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ОглавлениеArquitectura del miedo
La masa sombría y amenazante, el pozo de negrura
que, por así decir, retenía a Klara por los hombros:
la arquitectura del miedo.
Eloy Tizón
Era la primera vez que el hombre del traje gris entraba a aquella cafetería, y la falta de costumbre, la complejidad y la urgencia para elegir la mejor ubicación, porque el establecimiento no aparecía aún completamente lleno y existían variadas posibilidades a la hora de tomar un asiento que podría desaparecer en cualquier momento teniendo en cuenta la hora de la mañana que era, y la extraña pero poderosa sensación de sentirse observado por los clientes de silencio severo, rostro ceñudo y la sospecha cicatrizada en los ojos, también por el gigantesco dueño del local, así como por la ajada camarera de delantal raído y no absolutamente limpio que no podía ser otra que la mujer de este, le hicieron sentarse precipitadamente en cualquier lugar, el primero que tuvo a mano, sin darse cuenta de que una taza de humeante café con leche marcaba el terreno con la precisión de la orina de los perros.
Sin embargo, allí no había nadie; tampoco la camarera avisó de la confusión ni deshizo el malentendido. Quizá supuso, equivocadamente, que los hombres se conocían, que habían quedado o que incluso compartían una insulsa e insólita amistad. Cuando llegó el otro, un vejete inofensivo que había ido unos minutos al aseo y venía abrochándose la cremallera del pantalón, el hombre del traje gris quiso pero no pudo pasar por alto tan asqueroso detalle, hubo un momento de asombro e incomodidad por ambas partes, que las precipitadas y embrolladas disculpas del ocupante accidental diluyeron al instante, acompañadas por el gesto automático de levantarse y mirar en rededor: el rubor común, espontáneo de saberse cogido en falta. El viejo detuvo la huida, quitó hierro al asunto e invitó al otro a su mesa, demasiado grande para un único cliente, como él mismo dijo, excusándose ante el resto del mundo por haber tomado posesión, de manera consciente pero indigna, de un reservado tamaño familiar para él solo.
—Además, en estos momentos agradezco un poco de compañía —afirmó el viejo, que trató de dibujar una sonrisa en el accidentado terreno de su cara, surcada por una sucesión inextricable de arrugas conectadas entre sí por los caprichos maliciosos de la edad.
El hombre del traje gris agradeció, a su vez, la amabilidad de su nuevo compañero mientras temía, con argumentos de peso que había extraído en esos escasos minutos, que aquella invitación fuese la excusa perfecta para iniciar una aburrida charla repleta de lugares comunes, batallitas intempestivas y confesiones embarazosas. No hubo de esperar mucho tiempo para ver confirmados sus temores; en cualquier caso, sonrió para sus adentros por haber acertado, lo cual siempre era motivo de alegría y orgullo: presumía de buen observador, y el incidente de la taza le había dejado un mal sabor de boca del que ahora se resarcía, y con creces. El precio consistía en aguantar estoicamente el monólogo del viejo, así que se dio ánimos pensando que había cosas muchísimo peores.
—Quería sentarme aquí, ¿sabe usted? —informó el vejete. Y fue soltando enigmas, a los que el hombre del traje gris no contestaba con palabras. Sin embargo, con simples movimientos de cabeza daba a entender que comprendía, que siguiera; contaba con su beneplácito y con sus oídos, con toda su atención—. Por la ventana, ¿sabe usted? Aunque no por la ventana en sí, sino por estar cerca de la ventana. Hay una buena vista desde aquí, ¿comprende?
Vino la camarera a tomar nota de la comanda del hombre del traje gris: lo mismo que su acompañante, nada más. Y un cenicero, por favor, porque iba viendo que tendría que fumar algún cigarrillo para soportar aquello que se le venía encima. Ofreció uno al viejo, que rechazó la invitación aduciendo que le iba mal para el asma. El hombre del traje gris se encogió de hombros; sabía que su ofrecimiento había interrumpido el parlamento del otro, y la negativa del viejo manifestaba su indignación y significaba la vía de escape de ese pequeño rencor nacido por el atrevimiento y la impertinencia de un oyente neófito. Sin embargo, eso no sumaba suficientes puntos como para detener la verborrea.
—Ese edificio de ahí, ¿lo ve? —preguntó el viejo, señalando con distracción mediante un leve movimiento de cabeza. Realmente no esperaba respuesta alguna porque el edificio era enorme, pantagruélico, y su fisonomía dura y rocosa, su arquitectura férrea, llamaba poderosamente la atención de cualquier transeúnte, hasta del ciudadano más despistado de Capital—. Ese edificio es lo que no puedo dejar de observar.
Y como para dar testimonio de su sinceridad, para completar los huecos que sus silencios equívocos pudieran crear en su interlocutor, el viejo dirigió su mirada acuosa de anciano desahuciado hacia aquel mazacote de hormigón armado de siete plantas que por obra y gracia de la conversación y de la inquietud cobró vida propia más allá de sus ventanas, de sus puertas, de sus banderas y sus disuasorios emblemas oficiales. Detrás de aquellos muros había vida, pero no la vida tediosa y burocrática, exasperante de todos los edificios gubernamentales, sino otra vida; una vida reptante, subterránea, de sótanos enmohecidos, pasillos interminables y pasadizos secretos: la existencia alucinante del subsuelo.
—En ese edificio, en las plantas bajas de ese edificio, se tortura a la gente, ¿sabe usted? —afirmó de repente el viejo, volviendo al mundo reducido de la mesa y del café con leche—. La policía, con pleno consentimiento de quien corresponda, tortura a la gente; a gente como usted o como yo.
El hombre del traje gris aplastó el cigarrillo negro contra el cenicero de propaganda, echó mano a su cartera y amagó la retirada. Alarmado por la inminente desaparición de su público, el otro suavizó aquella acusación tan grave, tan importante y crucial para muchos.
—No, no se asuste; no corremos peligro: no nos vigilan —aseguró el viejo, extendiendo su brazo huesudo con la intención de disuadir al hombre de gris—. Quédese y le cuento un poco más. Fúmese otro cigarrillo y termine su café; está bastante bueno, y calentito.
Aquello no le interesaba lo más mínimo, tenía suficiente con lo que ya sabía; él hacía su trabajo y cumplía con su deber: no quería oír más historias: bastante tenía ya con las suyas propias, recurrentes e irresolubles, como para verse envuelto en las de un desconocido. Y sin embargo el hombre del traje gris permaneció en su sitio, atento a las noticias del viejo, como si fuese una aburrida cotilla de barrio o un periodista celoso de su profesión; entonces encendió un nuevo cigarrillo negro, expulsando el humo azulón hacia el techo de la cafetería y sus demonios hacia dentro, donde estaban seguros y permanecerían bien ocultos.
—Me citaron la semana pasada, y acudí puntual: mejor no hacerles esperar —comenzó el viejo. Parecía ser la primera vez que narraba todas aquellas tribulaciones que empantanaban su ánimo—. Me hicieron aguardar mi turno, como si estuviera en la carnicería, como si hubiese más gente en mi misma situación, aunque yo no vi a nadie. Luego me condujeron a un sótano, a un despacho lúgubre y bastante siniestro, y me tuvieron allí encerrado más de tres horas. Encima de la mesa pude ver una carpeta bien abultada, con mi nombre y mis datos en la portada, con mi fotografía sujeta con un ridículo clip que desfiguraba mi cara. Cuando mis nervios llegaron al límite de su aguante, cuando creía que el interrogatorio comenzaría de un momento a otro y de este modo terminaría mi angustia, un gendarme entró y me dijo que podía irme: me convocaron para el día siguiente: mismo lugar, misma hora.
Y así llevaba toda una semana entera: convocatoria, espera, entrada al despacho, nueva espera, la carpeta acusadora, el sádico clip, y nada de nada; tan solo un juego que se repite, que parece va a repetirse eternamente, y cuyas reglas son únicamente conocidas por uno de los adversarios: precisamente el que tiene todos los triunfos y cuenta como favorito en las apuestas.
—Supongo que el día menos pensado terminará todo esto —dijo de repente el viejo, como si hubiese sido testigo en sueños de una súbita y poderosa revelación. También con aquella frase disfrazada de sentencia, invocación de su destino, parecía querer poner fin a la conversación y el café.
El hombre del traje gris insistió en invitar: llamó a la camarera y abonó la cuenta, que decoró con la guinda de una propina exagerada, que era su manera de pedir perdón por la indiscreción, por haber asistido, aunque solo fuera como convidado de piedra, a las miserias de un semejante; y también una forma de disculparse ante el universo entero por no haber rechazado al instante esas mismas confidencias, quizá la peor carga de todas, su peor remordimiento.
Se despidieron sin darse la mano. El primero en abandonar el local fue el hombre del traje gris. Cuando estuvo en la calle, movido por una intuición, puede que por un presagio o por la simple y llana curiosidad, miró en dirección al ventanal de la cafetería: ahí seguía el viejo, observando sin pestañear siete plantas de terror.
Al día siguiente el anciano regresó a la cafetería, en esta ocasión antes de acudir a su cita en las dependencias de la policía; esperaba encontrarse de nuevo con el hombre del traje gris, pero allí no había nadie. Eso le desanimó, sin saber exactamente por qué. Entonces encaminó sus pasos hacia la perdición.
Hoy no le hicieron esperar mucho: fue conducido sin demora al despacho de costumbre, cuyas dimensiones, objetos y olor ya le eran tan familiares, tan repugnantes, y como penúltima sorpresa, contrariamente a lo que había venido sucediendo desde días atrás, allí ya había alguien esperándole: sentado tras la robusta mesa, precedido por una ridícula plaquita donde figuraban el rango y el apellido, el comisario Soto, en mangas de camisa, despojado del conocido traje gris del que solía abusar a la hora de seleccionar su precaria indumentaria monocroma, fumaba con parsimonia un cigarrillo, que no era el primero del día, a tenor de la cantidad de colillas y ceniza que desbordaban el cenicero y enviciaban el ambiente.
—No me diga que hoy también me rechazará ese cigarrillo —preguntó cínico el comisario Soto, empujando con un dedo la cajetilla de tabaco en dirección al viejo, haciendo alarde de su perspicacia e instaurando, al mismo tiempo, las bases descarnadas y agresivas de la futura conversación, del interrogatorio y del miedo.
—Le acepto el ofrecimiento —acertó a decir el viejo, presintiendo algo así como el fin definitivo de la esperanza o el nacimiento de la desgracia—; además, supongo que hoy sí me toca pagar a mí.
No era un mal chiste, apenas un débil sarcasmo; era una manera delicada y completamente inútil de conjurar la maldición, de espantar el miedo, al modo de aquellas cancioncillas de la infancia entonadas nada más penetrar la oscuridad.
El comisario Soto, como si hubiera entendido la broma que no era, que no pretendía ser, sonrió imperceptiblemente; y unos colmillos blancos relucieron feroces: en aquellas profundidades resultaban hipnóticos, también obscenos y violentos, la forma más solvente de ostentar su fuerza e instaurar el orden.