacquin, 2007: 58). Aunque la figura del viajero pendular ha sido matizada y se ha indicado que pueden existir sujetos que atribuyan valores como el descanso o la comodidad a estos viajes cotidianos (Edensor, 2011). Sin embargo, para una buena parte de ellos este alargamiento de los viajes al trabajo comporta una serie de experiencias alienantes y penosas, ejemplificando esa forma de vivir una amplia movilidad, pero extremadamente deshabilitante.

Y junto a esta figura se ha citado también la del refugiado o la del migrante económico (Pinder, 2011: 178) como representantes de este tipo de sujetos altamente móviles, pero subordinados. Las experiencias derivadas de este tipo de movilidades de nuevo son muy contrastantes respecto a las vividas por las élites globales. En buena parte de los casos, estos desplazamientos internacionales se producen al margen de la legalidad, habiendo que superar una gran serie de obstáculos policiacos y abusos, y en unas condiciones inseguras e indignas (Elliot y Urry, 2010: 6). Es llamativo que algunos de los espacios globales, para el alto consumo y el disfrute de las élites móviles del presente, han sido construidos por este tipo de migrantes económicos en unas realidades que rompen cualquier estándar de derechos humanos, como ha sucedido en Dubái con los trabajadores hindúes y paquistaníes (Elliot y Urry, 2010: 114).

Existe también para la literatura revisada una tercera figura que, con su amplia movilidad, sufre al mismo tiempo un proceso muy acentuado de marginación: el vagabundo. En el contexto de las ciudades neoliberales presentes, que intentan revalorizar sus espacios urbanos de forma que sean atractivos dentro del mercado internacional de los altos consumos para las clases altas, se observan no pocas medidas públicas y policíacas que suponen una auténtica persecución de las clases pobres. Así sucede con los procesos de “gentrificación”, que tienen como finalidad la “rehabilitación” de espacios urbanos decadentes: estos procesos suelen suponer el desarraigo forzado de las poblaciones locales, normalmente inmigrantes, clases trabajadoras, población envejecida, etc., para iniciar proyectos corporativos, culturales o comerciales que atraigan a las élites globales. Muchas de estas poblaciones pierden sus lugares de residencia y engrosan esas filas de los vagabundos. Al mismo tiempo, se imponen las llamadas políticas de cero tolerancia a la inseguridad y que a la larga suponen una auténtica persecución de poblaciones informales y sin techo. En ese contexto de reconversión de un espacio urbano plural y múltiple, en un espacio consumible para las clases medias y altas, se articulan políticas de control social, de vigilancia y supervisión policial (Peck, Theodore y Brenner, 2009: 58) que arrinconan cada vez más a las poblaciones de vagabundos, que viven una constante huida respecto a los agentes de la represión.

Así, desde la literatura revisada, tanto en el caso de los viajeros pendulares, de los refugiados, de los migrantes o de los vagabundos, se tiene el mismo cuadro. Sujetos que habrían decidido no moverse, pero a quienes se les mueve el suelo que tienen bajo sus pies (Bauman, 2010: 115). El orden productivo presente, con sus incertidumbres económicas, con los constantes procesos de inversión y de desinversión urbana, ocasiona que ningún sujeto pueda permanecer quieto porque sus condiciones socioespaciales de vida tienen fecha de caducidad. Hablamos así de movilidades forzadas, de la misma forma que discutíamos antes de los confinamientos forzados. Son expresiones y comportamientos muy diferentes, pero que están caracterizados por el mismo sentido impuesto y heterónomo. Para estos sujetos periféricos del presente, su relación con la movilidad cobra siempre el mismo sentido forzado. Así es como Bauman concluye (2010: 121) que estos sujetos quizá hubieran preferido moverse a otra parte, o acaso no hacerlo en absoluto, pero el mundo actual de las movilidades políticamente desiguales se lo impide.

Aun con la recuperación de este análisis en términos políticos que permite observar el ensalzamiento de una élite móvil global que impone la subordinación a otras clases sociales a través de las (in)movilidades forzadas, sin embargo, como señalé, la literatura revisada sigue presa de la mirada hegemónica; esta literatura es incapaz de contemplar otras formas de vivir y de practicar la movilidad más allá de los modelos ejemplarizantes de altas movilidades de los hombres de negocios, ejecutivos, profesionales y académicos altamente cualificados, o de los contramodelos penosos de los confinados, los marginados, los refugiados o los vagabundos.

El estudio que sigue intenta matizar este tipo de lecturas simplificadoras, y aportar luz sobre cómo esas otras posiciones subordinadas pueden fraguar su identidad desde la vivencia de sus movilidades periféricas, que no necesariamente han de ser deshabilitadoras. En primer lugar, precisaré la manera como se construyen políticamente las movilidades e inmovilidades para el caso de El Salto, una población periférica en el sur del Área Metropolitana de Guadalajara, México. Además, la particular investigación ayudará a reformular dos hipótesis sostenidas hasta el momento, pero que se muestran inválidas. Por un lado, la hipótesis de que en las sociedades presentes el patrón de las movilidades constituye una lógica imperante que ha desplazado otras formas posibles de relacionarse con el espacio, de vivirlo y de construirse una identidad en todo este proceso. Por otro lado, la hipótesis de que las poblaciones periféricas viven forzadamente sus relaciones con sus movilidades, que carecen de la oportunidad de decidir y determinar tanto sus confinamientos como sus viajes y desplazamientos. Al mismo tiempo que refuto estos supuestos con la evidencia obtenida, intentaré ofrecer una especie de bastimento teórico que sirva para soportar la forma como vivimos y describimos la construcción de nuestras identidades sobre un continuo de movilidades.

1 Hay que entender el particular “realismo” desde el que se escribe este libro. Es un realismo enteramente alejado de la escuela positivista de la ciencia, y muy próximo del realismo organicista de Whitehead (1978) donde los acontecimientos comportan un proceso teleológico de materialización y de “prehensiones” respecto de un mundo circundante e histórico.

Hacia la periferia

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