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OBSERVACIONES INICIALES

Escribir un libro acerca de los albures es una de las mejores coyunturas de mi vida. El proyecto surgió de un breve ensayo sobre las malas palabras, que hice por encargo del Tecnológico de Monterrey. Mi decisión fue inmediata. El avance de las pesquisas me animó a proseguir, porque me di cuenta de que mis pañales en la materia eran de adulto. Los descubrimientos dejaron en claro que el tema podía ser infinito, pero valía la pena el esfuerzo.

Para evitar lo superficial, común denominador de varios de los textos que pude encontrar, me pareció imperioso partir de las remotas características del idioma español que sustentan, como ocurre con otras lenguas, el regodeo parlero de quienes no tomamos la vida muy en serio y a veces movemos la boca para pronunciar impertinencias. En estricta acepción, parlero es el que lleva chismes, pero cabe aquí porque también es parlotear y puede ser alburear. En el siglo XVI, el dramaturgo español Torres Naharro dijo: Falléceme lengua, soy todo parlero.

Busqué la mayor objetividad y me propuse dar valor a un juego pícaro nunca bien visto, pero que en nuestros días oscila entre la devoción de los practicantes y la ludofobia de quienes consideran el albur prueba de bajeza.

Dejemos a los doctos la interpretación metafísica del albur. Puesto que es un juego, caer en explicaciones puede equivaler a practicar el fútbol reflexionando con qué pie vamos a darle al balón.

Jomi García Ascot (1927-1986) manifestó hace tiempo esta válida opinión: “Cada quien tiene su personal frontera de pudor. Y ésta cambia al compás de los vaivenes de la cultura, de las influencias religiosas y sociales, de los conflictos y represiones grupales o personales”.

En las páginas que aquí comienzan se hará lo posible por no externar juicios ligeros; no suscribir opiniones sin base, y sobre todo huir de los doctores en alburología, que es una ciencia todavía sin fundarse. Acepto a los que no estén de acuerdo conmigo, advirtiéndoles que mi deseo es proporcionar informaciones y no favorecer tesis, salvo la que propugna limpieza.

Se me preguntará qué entiendo por aseo y mi respuesta es: el albur constituye parte consciente o accidental de lo que decimos; utiliza términos “indecentes”; quiere vulnerar al prójimo desprevenido; pronuncia las obscenidades necesarias; su esencia está en la oportunidad ingeniosa y no en la ocasión innoble.

Nada de lo que el albur vulnera es de una persona concreta y menos de un sexo determinado. Es pericia abstracta. No conozco, y espero no conocer a quien se le ocurra llevar albures a la práctica.

Con tales premisas, espero que el tema de este libro alcance cierta pulcritud.

¿A qué altura queda el albur?

Con estas páginas no estamos bajando a ningún sótano. Más bien subimos a un edificio donde el albur llena estancias importantes del habla nacional.

Al comenzar mi redacción pensé eludir el albureo, pero no pude negar lo vano de ese afán. Para hablar de chistes y de albures se necesitan ejemplos, al igual que para percibir la música se requiere escucharla. Ojalá que los lectores sepan distinguir entre las publicaciones que sólo coleccionan albures, y ésta que ha buscado remontarse a los orígenes, para cotejar datos del ayer y el hoy en esta expresión talentosa.

No se trata de pisar terrenos pestilentes y adentrarse en los dominios de lo malsonante, sino de conocer una realidad lingüística insoslayable, parte de la mexicanidad. Me propongo hablar de lo que puede ser esencia del albur, e ir un poco más allá de quienes creen que echando albures estudian el albur.

El albur mexicano es una esgrima verbal con la que se pelea sin herir y se vence sin derramar sangre. ¿Queda contento nuestro ego cuando albureamos? ¿Se deteriora el del contrario? Tal vez ni lo uno ni lo otro tenga importancia si ambos combatientes terminan con la satisfacción de haber participado en una lucha que practican los avispados y no los lerdos; en la que puede haber heridos pero no muertos.

Se dice que en México el albur se ha concentrado en el Distrito Federal, y es cierto que florece particularmente en los barrios populares. Pero no se puede dudar que la provincia tiene lo suyo, y hay regiones muy adelantadas en la materia que reclaman la cuna. El estado de Hidalgo –en especial Real del Monte– lleva la voz en esta aspiración.

La mayoría de los capítulos tratan de relacionar albur y expresión literaria, porque según el autor salen del mismo venero que es talento del ser humano, emprendedor de tantas cosas con el ánimo de inventar la vida.

Aspecto positivo de este libro es la inclusión de elementos que informan sobre los muchos personajes citados, en particular sus fechas de obra, nacimiento y muerte1.

¿Camino sin andar?

Cuando se pisan sendas no frecuentadas, el peligro está, más que en perderse, en buscar recursos vanos; dar vueltas inútiles; iluminar con linternas apagadas.

Las rutas hacia el albur han sido sinuosas y siguen bordeadas de precipicios. El barranco más difícil de salvar quizás sea el de los prejuicios, donde cumplimos con el postulado del filósofo español Julián Marías (1914-2004), haciendo el papel del “hombre que no sabe no saber”.

Caminar por este libro, o cualquier equivalente, presupone un ánimo de aventura, pero también de sosegado hallazgo.

Piso resbaloso

Todo léxico cambia con los tiempos, las regiones, los países, las culturas, las diferencias sociales. Lo que puede soltarse sin temblor de voz en algunos lugares o ante ciertas personas, se debe callar en otras latitudes o cuando el auditorio pueda escandalizarse.

Pronunciar albures ante damas y niños, hace años podía hacerse sin riesgo, ni remordimiento, con la certeza de que ni unas ni otros habrían de entender lo que oían. Hoy existe el riesgo de ser irrespetuoso o, peor aún, de convertirse en víctima de los retruécanos que puso en marcha, pues muchas madres y críos harán uso de la más enterada palabra.

El albur no se enseña ni se aprende. No conozco ninguna universidad que ofrezca maestrías. Es patrimonio colectivo del que cada quien toma la parte que le corresponde según su ingenio; conforme a sus habilidades para pensar con presteza; de acuerdo con su pericia y según su aplomo. Hay quienes jamás echan albures; afirman que son “impropios” en vez de confesar que carecen del don divino que se llama gracia.

No es el individuo, sino la colectividad, la creadora y guardiana del mayor acervo de palabras que se pueden emplear en el habla cotidiana o en las excelencias de un poema. No escribo, me dictan, es algo que muchos literatos repiten en todo tiempo. El poeta simbolista Arthur Rimbaud (1854-1891) fue más lejos: “es falso decir yo pienso. Se debería decir se me piensa”. Yo no albureo; los mexicanos alburean en mí.

Carlos Fuentes (1928-2012) ha dicho que Latinoamérica debe inventar su lenguaje. Pocas invenciones con mayor poder de difusión que el albur en México, depósito inagotable de impertinencias convertidas en gusto que nos ayuda a sacarle la lengua a la vida.

El albur fino, que idealmente no debe contener palabrotas, puede ser el de mayor eficacia devastadora y lleva la ventaja de poner fuera del juego a los que esperaban una sarta de majaderías.

De las recolecciones al estudio

Alfonso Reyes (1889-1959) declaró Picardía Mexicana un libro “que todos los mexicanos hemos soñado escribir”. Su autor Armando Jiménez falleció recientemente. Reconocido maestro de la palabra, su repertorio de albures le permitía tener uno para cada ocasión, y cuando estaba en confianza podía hacer de su plática el escarnio de todos los presentes, al modo de charla normal. Una relectura de aquella obra, que tanto revuelo provocó y hoy sigue causando curiosidad, por una parte confirma lo volátil del idioma y por la otra inspira la inquietud de usar el tema para estudios actualizados.

Lo que Armando hizo, con indiscutible mérito, fue más una recolección que un examen; un rastreo que una labor lingüística. Su obra consigna metas, pero no muestra caminos. Exhibe efectos, pero no causas. Nadie como él ha logrado tal acopio de materiales, que son magnífico punto de partida para la profundización. Su apoyo a la teoría del albur como creación exclusivamente mexicana no se puede compartir, en la medida en que se tiene acceso a lo que existe en otros países.

Con habilidad impar, Jiménez reúne expresiones albureras escondidas en versos de diversa índole, algunos de tradición anónima; otros recogidos por autores como el michoacano Teófilo Pedroza en su poema El Ánima de Sayula, que fue piedra de escándalo durante las primeras décadas del siglo pasado. Cuando a Armando Jiménez se le saludaba por la tarde, respondía invariablemente: “Muy buenas las tengan ustedes y las pasen mejor”.

¿Desde cuándo habla el ser humano?

Respetables estudiosos continúan sin ponerse de acuerdo sobre el nacimiento de las palabras. Unos dicen que surgen de la entraña humana; otros, que las cosas han impuesto sus nombres. Los hay que defienden la tradición bíblica y aseguran que Adán apareció hablando; algunos se van por el proceso evolutivo, y no siempre ponen cimientos sólidos a la Babel de las 6 mil lenguas que hay en el mundo.

Existen nueve ramas lingüísticas, entre las cuales el común de los occidentales no pasamos de medio conocer la griega y la germánica. El chino mandarín es hablado por cerca de mil millones. Se sabe que hay más de 400 millones de hispanohablantes.

Predominan dos hipótesis sobre las lenguas: una de Merritt Ruhlen (1944) quien dice: “en mi opinión todas las lenguas vivas provienen de una sola”. La otra, poligénesis avalada por Noam Chomsky (1928), sostiene el nacimiento simultáneo de idiomas tan antípodas como las regiones donde surgieron.

Kung Fu Tze (Confucio, tradicionalmente 551-479 a.C.), en sus remotos tiempos se ocupaba de la pluralidad sensitiva de cada lengua, y decía que “cuando dos personas se comprenden en lo íntimo de su corazón, sus palabras son dulces y fuertes, como la fragancia de las orquídeas”. Si este sabio hubiese conocido los albures mexicanos, ¿habría dicho que apestaban?

Los griegos encabezan los estudios sobre el lenguaje. Según el diálogo con Cratilo, de Platón (427-347 a.C.), las palabras están determinadas por las cosas. La Biblia nos dice que fue Dios quien dio nombre a cada objeto, y dejó al primer hombre el encargo de inventar los sustantivos que le habían faltado. De acuerdo con Aristóteles (384-322 a.C.), la lengua es resultado del convenio tácito entre los miembros de una comunidad.

El maestro Felipe San José2 (1935) observa que “vivir es convivir y la convivencia es el poder de relacionarse con los demás”. El filósofo Ivan Gorby va más lejos al afirmar que “sin el otro, el hombre no es nada”. El idioma viene a ser primer vehículo de esa comunicación, y su carácter de balbuceo inicial en nada compagina con los fuegos de artificio literario que en años recientes han logrado, por ejemplo, escritores como el cubano José Lezama Lima (1912-1976). La cohetería de las palabras que vuela por los aires o se imprime en los libros es, en todas sus formas y niveles, uno de los mayores logros humanos.

El antropólogo Leonardo Manrique Castañeda (1934-2003) reveló que durante el siglo XIX la Sociedad de Lingüística de París había prohibido que se presentaran trabajos sobre el origen del lenguaje, porque casi todos eran especulaciones y no aportaban elementos surgidos de la investigación. Pero quiso agregar que para mediados de la siguiente centuria los adelantos científicos permitían aproximaciones mucho más certeras respecto al origen del habla, en un planeta que lleva 18 millones de años habitado. Sus tesis están al lado del evolucionismo y obviamente pasan por el Homo erectus, el Neanderthal y el sapiens.

Por su parte, el docente de la Universidad Autónoma de Guadalajara Luis López Rodríguez considera que la teoría teológica de las lenguas, común a casi todas las religiones y mitologías, es la más aceptada. Ha hecho además la relación de tesis evolucionistas, filosóficas, biológicas, antropológicas y lingüísticas, para abrir un camino que lleva, según él mismo advierte, a la impenetrable oscuridad.

Ignacio Guzmán Betancourt (1948-2003) defiende la lingüística como base de investigaciones más recientes, y reconoce los tropiezos históricos que han afectado avances en el tema de los idiomas y su milenaria vida.

1 El albur mexicano es una esgrima verbal con la que se pelea sin herir y se vence sin derramar sangre.

2 El idioma es el sistema de palabras que usa determinado pueblo y es una característica racial. Felipe San José

Su majestad el albur

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