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Un lío de… ¡trompetas

Una pregunta para «armar lío»

«¡Armen lío!». Fue uno de los consejos que el papa Francisco dio a los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud de Brasil. Lo expresó así de claro: «Quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos. Las parroquias, los colegios, las instituciones son para salir; si no salen se convierten en una ONG, ¡y la Iglesia no puede ser una ONG!».

Y vaya si se ha armado lío. Buceando en la Escritura, nos encontramos también muchas formas de hacer ruido, de dejarse notar. Lío fue, ciertamente, el que se armó siglos antes en la toma de Jericó. Un lío con sonido de trompetas. Los israelitas, liberados de Egipto por Moisés y acaudillados más tarde por Josué, conquistaron la tierra palestina, en un par de campañas muy rápidas. Se toma una ciudad amurallada sin apenas maquinaria de guerra. Así lo cuenta el libro de Josué: «Sonaron las trompetas. Al oír el toque, lanzaron todos el alarido de guerra. Las murallas de desplomaron y el ejército dio el asalto a la ciudad, cada uno desde su puesto, y la conquistaron» (Jos 6,20-21).

Sabiendo de antemano que el lenguaje de la Biblia no es un lenguaje científico, sino que quiere llevarnos a la fe, creo que también nos podemos hacer esta pregunta: ¿es posible que caigan las murallas de una ciudad con el toque de unas trompetas? ¿Qué me dices, Ana?

En la cola del cine

La intuición nos dice que no, o al menos no se conocen casos cotidianos en los que haya ocurrido nada parecido. Pero si consideramos que el sonido transmite energía, y energía es precisamente lo que se necesita para derribar unas murallas, igual tenemos que decir que, al menos, tendríamos que analizarlo.

El sonido es una perturbación producida en un punto o foco que se transmite a lo largo de un medio elástico a modo de onda longitudinal. El avance provoca una serie de compresiones y expansiones en el material de propagación.

Supongamos una cola de gente que está esperando para entrar al cine. Supongamos también que el primer espectador está pegado a la puerta de la sala y que la puerta se abre hacia afuera. Cuando el acomodador abra la puerta este primer espectador se verá obligado a moverse un poco hacia atrás, y dejar espacio suficiente para el giro de la puerta, acercándose al segundo espectador. El segundo espectador también se desplazará hacia atrás para evitar ser pisado por el primero. Mientras tanto la puerta ya se habrá abierto y el primer espectador estará volviendo a su lugar de origen. En este momento se creará un excesivo vacío entre el primero, ya en su posición inicial, y el segundo, que ahora estará más próximo al tercero. Después el segundo intentará volver a su posición inicial mientras el tercero habrá tratado de esquivarle echándose hacia atrás. El hueco se creará ahora entre el segundo y el tercero. Y así se irán transmitiendo una serie de empujones y huecos hacia el final de la cola. Supongamos ahora que el acomodador, en lugar de dejar pasar a los espectadores, decide esperar un rato y volver a cerrar la puerta. El primer espectador volverá a verse obligado a desplazarse hacia atrás haciendo que todo el proceso se repita.

Esto es lo que ocurre con el sonido. Su origen está en la vibración de un objeto. Lo más habitual es que un objeto golpee a otro y le haga vibrar. Es lo que se conoce como foco. Una vez que el segundo objeto está en movimiento transmite su vibración al medio que lo rodea, afectando primero a las partículas que están en contacto directo con él y, poco a poco, a las que van estando más lejos. La diferencia es que la cola de gente se prolonga en una sola dirección y el sonido se propaga en todas las direcciones alrededor del foco. Por ejemplo, si un dedo golpea la cuerda de una guitarra, la cuerda vibrará provocando variaciones de presión en las partículas del aire que la rodea en todas las direcciones.

Si solo se trata de un golpe, el objeto vibrará unas cuantas veces y poco a poco irá perdiendo energía haciendo sus oscilaciones cada vez más cortas hasta pararse por completo. Pero si los golpes se repiten el objeto no dejará de vibrar. Es como si el acomodador del ejemplo anterior decidiera abrir y cerrar la puerta constantemente. En ese caso las personas de la cola estarían todas moviéndose, alejándose y volviendo de nuevo a su posición inicial, y creando alternativamente unas pequeñas concentraciones de personas seguidas de unos espacios vacíos.

Las personas de la cola podrían asemejarse a las partículas del medio transmisor. Oscilan en torno a una posición de equilibrio, transmitiendo la energía del golpe de una a otra sin necesidad de desplazarse más que una pequeña distancia.

Pero fijémonos un poco en la cola. Cuando el acomodador abre o cierra la puerta los primeros espectadores se desplazan una distancia algo mayor que el ancho de la puerta. Sin embargo a medida que el movimiento va avanzando hacia el final de la fila, la gente cada vez se mueve menos, es decir, esa perturbación inicial se va perdiendo poco a poco a medida que nos alejamos de ella. Llegará un momento en que los espectadores ni siquiera detecten que la puerta se abre o se cierra.

Análogamente, el sonido que se produce en un punto del espacio se transmite en todas las direcciones, pero a medida que nos alejamos del foco sonoro, su intensidad va disminuyendo, hasta que llega un punto en que se hace indetectable.

Vamos a volver una vez más a la cola y vamos a imaginar ahora el mismo proceso en varias situaciones. Empecemos imaginando que en la cola solo hay niños. En el momento en que la puerta se abra los niños empezarán a moverse llegando seguro a empujarse unos a otros. El efecto de la apertura o cierre de la puerta llegará mucho más lejos que si la cola la componen solamente personas ancianas. En este caso la cola estará perfectamente alineada y los ancianos procurarán moverse lo mínimo para no cansarse ni molestar al que tienen detrás. El efecto de la puerta se habrá perdido en las primeras posiciones. ¿Y qué diferencia habría si llevaran abrigo o si llevaran camisetas de tirantes? El abrigo disminuiría tanto la sensación de contacto como la necesidad de desplazarse. Con la camiseta, en cambio, se notaría el más leve roce y los espectadores se desplazarían con más rapidez.

Esto tiene su analogía en el sonido. La velocidad y energía que transporta una onda sonora depende de la naturaleza de las partículas que componen el medio por el que se transmite y de la temperatura del medio. Y hago hincapié en que estoy hablando del medio por el que se transmite el sonido. Si no hay medio, no hay transmisión. Podríamos poner un altavoz a una sonda espacial para que se desgañitase a su paso por Marte, pero en el vacío el grito no saldría del altavoz, no hay partículas que vibren.

Por último, y antes de aplicar todo esto al caso que nos ocupa, vamos a juntar a los niños y a los ancianos dentro de una misma cola. Al principio colocaremos a todos los niños y a continuación a todos los ancianos, asemejando lo que ocurre cuando se juntan dos materiales diferentes. La parte infantil será una fila inquieta y desordenada, como ocurre con los gases, mientras que la parte final estará ordenada y permanecerá casi inmóvil, igual que les ocurre a los materiales sólidos. En el momento en que el acomodador empiece a abrir y cerrar la puerta los niños estarán en constante movimiento, pero, ¿qué hará el último niño, que se mueve alegremente, cuando se encuentre con un anciano de movilidad reducida? Chocará con el anciano. Si el anciano es lo suficientemente fuerte como para contener el golpe sin moverse, el niño rebotará y saldrá despedido en sentido contrario. Esto llevará el movimiento de nuevo a la zona de los niños, en lo que se llama reflexión del sonido. Si el anciano no es tan fuerte y el golpe le desplaza, el niño rebotará con menos fuerza a la zona infantil, mientras el desplazamiento del señor mayor se transmitirá a los otros abuelos de su zona. Si es así, parte del sonido habría sido reflejado de nuevo a la zona infantil y otra parte habría sido absorbida por el material más rígido.

Vamos ahora con las trompetas

Una persona sopla y el aire de sus pulmones golpea fuertemente la membrana de la trompeta, haciéndola vibrar por un espacio de tiempo. Las partículas del aire circundante, que es un medio gaseoso y por tanto muy elástico, o muy infantil, enseguida transmiten el sonido, con su movimiento y su energía, hacia las murallas. Allí las ondas sonoras se encuentran con un cambio de superficie. Las murallas están construidas a base de piedras y la piedra es un material sólido y muy duro, cuyas partículas están firmemente unidas unas a otras y dejan poco margen a la vibración. Un medio muy anciano, casi en silla de ruedas. Es de suponer que solo una ínfima parte del sonido es absorbido por ellas. En consecuencia, toda la energía de la onda sonora choca contra la superficie de la muralla. Si esa energía es lo suficientemente grande tirará la muralla, si no, rebotará como una pelota de tenis.

La energía producida por un fortissimo de trompeta es de alrededor de 0,3 vatios. Como hemos dicho que las ondas sonoras se propagan a partir del foco en todas las direcciones, esos 0,3 vatios habrá que repartirlos, no llegando a la muralla ni siquiera una triste décima de vatio. Suponiendo que los trompetistas estuvieran casi pegados a las murallas, para que no hubiera atenuación por distancia ni absorción por el medio, una trompeta podría afectar a materiales con un poder de resistencia de 0,1 pascales. La piedra, dependiendo del tipo que sea, tiene una resistencia de entre 25 y 400 millones de pascales.

¿Y si se aumentara la potencia del sonido? El sonido tiene tres características principales: la intensidad que viene dada por la amplitud de la onda o la distancia que cada espectador se desplaza; el tono, definido por la frecuencia o el número de veces por segundo que cada espectador se mueve, y el timbre, que es lo que le da personalidad al sonido, por lo que distinguimos una sirena de un piano. Para aumentar la potencia debemos aumentar la frecuencia, pero el oído animal está diseñado para captar solamente unas determinadas frecuencias. Por debajo no se escuchará nada y por encima producirá dolor y lesiones. Si fuese posible producir un sonido capaz de transportar una potencia semejante no habría bicho viviente en los alrededores con los oídos sanos.

Así que, Fernando, después de todo lo que te acabo de contar, creo que los israelitas tuvieron que contar con algo más que sus trompetas para poder entrar en Jericó[3].

Otras perspectivas

Así da gusto enterarse de cómo funciona el sonido, Ana. Sin embargo, he de confesarte algo: el texto que te he sugerido de Josué no es el que más me gusta. El tema de la conquista de la tierra de Palestina ocupa un lugar importante en las tradiciones de Israel. Precisamente, la interpretación belicista del libro citado no es por ello mi favorita –aunque para hablar de «armar lío» y de «hacer ruido» sea genial, de cine, sacando a colación tu imagen del sonido–. Hay otra visión pacifista en la que los fundadores de Israel, unos pastores trashumantes, se van quedando de un modo pacífico, poco a poco se van asentando en la tierra de Canaán (cf Gén 12-35). De esta manera se van convirtiendo en dueños de la tierra. También en la Biblia encontramos una posesión de la tierra que vino por la vía de la revolución social –o sea, que este tipo de revoluciones no son tan recientes como a veces podemos pensar–. Esta perspectiva la podemos contemplar en el libro de los Jueces y en otros textos, como cantos de victoria, del principio de la historia de Israel[4].

El capítulo 6 completo de Josué es el más conocido del libro. Resulta ciertamente inolvidable. Uno se lee lo de las trompetas con la consiguiente caída de la muralla, y ya no se le olvida jamás. Queda impreso en la memoria, como esas oscarizadas películas que despiertan ampliamente lo mejor de nuestra creatividad. Lo que sucede es que es un pasaje litúrgico no científico. Leyendo el texto podemos imaginarnos el arca llevada en procesión, las vueltas en riguroso silencio, el estruendoso toque de las trompetas… Josué comenta en realidad el sentido teológico de esta versión litúrgica del hecho. Ese sentido es que el pueblo encontró una tierra y sintieron la cercanía, compañía y el cuidado de Dios. Eso es lo realmente maravilloso, más que el hecho de que las trompetas derribaran o no la muralla. Porque resulta que, a través de los datos de la arqueología, podemos saber que en aquella época Jericó no tenía murallas ni estaba habitado. Así que llevas razón, Ana, seguramente lo de las trompetas no sucedió: hubiera dejado sordo al pueblo santo y a sus enemigos, pero lo que sí sucedió es esa relación maravillosa entre Dios y su pueblo. La Biblia es precisamente el libro de la tierra prometida, lugar de vida y de plenitud para la humanidad.

Mucho se ha escrito sobre este famoso capítulo. De hecho, ha habido autores medievales que han leído de manera simbólica este pasaje. Ahí han visto en los muros de Jericó las fuerzas del mal; en las trompetas, la fuerza y la pasión de la predicación de los apóstoles y otros detalles curiosos[5].

Dejando de un lado ya a Josué y sus trompetas, creo que este asunto del sonido da para mucho. En la Escritura encontramos los más variados cánticos e himnos. Algunos ejemplos:

 En Nehemías 12, 27-47 se narra cómo en la dedicación de la muralla de Jerusalén hubo música, fiestas de alabanzas con cánticos, címbalos, salterios, cítaras, cantores y trompetas; y cómo el pueblo de Dios cantaba los coros y usaban instrumentos musicales de David.

 En los salmos brota continuamente la alabanza a Dios: «Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro rey, tocad» (Sal 47,6-7).

 En el Apocalipsis, con un lenguaje marcadamente simbólico, se describe una adoración celestial con arpas donde se menciona la letra de un cántico celestial: «Y cuando hubo tomado el libro, los cuatro animales y los veinticuatro ancianos cayeron sobre sus rostros delante del Cordero, teniendo cada uno arpas, y cuencos de oro llenos de perfumes, que son las oraciones de los santos y cantaban un cántico nuevo, diciendo: “Tú mereces recibir el libro y abrir sus sellos; porque tú fuiste degollado, y con tu sangre adquiriste para Dios hombres de todo linaje, lengua, pueblo y nación; hiciste de ellos linaje real y sacerdotes para nuestro Dios, y serán reyes en la tierra”» (Ap 5,8-10).

Pero si hay algo que me ha maravillado es imaginarme los coros de los ángeles, porque a veces hay determinados coros en la tierra que nos despistan en la alabanza celestial. Seguro que ángeles y arcángeles no necesitan siquiera ensayar. ¡Qué arte!

«¡Señor cura, no se le oye!»

Pues fíjate que a mí los coros también me han llamado siempre la atención, aunque creo que por motivos bien diferentes a los tuyos. Una vez, hace años, estuve en Praga y asistí a un concierto de música clásica en la iglesia de San Nicolás. Bach y Haendel. El evento fue espectacular, no solo por la calidad de la orquesta, cuyo nombre no recuerdo, sino también por la grandiosidad del lugar.

Y estando allí, me dio por pensar en la acústica del templo. ¿Tú sabes la cantidad de veces que le llega un mismo sonido a un espectador? ¿O que la voz del sacerdote puede llegar perfectamente a unos sitios muy alejados y con mucha dificultad a otros más cercanos?

Si nos ponemos a hablar de acústica debemos conocer dos cosas muy importantes. La primera es que el sonido viaja a través del aire, y cuando encuentra algo en su camino puede rebotar y volver al aire o ser absorbido por el material del obstáculo. También puede ocurrir que el obstáculo absorba solo una parte y el resto rebote, repartiendo la energía de la onda original.

La segunda es que cuando el sonido rebota contra una pared u objeto lo hace manteniendo el ángulo de incidencia. Eso significa que si llega de frente a una pared volverá a salir de frente, pero en dirección contraria. Si llega inclinado por la derecha a la misma pared, saldrá con la misma inclinación, pero hacia la izquierda.

Cuando un foco, ya sea una persona hablando, un instrumento musical o un coro, emite sonido, este se propaga en todas las direcciones. Habrá ondas que lleguen directamente al espectador y otras que vayan a parar a las paredes del recinto. Las que lleguen a las paredes rebotarán y parte alcanzarán a los espectadores y parte volverán a rebotar. Como las ondas sonoras pierden potencia a medida que se desplazan, llegará un momento en que la falta de energía hará imposible que sigan rebotando. Así a cada espectador le llegará el sonido directo del foco, con una energía variable dependiendo de la distancia a la que se encuentre, más el sonido rebotado de las paredes, tantas veces como la energía de la onda sonora lo permita. A estos sonidos rebotados se les llama reverberaciones.

Cuando el recinto tiene mucha superficie de paredes lisas y pulidas las reverberaciones se multiplican. Si el foco deja de emitir sonido la gente sigue escuchándolo por un espacio de tiempo. La presencia de materiales como el corcho o las telas de las cortinas minimizan estas reverberaciones porque absorben buena parte de la energía de las ondas sonoras, haciendo que la parte reflejada no alcance de nuevo al espectador.

Las reverberaciones pueden ser buenas o malas según la naturaleza del foco emisor. En un concierto de órgano aportarán plasticidad y grandiosidad a la música, sin embargo en uno de jazz harán que se pierda el ritmo. Si se trata de una persona hablando, un exceso de reverberaciones mezclará unas palabras con otras, dificultando el entendimiento del discurso.

El rebote del sonido no solo produce reverberaciones. También es el responsable de la aparición de zonas de máxima intensidad sonora y de puntos sordos. Hemos dicho hace un momento que las ondas rebotan con el mismo ángulo que inciden, y este ángulo dependerá de la forma de las paredes. En un recinto rectangular con techos horizontales el sonido llegará por igual a todos los rincones. Pero ¿qué ocurrirá si tiene forma de estrella y techos abovedados? Seguro que hay puntos en los que el sonido, por muchas reflexiones que sufra, no pasa nunca y, sin embargo, habrá otros a los que parezca tener especial cariño. Las zonas curvas, tanto en techos como en paredes, son las más conflictivas. Por la naturaleza de su geometría tienden a concentrar las ondas en determinados puntos, dejando otros muchos sordos.

Las iglesias son espacios muy complicados acústicamente. Son recintos muy grandes que hacen perder intensidad a la voz del sacerdote. La construcción a base de piedra y vidrieras y la ausencia de materiales absorbentes como cortinas o alfombras favorecen las reverberaciones. Tampoco la forma ayuda. La planta en cruz, las cúpulas y las bóvedas provocan muchas zonas sordas. A lo largo del tiempo, los diferentes estilos arquitectónicos han ido modificando estas características. El románico se presenta especialmente predispuesto a las reverberaciones, dada la presencia de paredes lisas y desnudas. El gótico, y también el estilo renacentista, con sus grandes dimensiones, sus capillas y recovecos y las cúpulas de sus techos producen innumerables puntos sordos. En el barroco la cosa mejora. La ornamentación absorbe parte del sonido ayudando a entender lo que se dice desde el altar. Actualmente el avance de la acústica como ciencia y el desarrollo de nuevos materiales han dado como resultado iglesias bastante más acondicionadas.

Por supuesto la posición del foco emisor influye mucho en la localización de puntos sordos, ¿lo has pensado alguna vez? Seguro que en la próxima misa te acordarás de todo esto y te preguntarás si todos los feligreses te oyen correctamente[6].

Cuando el sonido se ausenta

Lo recordaré, Ana. Aunque tú conoces esta «catedral» chiquita del Buen Pastor, en San Fernando, y sabes que es todo tan pequeño y familiar que se oye estupendamente. Aquí no tenemos bóvedas ni recovecos, ni puntos sordos, aunque sí tenemos miembros con problemas auditivos. Sobre ellos me gustaría reflexionar ahora, si me lo permites. Hablar del sonido cuando podemos comunicarnos, cuando oímos y hablamos con facilidad es relativamente sencillo. Sin embargo, todos conocemos personas que o bien tienen limitada su audición, o bien otros casos en los que el problema también se anuncia en la falta de la capacidad para hablar.

En el evangelio de san Marcos advertimos una escena particularmente ilustrativa. Jesús se encuentra con un sordomudo (cf Mc 7,31-37). Un hombre que se ve limitado al no poder comunicarse: no oye lo que los otros le expresan y tampoco puede transmitir con su voz sus propias emociones, sentimientos e informaciones. Una persona así, incomunicada, está abocada al aislamiento, aunque es cierto que hay otras formas no verbales de comunicación.

Sobre este sordomudo, al igual que de tantas personas en esa misma situación, podríamos hacer también una lectura simbólica. Quizás ha sido un hombre al que se le ha obligado a callar. Quizás no habla porque se ha equivocado frecuentemente con las palabras y le han corregido. Quizás tiene los oídos cerrados porque ha escuchado demasiados rechazos y demasiadas críticas. A veces, somos tan duros criticando a los demás, que herimos no solamente los oídos sino el corazón, es decir, el ser entero por completo. Quizás este hombre, como tantos otros marginados en la cuneta de la historia, ya no quiere escuchar nada más, porque todo lo que ha oído hasta ahora le ha arrastrado al sufrimiento. Todo esto puede generar desconfianza, aislamiento y, en definitiva, exclusión.

Una sensación vale más que mil ondas

Efectivamente, estoy totalmente de acuerdo contigo en que el hecho de que no poder comunicarnos nos aísla. La mayor parte de nosotros nacemos y vivimos toda nuestra vida con capacidad para oír, lo que hace que no pensemos nunca en cómo puede sentirse una persona sorda.

Hemos estado hablando todo este tiempo del sonido como una vibración que se trasmite mediante variaciones de presión en las partículas del medio transmisor. Estas diferencias de presión llegan a nuestros oídos, que son los órganos encargados de transformarlas en sensaciones. Estoy segura de que las personas que oímos correctamente tampoco pensamos nunca en cómo se produce esta transformación. ¿Qué ocurre de la oreja hacia adentro? ¿Te lo has preguntado alguna vez?

La oreja es el órgano encargado de la recolección de los sonidos externos y el cerebro es el responsable de hacernos saber que nos está llegando un sonido y de qué tipo es. En su viaje desde la oreja al cerebro las ondas sonoras atraviesan el tímpano, la cadena de huesecillos del oído medio, la cóclea y el nervio auditivo. Las dos primeras partes solo transmiten las vibraciones que reciben, mientras que en la cóclea, que es una espiral rellena de una sustancia acuosa, las vibraciones se transforman en impulsos eléctricos. El nervio auditivo completa el trabajo informando al cerebro.

Ya hemos conseguido transformar una variación de presión puramente física en una sensación mediante un proceso en el que podemos distinguir una primera parte mecánica y una parte final de carácter nervioso. Un fallo en cualquiera de ellas podría provocar una pérdida de audición e incluso sordera. Las deficiencias mecánicas más frecuentes están relacionadas con una defectuosa vibración del tímpano o la imposibilidad de conducir el sonido hasta la cóclea por parte de los huesecillos del oído medio. En cuanto a los motivos nerviosos, que tienen peor solución, o ninguna, vienen dados por tumores, roturas del nervio auditivo o su imposibilidad de transmitir impulsos al cerebro[7].

¿Tú cómo crees que reaccionarías si te quedaras sordo? Yo creo que lo pasaría fatal. No sé si encontraría una manera «alternativa» de «oír».

«¡Ábrete!»

Claro que hay maneras y maneras de oír, aunque no lleguen los impulsos auditivos al cerebro. Por eso, volviendo a la curación del sordomudo, me llama la atención cómo Jesús se acerca al enfermo. Primero con gestos corporales: pone sus dedos en las orejas del sordo con delicadeza. Es el lugar de las heridas, de sus limitaciones. En esa relación intensa que crea Jesús surge la invitación a una nueva manera de escuchar y de estar con los otros, de no cerrarse a lo que acontece a su alrededor. A continuación, el propio Jesús toca la lengua del hombre con su saliva. Es símbolo de confianza, de que puede curarle. A la saliva le reconocían los antiguos propiedades terapéuticas. Se crea una relación no solo de confianza sino también de amor con aquel hombre tan herido por la vida.

Jesús levanta los ojos al cielo, para pedir la ayuda de Dios para que el enfermo sane. Suspira y pronuncia la palabra «Effata», esto es, «¡ábrete!» (Mc 7,34). Y esa orden tiene éxito. Ya puede relacionarse, comunicarse, oír y verbalizar todo lo que anida en su interior. Y esto es así porque la orden no va dirigida a los órganos enfermos, sino al hombre que hasta ahora es incapaz de oír[8].

Jesús no pretende publicidad, sino encontrarse con ese hombre en su situación concreta. Le lleva la curación y este, libremente, se abre a la fe. Es una relación de persona a persona, de corazón a corazón. Rehúye de los que buscan noticias novedosas y hechos que lleven más a la habladuría que realmente al camino nuevo que el Maestro viene a traer.

Me quedo con ese «¡Ábrete!», ante nuestras sorderas que amplifican nuestra indiferencia. ¡Eso sí que nos llevaría a armar lío!

¿Extraños amigos?

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