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4 Sobre la amenaza

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La locura amedrenta, provoca temor. Esto es un hecho incuestionable. Probablemente suceda porque encarna lo otro, lo diferente. También porque los psicóticos representan lo imprevisible y desconocido. Nos acercamos a hablarles sin saber bien cómo son por dentro ni qué lógica gobierna su comportamiento o guía sus decisiones. Además, no es raro que sean demonizados o que se los estigmatice atribuyéndoles desvíos y delitos que no son exclusivos de ellos sino comunes a todos los hombres. Un hecho delictivo, cuando lo comete un miembro de cualquier grupo minoritario, contamina inmediatamente al conjunto de sus miembros. El crimen perpetrado por un burgués blanco afecta a una persona, a un individuo singular, mientras que si lo hace un inmigrante, un psicótico o un gitano, compromete a todo el conjunto. La locura está vinculada inexorablemente a esta ley social del estigma, dueña de una lógica cruel, insolidaria, ignorante e implacable.

Sin embargo, debemos reconocer que los psicóticos, al margen de cualquier prejuicio, representan por sí mismos cierta amenaza. Ante ellos nos vemos inclinados a defendernos de un modo distinto a como lo hacemos frente a cualquier otra persona. Pero su peligro no proviene, como muchos imaginan, de su ocasional violencia física o sus intempestivas reacciones. Los locos no son más agresivos que cualquier individuo normal, al menos a gran escala. Esto es algo que se observa a diario, pero que cuesta reconocer porque el sentido de su furor puede parecer arbitrario, inmotivado o ajeno a los intereses que en general justifican la violencia o la rabia.

El verdadero peligro que encarnan los psicóticos proviene de la fuerza de su pensamiento, de su penetración psicológica. Eso es lo que nos intimida y sobrecoge. Su modo de proceder pone a prueba nuestro amor propio y, hasta cierto punto, nuestra integridad mental. Los grandes psicoterapeutas de psicóticos nos han advertido repetidamente que nunca estamos ante un loco sin consecuencias. Sin consecuencias psíquicas, naturalmente. Cuando escuchamos con atención la palabra del psicótico, siempre profunda, y nos disponemos a intentar comprenderle y servirle de ayuda, sin duda nos exponemos. Quedamos confrontados con una verdad que normalmente no frecuentamos, con la presencia de un mundo psíquico que no solemos compartir e incluso, algunas veces, nos las vemos ante el esmero del enfermo por confundirnos y disociarnos. Un empeño, este último, que Harold Searles ha descrito oportunamente como un «esfuerzo inconsciente por volvernos locos».

Los psicóticos nos asustan porque dan cuenta de un encuentro traumático con la pulsión que nosotros sentimos superado, pero cuyo retorno nos amenaza y aterroriza. La psicosis universal, con su ceño fruncido, está ahí acechándonos. Esa experiencia pulsional precoz, común a todos los hombres y cuya devastación hemos ido venciendo a través de la maduración del deseo y la implantación paulatina de las estrategias neuróticas de vivir, aparece de nuevo ante nuestra visión cuando estamos frente a algunos locos, pues no todos dan la misma sensación de peligro. Resurge acompañada de la trágica condena a que todas las cosas malas de la vida vuelvan periódicamente a su punto de partida y se repitan, como si los psicóticos fueran gafes que puedan arruinar nuestra fortuna. La simple presencia a nuestro lado de un psicótico, en especial cuando se le escucha y se le sigue sin imposiciones a su pensamiento, nos cuestiona de un modo directo e inusitado. Disponerse ante un esquizofrénico supone afrontar la situación de ser puesto a prueba. Su familiaridad con los límites de lo humano, su trágica experiencia con los abismos de la palabra, su contacto singular con los márgenes del lenguaje o su sensibilidad ante lo más descarnado de la verdad, remueven en nuestro interior algo muy radical e imprevisible.

Por este motivo, se entiende que la recomendación de no estar ante los enfermos sin una teoría que nos proteja a la hora de entenderlos y tratarlos, sea una advertencia sabia y hasta compasiva, siempre que no nazca de un temor infundado al contagio. Uno solo escucha lo que su teoría le permite. Es necesario correr una cortina simbólica entre su intensidad abismal y nuestra cordura para que el flujo directo que ruge, retumba y emana desde los límites de su alma no nos deje desmantelados e inermes ante la vida. Sin olvidar, no obstante, que esa teoría será tanto más sólida y acertada cuanto más capaz sea de resguardarnos pero, a la vez, de permitir que el discurso libre y completo del enfermo se vuelva digno de ser escuchado. Objetivo que solo se puede lograr cuando hemos perdido el miedo a la intuición, al sentido común y a la sensatez personal y nos atrevemos a deponer la teoría siempre que podamos.

Es la fuerza del pensamiento del loco, su brillantez, su sombrío presagio, su profunda especulación y su disposición diligente para hacer las preguntas que nosotros no nos hacemos, lo que le convierte en un ser amenazador. No se temen los posibles despropósitos que provienen de su colapso social, sino sus comentarios; máxime si se trata de un esquizofrénico irónico y con talento. Un psicótico hace preguntas muy molestas porque se las hace previamente él mismo, y porque brotan de un sujeto desvalido y hecho jirones del que no presumimos su lucidez. Pero al mismo tiempo mantiene silencios inquietantes y demoledores que nos cuesta soportar, demostrando que en ocasiones el silencio es el más curioso e intempestivo de los interlocutores. Además, también es capaz de leer en nuestro interior las emociones que mejor ocultamos, aquellas que apenas reconocemos por su especial sensibilidad y que dichas por algún amigo nos conducirían probablemente a molestarnos y a renunciar a su compañía.

Dado que piensan desde lo más desnudo y descarnado de la vida, sus ideas siempre parecen situarse más allá que las nuestras, lo que les concede una comunicación directa con el amor, el futuro de la religión o el destino de los hombres. Su puntería y habilidad para estirar los pliegues de nuestro inconsciente nos inquieta y nos obliga a no escuchar del todo lo que dicen para evitar que nos fulminen con su inteligencia. Ante el riesgo que anuncian preferimos desviar la mirada para que su veredicto no remueva en nuestro interior algo demasiado importante. Esa huida sistemática sustenta, al fin y al cabo, buena parte de la metodología psiquiátrica, que a fuerza de códigos de conducta, de exploraciones intempestivas, de restricción de tiempos, de promoción de escalas o de robotización de los usuarios, asienta las bazas para no escuchar sus palabras ni su silencio. Recordemos, a estos efectos, que Kraepelin encontraba una gran ventaja clínica en no entender la lengua de los enfermos. En estos tiempos pocas actitudes son más reveladoras de la psiquiatría actual, del sujeto cerebral que promueven y del control químico que predican, como esta decisión, más o menos oculta bajo mil mascaradas técnicas, de no hablar con los enfermos. Su discurso se ha vuelto molesto y amenazador para el hombre biológico y económico que caracteriza al clínico actual. Quizá por ese motivo los psiquiatras sean tan locuaces y verbosos, tan amigos de no callar y de tener explicación para todo. Pessoa, con cierta sorna y delectación, llegó a escribir que «para un psiquiatra es casi imposible no ser un charlatán».

Los locos se convierten fácilmente en un peligro porque nos confrontan con las raíces de nuestra debilidad. Nos recuerdan el desamparo que acompaña a la infancia, el desvalimiento absoluto en que nacemos y el peligro que encarna el otro en todas las circunstancias. La asunción de la soledad y del enemigo se hace más viva que nunca cuando escuchamos a un psicótico. El núcleo melancólico y paranoico que nos alientan, la pérdida y el recelo medular que conduce todas nuestras acciones en cuanto se pasa la mano por encima de su fina capa de confianza y bondad, se vuelven más visibles que nunca cuando las vemos encarnadas en el espíritu de los locos. El loco es un espejo melancólico que nos vuelve paranoicos si lo miramos de frente. Encarna una amonestación más o menos tácita que amordazamos con todos los instrumentos que tenemos a nuestro alcance.

La locura representa la experiencia de quien no ha soportado el abandono inaugural que pone en marcha nuestra identidad y nuestra independencia. Su crisis nos interpela y no recuerda de continuo la soledad esencial y constituyente con que somos arrojados arbitrariamente al calabozo de la vida. La existencia, a la postre, consiste en un empeño gesticulante y tenaz por desprendernos de ese recuerdo, que una y otra vez amenaza con resurgir en cualquier encrucijada para revocar el placer y mostrarnos el reverso de cuanto hacemos. El temor a la psicosis no incumbe en exclusiva al psicótico, pues de continuo late en el núcleo de todos nosotros.

La psicosis, en este sentido, es la verdad que cancela los señuelos del deseo que aguijonean y alientan la vida. El psicótico nos revela con su presencia, su discurso y su proceder, cuál sería nuestra verdadera esencia si la marioneta del deseo se embotara. Él cuenta por suerte con una protección providencial pues, cuando la ascesis de la soledad resulta insoportable, conculca las leyes y delira. Delira para protegerse, pero con su desvarío nos recuerda indirectamente nuestro origen y el aciago destino que nos espera, si no deliramos, cuando el amor se reduce a una única y mala compañía que no nos da lo necesario.

No debemos de olvidar, por último, que otra fuente amenazante del loco proviene de entender la psicosis como una reacción contra la ciencia que nos deja al descubierto. Del mismo modo que la histeria compromete y pone en entredicho el poder del otro, al que primero ensalza y después ridiculiza y rebana, el psicótico reacciona contra el poder científico y lo cuestiona de arriba abajo. El loco añade a su pensamiento matemático y exacto un componente especulativo y romántico, capaz de llevar la rigurosidad mucho más allá de la lógica. Este doble método es el que nos desconcierta y nos hace huir de él, porque nos hemos vuelto sordos ante la reflexión y, con su mera presencia, nos vuelve siempre del revés.

Sobre la locura

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