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Capítulo 5

PRUEBAS Y CRÍTICAS A LA EVOLUCIÓN

Como hemos visto, la teoría evolutiva desarrollada por Darwin tiene varios componentes. Cuando se plantea la existencia de pruebas a favor de la evolución, en el sentido propuesto por Darwin y la ciencia actual, hay que considerar los diferentes componentes de ésta. Así, cabe distinguir entre pruebas a favor del origen común de los seres vivos a partir de un antepasado común, pruebas de la aparición de nuevas especies a partir de otras ancestrales, y pruebas de que el mecanismo de la selección natural es capaz de promover tanto la adaptación como la especialización. Algunas de ellas son sencillas: hay observaciones cotidianas que representan ejemplos válidos de las mismas; otras, por el contrario, son bastante complejas, tanto por las teorías sobre las que se sustentan como por la dificultad de obtener o interpretar directamente los datos en los que se basan.

Un postulado fundamental de la teoría de Darwin es la ancestralidad común de todos los seres vivos. Las pruebas más directas de esta afirmación no estaban disponibles en su época. De hecho, sólo recientemente los científicos han tenido acceso a ellas. Si pensamos en todos los organismos vivos, desde las bacterias hasta los árboles o las aves o incluso nuestra propia especie, es difícil encontrar características compartidas por todos ellos a simple vista: sólo mediante el análisis de caracteres de la biología molecular o la bioquímica empezamos a encontrar un gran número de propiedades comunes a todos ellos. La principal es que todos los seres vivos celulares compartimos un mismo sistema genético, basado en el ácido desoxirribonucleico o dna. Esta molécula es la encargada de transmitir la información de padres a hijos, generación tras generación, a la vez que codifica todas las instrucciones necesarias para el perfecto funcionamiento de las células. En los organismos pluricelulares, también contiene las reglas que permiten construir un organismo tan complejo como una persona a partir de una única célula, resultado de la fusión de dos gametos. Esta unidad del material genético se extiende a otras moléculas y a los procesos que dependen de ellas: las proteínas de todos los seres vivos se basan en el mismo subconjunto de veinte aminoácidos, las enzimas encargadas de replicar y reparar el material hereditario son, en su mayor parte, comunes a todos los organismos, y lo mismo sucede con el sistema encargado de traducir el mensaje codificado en el dna a proteínas.

Si todos los seres vivos compartimos un ancestro común, más fácil es demostrar que las especies surgen a partir de otras preexistentes. Las evidencias son diversas. Por ejemplo, en el registro fósil encontramos muchas series ininterrumpidas de cambio gradual que permiten establecer con precisión el proceso de transformación de unas especies en otras. Sin embargo, estos casos, contabilizados sobre la totalidad de especies, son las excepciones y no la regla, por lo que hay que recurrir a pruebas menos directas, pero no por ello menos potentes. Si dos especies provienen de un ancestro común reciente, por las mismas razones que los hijos se parecen a sus progenitores, esas especies compartirán una serie de características en mayor número y grado que especies evolutivamente más alejadas. Estos caracteres compartidos por ancestralidad común, las homologías, se van perdiendo a medida que nos alejamos en la escala en la que midamos el parentesco. Es fácil reconocer el parecido entre los lobos y los perros, en especial en algunas razas como los pastores alemanes, pero ya no es tan fácil si lo que comparamos son los perros con los ratones y, menos aún, si son los perros con las ranas o las truchas. El número de homologías compartidas nos informa directamente del parentesco entre especies a la vez que nos prueba que unas tienen su origen en otras previas.1

La existencia de homologías compartidas proporciona otro tipo de pruebas muy potentes a favor de la evolución por selección natural. Si la existencia de una presión selectiva da como resultado la aparición o el desarrollo de adaptaciones, la relajación de la selección también tiene consecuencias importantes. Entre las más destacadas está la atrofia o degeneración de estructuras que eran funcionales en ciertas circunstancias durante la evolución de un linaje pero que, en la actualidad, han perdido esa condición. Por ejemplo, todos los vertebrados terrestres (anfibios, reptiles, aves y mamíferos) son animales tetrápodos, pues poseen dos extremidades anteriores y dos posteriores. Una de las funciones principales de las extremidades es la locomoción, ya sea en tierra (patas), en el agua (aletas) o en el aire (alas). Sin embargo, hay varios organismos que han desarrollado sistemas alternativos de desplazamiento, como las serpientes, que reptan, o las ballenas, que usan su poderosa cola para proporcionarse el impulso necesario para desplazarse en el mar. ¿Qué sucede con las extremidades de estos organismos cuando ya no son necesarias para la locomoción? Si la selección fuese todopoderosa, el resultado óptimo sería la eliminación completa de esas extremidades, para ahorrar el coste que supone su formación. Pero la selección no lo puede todo. Podría permitir que desapareciese un carácter si ese proceso dependiese de la eliminación o inactivación de uno o unos pocos genes que no afectasen a otras funciones esenciales. Sin embargo, en organismos complejos, como los vertebrados, el desarrollo de estructuras como las extremidades no depende de unos pocos genes, sino de una multitud que, además, es compartida con el desarrollo de otras estructuras y órganos. Por lo tanto, la selección natural no puede eliminar esos genes para evitar que se desarrollen esas estructuras superfluas. Lo que sí que puede es minimizar el coste que conlleva su construcción, y esas extremidades quedan reducidas a su mínima expresión (figura 5.1), de modo que conforman estructuras atrofiadas o rudimentarias. ¿Cómo se puede explicar la frecuente presencia de estas estructuras si no es por el cese de la acción de la selección?


Figura 5.1 Ejemplos de estructuras vestigiales o rudimentarias que no han desaparecido tras la pérdida de su función en los correspondientes organismos.

Algunas de las evidencias a favor de la evolución más importantes para el propio Darwin se derivan del análisis de la distribución geográfica de las especies. Por ejemplo, las islas y archipiélagos situados en mitad de los océanos, como las islas Hawái o las Galápagos, presentan características comunes, aunque las especies concretas sean muy diferentes unas de otras. En estas islas suelen encontrarse especies estrechamente emparentadas que, no obstante, muestran claras diferencias como resultado de su adaptación a nichos ecológicos particulares, nichos que no están ocupados por las especies que lo hacen habitualmente en las costas continentales más próximas. Un ejemplo muy claro de esto lo tenemos en los pinzones de las Galápagos, adaptados a tipos de alimentación muy distintos y que se diferencian claramente de sus parientes del continente suramericano.

Otra evidencia de este tipo es la clara correspondencia entre la distribución geográfica actual y la historia geológica. Por ejemplo, la línea de Wallace2 separa dos faunas de composición muy diferente, a pesar de su proximidad geográfica. La explicación reside en la diferente historia geológica de las islas del extremo oriental del Índico, con unas procedentes de la placa tectónica de la India y el sureste de Asia, mientras que la otra corresponde a Australia y otras islas como Papúa-Nueva Guinea. Durante los millones de años en los que estas placas estuvieron separadas, la evolución discurrió por sendas diferentes en ambas y, tras su contacto, han mantenido faunas y floras con composiciones claramente distintas.

Pero, ¿ha visto alguien la aparición de una nueva especie? La respuesta es sí, pero no se trata de las especies en las que pensamos habitualmente: el tiempo necesario para la aparición de una especie de forma natural es, normalmente, mucho mayor que el tiempo desde el que hay registros históricos. Muchas de las nuevas especies de aparición reciente (en los últimos miles de años) son especies domesticadas. De hecho, la gran mayoría de especies sobre las que se sustenta nuestra alimentación y que aprovechamos de diversas maneras son bastante diferentes de sus parientes silvestres. Es más, muchas otras especies que no sólo no utilizamos, sino que se alimentan o se aprovechan de nosotros, han evolucionado recientemente. Desde virus, como el de la inmunodeficiencia humana que provoca el sida o el de la gripe, o bacterias, como las numerosas cepas resistentes a los antibióticos, hasta parásitos como los piojos, los análisis de su evolución nos han mostrado que han cambiado recientemente para adaptarse a un nuevo entorno facilitado por la especie humana.

El registro fósil proporciona un gran número de evidencias empíricas a favor de la evolución. Un fósil es un resto de un organismo o de su actividad que, tras experimentar una serie de transformaciones, llega hasta nuestros días en un estado de conservación suficiente para permitir su estudio. En esas transformaciones, la materia orgánica es reemplazada por diferentes materiales inorgánicos que permiten su estabilidad a lo largo de grandes períodos de tiempo (decenas, centenares, o miles de millones de años) a través de los cuales han atravesado y superado numerosos procesos geológicos. Aunque se conocen restos fósiles desde la Antigüedad, su interpretación correcta como restos de seres vivos tuvo que esperar hasta poco antes de que Darwin expusiese su teoría de la evolución. La interpretación anterior solía hacerse basándose en narraciones mitológicas o en el resultado del diluvio universal, como cuando se encontraban restos de animales marinos en una montaña.

En el siglo XVIII, un ingeniero inglés, William Smith, observó que rocas de distintas capas geológicas preservaban conjuntos diferentes de fósiles, y que estos patrones se mantenían incluso entre continentes, a pesar de la distancia geográfica. Esta información se empezó a utilizar de forma práctica, y la estratigrafía se desarrolló durante ese siglo y el siguiente. De hecho, a finales del siglo XVIII, Cuvier ya estableció la existencia de extinciones reales, especialmente a partir de sus estudios de fósiles de grandes mamíferos. Pero, una vez más, la interpretación fue radicalmente opuesta a la idea de evolución o cambio orgánico en el tiempo. Cuvier fue el principal defensor del catastrofismo, doctrina que mantenía que tanto las características geológicas como la historia de la vida sobre la Tierra podían explicarse por sucesos catastróficos que ocasionaban las extinciones. No deja de resultar paradójico que algunas de las hipótesis más ampliamente aceptadas para explicar las extinciones masivas que se han producido en la historia de la vida sobre nuestro planeta se basen en sucesos catastróficos, como la caída de meteoritos o actividades sísmicas y volcánicas inusuales.

Darwin interpretó la existencia de fósiles de especies extinguidas como una evidencia muy importante a favor de la realidad del cambio orgánico. Recordemos que una de sus fuentes de inspiración era la teoría uniformista del cambio geológico planteada por Lyell. Para explicar los cambios en la faz de la Tierra mediante la acción de los procesos que podían observarse en la actualidad, eran necesarios unos períodos de tiempo muy prolongados, tiempo que también permitía la acumulación de cambios orgánicos en los seres vivos, muchos de los cuales podrían haber desaparecido y de los que sólo tendríamos noticia por sus restos fosilizados. Esta interpretación evolutiva de los fósiles explicaba los paralelismos encontrados entre yacimientos de una misma época geológica pero separados geográficamente, o por qué era posible encontrar restos de animales marinos en la cima de montañas. La interpretación de los fósiles arroja luz sobre la historia de los seres vivos y proporciona claras evidencias sobre su cambio a lo largo del tiempo. Son, por lo tanto, una clara prueba de que ha existido la evolución.

Su carácter de restos de organismos vivos del pasado nos permite realizar importantes inferencias sobre el curso de la evolución. Podemos, por ejemplo, realizar predicciones sobre qué tipo de organismos se deben de encontrar en rocas de una determinada edad o, a la inversa, en qué rocas debemos buscar para hallar un cierto organismo,3 empleando para ello otros conocimientos sobre la biología de las especies actuales. El registro fósil nos proporciona, además, pruebas adicionales e independientes del curso de la evolución. Por ejemplo, una deducción lógica del evolucionismo es que los organismos con estructuras más complejas han evolucionado a partir de otros con estructuras más sencillas. Los anatomistas y los embriólogos identifican a los mamíferos como vertebrados más complejos que los peces o los anfibios, por ejemplo, que son los representantes actuales de los organismos que precedieron a la aparición de los mamíferos a partir de un grupo concreto de reptiles. El registro fósil permite verificar esta hipótesis, pues en éste aparecen siempre restos cuya antigüedad va paralela a la complejidad anatómica: hay restos de peces más antiguos que de anfibios, de éstos más que de reptiles y de reptiles más que de aves y mamíferos.

Esta concordancia entre evidencias independientes es muy reveladora pues, como afirmó una vez J. B. S. Haldane, «bastaría el hallazgo de un fósil genuino de un mamífero procedente del Precámbrico4 para que nuestra idea de la evolución sobre la Tierra se viniese abajo». No sólo no encontramos casos que representen un desafío por sí mismos a la teoría evolutiva, sino que las evidencias de distintas líneas de estudio no presentan contradicciones. Por otra parte, encontramos numerosos fósiles que representan formas de transición entre grupos de organismos que, en la actualidad, están claramente diferenciados. Por ejemplo, las aves son descendientes de un grupo de dinosaurios5 de los que son los únicos representantes no extinguidos. Dada la continuidad entre progenitores y descendientes, tanto entre los miembros de una misma especie como entre los que, con el tiempo, dieron lugar a especies diferentes, es lógico pensar que debieron existir bastantes especies con características anatómicas, fisiológicas, de conducta, etc., intermedias entre los dinosaurios de ese grupo y las aves, si entendemos éstas no por sus representantes actuales, sino por los que las precedieron hace unos ciento cincuenta millones de años. El representante más famoso de estas formas intermedias es Archaeopteryx, cuyos primeros restos se encontraron en Alemania poco después de la publicación de El origen de las especies, en 1861. Posteriormente, cerca de Berlín, hacia 1877, se descubrió un ejemplar excepcionalmente bien preservado y en el que las características reptilianas y aviares eran claramente reconocibles.

Muchos de estos fósiles son etiquetados como eslabones perdidos, pero esta denominación es incorrecta desde un punto de vista evolutivo. No existen eslabones sino cadenas, y los seres vivos, a lo largo de la evolución, no muestran una discontinuidad entre unas especies y sus descendientes. La cadena, en realidad, es un hilo o un cordón continuo, y estas formas de transición representan porciones intermedias entre puntos extremos que tomamos como referencia. Todas las especies que precedieron a la nuestra propia hasta nuestro ancestro común con los otros primates, por ejemplo, deberían tener la misma consideración, sin que podamos decir que una es un eslabón perdido y otra, no.

¿Puede la selección natural producir estos cambios? Como hemos indicado, las pruebas a favor de la teoría de la evolución no se pueden limitar a demostrar que ha habido cambio y diversificación a partir de un ancestro común a todos los seres vivos, lo que constituiría la primera parte de la propuesta de Darwin, sino que deben demostrar que el agente de cambio, la selección natural, realmente produce los efectos necesarios para que se produzca la divergencia de unos organismos a partir de sus antecesores. Para ello, no nos podemos servir del recurso utilizado por Darwin ante la falta de pruebas directas y recurrir a los efectos de la selección artificial. Ya en su momento, el argumento era muy convincente y hoy nadie cuestiona su eficacia y resultados.

En la naturaleza actúa la selección, pero de un modo menos espectacular que la selección artificial. La cuestión, sin embargo, es si tiene capacidad de producir cambios que, si se mantuviesen durante un número suficiente de generaciones, al final provocarían la aparición de nuevas especies o, al menos, que las diferencias entre los individuos fuesen del mismo nivel o más que las que separan especies bien delimitadas. Tomemos un ejemplo que tiene una cierta proximidad con Darwin: una de las especies de pinzones que habitan las islas Galápagos.

En la actualidad, las noticias sobre el cambio climático hacen que estemos muy al tanto de algunos fenómenos como el conocido El Niño. Consiste en una elevación de la temperatura del agua de la superficie del océano Pacífico que provoca un cambio en el patrón de circulación de la corriente marina. Este cambio comporta variaciones en los patrones meteorológicos que afectan, prácticamente, la totalidad del planeta. Su nombre se debe a la época del año, cercana a la Navidad, en la que se detectan los primeros indicios del aumento de la temperatura en las aguas del extremo occidental del Pacífico. A los años con episodios de El Niño se les contraponen, sin que haya un patrón claro de alternancia o regularidad, los años de La Niña, en los que las alteraciones son de sentido opuesto: si El Niño se caracteriza por un calentamiento de la superficie oceánica, durante un año de fenómeno La Niña, como 2007, la superficie se enfría considerablemente. En las islas Galápagos, un año El Niño se caracteriza por una intensa sequía mientras que, en los años de La Niña, las precipitaciones son mucho más intensas de lo habitual.

En uno de los islotes del archipiélago, llamado Daphne Mayor, Peter y Rosemary Grant han estudiado la población de pinzones terrestres medianos (Geospiza fortis) durante más de treinta años. Cada temporada, este matrimonio ha censado, medido y tomado muestras de cada uno de los individuos que componen esta población. A los cinco años de empezar sus estudios, en 1977, se produjo una intensa sequía como consecuencia de un episodio El Niño, y la población de pinzones quedó diezmada. De hecho, a finales de ese año, apenas sobrevivía uno de cada diez individuos de los que componían la población a principios de éste. Gracias al detalle con el que estudiaban esa población, los Grant pudieron documentar uno de los mejores ejemplos de acción de la selección natural de los que disponemos.

La sequía afecta a los pinzones de manera indirecta pero muy intensa. Estos pájaros tienen, en esta isla, muy pocas alternativas como alimento. Suelen alimentarse de semillas de diferentes arbustos, pero prefieren las blandas y fáciles de romper que produce el Heliotropium a las más duras del Tribulus. Pero los heliotropos se ven muy afectados por las condiciones de sequía, y los años en los que se dan esas condiciones apenas producen semillas. Los arbustos de Tribulus aguantan mejor la sequía, pero producen muchas menos semillas que, además, son mucho más difíciles de romper.

A medida que avanzaba el año 1977, el alimento empezaba a escasear, y sólo aquellos pinzones lo bastante hábiles y fuertes para conseguir romper alguna de las escasas semillas de Tribulus consiguieron suficiente alimento para superar ese terrible año: nueve de cada diez no llegaron a hacerlo. La habilidad y fuerza mencionadas dependen, en buena medida, del tamaño del pico de cada ave. El pico actúa como un cascanueces y, cuanto mayor es su tamaño, el pinzón puede romper cáscaras de semillas más grandes y gruesas. Por lo tanto, en estas circunstancias es previsible que el tamaño del pico influya sobre la posibilidad de adquirir alimento y, dado el escenario que se presenta en los años de sequía, a mayor tamaño del pico, mayor será la probabilidad de sobrevivir.

Cuando, a principios de 1978, midieron los picos de los pinzones supervivientes, los Grant encontraron un cambio significativo en el tamaño promedio del pico cuando lo compararon con el de la población del año anterior (figura 5.2). De acuerdo con la previsión, el tamaño grande del pico facilitó la supervivencia de este grupo de individuos y, por consiguiente, tras la acción de la selección, la población, en su conjunto, tenía un pico más grande.

Aunque la acción de la selección natural fue significativa en este episodio de El Niño, el proceso no concluyó aquí, con la mayor supervivencia de los individuos de pico grande. Para que los cambios producidos por la acción de la selección tengan consecuencias evolutivas deben transmitirse a la descendencia. Eso sólo puede suceder si el carácter sobre el que actúa la selección, el tamaño del pico en este caso, tiene un componente hereditario. Si esto es cierto, el tamaño del pico de los hijos se parecerá al de sus padres: parejas con picos pequeños tendrán hijos con picos pequeños y las de pico grande tendrán descendientes con picos grandes. Por lo tanto, el tamaño medio del pico de los hijos de los supervivientes de la sequía de 1977 debe ser mayor, cuando lleguen a la edad adulta, que el tamaño del pico de los nacidos en la población antes del episodio de El Niño. Esto se pudo comprobar en 1979, cuando se midieron los individuos nacidos a lo largo de 1978. Efectivamente, en promedio, su pico era casi un 10% más grande que el de los nacidos en 1977, una prueba de que la acción de la selección durante una generación dejaba su huella en generaciones posteriores (figura 5.2).


Figura 5.2 Evolución del tamaño del pico de los pinzones terrestres medianos en la isla Daphne Mayor tras el episodio El Niño de 1977. En los gráficos superiores se muestra la distribución del carácter en 1976 y, en las inferiores, en 1978. Los gráficos de la izquierda corresponden a individuos adultos y los de la derecha, a los nacidos en los años respectivos.

El análisis de los cambios en el tamaño promedio del pico de los pinzones a lo largo de varios años nos muestra varios fenómenos interesantes y que permiten entender mejor cómo actúa la selección natural en poblaciones naturales. Debemos tener presente que los cambios que se observan se producen en una escala poblacional, no simplemente individual. En cada generación encontramos individuos con picos pequeños e individuos con picos grandes, además de valores intermedios. Lo que cambia es la frecuencia con la que aparece cada una de estas categorías en cada generación estudiada. Tras un episodio de sequía, aumenta la proporción de individuos que pertenecen a la categoría de picos grandes, lo que se traduce en un aumento de la media poblacional para este carácter, pero siguen existiendo individuos de pico pequeño. La selección no actúa habitualmente como un filtro estricto que, por ejemplo, elimina a todos los individuos que no superan cierto tamaño mínimo y permite la supervivencia de todos los que sí lo hacen. Su acción es menos determinista respecto al destino individual: cambia las probabilidades de supervivencia en función del carácter. Un individuo de pico pequeño puede encontrar unas cuantas semillas blandas que le permiten superar con éxito las condiciones adversas, sin necesidad de tener que afrontar la rotura de una cáscara para la que no está capacitado. Un individuo de pico grande puede encontrar sólo semillas demasiado grandes para romper o demasiado pequeñas para que le puedan proporcionar la energía suficiente para sobrevivir ese año, así que el tamaño no es garantía absoluta de éxito.

Hemos visto que los efectos de la selección dejan huella en las poblaciones a lo largo de varias generaciones. Pero esos efectos no son irreversibles. Para que actúe la selección deben darse una serie de circunstancias, pero no basta con ellas. Las condiciones internas son necesarias, pero no suficientes. También deben darse circunstancias, normalmente externas o ambientales, que limiten el crecimiento de la población de tal forma que algunos de sus individuos tengan más probabilidades de sobrevivir a esas limitaciones. Los años en los que las precipitaciones son normales, no se observó un cambio significativo en el tamaño medio del pico. Los años que se caracterizan por un aumento de la pluviosidad, como en los que se produce el fenómeno La Niña, la mayor abundancia de semillas de todo tipo proporciona suficientes recursos fáciles de ingerir por pinzones incluso de pico pequeño, de modo que los que tienen el pico grande pierden su ventaja y el carácter vuelve a disminuir en la población.

En ambos casos, en tan sólo un pulso de selección en los pinzones de Darwin, provocado por la sequía derivada de un episodio de El Niño, se produjo un cambio en el tamaño medio del pico que representa el 10% de la diferencia para este carácter entre dos especies de pinzones. Es decir, bastarían unas pocas generaciones de selección sostenida en el sentido adecuado para que el carácter en cuestión no fuese una diferencia entre esas especies. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la selección no actúa necesariamente en un sentido único y que, al igual que hay circunstancias en las que se favorece un aumento del tamaño, como durante la sequía provocada por El Niño, hay otras en las que se favorece un cambio en el sentido contrario, como las derivadas de La Niña. A lo largo de los años, el tamaño del pico permanece aproximadamente constante, si bien las oscilaciones alrededor del valor promedio son frecuentes. Al cabo de muchas generaciones es muy probable que no observemos un cambio significativo en el tamaño del pico, pero eso no significa que la selección natural no haya estado actuando sobre este carácter de forma más o menos discontinua, en uno u otro sentido, durante ese tiempo.

El resultado es que, con la alternancia de episodios en uno y otro sentido, el valor promedio del carácter se mantiene aproximadamente constante a medio y largo plazo, pero la posibilidad de que se produzcan cambios graduales que, en pocas generaciones, desemboquen en una alteración relevante de la morfología o el tamaño de una especie no es, en absoluto, tan baja como puede parecer a primera vista. Debemos considerar, además, la naturaleza del carácter y la de los genes que influyen sobre él. Ya sabemos que no hay un gen para el tamaño del pico, al igual que no lo hay para la talla de una persona o la velocidad punta de una gacela. Éstos y otros muchos caracteres son el resultado, en su componente genético, de la acción de numerosos genes, los cuales influyen en muchos rasgos, morfológicos y de otros tipos, de los pinzones. La selección no suele actuar sobre un único carácter, sino que lo hace simultáneamente sobre varios, en función de la arquitectura genética del carácter sometido a la acción de la selección, como veremos posteriormente. En el caso del pico de los pinzones, el aumento de su tamaño también se corresponde con un mayor tamaño del cuerpo, lo que puede parecer lógico, pues el tamaño de las distintas partes de un organismo suele estar bien integrado, y las partes del cuerpo mantienen una relación aproximadamente constante unas con otras, lo que impide el crecimiento desorbitado de sólo una parte de ellas.

Antes incluso de hacer públicas sus ideas sobre la evolución y el papel del mecanismo propuesto para explicarla, Darwin era consciente de las numerosas lagunas e imprecisiones que contenía su teoría. También se percató de las consecuencias filosóficas, religiosas y sociales que podían derivarse de ella. Por lo tanto, tuvo un cuidado extraordinario en documentar, de la manera más exhaustiva y detallada posible, todas aquellas afirmaciones que conformaban su largo razonamiento. No obstante, no podemos separar el trabajo de Darwin de los conocimientos de la ciencia de su tiempo, a la que Darwin contribuyó de un modo excepcional. Muchas de las críticas planteadas en su momento a la teoría darwinista fueron paulatinamente explicadas o refutadas a medida que la ciencia fue progresando. Otras críticas tenían y tienen una base ideológica, de prejuicio u opinión, y no tanto de racionalidad. Otras, surgieron de una falta de comprensión de los postulados de la propia teoría. La respuesta de la teoría evolutiva depende, en ocasiones, de descubrimientos posteriores a Darwin.

El principal hueco en la teoría propuesta por Darwin era la falta de un mecanismo válido para la transmisión de la información hereditaria de padres a hijos. Las leyes básicas de la genética se formularon en 1862,6 pero permanecieron ignoradas por la comunidad científica hasta 1900, tras el fallecimiento de Darwin. La incorporación de la teoría de la herencia a la teoría evolutiva fue bastante traumática. La propuesta de cambio orgánico de Darwin se basaba en la acumulación gradual de pequeñas diferencias en distintos caracteres entre los individuos de una población a lo largo de las generaciones. Los caracteres que se utilizaban para ejemplificar estos cambios eran todos caracteres de herencia compleja, los que ahora consideramos de herencia poligénica o determinados no por uno, sino por muchos, decenas o centenares incluso, de genes. Los descubridores del mendelismo y los primeros científicos que ampliaron y desarrollaron las leyes de la herencia centraban su atención en caracteres con un patrón hereditario sencillo, que normalmente dependía de un sólo gen y en el que, además, las formas alternativas, los alelos, especificaban fenotipos7 discretos, claramente diferenciados. Por el contrario, los caracteres poligénicos se caracterizan por tener una distribución fenotípica prácticamente continua, como la altura de los individuos de una población. La disputa sobre el motor del cambio evolutivo estaba servida. ¿Procedía la evolución mediante la acumulación de diferencias pequeñas, gracias al impulso de la selección natural, como defendían los darwinistas o, por el contrario, el principal agente de cambio era la aparición de mutaciones que provocaban saltos bruscos en las características fenotípicas de los organismos?

Esta disputa quedó resuelta a finales de la década de 1910, una vez quedó demostrada la base mendeliana de la herencia de caracteres poligénicos y que la selección podía modificar las frecuencias de los alelos en sistemas genéticos mendelianos provocando un cambio en la constitución genética, y en sus efectos fenotípicos, de las poblaciones. ¿Cómo intentó resolver Darwin el problema de la herencia? Eludió dar su opinión sobre el mecanismo de la herencia hasta 1868, cuando planteó, en su libro La variación de animales y plantas bajo domesticación, su teoría de la pangénesis. Con ella, intentaba explicar varias observaciones y algunas interpretaciones que resultaron ser completamente erróneas, como su teoría de la herencia. Entre esas observaciones, destacan la herencia de caracteres adquiridos, propuesta por Lamarck, pero para la que no se había postulado ningún mecanismo, y la herencia por mezcla, según la cual las características de los descendientes eran siempre intermedias entre las de sus progenitores. Para ello, Darwin propuso la existencia de unas gémulas que, liberadas por las células y órganos del cuerpo, se acumulan en los órganos reproductores, desde donde pasan a la descendencia con información sobre el estado de las estructuras corporales del progenitor.

El error en la formulación de Darwin fue puesto de manifiesto poco después por August Weismann (1834-1914), biólogo evolucionista alemán que formuló la teoría del germoplasma. En ella defendió la separación, en el cuerpo de los animales, de dos tipos de células, las germinales, que dan lugar a los gametos y que portan la información que heredarán los descendientes, y las somáticas, encargadas de casi todas las funciones del organismo, excepto la de transmitir la información genética. Además, las células germinales pueden dar lugar a células tanto germinales como somáticas, pero estas últimas sólo dan lugar a nuevas células somáticas. Esta separación implica una unidireccionalidad en el flujo de la información genética que, a su vez, impide la herencia de los caracteres adquiridos. A pesar de que Weismann tampoco conocía los fundamentos físicos de la herencia, sus postulados han sido confirmados plenamente por los avances en biología molecular sobre la estructura del gen y el flujo de la información genética. No obstante, todavía es posible encontrar en la literatura científica reformulaciones esporádicas de la herencia de los caracteres adquiridos.

Otra de las críticas más persistentes a la teoría planteada por Darwin se centra en el papel del azar en el proceso evolutivo. Esta argumentación ha sido utilizada repetidamente desde la exposición del mecanismo evolutivo por selección natural hasta la actualidad. En breve, se cuestiona que estructuras tan complejas y finamente adaptadas a realizar su función, como pueden ser el ojo o la mano humanos o el flagelo de un paramecio, hayan podido surgir por azar. El razonamiento, en muchas ocasiones, pervierte completamente la propuesta realizada por Darwin, que en ningún momento otorga al azar el papel que pretenden asignarle sus críticos. Para ello, se recurre a formulaciones del tipo «es imposible que se pueda conformar una proteína de 200 aminoácidos con la secuencia necesaria para funcionar como transportadora de oxígeno», refiriéndose a la hemoglobina y tomando ésta como ejemplo. Jamás Darwin, ni ningún biólogo evolucionista, han propuesto nada semejante para explicar la aparición de una estructura, en este caso una proteína, compleja y adaptada a realizar su función.

Lo que postula la teoría evolutiva es que las variaciones en el material hereditario que determinan los diferentes estados que puede tomar un carácter son variaciones que aparecen sin estar dirigidas a ningún fin u objetivo predeterminado. Si una proteína de 200 aminoácidos puede tener unas 20200 ≈ 1,6 x 10260 variantes diferentes (esto es, un 16 seguido de 259 ceros, aproximadamente) esto no quiere decir que la evolución genere por azar justamente esa combinación que es más apropiada para la función considerada en el organismo en cuestión. Sin contar otros tipos de variaciones (inserciones, deleciones, etc.),8 una proteína de ese tamaño puede generar, mediante una mutación en un sólo aminoácido, unas 3.800 variantes diferentes. Lo que propone la teoría es que la probabilidad con la que se genera cada una de éstas es, aproximadamente, la misma, y que es independiente de su mayor o menor adecuación a las necesidades de ese organismo en ese instante de su evolución. Cualquiera de ellas que proporcione a su portador una ventaja en la supervivencia y reproducción aumentará su frecuencia en la población, como ya hemos visto.

El papel del azar queda reducido a que no es posible predecir qué mutaciones aparecerán realmente en una población, ni cuándo lo van a hacer, ni si las mutaciones que aumentan la eficacia biológica de los portadores lo hacen en el momento oportuno. Una vez aparece una mutación, su destino, en el planteamiento de Darwin, depende esencialmente de los efectos, beneficiosos o perjudiciales, que confiere, y éstos no dependen del azar. El resultado del proceso, que tiene un primer componente que corresponde a la generación de variación genética y otro de cribado de las variantes por acción de la selección, no depende del azar en el sentido de que éste no es el único componente, sino que es una fuerza esencialmente determinista, como la selección, la encargada de dictar sentencia sobre las distintas variantes que se producen en la población.

El proceso puede ilustrarse fácilmente con un pequeño experimento que se puede realizar en casa. Supongamos que la secuencia de aminoácidos de una proteína se corresponde con los números obtenidos al lanzar un dado y que el valor óptimo de una proteína así construida de longitud diez es: 1, 2, 4, 5, 4, 2, 5, 6, 1, 3. Si lanzamos diez veces consecutivas un dado al aire, o diez dados diferentes, a los que asignamos cada una de las posiciones, la probabilidad de que en cualquier ejecución de la serie completa se logre obtener la secuencia deseada es de 1/610 o de una entre algo más de sesenta millones. La estadística demuestra que, en promedio, serían necesarios esos poco más de sesenta millones de lanzamientos para que obtuviésemos la secuencia deseada. Pero este proceso no es análogo al descrito por Darwin. Para entender el proceso de selección actuando sobre la variación hereditaria ejecutaremos la misma rutina antes descrita con una variación: cuando el resultado de un dado coincide con el valor deseado en esa posición, seleccionamos ese dado y no seguimos lanzándolo. El proceso prosigue con los restantes dados hasta que en todas las posiciones obtenemos el resultado deseado. En esta analogía, la selección actúa manteniendo aquellas variantes que le permiten aproximarse al objetivo final, pero esta aproximación es paulatina, posición a posición, sin que se tenga que seguir una única vía ni alcanzarse ese objetivo partiendo desde cero en cada lanzamiento. Primero serán una o dos las posiciones coincidentes, que irán aumentando hasta llegar a las diez deseadas. Lo más sorprendente es la duración media del proceso. Cuando con las reglas del primer método considerado debíamos esperar unos 60 millones de ejecuciones completas, con las del segundo bastarán unas ¡seis series de lanzamientos!

La analogía entre estos dos métodos de lanzamiento de los dados hasta obtener la sucesión deseada y el proceso de evolución es muy ilustrativa de la diferencia entre el modelo evolutivo propuesto por Darwin y la caricatura que de él realizan los críticos que señalan la imposibilidad de obtener adaptaciones complejas por simple azar. Además, nos da una idea de lo potente que puede ser la selección a la hora de alcanzar adaptaciones complejas. Basta con que en cada etapa se pueda mejorar, aunque sea ligeramente, el estado anterior del sistema para que el proceso avance a un ritmo que dependerá de la aparición de esas mutaciones ventajosas, en lo que sí que juega un papel importante el azar, y de su fijación en la población, donde no interviene. No obstante, el azar sí juega un papel en el destino de las mutaciones que aparecen en una población si ésta es de tamaño reducido. En esas circunstancias, la deriva genética puede ser el principal factor de cambio evolutivo, como veremos en el capítulo siguiente, pero no da lugar a cambios adaptativos. Este proceso no es, en absoluto, utilizado como crítica al darwinismo, pues está perfectamente incorporado a éste desde la formulación de la teoría sintética gracias, sobre todo, a los trabajos de Sewall Wright y, posteriormente, de Motoo Kimura y la escuela neutralista de la evolución molecular.

Otro punto de crítica planteado desde un primer momento a la teoría darwinista fue su dificultad a la hora de explicar la aparición de estructuras complejas que, en lo que podrían considerarse sus primeras etapas evolutivas, no proporcionasen ninguna ventaja a sus portadores y que, en consecuencia, deberían ser eliminadas por la selección natural. La crítica es legítima, pues plantea una dificultad, más aparente que real, que debe responderse para numerosas estructuras: el desarrollo de las alas para el vuelo, el desarrollo de los ojos o la aparición de cornamentas pesadas y voluminosas en varias especies de ciervos podrían servir de ejemplos para estos críticos. La respuesta desde la teoría evolutiva no es siempre idéntica para todos los casos, pues son varios los factores que deben considerarse y en cada uno pueden aplicarse una o varias de estas explicaciones.

En primer lugar, y para demostrar su plausibilidad, Darwin utilizó el ejemplo de la evolución del ojo. No es imprescindible ni necesario que una estructura sea completamente funcional, tal como la conocemos en la actualidad, para que a lo largo de su evolución no haya proporcionado ventajas a sus poseedores sobre aquellos organismos que no la tenían. Si consideramos el ojo, la posesión de unas pocas células con capacidad de captar fotones (y reaccionar a ellos) permite a algunos organismos tener conductas simples como aproximarse a una fuente de luz o detectar la posible presencia en las proximidades de un predador del cual debe protegerse (figura 5.3). En etapas sucesivas, perfectamente plausibles porque se encuentran en distintos animales actuales, esa zona con células fotosensibles pudo ir invaginándose, para captar mejor los fotones incidentes, desarrollar una lente, que permitió enfocar las fuentes de éstos, y así sucesiva y gradualmente hasta llegar a convertirse en la estructura tan compleja que conocemos como nuestro ojo pero que, igualmente, podríamos comparar con el ojo de otros vertebrados o de muchos invertebrados. Más adelante9 veremos cómo el ojo ha aparecido a lo largo de la evolución, de manera independiente, en varias ocasiones, pero que los genes que controlan su desarrollo en distintos animales son los mismos. Por lo tanto, el origen aparentemente independiente tiene una base genética común que, indudablemente, ha permitido y facilitado el desarrollo de esta estructura tan compleja.


Figura 5.3 Evolución gradual de una estructura compleja, en este caso, el ojo. Se muestran distintas estructuras de menor a mayor complejidad y funcionalidad de la visión, cada una de las cuales permite una mejora en el rendimiento visual sobre las precedentes y que se encuentran en animales actuales.

En segundo lugar, una estructura adaptativa no tiene por qué haber desempeñado siempre la misma función. Son numerosos los ejemplos de reclutamiento para una nueva función, tanto a nivel macroscópico como molecular. François Jacob definió claramente que la evolución actúa como un chatarrero y no como un ingeniero: nunca diseña de la nada, a partir de un plano en blanco, sino que aprovecha cualquier material o estructura que ya esté a su alcance para realizar una nueva función que pueda servir para aumentar la eficacia de sus poseedores. Por ejemplo, se han propuesto varias teorías para explicar el desarrollo de las alas de las aves. Para algunos autores empezaron siendo sistemas de termorregulación; para otros, servían para el planeo. Pero, una vez alcanzaron la envergadura suficiente y se desarrolló una musculatura que facilitara su bateo, se abrió un nuevo hábitat, lleno de posibilidades de explotación. Estas circunstancias son ideales para el desarrollo de nuevas adaptaciones, de forma relativamente rápida y, de hecho, la reconstrucción de la historia evolutiva de las aves es realmente complicada en sus orígenes, como corresponde a una radiación adaptativa, en la que todas las ramas profundas parecen tener un origen casi simultáneo.10 Este tipo de cambio en la funcionalidad de una estructura que parece estar preadaptada para el desempeño de la nueva función fue denominado exaptación por Elisabeth Vrba y Stephen Jay Gould en 1982.

Finalmente, como veremos posteriormente, los conocimientos actuales sobre el desarrollo embrionario y su evolución comparada nos han demostrado la falta de correlación entre algunos cambios a nivel genético, poco frecuentes pero de gran importancia, y los efectos que producen a escala fenotípica, visible, en el organismo adulto. De esta forma, en la actualidad entendemos con mayor facilidad cómo una estructura puede desarrollarse a partir de una pequeña modificación de una información preexistente sin necesidad de pasar por toda una serie de etapas intermedias que, sin conocer el modo en el que se desarrollan los organismos pluricelulares y, en especial, animales y plantas, nos pueden parecer imprescindibles.

Es justamente esa visión gradual, paso a paso, del proceso evolutivo otra de las críticas que tuvo que afrontar Darwin y, en mayor grado, la teoría sintética o neodarwinista de la evolución. La principal oposición, en este caso, ha llegado de la paleontología. Son muchos los casos en los que el registro fósil no muestra restos que avalen la visión gradual de la evolución planteada desde el darwinismo. La respuesta dada originalmente por Darwin, la incompletitud del registro fósil, no es válida en algunos casos en los que las series sedimentarias son bastante completas y, no obstante, presentan cambios bruscos en las formas de algunas especies fósiles recogidas en ellas, sin que se hallen rastros de etapas intermedias en su evolución. De hecho, éstas y otras observaciones complementarias, en especial la constancia durante períodos prolongados de tiempo en la forma de las especies (lo que se denomina estasis), llevaron a los paleontólogos Niles Eldredge y S. J. Gould, a mediados de los años setenta del siglo pasado, a plantear una alternativa que desafía esa visión gradualista de la evolución que ellos asimilaban a la postura neodarwinista ortodoxa. Denominaron a su alternativa equilibrio puntuado (punctuated equilibrium) y destacaron su alternancia de largos períodos de estasis morfológica con cortas etapas de cambio rápido. Su crítica estaba dirigida tanto al planteamiento original de Darwin como a su reformulación tras la síntesis neodarwinista, en la que el cambio de las frecuencias alélicas en las poblaciones pasó a ser el centro del proceso evolutivo.

Si bien la polémica creada por Eldredge y Gould ha amainado bastante en la actualidad, todavía hay puntos de discrepancia. La reducción en la polémica se deriva, en parte, de la consideración de los distintos marcos temporales en los que se describen los fenómenos evolutivos. El registro fósil puede englobar, en una fracción minúscula de éste, centenares o miles de generaciones sin que materialmente sea posible recoger en ese registro una historia detallada de todos los cambios producidos en esa región. Además, y esto fue tomado como un componente importante en su propuesta por Eldredge y Gould, el modelo de especiación en zonas separadas geográficamente (alopatría) propugnado por Ernst Mayr11 indica que el cambio evolutivo que da lugar a la aparición de nuevas especies a partir de otras precursoras (cambio cladogenético) se produce principalmente en pequeñas poblaciones periféricas, aisladas del área principal de distribución de las especies parentales. Bajo estas circunstancias, es especialmente difícil que queden huellas fósiles de etapas intermedias que puedan haberse producido en esas poblaciones.

Ya hemos indicado anteriormente que en un capítulo posterior estudiaremos el modo en que se regula genéticamente el proceso de desarrollo de los organismos pluricelulares, los que constituyen la principal fuente de datos que encontramos en el registro fósil. La incorporación de los nuevos conocimientos sobre la genética del desarrollo y la evolución de los sistemas implicados en ella nos permi-ten aproximar lo que parecían inicialmente posturas irreconciliables. Un cambio fenotípico importante puede corresponderse con un pequeño cambio a escala genética: el gradualismo a nivel genético-poblacional, representado por el aumento en la frecuencia en una población de una variante que interviene en el desarrollo del organismo hasta que llega a fijarse en ella, no está reñido con la observación de un cambio brusco, inmediato en ocasiones, a escala de tiempo geológico, en la que pueden estar incluidas miles de generaciones, además de procesos en otras áreas geográficamente separadas.

Queda por acomodar, en esta propuesta de síntesis, la estasis morfológica. Pero la estasis puede explicarse fácilmente, pues son varios los procesos independientes que permiten mantener un carácter aproximadamente constante en las poblaciones, teniendo en cuenta, naturalmente, una cierta variabilidad entre los individuos de éstas. En primer lugar, el modo más frecuente en que actúa la selección natural es en forma de selección equilibradora, en la que el valor óptimo para el carácter ocupa una posición intermedia entre los valores extremos posibles para él. Es la forma por la que se rige el peso óptimo de los bebés en el momento del parto: si son demasiado pequeños, normalmente por problemas durante el embarazo o por no haberse completado éste, correrán un grave riesgo de fallecer en las primeras semanas de vida; si son demasiado grandes, las complicaciones derivadas del parto tanto para la madre como para ellos mismos harán que sus vidas corran un grave riesgo. El peso idóneo se sitúa, por lo tanto, entre ambos extremos y no cabe esperar que haya un cambio importante en este carácter una vez que se haya establecido el tamaño promedio de una población. De hecho, el cambio podría ser indicativo de una variación en las condiciones ambientales, a las que la población podría responder de forma adaptativa. Pero no siempre se producirá un cambio morfológico como respuesta a los cambios en las condiciones ambientales. Tiene que haber variación hereditaria en él que permita un aumento de la eficacia bajo las nuevas condiciones, lo que no está siempre garantizado.

En segundo lugar, muchos caracteres presentan un fenómeno conocido como canalización, por el que son muy robustos a la variabilidad genética subyacente, y presentan un fenotipo discreto que parece ser constante. Solamente en los extremos de la variación genética puede observarse variación fenotípica. Éste representaría un caso extremo de selección equilibradora, de manera que el estado del carácter implicado se mantendría constante a pesar de la existencia de variación genética para éste, la cual permitiría, si fuese el caso, responder a cambios ambientales.12

Por último, como hemos visto con los pinzones de Darwin, las condiciones ambientales pueden alternar entre extremos más o menos constantes y el resultado, a medio y largo plazo, es una constancia en el valor promedio de los caracteres (como el pico de esos pinzones) que, en el registro fósil, se refleja como estasis del mismo.

1. Véase el capítulo 7.

2. Establecida por el codescubridor de la teoría de la evolución por selección natural, Alfred Russel Wallace, de quien recibe el nombre, se extiende por el estrecho de Macasar, en el límite entre los océanos Índico y Pacífico.

3. Los paleontólogos que descubrieron los primeros restos fósiles de Tiktaalik, una especie intermedia entre los peces y los primeros tetrápodos de vida terrestre, sabían que debían buscar en yacimientos de unos 375 millones de años de antigüedad, pues décadas de investigación paleontológica habían determinado que en esa época se debía haber producido la transición de los vertebrados del medio acuático al terrestre [Daeschler et al.: Nature 440, 2006, pp. 757-763].

4. Período de la historia de la Tierra que acabó hace unos 540 millones de años y que se caracteriza por la ausencia de fósiles macroscópicos, debido a la ausencia de seres pluricelulares, que sólo aparecieron hacia el final de dicho período.

5. Las aves parecen estar emparentadas con los dromeosaurios, un grupo de terópodos entre los que se incluyen algunas especies que se han popularizado en los últimos años como los velocirraptores.

6. Las detallaremos en el capítulo 6.

7. El fenotipo es el carácter observable de forma directa (p. e., el color del pelo, o la altura de un individuo) o de forma indirecta (p. e., el grupo sanguíneo, o la velocidad con la que una enzima cataliza cierta reacción química). El genotipo es el conjunto de las variantes genéticas, los alelos, presentes en los diferentes genes que determinan el carácter cuyo fenotipo estamos analizando, por ejemplo, los dos alelos que determinan el color verde o amarillo de las semillas del guisante que estudió Mendel.

8. Véase el capítulo 6.

9. Véase el capítulo 8.

10. Recientemente, Hackett et al.: Science 320, 2008, pp. 1763-1768, han publicado un análisis filogenético molecular exhaustivo que resuelve muchas de las dudas planteadas hasta el momento, a la vez que plantean nuevas agrupaciones que contradicen la filogenia tradicionalmente aceptada basada en la morfología.

11. Véase el capítulo 10.

12. A nivel molecular, la canalización se explica, entre otras posibilidades, por la acción de proteínas, como ciertas chaperonas, encargadas de lograr un plegamiento correcto de las cadenas peptídicas recién sintetizadas aunque en ellas aparezcan aminoácidos mutantes que, sin la acción de las chaperonas, darían lugar a conformaciones incorrectas y no funcionales. El resultado es la producción de proteínas con comportamiento fenotípico normal a pesar de incluir mutaciones en su secuencia de aminoácidos.

La evolución, de Darwin al genoma

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