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Prólogo

Arquitectura del miedo: el temor es un edificio Fernando Sánchez Calvo

Convive como puede Fernando García Maroto con una discreta obsesión: que todo está escrito. Los que lo conocemos, aunque sea un poco, solemos parafrasearle a uno de los grandes, Monterroso, para quien no había más temas que el amor, la muerte y las moscas. Tampoco le sirve esto de consuelo normalmente, pues además sabe, como todos sabemos, que no solo todo está escrito, sino que cada vez nacen menos maneras nuevas de contar lo que ya se contó. Cuántas veces no me habrá contrarrestado el piropo hacia alguno de sus relatos con el poderoso argumento de que antes que él, Onetti ya era pesimista, de que Cortázar rompió la forma en todas las formas posibles, de que escritores actuales como Piglia están ahora mismo pensando tramas muy parecidas a las que él puede estar pergeñando para su siguiente novela.

«La vida es corta y aun así nos aburrimos», recuperó estas palabras en su día Vila-Matas de otro colega, y creo que le vienen, que le quedan, como anillo al dedo a nuestro autor, quien es (ojo con los tópicos) moderadamente pesimista, elegante como heredero de un existencialismo de corte clásico pasado por la pátina del buen gusto actual. Olvidémonos pues de las últimas cenizas trasnochadas del Romanticismo e impidamos que los suicidas se tiren por el precipicio o que los llantos suenen por encima de todo los demás. Hasta para llorar, sufrir o temer hay que tener clase. Quizás por ello la mayoría de las historias de este libro se suceden en una cafetería, se cuentan a la sombra del humo de un cigarro, entre pequeños sorbos de té, como si los mismos protagonistas desearan escuchar con voraz apetito el devenir de su propia tragedia.

Por encima del nihilismo, es protagonista sin embargo en este recopilatorio de cuentos el miedo, que más que un personaje es un edificio, un complejo arquitectónico de varias habitaciones por las que irán desfilando las diversas almas en pena que, por lo general, ni siquiera son conscientes de que viven, pernoctan, en dichas habitaciones. Porque este miedo del que nos habla Fernando no es sinónimo de terror, ni tampoco de angustia. Este miedo principalmente es causa y cimiento casi siempre de la soledad, de las oportunidades perdidas, de los pequeños rencores familiares, de los onanismos que saben más a fracaso que a orgasmo, de los viejos fantasmas del pasado que, a modo de suplicio griego, vuelven a penar por el presente.

Y es precisamente un viejo fantasma del pasado narrativo de Fernando García Maroto quien protagoniza el primer relato, el cual abre y da nombre además al recopilatorio. En Arquitectura del miedo, Soto (jefe de policía en la novela del mismo autor titulada Los apartados) concierta una cita en una cafetería con un rebelde muy peculiar: un enigmático anciano desvela a este joven policía que en el edificio de enfrente se ejecutan a diario «torturas» contra aquellos que se atreven a desafiar el orden establecido. ¿Qué orden?: el lector no lo sabe, y tampoco importa explicitarlo. Soto, de naturaleza descreída, y el anciano cruzarán conversaciones durante varios días en la misma mesa, con el mismo café. Cuanto más se acercan los personajes al origen del problema, más puede respirar el lector un miedo, un pavor, que procede de las cosas que no se conocen y de las que aun así tampoco se puede hablar. Buenos tiempos para el pesimismo cuando son los ancianos los únicos que se atreven a denunciar una injusticia que ni siquiera se descubre, solo se intuye.

En La piscina, segundo de los relatos, Fernando afronta el tema de la cobardía y la capacidad que el ser humano tiene para autoengañarse. Centrado en dos amigas quinceañeras cuyo futuro más próximo es un banal verano compuesto de rutina y baño, la historia y el objetivo de una de las chicas (conseguir hablar con el socorrista) dejan paso al mundo interior de la adolescencia, donde el autor (piadoso como en pocas ocasiones) lanza una mirada de ternura a esa edad en la que nacen nuestras primeras frustraciones, esa edad a la que solo damos importancia cuando la tenemos y donde, en palabras del mismo narrador, «la juventud reclama sentir hasta lo que calla y la madurez exige callar incluso lo que siente». De estas pequeñas derrotas incipientes y domésticas, nacerán después los grandes fracasos.

De la adolescencia saltamos a la mediana edad en Los mejores consejos. Magnífico estudio psicológico (quizás el mejor de todo el libro) de una típica o atípica (según se mire) ama de casa absorbente que «con un poco de adulación y un mucho de desdén» busca a todas horas la confirmación social delante de las vecinas, los conocidos y las temporales amigas. Aunque ya repetida por la historia de la literatura (Tom Sharpe con Wilt la convirtió en su santo y seña) resulta espléndida la combinación de la mujer habladora, machista e insoportable al lado de un marido apático, mediocre y con el que el lector no dudará en ningún momento en empatizar más que por afinidad, por oposición a su esposa. Excelente también es el irónico desprecio que en las palabras de Fernando podemos saborear contra las estúpidas convicciones sociales que entre todos los adultos hemos ido construyendo. Otro edificio que da miedo.

Abandonamos por así decirlo la primera parte del libro y nos centramos en cuatro relatos breves que salvo Cien veces (en él el mito de la maestra frustrada se mezcla con la oscura perversión que supone gozar con el castigo y la soledad) el estudio psicológico es abandonado por el autor para centrarse más en el juego intertextual, en las referencias a otros maestros del género breve y en la revisión de algunos lugares comunes. Sobre las aguas (actualización de la figura de Caronte), Luz oscura (de nuevo el jefe de policía Soto se ve afectado esta vez por el asesinato de una mujer que le es muy familiar) y, sobre todo, Delicadeza, abordan el juego metaliterario. En este último, claro homenaje a Continuidad de los parques de Cortázar, un hombre lee en una cafetería; enfrente de la verdad y de la mentira hay una mujer que le fascina pero cuando levanta la vista de las páginas desaparece y cuando devuelve los ojos a la historia vuelve a aparecer; algo parecido le ocurre a ella. En una maravillosa vuelta de tuerca, la continuidad entre realidad y ficción cortazariana se rompe para, mediante la forma y el homenaje, transmitir uno de los mensajes más pesimistas del libro: realidad y ficción son incompatibles, ni siquiera la fantasía se presenta ante los personajes como una tabla de salvación.

Para finalizar, la tercera y última parte jugaría al espejo con los tres primeros relatos. De nuevo la trama vuelve a cobrar importancia. De esta manera, en Mirón, un portero acaba convirtiéndose en voyeur de otro voyeur. El señor de la casa ha dejado su casa a una pareja de amigos artistas; el hombre es pintor, pero no pinta: no puede dejar de mirar a la inalcanzable y glamourosa vecina que descansa enfrente de su terraza. El portero no puede dejar de mirar al que mira. Con una fina crítica hacia el mundo intelectual como trasfondo del asunto, la sombría mirada congénita a Fernando vuelve a renacer en la vida de este portero que necesita no pensar para alejarse de su miserable condición de espectador de segunda fila.

En Nada por aquí el placer de narrar por narrar queda más patente que en cualquier otro cuento. De hecho, Fernando García Maroto llega a prescindir incluso del desenlace para centrarse en la vida de un mago venido a menos, el cual, tras varios fracasos sentimentales y laborales, siente «renacer» su vida gracias al dueño de un concesionario que le invita a expandir su magia por los espacios más mediocres del universo. De repente, un brillante talento para lo anodino aproxima a nuestro personaje a algo muy parecido a la felicidad, si es que esta de verdad existiese.

Cierra Melómano el conjunto, y no es causal, pues aparte de cinéfilo (se nota la influencia de la cámara en los primeros planos con los que se abren la mayor parte de los cuentos) Fernando es un gran y exquisito devorador de buena música que, como su personaje y como tantos de nosotros, ha querido más de una vez matar a quienes se atreven a interrumpir en cualquier concierto y de manera inoportuna con ruidos, palabras, a la primera dama de todas las artes. Que nos atrevamos, en la ficción o en la realidad, a ejecutar el merecido castigo contra aquellos que no saben apreciar la belleza a su debido momento, sería lo que se viene llamando todo un acto de justicia poética.

Esto es Arquitectura del miedo. Diez relatos, diez habitaciones, para que personajes y personas investiguemos bajo qué cama perdimos la ilusión, dentro de qué pila se ahogan nuestras frustraciones, por qué los que no se arriesgan siempre reciben un buen castigo y los que sí lo hacen tampoco salen mejor parados. Diez relatos. Están tan bien ensamblados que su estructura aguantaría la fuerza de mil vendavales. A ver quién tira el edificio.

Arquitectura del miedo

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