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Introducción

1. Ésta no es una nueva historia del cine argentino sino apenas una interrogación de las que ya se han escrito a través de la revisión contemporánea de varios centenares de films importantes, un intento de síntesis destinado más al público general que al especializado. Esa interrogación comenzó sobre algunos prejuicios que luego no se sostuvieron y fueron reemplazados por otros hasta que finalmente no quedó ninguno. Surgió así un relato que puede leerse como una totalidad o de manera fragmentaria, y que adoptó una curiosa circularidad: la forma en que se presenta el cine descripto en el último capítulo se parece curiosamente a la del primero. Por su carácter original, imprevisible y heterogéneo, por una producción completamente atomizada, por la relativa facilidad de acceso a los medios de producción, el más reciente cine argentino se parece bastante al más antiguo. Esas semejanzas se mantienen en algunos rasgos más específicos, como la común presencia de mujeres cineastas, la ausencia de censura, la dificultad de exhibición, la abundancia de material documental y hasta la presencia de films que diluyen deliberadamente las fronteras entre realidad y ficción. Hay otra semejanza más ominosa en su común fragilidad: casi todo el cine mudo se ha perdido, en buena medida a causa de su propio e inestable soporte –el nitrato de celulosa– que se descompone con facilidad. El nuevo cine está amenazado del mismo modo, ya que no hay nada más inestable que el soporte digital en el que se termina una gran parte de la producción contemporánea. Es curioso comprobar que la destrucción sistemática del patrimonio audiovisual argentino ha sido una causa compartida tanto por las dictaduras como por los gobiernos democráticos; aquéllas por su vocación de suprimir el disenso y éstos por la incapacidad para poner en práctica políticas de largo plazo en materia de preservación. Recién en la última década ha comenzado a revertirse esa tendencia funesta, aunque la existencia real de una cinemateca nacional sigue siendo una cuenta pendiente al momento de escribir estas líneas.


2. Las muchas semejanzas entre el primer y el último período permiten preguntarse si el estado natural del cine argentino no será fatalmente ajeno a una industria, o por lo menos a las concepciones industriales imitativas que se evocan toda vez que se discute el tema. La genuina industria cinematográfica argentina dejó de existir como tal hacia 1948, luego de perder los mercados hispanohablantes, de negarse a la renovación y de recibir la protección estatal sin preocuparse mucho por merecerla. Si se considera que esa industria se había consolidado como tal hacia 1938, se observará que su existencia real se prolongó durante sólo una década y que su peso posterior ha sido más simbólico que concreto. Esa certeza permite preguntarse si lo que añoran muchos técnicos, artistas e incluso críticos, que se han pasado décadas celebrando los tiempos esplendorosos del cine argentino, es realmente un determinado sistema de producción o sólo la propia juventud, ya lejana. Además, a la actitud suicida de evitar la renovación a toda costa, los sobrevivientes de esa industria agregaron un muy consciente filicidio de dos maneras ostensibles: una, la serie de trampas y componendas con las que procuraron eliminar a los independientes de la competencia por los recursos estatales, y dos, la complicidad con las sucesivas dictaduras militares, a las que proporcionaron sus estrellas y sus recursos, en plena coincidencia de valores. Los independientes han recibido históricamente la acusación de sabotear a la industria, pero en realidad le han hecho más daño muchos de sus propios empresarios y ciertos fenómenos globales inevitables como el auge de la televisión (en la década de 1960) o la irrupción de las tecnologías digitales (en la década de 1990).


3. El cine argentino tiene especificidades que lo vuelven refractario a los análisis dogmáticos. Aun en su etapa industrial, que en términos productivos quiso asemejarse al modelo norteamericano y al francés, le debe menos a esas otras cinematografías que a sus fuertes vínculos con el tango, la radio o la revista, formas del arte popular de donde procedieron muchos de sus principales intérpretes, directores y guionistas. Esas raíces no sólo condicionaron de manera particular una determinada estética sino también la configuración de los diversos géneros, que casi siempre se presentan híbridos. La noción de director-autor promovida por la crítica francesa desde la década de 1950 sólo puede aplicarse al caso argentino de manera muy libre y relativa, por un lado porque la industria tuvo un tipo de autor particular en personalidades exclusivamente comerciales como Manuel Romero o Luis César Amadori, que escribían casi todo lo que filmaban, y por otro lado porque los creadores más individuales que surgieron después tuvieron filmografías accidentadas y discontinuas. De igual modo, una revisión de sus respectivas filmografías revela más coherencia autoral en Homero Manzi, mayormente guionista, que en el director Lucas Demare. El texto sigue a ciertos autores cuando pareció procedente hacerlo, pero se permite también el abordaje de películas aisladas en la certeza de que su calidad o importancia no tiene por qué estar atada a una obra anterior o posterior.


4. Debo extender un primer agradecimiento a Abel Posadas, no sólo por su generosidad y disposición para revisar buena parte del texto, ofreciendo toda clase de sugerencias y correcciones, sino por sus propios artículos y libros. Los diversos artículos que publicó regularmente en las revistas Crear y en Cine en la Cultura fueron esenciales durante la preparación de este trabajo y deberían estar compilados en un libro propio que los volviera más accesibles.

En segundo lugar, agradezco a Christian Aguirre, Paula Félix-Didier, Andrés Levinson, Fabio Manes y Alfredo Scaglia, colegas y amigos que no sólo investigan sino que además pertenecen a ese peculiar grupo de personas que encuentran películas perdidas. Hacen falta más.

Las fuentes consultadas para este texto están detalladas en la bibliografía, no obstante lo cual debo agradecer a Edgardo Cozarinsky, Andrea Cuarterolo, Diego Curubeto, Ángel Faretta, Octavio Getino, Pamela Gionco, Andrés Insaurralde, Héctor Kohen, Clara Kriger, Daniel López, Agustín Mahieu, Raúl Manrupe, César Maranghello, Mariano Mestman, Agustín Neifert, David Oubiña, Alejandra Portela, Paraná Sendrós, Rodrigo Tarruella, Diego Trerotola, Fernando Varea y Sergio Wolf, que por una razón u otra son autores imprescindibles. Sin embargo, la responsabilidad por las demasiadas opiniones vertidas a lo largo del texto es exclusivamente mía.

Debo agradecer también, por un amplísimo espectro de motivos que van desde la consulta más técnica hasta el cariño más profundo, a Álvaro Buela, Pablo Ferré, Elvio E. Gandolfo, Socorro Giménez, Julio Iammarino, Alejandro Intrieri, Juan José Jusid, Edgardo Krebs, José Martínez Suárez, Daniela Menoni, Octavio Morelli, Adrián Muoyo, Héctor Olivera, Marcelo Pacheco, Mariela Pasquini, Miguel Ángel Rosado, Natalia Taccetta y Marina Yuszczuk.

El último agradecimiento es para Homero Alsina Thevenet, Jorge Miguel Couselo, Octavio Fabiano, René Mugica, Salvador Sammaritano y Tito Vena, que aún me ayudan.

Buenos Aires, octubre de 2011

Cien años de cine argentino

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