Читать книгу Cien años de cine argentino - Fernando Martín Peña - Страница 6
Оглавление1896-1932
La proyección de imágenes en movimiento sobre una pantalla, para un público más o menos numeroso, fue lograda simultáneamente por varios inventores de distintos países, que desarrollaron y patentaron sus propios aparatos entre 1894 y 1895. En julio de 1896 tres de ellos comenzaron sus exhibiciones, de manera casi concurrente, en distintos locales de Buenos Aires: el Vivomatógrafo (de origen británico),[1] el Cinematógrafo (francés, de los hermanos Lumière) y el Vitascopio (norteamericano, de Thomas A. Edison). En noviembre del mismo año el empresario Federico Figner, de origen checo, realizó filmaciones en Plaza de Mayo y Palermo y las exhibió en una sala de la calle Florida. Un año más tarde el francés Eugenio Py, que trabajaba para la casa de artículos fotográficos Lepage, comenzó a registrar actualidades con cierta continuidad, como Exposición Rural (1898), Premio Internacional en el Hipódromo Argentino (1899), Revista de tropas argentinas (1900), Viaje del doctor Campos Salles a Buenos Aires (1900) o Maniobras navales en Bahía Blanca (1901). La renovación de las películas era imprescindible para mantener el interés del público, por lo que seguramente se filmó mucho más de lo que llegaron a consignar los periódicos.
Al mismo tiempo, el cine se filtraba a zonas ajenas al espectáculo. Hacia 1899 el eminente cirujano Alejandro Posadas lo utilizó como herramienta didáctica para mostrar, presumiblemente en clases o conferencias, sus técnicas quirúrgicas en tiempo real, en una época en que la velocidad del procedimiento era esencial para la supervivencia del paciente. Otro pionero involuntario fue un hombre de fortuna personal llamado Eugenio Cardini, que un día decidió viajar a Francia, visitar a los hermanos Lumière y comprarles un Cinematógrafo. De regreso en Buenos Aires realizó varios pequeños films, incluyendo una versión propia de la Salida de los obreros de la fábrica, famoso título de los Lumière. Lo curioso de los films de Cardini es que ocasionalmente se apartaban del registro documental para elaborar situaciones muy sencillas con intérpretes improvisados. Uno de ellos muestra en acción a un fotógrafo de plaza, pero lo filma extrañamente de frente, dejando fuera de campo a los personajes que fotografía. El resultado es fascinante, en parte porque el concepto mismo de “fuera de campo” no existía, en parte porque el plano que elige Cardini implica una curiosa puesta en abismo que necesariamente nos interpela, y en parte por las obvias connotaciones que se desprenden de la confrontación entre un viejo fotógrafo y un nuevo cineasta. Y todo ello con una cámara de los hermanos Lumière. El film no tiene título pero debería llamarse El fotógrafo fotografiado.
Hasta el fin de la primera década del siglo xx, las películas argentinas fueron sobre todo actualidades, de mayor o menor metraje, que con el tiempo derivaron en noticieros de frecuencia regular. Ocasionalmente hubo también, como en otros países, “actualidades reconstruidas” o films que se situaban en el límite entre lo ficticio y lo documental al recrear un episodio determinado de la realidad inmediata. Ese parece haber sido el caso de El soldado Sosa en capilla (1902), sobre el episodio de un conscripto condenado a muerte y luego perdonado. Su drama se recreaba con intérpretes cuyos nombres no han trascendido, pero al final aparecía el verdadero Sosa, ya indultado, como una suerte de garantía de la veracidad del relato. Este pequeño film, que fue simultáneamente ficción, documento e híbrido, es un buen punto de partida para recorrer estas tres categorías de representación.
Comienzos de la ficción
El comienzo oficial del cine de ficción argentino está fechado en 1909, a partir del estreno de una serie de films de un acto (entre ocho y doce minutos) que el italiano Mario Gallo realizó sobre temas históricos: La revolución de Mayo, La creación del himno, El fusilamiento de Dorrego, Camila O’Gorman, Güemes y sus gauchos y varios otros títulos que quisieron inscribirse en el marco de los festejos del Centenario. De los dos primeros, que han sobrevivido, se puede inferir que Gallo trabajó sobre la doble influencia que le ofrecía, por un lado, la aún modesta iconografía sobre los episodios elegidos, y, por otro, el cine europeo contemporáneo de temática histórica (como el llamado film d’art francés). Igual que ese referente, Gallo procuró y obtuvo la colaboración de actores teatrales reconocidos que pudieran prestarle a sus obras algo del prestigio artístico que el cine aún no tenía. En ese mismo sentido hay que entender un intento suyo por acercarse a la ópera, con cantantes interpretando en sincronía (Cavalleria rusticana, 1908), y luego el esfuerzo por hacer films más largos (Tierra baja, 1912, con Blanca y Pablo Podestá). Este primer período productivo de Gallo terminó en la ruina económica total hacia 1913, lo que no impidió al pionero retomar su actividad a fines de esa década, con nuevos bríos y laboratorio propio. En esta nueva etapa produjo y fotografió films como En buena ley (Alberto Traversa, con Silvia Parodi y Olinda Bozán, 1919) e incluso tuvo éxito con una nueva versión de Cavalleria rusticana (1919), repitiendo la idea de 1908: “Nunca se presentó en Buenos Aires una combinación tan excelente como ésta de la Gallo-Film que esté en perfecta armonía el movimiento de la boca de los artistas que interpretan la obra y los mismos que cantan en la sala. En todos los salones que ha sido exhibida hubo aplausos hasta el cansancio. Su solo anuncio llena el salón”.[2] Después su historia se vuelve difusa: se sabe que su laboratorio se incendió hacia 1922, que estuvo algún tiempo preso y que hacia 1925 volvió a la actividad pero sólo como cameraman de proyectos ajenos.
En algunas de sus peripecias iniciales Gallo fue acompañado por Max Glücksmann, gerente y eventual propietario de la casa Lepage, pionero de la producción, distribución y exhibición en la Argentina. Glücksmann produjo el largometraje más antiguo que se conserva, Amalia (1914), versión de la novela de José Mármol fotografiada por Py y dirigida por Enrique García Velloso en un registro formal muy similar al de los films de Mario Gallo. Como ha escrito el historiador Héctor Kohen: “Fue una iniciativa de Angiolina Astengo de Mitre, viuda de Emilio Mitre –hijo del general Bartolomé Mitre–, presidente de la Sociedad del Divino Rostro, con el declarado propósito de recaudar fondos para la construcción de una capilla y de una escuela para niñas”. La realización se advierte elemental en la improvisación de los actores y en el ocasional temblor de la escenografía, pero la experiencia tuvo sus singularidades: se estrenó en diciembre en el teatro Colón de Buenos Aires, con la asistencia del presidente Victorino de la Plaza y parte de su gabinete, en una copia virada a diversos colores y acompañada por un lujoso folleto de cincuenta páginas impreso en la Compañía Sud-Americana de Billetes de Banco. Allí se explica que en el film “se entremezclan a la lucha política exteriorizada a grandes rasgos, la evocación conturbadora de los amores románticos de los protagonistas y el color de la época en el continente y en el contenido de la acción”. Sus personajes fueron interpretados por una larga lista de damas y caballeros de la alta sociedad porteña, que se presentan ante el público en una de las secuencias de títulos más extensas de toda la historia del cine.
Nobleza gaucha, o “la mina de oro”
Mientras la aristocracia se autocongratulaba en Amalia, tres hombres de extracción más modesta hacían un film de alcances distintos. La idea fue de Humberto Cairo, empleado de una empresa distribuidora, y los medios técnicos fueron aportados por Eduardo Martínez de la Pera y Ernesto Gunche, dos emprendedores que dominaban los secretos de la fotografía. Con ayuda del poeta y dramaturgo José González Castillo, que dio forma cinematográfica al argumento, el grupo llevó a cabo Nobleza gaucha, estrenada en 1915 con un éxito popular tan imprevisto como perdurable.
Un extenso prólogo presenta rápidamente las relaciones de amor y odio entre sus tres protagonistas, el gaucho Juan, su enamorada María, un estanciero de apellido Gran, y también, de manera más detallada, los quehaceres domésticos de todos ellos. En medio de una fiesta, el estanciero secuestra a María y enseguida Juan viaja a Buenos Aires para rescatarla. La trama no importa tanto como la voluntad descriptiva, primero de la vida campera y después del impacto de la gran ciudad, todo lo cual se enriquece gracias a una fotografía en locaciones de asombrosa calidad. Como en varios films posteriores del director Manuel Romero, a la pareja central se contrapone aquí otra de intención cómica que componen la actriz uruguaya Orfilia Rico y el actor Celestino Petray, que había creado para el teatro el arquetipo cómico del cocoliche, documentado en este único film. A diferencia de mucho cine posterior y siguiendo la más arraigada tradición popular, los agentes de la ley son representados como simples amanuenses de los poderosos, sin otra función que la de reprimir.
Apodada “la mina de oro” por distribuidores y exhibidores, la película se mantuvo en cartel durante algo más de dos décadas, rindió una fortuna, prestó su nombre a una milonga de Francisco Canaro y a una yerba mate que aún existe, y llegó a tener una versión sonorizada, con escenas musicales agregadas. Su éxito alentó el rodaje de otros temas similares, aunque en la mayor parte de los casos cayeron rápidamente en el olvido. Es elocuente que Humberto Cairo decidiera no arriesgar su parte de las ganancias en nuevas producciones y prefiriera mantenerse en el negocio de la exhibición, donde prosperó importando producciones extranjeras. En cambio, Martínez de la Pera y Gunche hicieron lo que correspondía a sus espíritus pioneros, es decir, invirtieron una pequeña fortuna en la construcción de estudios y en la compra de equipamiento, con lo que procuraron continuar una oferta popular de calidad.
En 1916 terminaron Hasta después de muerta, escrita, codirigida y protagonizada por el actor y aventurero Florencio Parravicini. Se trata de un film en el que conviven extrañamente dos tonos opuestos: por un lado, la comedia de costumbres; por otro, el melodrama trágico más extremo. Diversos chistes, todavía eficaces, se alternan con situaciones de inverosímil sordidez, como lo es la violación (y consecuente embarazo) de una muchacha, a la que previamente se ha dormido con un somnífero. Pese a su densidad (o quizá a causa de ella), el film fue un éxito, se repuso varias veces y prolongó durante un tiempo la prosperidad de Martínez y Gunche. Sus películas posteriores tienen en común la ambición literaria y un elogiado empleo de la técnica, pero también la significativa demora entre su anuncio y su estreno. Brenda, sobre novela del uruguayo Eduardo Acevedo Díaz, fue anunciada en septiembre de 1919 y terminada en mayo del año siguiente pero no pudo estrenarse hasta 1921. Un costoso Fausto, sobre el poema de Estanislao del Campo y codirigido por el actor uruguayo Carlos Rohmer, se anunció con gran despliegue publicitario durante varios meses y se estrenó en noviembre de 1922, sin éxito y con críticas divididas entre la exaltación (revista Excelsior) y el escarnio (revista Imparcial). La casa de los cuervos, sobre novela de Hugo Wast, se anunció en mayo de 1920 pero no pudo empezarse realmente hasta dos años después y se estrenó, tras varios intentos frustrados, en agosto de 1923. Ninguno de los tres títulos parece haber llegado hasta nuestros días.
El caso de Juan Sin Ropa
El repliegue de la producción europea a causa de la Primera Guerra Mundial fue un factor determinante en la abundancia de la producción argentina entre 1914 y 1918. Según Héctor Kohen (1994), unos setenta films argentinos se estrenaron en ese período, con una mayor concentración entre 1916 y 1917. Después se inició una retracción vinculada directamente con el fin de la guerra y el desembarco masivo de varias empresas norteamericanas, que coparon el mercado importando no sólo la producción reciente sino también la que había quedado inédita en años previos, fuera por falta de representación o de interés. Esto sucedió no sólo con títulos convencionales sino también con superproducciones como El nacimiento de una nación (David W. Griffith, 1915), Intolerancia (David W. Griffith, 1916) o Cleopatra (J. Gordon Edwards, 1917), todas las cuales llegaron a los cines de Buenos Aires en 1919 con una fortísima inversión publicitaria y pocos días de diferencia entre sí.
Algunos intentaron competir mano a mano, como fue el caso de los prestigiosos actores Camila y Héctor Quiroga, que a fines de 1917 iniciaron una empresa de intención internacional al asociarse con dos europeos, el actor francés Paul Capellani y el director de fotografía Georges Benoît.[3] Ambos se encontraban trabajando en Estados Unidos desde algunos años antes y el segundo en particular tenía una vasta experiencia como cameraman de noticieros en su país y luego en Estados Unidos, donde también había trabajado para la empresa Fox secundando al director Raoul Walsh. En febrero de 1918 el cuarteto presentó Hasta dónde?, con dirección de Capellani, sobre el vetusto drama francés 30 años o la vida de un jugador, de Víctor Ducance y Dinaux. Fue elogiado pero seguramente no tuvo el éxito que se esperaba porque Capellani abandonó la empresa y volvió a Francia.
Benoît y los Quiroga reincidieron con Juan Sin Ropa, sobre un tema original del argentino José González Castillo. Como la única copia que existe se conservó de manera fragmentaria y sin intertítulos, y su escena principal es la de una brutal represión policial a una huelga en un frigorífico, la historia tradicional del cine argentino consideró que Juan Sin Ropa “reflejaba los hechos de la Semana Trágica”. En 1994 Héctor Kohen descubrió que el film estaba terminado antes del sangriento episodio (enero de 1919), aunque se estrenó después. Se trata de un film sorprendente por la modernidad de su puesta en escena, el uso expresivo de sus primeros planos y el dinamismo de su montaje, que anticipa experiencias vanguardistas europeas posteriores, como las de Abel Gance. El historiador británico Kevin Brownlow llegó a afirmar que la resolución formal de la secuencia de la huelga le parece muy superior a la escena similar que puede verse en el comienzo de Intolerancia.
No hay duda de que Benoît fue el responsable de esos méritos, pero por algún motivo no quedó conforme con su experiencia argentina y en agosto de 1919 anunció su regreso a Estados Unidos. Allí retomó su oficio de cameraman y mantuvo un ritmo febril hasta 1928, cuando se involucró en otro film de tema argentino, Una nueva y gloriosa nación o The Charge of the Gauchos. Después volvió a Francia, trabajó para algunos de los directores más importantes del período (Marcel Pagnol, Sacha Guitry, Maurice Tourneur, Marc Allégret), se retiró parcialmente para regentear un cine propio y falleció en 1942.
Mujeres cineastas
Si algo caracteriza al cine mudo argentino, incluso durante su período más prolífico, es su dispersión y diversidad. En lugar de concentrarse en grandes empresas, la producción aparece atomizada en decenas de emprendimientos independientes entre sí, asistidos técnicamente por un número relativamente reducido de especialistas y laboratorios (o “talleres”, en términos de la época). Ese fenómeno explica su amplia variedad temática y sus singularidades: en ese modo de producción, opuesto por definición a la manufactura en serie propiciada por los grandes estudios, la excepción fue la regla.
El desarrollo industrial del cine argentino desde 1933 impidió tenazmente la aparición de mujeres cineastas. La primera película dirigida por una mujer en el cine sonoro argentino fue Las furias (de Vlasta Lah) y apareció recién en 1960, cuando la experiencia industrial agonizaba. Cuarenta años antes, esa ausencia de estructura industrial permitió la aparición de, por lo menos, dos mujeres cineastas:[4] Emilia Saleny y María B. de Celestini. La primera se inició como actriz, instaló una temprana Academia de Artes Cinematográficas en la calle Cangallo, hacia 1916, y realizó al menos dos films de temática infantil. La segunda tuvo alguna experiencia como autora teatral y representó posturas protofeministas en su film Mi derecho (1920): el derecho en cuestión era el que reclamaba una joven soltera de ser madre pese a la censura social.
Pudo haber otras. El film Blanco y negro (1920), que por lo general se atribuye al dramaturgo Francisco Defilippis Novoa, aparece en notas de la época dirigido por Elena Sansinena de Elizalde, quien poco después fue la principal movilizadora de la legendaria Asociación Amigos del Arte. Un testimonio de Julio Noé, referido al temperamento de Elena al frente de esa entidad, quizá pueda aplicarse también al caso de este film: “Si tuvo colaboradores fue porque ella los escogió, los animó y les infundió su fervor”.[5]
Cine nacional versus cine extranjero
A comienzos de la década de 1920 la continuidad de la producción se presentaba como un problema grave frente a una coyuntura que no tardaría en volverse crónica: el negocio de la exhibición prefería (prefiere) las ganancias amplias y comparativamente seguras del cine extranjero antes que arriesgarse en la lotería del cine argentino. Leopoldo Torres Ríos, futuro cineasta y uno de los primeros cronistas del cine nacional, lo describió con las siguientes palabras en un artículo para el diario Crítica en 1922:
Cuando pasan una producción argentina, lo hacen como de limosna. Esos mismos señores soportan diariamente el detritus cinematográfico que nos mandan desde Oriente a Occidente y nuestro público, en sus inmensas, anchas espaldas, carga sin una protesta.
Torres Ríos había llegado al cine primero por fascinación de espectador y después por empecinado: junto a su hermano Jesús –que luego adoptó el nombre Carlos y se desempeñó como director de fotografía y realizador– había ido a ofrecerse para trabajar de lo que se necesitara en las empresas de los productores pioneros Federico Valle y Max Glücksmann. Hacia 1916 ambos hermanos conocieron a Julio Irigoyen y a José Agustín Ferreyra, dos de los primeros autores que tuvo el cine argentino. Leopoldo escribió argumentos para ambos pero se vinculó especialmente a Ferreyra, con quien compartía una misma sensibilidad para captar temas afines a la mitología tanguera porteña. Mientras vivía las irregularidades de la temprana producción argentina, Torres Ríos consiguió trabajos más formales en el periodismo y, sobre todo, en la distribuidora Terra, especializada en la importación de cine alemán. Allí fue el encargado de redactar intertítulos en castellano y también de abreviar films que la empresa consideraba demasiado extensos para el gusto del público argentino. En revistas y diarios de la época, Torres Ríos publicó ficciones (“Una polémica”, “El hombre que pensaba una hora”) que anticipan la capacidad descriptiva evidenciada luego en sus mejores films. También hizo los primeros intentos serios por elaborar una historia crítica del cine argentino, señalando tempranamente en sus escritos una escisión o fractura que se mantiene hasta hoy: por un lado, los jóvenes artistas que hacen cine por necesidad de expresión, y por otro los comerciantes que lo hacen sólo como una forma de incrementar sus fortunas. Al leerlo resulta claro que ya entonces había tomado la decisión de contarse entre los primeros.
En esos artículos, además, definió y justificó la defensa de una identidad temática y cultural e incluso llegó a advertir la necesidad de la protección económica estatal ante el avance inexorable del cine extranjero. Su reclamo resultó profético, aunque tardó casi treinta años en ser escuchado.
Para Torres Ríos, la personalidad más coherente de la cinematografía nacional era José Agustín Ferreyra, apodado “el Negro” porque era mestizo, hijo de madre negra. “Ferreyra demostró tener estilo propio, profunda psicología y un dominio de la dirección notabilísimo. Él hizo a todos los artistas. Nadie había actuado eficazmente hasta entonces” (Torres Ríos, 1960). En ese elogio, Torres Ríos se refiere específicamente a que Ferreyra fue el primer realizador argentino que comprendió la necesidad de buscar un verosímil propio con recursos esencialmente cinematográficos. Mientras otros productores y realizadores de entonces apostaban al éxito comercial de sus films convocando figuras ya consagradas en el teatro, Ferreyra buscaba actores y actrices sin ninguna experiencia, a los que moldeaba a su gusto, “como podría haber levantado una estatua”.
Nacido en Buenos Aires, Ferreyra se las arregló para definir un estilo (que alguien ha llamado “protoneorrealista”), sostener la continuidad de su producción en los años más adversos a la producción local y realizar esfuerzos pioneros en los albores del sonoro. Había estudiado música y pintura, fue escenográfo profesional durante algunos años, lideró las frecuentes tertulias donde se discutía un cine argentino económicamente posible y artísticamente auténtico. Comenzó a filmar en 1915 pero logró su primer éxito cuatro años más tarde con Campo ajuera, cuyo estreno fue reseñado con entusiasmo por Torres Ríos, que lo comparó favorablemente con otro film argentino estrenado al mismo tiempo. Al parecer, éste había producido “una modorra letal. Un sopor, un sueño, apenas un zumbido de mosquito. Lo único hermoso era la fotografía. Los demás [elementos], malogrados, secos, insulsos, anticinematográficos. La película costaba más de cincuenta mil pesos. [Por eso, al estreno de Campo ajuera] todos iban a reír. A palpar un nuevo y aplastante fracaso. Empezó la película. Ninguna exhibición privada fue tan llena de emociones como aquello. Era realmente un placer, una fruición. Y todo el público sentía la misma emoción. A cada acto una salva de aplausos atronaba la sala. Arrancó lágrimas. Fue un desborde de entusiasmo que nunca había tenido la cinematografía nacional. Había costado cinco mil pesos” (Torres Ríos, 1960).
Evaluar la obra de Ferreyra desde un punto de vista contemporáneo es imposible, porque de las veinticinco películas mudas que dirigió entre 1915 y 1927 hoy sólo existen tres, y una de ellas de manera fragmentaria. Su biógrafo, el historiador Jorge Miguel Couselo, le atribuye haber descubierto cinematográficamente “el rostro de Buenos Aires. O uno de los rostros de Buenos Aires, el de su humildad y sufrimiento. El de su pobreza cotidiana. […] Ferreyra mira el paisaje desde adentro. Forma parte de ese paisaje. Lo ausculta porque lo siente. Lo siente, además, realísticamente. El suyo es un realismo de su generación y de su tiempo, ajeno a las fijaciones sintéticas” (Couselo, en Kriger y Portela, 1997). Desde las primeras tomas de La chica de la calle Florida (1922), el film de Ferreyra más antiguo que aún existe, es evidente ese protagonismo de la ciudad y el uso dramático de la tensión entre su centro y sus barrios para caracterizar visualmente el tema, una variación sin tragedia de La dama de las camelias. Es evidente que Ferreyra salió a filmar a la calle porque era lo que tenía a mano, pero también porque la sentía parte de una poética propia. Como después en el neorrealismo, su cine alterna el melodrama con el compromiso humanista para representar a una clase social postergada, sea en el retrato circunstancial de sus pibes pobres o en la importancia determinante de tener o no tener trabajo, pero su intención no es la denuncia –salvo indirectamente– sino la expresión cinematográfica de la poesía tanguera, que es por definición proletaria y melancólica. Ferreyra escribió o encargó tangos para ser interpretados como acompañamiento de películas suyas como La muchacha del arrabal (1922), El organito de la tarde (1925) y Muchachitas de Chiclana (1926), pero esas relaciones sólo completaban para el espectador un vínculo que se iniciaba antes, en la elección de sus temas, en la cuidadosa ambientación, en la caracterización de sus personajes. El tango fue al cine de Ferreyra lo que el expresionismo o el romanticismo fueron al cine mudo alemán: un universo homogéneo, con identidad propia y, sobre todo, representativo de un “estado del alma”, de un sentir porteño. Esto es aun más evidente cinco años después en el film Perdón, viejita (1927) donde todos sus protagonistas son arquetipos de la ficción tanguera: la madrecita buena, el muchacho que ha debido robar para vivir, el atorrante irredento, la mujer que ha dado el mal paso. El barrio es el mismo de La chica de la calle Florida, pero sus personajes aparecen aun más integrados a él y los detalles no se presentan como pinceladas meramente descriptivas sino como aportes activos a un tono general y coherente, como la escena del granuja que en la celda se siente como en casa, o el plano del niño que roba la propina de una mesa de café.
El cortometraje de Ferreyra La vuelta al bulín (1926), encontrado en 2008, ratifica esta idea y le aporta una dimensión adicional porque en este caso el tono buscado no es dramático sino humorístico. Aparentemente Ferreyra lo hizo para completar un espectáculo teatral del actor cómico Álvaro Escobar, que lo acompañó en varios films. Su argumento central es una variación humorística de un tango casi homónimo, “De vuelta al bulín”, con letra de Pascual Contursi y música de José Martínez, que Carlos Gardel había grabado en 1919: “Percanta que arrepentida / de tu juida / has vuelto al bulín, / con todos los despechos / que vos me has hecho, te perdoné… / La carta de despedida / que me dejaste al irte / decía que ibas a unirte / con quien te diera otro amor. / La repasé varias veces / no podía conformarme / de que fueras a amurarme / por otro bacán mejor”. Ferreyra toma cada uno de estos elementos narrativos pero los lleva al terreno de la sátira, desde un matriarcado que padece sin admitirlo el protagonista hasta la reconciliación final, pasando por el tono de la carta de despedida (“Perdoname que te bata que me fugo, me voy, me espianto”). El resultado es un perfecto equivalente cinematográfico del tango festivo, modalidad que complementa y compensa la vertiente melancólica de la música ciudadana.
Resulta paradójico, entonces, que el rasgo más auténtico y original del estilo de Ferreyra sea precisamente el que cuestionó en 1928 el escritor Horacio Quiroga al escribir que el cine nacional es, “en el mejor de los casos, un melodrama manejado con el menor tacto posible, o un poema de gruesísima sensibilidad, semejantes en un todo a los que se podrían representar con la letra de todos nuestros tangos” (citado por Couselo, 2001). Para Quiroga, como después para Jorge Luis Borges o Adolfo Bioy Casares, el cine argentino era, simplemente, “uno de los peores del mundo” y debía sufrir una y otra vez la humillación de ser desfavorablemente comparado con el cine norteamericano. La discusión no era sólo estética sino necesariamente política. Torres Ríos se esforzaba en distinguir un cine nacional auténtico de otro que no lo era y para su primer film como director eligió deliberadamente un tema histórico, El puñal del mazorquero (1923). Ferreyra sumó a la tácita declaración de principios que ya era toda su obra una apelación pública que implicaba la correcta y temprana asimilación del rol cultural del cine:
La cinematografía es el arte que está más al alcance de la comprensión fácil y rápida de los pueblos. Comprendiéndolo así, en la mayoría de los países el gobierno y la prensa han prestado un amplio y fuerte apoyo. Pero, lamentablemente, del nuestro no podemos decir lo mismo. […] No sólo se ha negado a la cinematografía argentina la ayuda directa e indirecta de gobierno y prensa, sino que han permanecido indiferentes, preocupándose con exceso de la producción extranjera y olvidando o ignorando quizá que en algunos de estos mismos países, celosos del mantenimiento de sus industrias, no se permiten películas ajenas. […] ¿Es que por ventura no es una obligación de alta finalidad patriótica, de sana crítica y gobierno, dar a este puñado idealista –porque así podemos llamarlos puesto que ninguno de ellos ha hecho fortuna a pesar de sus largos y amargos años de perseverante trabajo–, no es una obligación dar, repetimos, una ayuda y unas francas palabras de aliento a sus laudables propósitos? (Citado por Couselo, 2001)
Para Ferreyra y Torres Ríos la intervención del Estado era necesaria para equilibrar un mercado que no dejaba lugar para sus films, pero además entendían que esa intervención implicaba el reconocimiento de un bien cultural. Pese a todo ello, durante el período mudo no hubo ninguna intervención estatal en el cine. Héctor Kohen sostiene que una posible razón fue que Torres Ríos y Ferreyra no fueron los únicos en comprender el potencial del cine como medio de comunicación: también lo hicieron los sectores conservadores, opuestos a los radicales que gobernaron el país entre 1917 y 1930. Según Kohen (en España, 2000), “el patriciado había construido un Otro amenazador: inmigrantes, agitadores, huelguistas, judíos, obreros. En su etapa final, esta construcción necesita de publicistas, de divulgadores y teóricos: es el papel que jugarán Belisario Roldán, Hugo Wast y Manuel Carlés desde la literatura, el periodismo, la acción política y el cine”. El mundo del tango y el suburbio que Ferreyra y Torres Ríos romantizaban era atacado al mismo tiempo por los intelectuales que lo consideraban sensiblero y por los conservadores que lo equiparaban a la criminalidad.
Sólo esa corriente de opinión explica que la publicidad del film Gorriones (Ricardo Villarán, 1925) aclarase que “no es de bajo fondo ni de malevaje”, o que La borrachera del tango (Edmo Cominetti) se estrenara en 1928 con una insólita frase promocional: “Una película nacional que no parece nacional”.
Edmo Cominetti
No deja de ser irónico que ocho años antes de La borrachera del tango, Edmo Cominetti comenzara su carrera cinematográfica como actor (en un doble papel) en el film Pueblo chico (1920), cuya publicidad decía: “¡Usted es uno de los culpables! Al negar la bondad de lo que se produce en el país, usted contribuye al estancamiento de nuestra industria y por ende se convierte en enemigo de nuestra nacionalidad”. En alguna fuente moderna Pueblo chico figura dirigido por Edmo, pero en las reseñas de la época aparece atribuido a su hermano Sóstenes. Es probable que ambos hicieran de todo en ese film, ya que eran socios en su productora Chaco-Film, y es seguro que Sóstenes no reincidió. En cambio Edmo fue más perseverante y, aunque no produjo mucho, llegó a ser el más ambicioso de sus colegas, como lo prueban tres films suyos que sobrevivieron.
En Bajo la mirada de Dios, filmada en Córdoba y terminada en noviembre de 1925, un rico estanciero es asesinado y todo parece acusar a su joven prometida, porque había sido obligada por las circunstancias a aceptar ese matrimonio sin amor. El conflicto se agudiza cuando un sacerdote descubre la identidad del verdadero asesino pero el secreto de confesión le impide revelarla (como sucedería décadas más tarde en Mi secreto me condena, de Alfred Hitchcock). Cominetti narra todo eso con firmeza y salva las evidentes limitaciones económicas con un montaje extremadamente fluido y preciso. También demuestra imaginación para reforzar visualmente el tono que corresponde a cada escena, sea en un impresionante crescendo de violencia que culmina en el crimen (acentuado por una tormenta) o en el acierto de filmar en travelling, sobre un camino, un primer desencuentro romántico. Para protagonizar el film, Cominetti improvisó actor a un joven vendedor de zapatos llamado Eduardo Morera, que fue después responsable de una famosa serie de cortos musicales protagonizados por Carlos Gardel, así como de varios largometrajes populares.
La borrachera del tango (1928) se basa en una obra teatral de Elías Alippi y Carlos Schaeffer Gallo, y narra esencialmente las dificultades de un joven díscolo (otra vez Morera) para sentar cabeza, pese a las presiones familiares y al amor sincero de una muchacha. El film sorprende por la franqueza con que describe situaciones atrevidas que hubieran sido evitadas en cualquier otra cinematografía de la época, como el descubrimiento significativo de una prenda íntima o una fiesta de jóvenes disipados que incluye un desnudo. Desde el comienzo se advierte el interés de Cominetti por retratar a su antihéroe en términos puramente visuales, mostrándolo incapaz de despertarse y sobreimprimiendo una vertiginosa sucesión de imágenes que sintetizan la agitación de la noche pasada. Otro rasgo singular es el trabajo minucioso con los intérpretes, evidente en una gestualidad muy rica en matices y lejos de todo desborde: se puede decir que éste es un film “de actores” más que cualquier otro de los que se conservan de este período.
El éxito de La borrachera del tango animó a Cominetti a realizar su film más logrado, Destinos (Romance estudiantil), sobre un tema del actor cómico Carlos Dux. Inicialmente parece una comedia más o menos simpática sobre un grupo de jóvenes estudiantes que comparte una pieza de pensión, pero enseguida aparece una zona melodramática que se vuelve progresivamente más oscura a medida que avanza el film. Visualmente supone un avance asombroso sobre casi todo el material conocido del período por sus abundantes ideas de puesta en escena, desde elaboradísimos travellings en toda dirección imaginable, hasta la ocasional sobreimpresión de dibujos animados, sin olvidar un insólito paneo descriptivo de 360 grados. A los hallazgos interpretativos de La borrachera del tango se le suman aquí la mayor intensidad de los exteriores –con una salida antológica al Parque Japonés–, la expresividad de las tomas urbanas nocturnas, casi fantasmales, y la sensualidad de la actriz Eva Bettoni, que no tuvo carrera posterior. El resultado es un film extraordinario y, dado que nunca estuvo perdido, sorprende su mención apenas superficial en los textos especializados. Cominetti volvió parcialmente sobre el mismo tema en Papá Chirola (1937), aunque condicionado por la censura y sin la vibración artística del original.
La investigadora María Alejandra Portela destaca el interés del realizador “por imponer un cine nacional en momentos de duro enfrentamiento con los seguidores del cine extranjero” y estos tres films demuestran que ese esfuerzo se apoyó en un particular cuidado de las formas esencialmente cinematográficas. Es más difícil encontrar una línea temática recurrente que atraviese los tres títulos, pero no deja de resultar curioso que, en todos los casos, los vínculos románticos tengan connotaciones incestuosas. El ejemplo extremo es, nuevamente, Destinos, donde la unión sexual entre hermanos se define como la base del drama, pero el tema también está presente en menor medida en los otros films. En La borrachera del tango la protagonista ha sido adoptada por la familia del héroe y por lo tanto ambos han crecido bajo el mismo techo; de modo parecido, la acción de Bajo la mirada de Dios comienza cuando la pareja protagónica se reencuentra después de algunos años de separación, tras haberse criado juntos. Cominetti hizo algunos films durante la transición al sonoro, empezando por el segmento El adiós del unitario (1929), primera escena hablada del cine argentino, que se incluyó en el cortometraje Variedades sonoras Ariel, N° 2. Luego dirigió tres largometrajes sin continuidad, realizó tareas secundarias para films ajenos como El muerto falta a la cita (Pierre Chenal, 1944) y Cumbres de hidalguía (Julio Saraceni, 1947), buscó trabajo sin éxito durante años y se suicidó en 1956.
Nelo Cosimi
Atraído tempranamente por el cine, el actor Nelo Cosimi se presentó espontáneamente para trabajar en él desde 1917 y a lo largo de su vida intervino en unos cien films, cifra imposible de verificar con certeza. Entre sus papeles más importantes deben citarse En buena ley (Mario Gallo, 1919), Los hijos de naides (Edmo Cominetti, 1921, que también escribió), Allá en el sur (José Bustamante y Ballivián, 1922), Martín Fierro (Josué Quesada, 1923) y Manuelita Rosas (Ricardo Villarán, 1925), melodrama de corte histórico, realizado en coproducción con España, donde interpretó con convicción a Juan Manuel de Rosas. También fue uno de los primeros y más frecuentes actores de José Agustín Ferreyra, cuya obra lo inspiró para intentar la escritura y dirección de sus propios films, concebidos casi siempre de manera muy económica: El remanso (1922), El puma (1923), El lobo de la ribera (1926), Buenos Aires también tiene… (1927), Federales y unitarios (1927), La mujer y la bestia (1928), Corazón ante la ley (1929), entre otras. Todas ellas se han perdido, pero a partir del descubrimiento reciente de Mi alazán tostao (1923), La quena de la muerte (1929) y Dios y la patria (1931) se puede intentar alguna aproximación a su estilo.
Mi alazán tostao combina elementos populares del western norteamericano y el melodrama campero al estilo de Nobleza gaucha. De éste toma algunas situaciones puntuales (el accidente que sirve de excusa para que los protagonistas se conozcan), la polarización de caracteres en buenos y malos absolutos, el personaje de un inmigrante pintoresco, la visión de la autoridad pueblerina como una institución inepta o corrupta que automáticamente se pone de parte de los poderosos. Del western toma la amenaza que se cierne sobre los personajes buenos (un injusto desalojo), el caballo como personaje que contribuye a resolver la acción y el arquetipo del forastero heroico, capaz de traer justicia a un pueblo que la necesita. La solución es decididamente argentina: el héroe derrota al villano pero queda malherido y su triunfo se ve condicionado por la tragedia. El film demuestra además que Cosimi, como Ferreyra, manejaba con fluidez y destreza los recursos narrativos esencialmente cinematográficos: la sencillez argumental se compensa con un montaje dinámico, acciones paralelas sostenidas, sintéticos flashbacks y hasta imágenes metafóricas (un cielo que se nubla cuando el villano está por apoderarse de la muchacha con malas artes).
La quena de la muerte fue uno de tres largometrajes que Cosimi y su equipo filmaron simultáneamente en distintas locaciones cordobesas a lo largo de cuatro meses de trabajo. Se trata básicamente de un melodrama de celos y traiciones cruzadas pero con algunos elementos originales que ninguna otra cinematografía se hubiera atrevido a sugerir en 1929: una mujer y su amante pasan una temporada en las sierras para recobrarse de los excesos de la vida disipada que llevan en la ciudad, pero pronto vuelven a las andadas y mientras él procura seducir a una paisana, ella invita a un mestizo a su dormitorio. La posibilidad de amores entre un indio y una mujer blanca, en los que además es ésta quien toma la iniciativa (y la mantiene), es insólita en el cine del período. Al igual que en Mi alazán tostao, Cosimi desafía la escasez de recursos materiales enriqueciendo la acción y las caracterizaciones de sus personajes con recursos imaginativos y de gran sugestión, como cuando la protagonista añora el pasado en la ciudad mientras escucha la radio en la noche.
Dios y la patria desarrolla un tema igualmente melodramático que se inicia cuando un grupo de jóvenes cadetes adopta a una niña abandonada. Algún tiempo después la niña se ha transformado en la bella Chita Foras y los militares se debaten entre el deseo y el rol paternal que han cumplido hasta esa fecha, pero la trama queda diluida en el abundante metraje destinado al registro de diversas maniobras castrenses en las tres fuerzas. La película fue promocionada como la primera en hacerse “con la total colaboración” del Estado Mayor y del gobierno, que había derrocado a Hipólito Yrigoyen en septiembre de 1930, por lo que el tiempo le ha dado un valor documental involuntario así como un carácter pionero en la larga lista de títulos obsecuentes con las diversas dictaduras que se sucedieron en el poder en la Argentina del siglo xx. Es muy probable que Cosimi lo hiciera como una simple estrategia de supervivencia antes que por convicción, pero lo cierto es que Dios y la patria instala al poder militar como un actor protagónico, cuando hasta entonces el cine argentino había sido mayormente civil.[6]
Cosimi continuó con dificultades su obra en el sonoro pero no logró asimilarse a las exigencias de la creciente industria. En sus últimos años sólo se mantuvo activo como actor secundario.
Noticieros y documentales, espejo del mundo
Más allá de la importancia del cine considerado “de ficción”, la representación de lo real, entendido como todo lo que está y sucede independientemente de la voluntad de un realizador y su equipo, no cedió nunca el terreno privilegiado que había conquistado desde los primeros años de nuestro cine. Las actualidades iniciales, como el Viaje del doctor Campos Salles a Buenos Aires (Eugenio Py, 1900) se integraron con el tiempo en noticieros, primero de frecuencia incierta y luego semanales, como sucedió con las Actualidades argentinas que Glücksmann comenzó a producir en 1908.
Otro pionero esencial, el italiano Federico Valle, llegó a la Argentina en 1911, instaló un laboratorio, formó técnicos en diversos rubros y al poco tiempo se transformó en una usina de films industriales, encargados por diversas entidades para su propia promoción o memoria. Sin perjuicio de intentos previos, en 1920 impuso el noticiero semanal Film Revista Valle, ideado por secciones como las publicaciones periodísticas, y pródigo en notas de color que lo volvieron popular con gran rapidez.
Aunque Glücksmann y Valle fueron los más consecuentes con la producción de noticieros cinematográficos, durante este período hubo varios otros de vida más breve, como el Noticiario argentino de Patria Film (dirigido por el actor Argentino Gómez) o el de la productora Rapid Film (de Julio Alsina), que aparentemente fue pionera en la inserción de publicidad encubierta.
Más allá de la producción regular de institucionales y noticieros, también fue frecuente la realización de documentales de todo metraje y propósito. En 1920, por ejemplo, Martínez de la Pera y Gunche presentaron un film de media hora titulado La mosca y sus peligros, que demuestra en una serie de imágenes aterradoras los muchos modos en que la mosca se las arregla para transmitir toda clase de enfermedades espantosas. Al comienzo, el insecto presenta el aspecto inofensivo que suele adoptar en los documentales científicos convencionales, pero enseguida el film comienza a utilizar técnicas de microfotografía para mostrar al monstruo en acción, contaminándolo todo y reproduciéndose de manera abyecta e incontenible. Según información de la época, el film fue parte de una serie de documentales profilácticos sobre distintos males (el cáncer, la sífilis) exhibidos durante algunos años en proyecciones matinales instructivas para niños en edad escolar, que seguramente no habrán podido olvidarlos nunca. El asesor científico de la serie era un médico apropiadamente llamado Bárbara.
Algunos importantes largometrajes documentales han sido hallados recientemente, como En los hielos de las Orcadas, de Juan Carlos Moneta para Federico Valle, estrenada en 1928 (descubierta en 2011 a partir de una investigación del historiador Andrés Levinson) o Tierra del Fuego / Terra Magallaniche del sacerdote explorador Alberto María de Agostini, filmada durante varios años, terminada en 1933 y restaurada en 2009 en Italia por el Museo de la Montaña de Turín. También sobrevivieron algunos films realizados de manera urgente sobre determinados episodios históricos cuyo tono se debate entre el periodismo y la propaganda. Es el caso de Para la historia argentina (1930), el más extenso de varios films compaginados con material de diferentes operadores profesionales durante el golpe de Estado del 6 de septiembre de 1930, que comienza asegurando que ese día el teniente general José Félix Uriburu, “respondiendo al clamor unánime de la República, depuso con el apoyo del pueblo, del Ejército y la Armada, al Gobierno de la Nación”. No fue el único caso. En julio de 1932, apenas declarada la guerra entre Paraguay y Bolivia por el Chaco boreal, el director de fotografía y cameraman Roque Funes tomó la iniciativa de viajar a Paraguay y acompañar con su cámara al ejército de ese país durante los primeros episodios importantes del conflicto. Pocos meses más tarde regresó a Buenos Aires y declaró: “Nadie puede darse una cuenta cabal de lo que es aquello. Los combates se suceden dejando un tendal de cuerpos despedazados y un ambiente rarificado por la podredumbre de los cadáveres en rápida descomposición”.[7] En cuestión de días, Funes (que tuvo una intensa actividad en el cine argentino antes y después de esta experiencia) seleccionó el material registrado, rodó mapas y textos explicativos y compaginó un largometraje a favor del gobierno paraguayo, que tituló En el infierno del Chaco y que fue rescatado en 2008 gracias al trabajo conjunto de preservadores paraguayos y argentinos.
Dibujo animado y sátira política
Lo documental importa de modo indirecto pero relevante toda vez que Ferreyra, Torres Ríos, Cosimi y otros salieron a la ciudad y al campo a incorporarlos como materia viva de sus dramas, y adquirió un peso determinante en films como Nobleza gaucha, que administra su leve trama de ficción sobre apuntes intensamente documentales, desde la descripción de las diversas tareas camperas al comienzo, hasta el descubrimiento casi turístico de la gran ciudad.
Hay muchos ejemplos de esa impureza o hibridación deliberada pero es probable que el más extremo sea la modalidad que adoptó la técnica de la animación cuadro a cuadro en nuestro país. Mientras en el resto del mundo se utilizaba para representar fantasías más o menos orientadas al público infantil, en la Argentina se usó mayormente para trasladar al cine el humor político, de larga tradición gráfica, necesariamente adulto y tan determinado por el peso de la realidad que los pocos ejemplares existentes son incomprensibles sin las referencias del contexto político en que se produjeron.
El dibujante Quirino Cristiani lo contó así: el productor Federico Valle lo había convocado hacia 1916 para trabajar en su noticiero semanal, donde debía dibujar un chiste de actualidad para cada edición. Cristiani comenzó a realizar esos chistes en planos fijos pero pronto diseñó un sistema propio para lograr pequeñas secuencias de animación con la urgencia necesaria para cumplir los tiempos del noticiero. Adaptó una cámara para que sólo tomara un fotograma por vez, con un sistema mecánico, y la montó en forma perpendicular a una mesa de trabajo, iluminada por dos lámparas fijas. Bajo la mesa dispuso dos pedales, uno para encender y apagar las luces y otro para accionar la cámara. En lugar de utilizar acetatos o de realizar un dibujo por fotograma (como hacía su contemporáneo Winsor McCay en Estados Unidos), Cristiani trabajó con siluetas recortadas y articuladas, a las que animaba con un punzón. Los dibujos se realizaban con tinta blanca sobre fondo negro, pero lo que se proyectaba era su negativo, muy contrastado, para que el resultado final diera la ilusión de un trazo negro sobre fondo blanco, a semejanza del austero estilo visual de los dibujos animados norteamericanos que estaban comenzando a circular por entonces en todo el mundo (como la serie Mutt & Jeff).
El éxito de esas breves intervenciones animadas hizo que Valle decidiera expandir la idea a un film largo. Encargó entonces un guión satírico sobre Yrigoyen al periodista Alfonso de Laferrere, caricaturas de los diversos políticos protagonistas al popular dibujante Diógenes Taborda y la dirección al propio Cristiani, al frente de un pequeño equipo de dibujantes. Un técnico de Valle llamado Andrés Ducaud, que era arquitecto, diseñó una gigantesca maqueta de Buenos Aires así como también los efectos ópticos necesarios para que, en el clímax de la historia, Yrigoyen la destruyera con el fuego purificador que le era dado por el mismísimo Dios. El film se tituló El apóstol, se estrenó con gran éxito de público y crítica en noviembre de 1917 y fue el primer largometraje de animación de la historia del cine mundial.
Se sabe menos sobre los siguientes: en marzo de 1918 Ducaud estrenó otro largo, titulado Abajo la careta o la república de Jauja, y enseguida otro más, trasladando la caricatura gráfica a muñecos animados cuadro a cuadro: Una noche de gala en el Colón o la Carmen criolla. En fecha indeterminada de 1918 el propio Cristiani presentó otro largometraje animado propio, titulado Sin dejar rastros, que desapareció como lo indica su título: según Cristiani, fue secuestrado por orden de Yrigoyen porque aludía a un conflicto diplomático con Alemania que el mandatario no deseaba profundizar.
Cristiani siguió trabajando para los noticieros de Valle durante algún tiempo y eventualmente puso su propio estudio, no sólo para hacer animación sino también intertítulos “artísticos”, mapas didácticos para documentales, afiches y otros servicios que hoy se resumen en la expresión “diseño gráfico”. También tuvo tiempo para hacer otros films, como Fir¡poBre!nnan (abril de 1923), Comentario humorístico sobre el match Firpo-Dempsey (noviembre de 1923) y Humberto de garufa (1924), todos ellos de cortometraje. En 1931, con producción propia, Cristiani reiteró la hazaña de El apóstol al estrenar Peludópolis, otra sátira sobre Yrigoyen, que fue el primer largometraje sonoro (con discos) de la historia del cine. En el período sonoro hizo un único film infantil, pero con técnicas de animación tradicionales (El mono relojero, 1938) y luego instaló su propio laboratorio que funcionó hasta la década de 1960. Toda su obra muda se considera perdida, a excepción de unos cuantos cortos breves para el noticiero de Valle, descubiertos por el autor en el Museo del Fin del Mundo, Ushuaia, en 2009.
Además de Cristiani, hubo otros animadores de menor fama durante el período, como un tal Pelele, del que no se sabe casi nada salvo que se adelantó a Cristiani en el estreno de un corto cómico sobre Firpo-Dempsey. El director Luis Moglia Barth inició una larga y diversa carrera en el cine haciendo, como Cristiani, chistes dibujados para Valle en un estilo gráfico más elemental, semejante al de los “fantoches” de Émile Cohl. Más consecuente fue Romeo Borgini (o Borghini), que durante la década de 1920 fue el principal competidor de Cristiani, usando técnicas muy parecidas. En 2007 el coleccionista Christian Aguirre encontró un corto de Borgini (o Borghini) titulado Del Puerto de Palos al Plata (1926) sobre el viaje del hidroavión Plus Ultra que atravesó el Atlántico en febrero de 1926 al mando del comandante Ramón Franco (hermano de Francisco). Para contar la hazaña, el realizador utilizó una curiosa variante de las “actualidades reconstruidas”, alternando material documental con viñetas cómicas animadas.
Con los años Borgini (o Borghini) se especializó en la animación de gráficos para films científicos. En la década 1930 se dedicó también, aparentemente con éxito, a la exhibición.
Cine en provincias
Cuando se habla de “cine argentino” por lo general se quiere decir “cine porteño” ya que Buenos Aires y sus alrededores concentraron históricamente la mayor parte de la producción. Pese a ello, en todas las épocas hubo experiencias más o menos aisladas fuera de la capital y durante el período mudo muchas de ellas se hicieron (o hicieron base) en la ciudad de Rosario.
El ejemplo más notorio es El último malón, un film excepcional realizado por el escritor Alcides Greca en Santa Fe en 1918. Ideado como un híbrido entre documental y ficción (partiendo de la misma lógica de El soldado Sosa en capilla), el film tiene una primera parte que describe, con precisión etnográfica, las condiciones de vida de los indios mocovíes en 1918, condenados a la miseria y a la eventual extinción por la civilización blanca. Una segunda parte reconstruye, en locaciones y combinando actores con algunos de los protagonistas originales, el último malón mocoví sobre el pueblo de San Javier, que tuvo lugar en 1904 y fue el comienzo del fin para los mocovíes.
El film de Greca todavía existe (gracias a su familia y a la iniciativa particular del Cine Club Rosario) y sorprende no sólo por la perspectiva política del realizador sobre su tema, que contradecía las tendencias hegemónicas del período, sino también por su análisis político de las fuerzas en juego, por su agudeza documental y por su solvencia cinematográfica, en especial cuando se recuerda que Greca no tenía ninguna formación técnica y que su único colaborador conocido fue otro hombre de letras, el periodista Armando Duval Méndez. Si el film hubiera sido norteamericano, sería considerado un antecedente de la obra de Robert Flaherty y tendría un lugar privilegiado en la historia del cine mundial. Pero fue hecho en la Argentina, donde Greca no volvió a filmar nunca más.
En una línea muy similar a El último malón, tanto en su peculiar forma de combinar ficción y documental como en su carácter denunciativo, la Federación Agraria Argentina (con sede en Rosario) encargó a técnicos y artistas anónimos un largometraje titulado En pos de la tierra, para conmemorar los diez años de su formación. El film sintetiza su tema en un arquetipo, el inmigrante José, que llega a Buenos Aires, fracasa en el intento de prosperar trabajando en la ciudad y se traslada al campo, donde con esfuerzo logra pasar de peón a arrendatario e instalar a su familia. En esa instancia descubre un nuevo obstáculo en los intermediarios, pero también aprende a organizarse (en la Federación Agraria, precisamente) para vencerlos. Sobre el final la reconstrucción se confunde con imágenes de movilizaciones y figuras reales, y con la ratificación del rol institucional que jugaba en ese momento la Federación. En su planteo, En pos de la tierra es algo más elemental que El último malón, pero su puesta en escena resultó lo suficientemente convincente para reaparecer, varias décadas después, reciclada en el documental franco-argentino Aller simple. Tres historias del Río de la Plata (1998) de Nadine Fischer, Nelson Scartaccini y el teórico Noël Burch.
Otra experiencia aislada y exitosa fue El último centauro (1924), una versión del Juan Moreira adaptada y dirigida por el dramaturgo uruguayo Enrique Queirolo. Filmada en diversas locaciones de las provincias de Córdoba y Santa Fe, la película mejora el referente ineludible que aún era Nobleza gaucha proporcionándole un aliento épico que está sugerido por el texto de Eduardo Gutiérrez, que no podía lograrse en el teatro y que prefigura la versión de Leonardo Favio. Circunstancialmente, resulta ser además el único título mudo argentino que, gracias al actor Esteban Peyrano, sobrevivió en 35 mm, con su negativo original y su partitura, elementos que eventualmente permitirían la restauración integral que el film se merece.
Por desgracia otras producciones rosarinas no tuvieron la misma suerte y es de lamentar en particular la pérdida total de la obra de Camilo Zaccaria Soprani. Nacido en Italia, Soprani comenzó a desempeñarse en el periodismo rosarino en 1912 y con el tiempo se especializó en la crítica de espectáculos. Tuvo su propia revista de cine, Cinema Star, que salió regularmente durante diez años, y hacia fines de la década de 1920 realizó dos largometrajes argumentales: La leyenda del mojón (1929), sobre versos populares del período, y Juan de la Cruz Cuello (1931), anunciado como “una página vívida del valiente gaucho que tuvo en jaque a la mazorca”. Pero independientemente de la incomprobable calidad de estos films, parece claro que Soprani se ganó un lugar en la historia del cine argentino por inaugurar el género fantástico con su último film, El hombre bestia (1934), y por el primero, que fue aun más singular.
Siempre se dijo que la Argentina tuvo desde el período mudo una abundante producción de cine pornográfico, pero dado su carácter proscripto y clandestino no hay manera de respaldar o desmentir esa aseveración con documentación alguna. En cambio, es posible afirmar que el erotismo softcore fue inventado en Rosario por Soprani, que en marzo de 1928 decidió realizar una “producción extraordinaria de arte plástico” titulada ¡Mujer, tú eres la belleza! La experiencia fue soslayada por todos los historiadores del cine argentino pero quedó registrada por el periodista Fernando Chao, que entrevistó largamente a Soprani, y fue rescatada después, junto con un abundante material documental, por Alfredo Scaglia del Cine Club Rosario. Según Chao, el film “ponía en descubierto los grandes ateliers de los artistas –pintores y escultores– con sus maravillosas modelos. En la pantalla se reflejaban con el más desnudo verismo cómo trabajan y elaboran sus obras los más renombrados artistas contemporáneos”. En el texto del programa de mano, Soprani iba más allá: “Los virtuosos en materia artística, los estudiantes de dibujo, los profanos que deseen templar su espíritu con la visión más real y estupenda de templos del Arte, hallarán en ¡Mujer, tú eres la belleza! la oportunidad de admirar la naturaleza y el desnudo natural que se emplea para inspiración de las más cotizadas obras de arte”. El film desarrollaba el tema alternando lo documental (un rápido repaso por la historia de la representación de la figura humana, la rutina de los estudiantes de artes plásticas, los ejercicios recomendados a las modelos para sostener sus poses), con una extensa serie de desnudos femeninos, individuales o de conjunto, cuidadosamente compuestos.
Ni Soprani, ni las modelos, ni los renombrados artistas contemporáneos aparecen mencionados en la información que circuló en su momento y Chao sugiere que el film fue considerado de origen francés. Esa apariencia, más respetable, y la retórica de Soprani surtieron su efecto: una crónica del diario La Capital garantiza que se trata de “una obra de arte, realizada con un criterio elevado y basada estrictamente en cánones estéticos. Nos transporta a regiones encantadas y nos hace gozar de la belleza artística de la desnudez humana”. Soprani aumentó el atractivo del film con “una serie de poses clásicas y plásticas en desnudo natural” realizada en vivo por “una modelo francesa contratada especialmente” y logró un mes de exhibiciones exitosas antes de trasladar la experiencia al teatro Apolo de Buenos Aires. Allí Soprani reiteró la presentación de cuadros vivos, con ayuda de una modelo llamada Pola, quien lo sorprendió por su habilidad para colaborar con él en la dirección de los tableaux-vivant.
Sexo y censura
Pola demostró ser una mujer emprendedora. Inmediatamente después de su experiencia con Soprani decidió protagonizar, bajo la dirección de Luis Moglia Barth, una adaptación de Aphrodite, célebre novela erótica de Pierre Louÿs. Su acción transcurre en el Egipto griego, hacia el año 57 a.C., y narra la historia de un formidable desencuentro amoroso entre la cortesana Khrysé (o Crysis, según la traducción) y el escultor Demetrio, favorito de la reina y autor de la estatua dedicada a la diosa Afrodita. Esa anécdota central se completa con la descripción pormenorizada de las distintas formas de sensualidad que se experimentaban en la Alejandría de entonces, donde “no hay bajo el sol nada más sagrado que el amor físico y nada más bello que el cuerpo humano”.
El estreno porteño de Afrodita tuvo lugar en octubre de 1928, dos meses después de que el teatro Colón estrenara una ópera homónima basada en el libro de Louÿs, compuesta por el músico ítalo-argentino Arturo Luzzatti. Siguiendo el ejemplo de Soprani y aprovechando la publicidad gratuita que les proporcionaba involuntariamente el Colón, la modelo Pola, el director Luis Moglia Barth y el productor Julio Tello decidieron disimular el origen del film y hacerlo pasar por una producción europea. En una entrevista realizada en 1973, Moglia Barth recordó el episodio como quien evoca una travesura infantil: “El éxito fue tan grande que las entradas se agotaban. Nosotros mismos hacíamos vender entradas fuera de la boletería, en la calle Maipú, al doble del precio. […] El mayor problema era esconder a los artistas, porque éstos se querían ver en la pantalla todos los días y yo temía que al descender de los palcos se confundieran con el público”. Moglia Barth no dio precisiones sobre el origen profesional de esos artistas; sólo mencionó a Pola y agregó que “ninguno siguió vinculado al cine”. Quizá contribuyeran al film los elencos de las obras “no aptas para señoritas y menores” que en ese entonces eran parte de la cartelera porteña. La historiadora Beatriz Seibel (2002) menciona como ejemplos los teatros Florida y Ba-Ta-Clan, donde en 1927 se pusieron en escena obras como La vendedora de caricias y Un mordisco entre piernas, cuya publicidad anunciaba “véala y entrará en calor”.
Como el tema del film no podía disimularse tras el subterfugio del arte y la estética que habían preservado a ¡Mujer, tú eres la belleza!, la mayor parte de la prensa porteña prefirió fingir que el film no existía. La excepción fue el diario católico El Pueblo, que consideró a Afrodita “un espectáculo canallesco y degradante, que avergüenza e indigna, impropio de una ciudad culta y que hace culpables a quienes deben velar por la salud moral de la población. […] Un conglomerado de escenas pornográficas, asqueantes; no podemos hallar una palabra lo suficientemente alta y justa para nombrar semejante engendro. Es un bochorno para Buenos Aires, un insulto descarado e irresponsable a la moral más elemental”. El texto debió levantar cierto revuelo, porque a los pocos días la película fue retirada de la sala céntrica que lo había estrenado. El 24 de octubre el anónimo redactor de El Pueblo se congratulaba de su hazaña pero continuaba la persecución: “La única sala que le ha dado cabida es una frecuentada por gentes de mal vivir, mujeres de vida airada y hombres anormales, que no tardará en desaparecer como tal por natural y forzoso saneamiento moral”. La sala en cuestión se llamaba Miriam, se encontraba en la calle Suipacha al 600 y entre los “hombres anormales” que la frecuentaban por entonces se contaban Enrique Luis Drago Mitre, los hermanos Julio y Carlos Menditeguy y Adolfo Bioy Casares. “Íbamos casi todas las tardes, después de jugar al tenis”, recordó Bioy Casares muchos años después. “Todo el tiempo se veían corridas, chicas que se pasaban de una fila a la otra para levantar a un cliente. De ahí se iba directamente a una calle cercana, a buscar algún bulín.”[8]
El 7 de noviembre, el intendente interino Adrián Fernández Castro resolvió la prohibición definitiva por “amoral” del “engendro de celuloide más repugnante que se haya ofrecido abiertamente a un público”. Fue un caso excepcional de censura cinematográfica ya que su historia formal no había empezado aún en la Argentina. El productor Tello salió de su anonimato para apelar la medida pero no tuvo éxito. Algún tiempo después, presentó una demanda a la Municipalidad por daños y perjuicios, pero la querella se prolongó durante años y es evidente que los vientos conservadores predominantes desde el golpe militar de septiembre de 1930 no fueron favorables a su causa. En 1937 Tello perdió definitivamente el proceso y quedó arruinado. El film no volvió a verse en Buenos Aires, aunque es posible que circulara de manera marginal en el interior, quizá con otro título.
Una copia incompleta de la película fue descubierta en 2008 y al verla se comprende la reacción que produjo su estreno porque, sencillamente, no hay nada que se le parezca en todo el cine del período. Los anunciados “desnudos artísticos” son abundantes pero el film no es exactamente pornográfico ya que, aunque el sexo es su tema principal, no contiene ningún acto sexual explícito. Es evidente que tuvo un presupuesto modesto y que eso obligó a resolver la ambientación alejandrina con más ingenio que dinero, pero Moglia Barth salvó las carencias materiales con una notable capacidad de síntesis. Ciertas escenas complejas, como el encuentro de los protagonistas en el puerto de Alejandría, fueron resueltas con un escenario elevado contrapuesto a una escenografía circular y móvil que proporciona el paisaje de fondo. El uso expresivo y reiterado de fundidos encadenados no cumple en el film la habitual función de marcar elipsis narrativas sino la de evocar un tono irreal, casi fantástico u onírico.
Pero por encima del visible cuidado que se invirtió en la realización, lo que más sorprende en perspectiva es su absoluta –casi reverente– fidelidad al libro, lo que no sólo implicaba filmar escenas audaces sino, sobre todo, evitar la reiterada trampa de la moraleja. La protagonista no se arrepiente nunca de haber sido una cortesana ni muere por ello, sino, en todo caso, por el daño que indirectamente inflige a otros. El film respeta escrupulosamente la concepción moral del autor Louÿs, que proclamaba “el derecho que todo hombre tiene a buscar la felicidad individual en los límites en que la confina el derecho semejante de los demás”. Antes y después se hicieron películas sobre temas sexuales, pero debieron disfrazarse, con hipocresía, de advertencias edificantes “para la juventud desorientada e inexperta”. La filosofía de Afrodita estaba muy adelantada a su tiempo y prueba de ello es que hasta la fecha nadie volvió a adaptarla.
Julio Irigoyen
Moglia Barth tuvo otras experiencias en lo que podríamos llamar exploitation vernáculo, como el rodaje de escenas de falsa antropofagia para aumentar el interés de un documental sobre tribus africanas, pero no toda su obra fue semiclandestina. Pocos días antes del estreno de Afrodita, Moglia Barth presentó (esta vez con su firma) El 90, una reconstrucción de los episodios sobresalientes de la llamada “revolución del Parque”, contra el gobierno de Miguel Juárez Celman, contada por un abuelo a su nieto a través de una sucesión de flashbacks. En rigor, el relato comienza un año antes de la revolución propiamente dicha, con una nota del diario La Nación y la convocatoria al mitin que resultó en la creación de la Unión Cívica. Entre los enfrentamientos armados y la exaltación de la figura de Leandro N. Alem, la evocación incluye una sintética historia de amor y culmina con la celebración de la segunda presidencia de Yrigoyen (el film se estrenó el 11 de octubre de 1928, víspera del inicio del mandato). Como en Afrodita, el director utilizó con asiduidad las sobreimpresiones con propósitos atípicos, como vincular situaciones simultáneas dentro de la misma escena, notoriamente durante una de las batallas.
Al igual que Moglia Barth, el director, guionista y productor Julio Irigoyen produjo una filmografía en la que algunos títulos de intención más o menos seria se alternan con otros completamente inescrupulosos. El historiador Jorge Miguel Couselo (1996) aventuró que Julio Irigoyen podía considerarse la versión argentina de Ed Wood. Sin embargo, por la abundancia de su obra, su habilidad para explotar ciertas tendencias del mercado, su capacidad para producir con presupuestos exiguos, su inventiva para reciclar temas propios y ajenos y su asombrosa capacidad para lograr que su productora (Buenos Aires Films) perdurara en los márgenes de la industria desde 1913 hasta poco antes de su muerte en 1967, Irigoyen se parece más a esa particular clase de cineastas-comerciantes emblematizada en personajes como Roger Corman.
Irigoyen comenzó su actividad cinematográfica realizando un noticiero presumiblemente semanal, películas publicitarias y documentales institucionales. En esta actividad ofició de realizador, redactor, compaginador y productor, asistido por su hermano Roberto, quien asumió la responsabilidad de la dirección de fotografía además de acompañarlo en toda tarea que fuera necesaria. En 1915 Irigoyen se inició en el cine de ficción con un drama carcelario ambientado en el penal de Sierra Chica titulado Espectros en las sierras. Al año siguiente se sumó a la extensa lista internacional de cineastas que procuraron capitalizar el éxito de Charles Chaplin, con tres cortometrajes en los que Carlos Torres Ríos (hermano de Leopoldo, luego director de fotografía y realizador) interpretó al gran cómico en escenarios rioplatenses: Carlitos y Tripín, del Uruguay a la Argentina; Carlitos en Mar del Plata y Carlitos y la huelga de barrenderos. Durante la década del 20 Irigoyen realizó films baratos y narrados con solvencia, a veces sobre temas próximos al melodrama policial y otras veces con argumentos sentimentales de inspiración tanguera, en la línea que había inaugurado algo antes José Ferreyra. Varios de estos títulos (como El guapo del arrabal, De nuestras pampas, El último gaucho, La cieguita de la avenida Alvear) fueron escritos por Leopoldo Torres Ríos. Se cree que sus películas más logradas son Sombras de Buenos Aires (1923) con María Esther Podestá, Los misterios del turf argentino (1924) con Manolita Poli y Tu cuna fue un conventillo (1925) con Ada Falcón, sobre la obra teatral de Alberto Vacarezza y con textos especialmente escritos por el autor. En otros títulos, en cambio, ya son evidentes los hábitos desprejuiciadamente mercantiles de Irigoyen. En 1925 tomó el film español Militona, la tragedia de un torero (1922), aprovechó la presencia en Buenos Aires de uno de sus intérpretes (el argentino Jaime Devesa), filmó con él algunas escenas en Buenos Aires y Montevideo, las integró de un modo más o menos verosímil al argumento de Militona... y lo estrenó con el título ¡Padre nuestro!, como si se tratara de un film enteramente nuevo. De modo similar, en 1926 realizó un film denominado ¡Mateo!, que no tiene ninguna relación directa con el grotesco homónimo de Armando Discépolo, aunque obviamente se inspira en su éxito y reproduce en parte su tema. En 1929 volvió al penal de Sierra Chica para realizar un cortometraje documental sobre esa institución, que luego utilizó otra vez para aumentar el metraje del argumental Sierra Chica (1938) y aun después en otras películas. Esa misma falta de escrúpulos artísticos le permitió superar la crisis económica que la llegada del sonido supuso para los productores locales: Irigoyen se refugió en el arriesgado pero seguro nicho de las llamadas “películas realistas”, obras de franca temática sexual cuyas audacias procuraban disimularse con finales aleccionadores y moralizantes: La casa del placer (con la curiosa participación de la cancionista Azucena Maizani, 1929), Mujeres viciosas (1929), Mujeres ardientes (1931), Los templos del vicio (1931), Los placeres sexuales y sus consecuencias (1931), Amor y sensualismo (1932), Noches de lujuria (1932) y un largo etcétera.
Debe decirse que Irigoyen siempre supo cómo comercializar sus productos. La Buenos Aires Films no sólo fue una de las empresas más prolíficas y económicamente estables del período mudo argentino, sino también una de las que más y mejor publicidad realizaba. Irigoyen mantuvo esa misma eficacia en el período sonoro, gracias al estricto control de sus presupuestos, la conciencia del tipo de producto que podía realizar (alguna vez definido por él mismo como “de clase C”) y la inserción sistemática en salas de barrio y del interior, como parte integral de programas dobles, triples y hasta cuádruples. El autorreciclaje, la arbitraria pero generosa inclusión de tangos y los elencos conformados por personalidades de cierta fama en la radiofonía caracterizaron las películas de la última etapa de su carrera. Según Couselo, “seguir en cronología e inventario los títulos del cine de Irigoyen es prácticamente imposible”, pero minuciosos trabajos recientes (primero César Maranghello y luego Daniel López) se han ocupado de reconstruir su obra.
Pasos de comedia
Julio Irigoyen y su falso Chaplin inauguraron una modesta producción cómica local que tuvo sus continuadores, aunque ya no sea posible saber si causaban gracia. En 1920 Alberto Biasotti, luego dedicado por décadas a regentear laboratorios, hizo un corto cómico extrañamente titulado Cima rellena o envenenada y anunció que haría otros, pero no cumplió. Todo por el puchero (1925) fue el título de un film protagonizado “en numerosos papeles” por el cómico uruguayo Paco (o Paquito) Busto, de variada filmografía sonora. Tampoco hay que desestimar los intertítulos del Film Revista Valle, que solían abundar en el humor disparatado, incluso en circunstancias poco propicias, como una nota científica sobre el agua: “Viven en ella más o menos cómodamente, millares de seres diversos. Cada gota de agua es una verdadera población y hasta se dice que en ella se realizan elecciones”. Luego de algunas tomas realizadas con microscopio, el texto explica: “Por la acción de los rayos ultravioleta, los microbios mueren rápidamente”. El último plano es presentado como “Una Chacarita del mundo microbial”.
En 2008 el autor encontró en el Museo del Cine un film –o parte de un film– en el que Pepe Arias (antes de su debut cinematográfico oficial en Tango!, 1933) hace pareja cómica con el actor de carácter Héctor Quintanilla, pero hasta la fecha no se sabe nada sobre su condición ni sobre sus responsables. Alguna incertidumbre existe también sobre un divertido fragmento de diez minutos, conservado por el coleccionista Ángel Lázaro, que lleva por título Pancho Talero en Hollywood y que podría (o no) tratarse de un fragmento del film homónimo de 1931, basado en una historieta de Arturo Lanteri y dirigido por su autor. Se trata de una extensa y delirante escena en la que unos cavernícolas juegan inexplicablemente al billar en una mesa de piedra y practican otros anacronismos, en un estilo cómico similar al de los cortometrajes clásicos de Hal Roach o Mack Sennett. La eficacia de ese fragmento hace lamentar especialmente la pérdida del resto del material de Lanteri, que además constituye un temprano ejemplo de adaptación de historietas al cine.
Hacia el sonoro
Como en todo el mundo, en la Argentina hubo antecedentes del cine sonoro en pleno período mudo. El más importante tuvo lugar hacia 1907 y lo realizó Eugenio Py para la casa Lepage, sincronizando películas y discos de hasta cuatro minutos de duración con actores y cantantes que incluían algunos pioneros del tango como Ángel Villoldo y Alfredo Gobbi. Veinte años más tarde algunos cines de Buenos Aires comenzaron a exhibir breves películas sonoras registradas con el sistema óptico Phonofilm, patentado por el norteamericano Lee De Forest. Desde 1928 la misma empresa que importó esas primeras películas realizó algunas en la Argentina, incluyendo tangos cantados por Sofía Bozán y un largometraje documental titulado ¡Yrigoyen! que registraba los actos de asunción del presidente argentino. Los primeros largometrajes argumentales sonoros, de origen norteamericano, llegaron a la Argentina desde junio de 1929 y estaban grabados en sistema Vitaphone, con discos.
Hacia 1929, un inventor argentino llamado Alfredo Murúa, que había introducido en el país la grabación fonográfica eléctrica y fundado la empresa Sociedad Impresora de Discos Electrofónicos (side), se asoció a la productora Ariel, del cineasta Roberto Guidi, y produjo en un galpón de su propia casa el cortometraje Mosaico criollo, primero de una pretendida serie, con un sistema propio de sonido en discos. No es exactamente un film hablado sino una “revista musical” filmada, que alterna géneros populares en cuatro escenas, cada una con su rótulo descriptivo: Joaquina Carreras canta el aire folclórico “Triste está mi rancho” y luego Giménez y Suárez (“genuinos bailarines norteños”) hacen un entusiasta malambo. Enseguida el gran organista belga Julio Perceval (“deleite de los oídos porteños”) ejecuta un solo de piano y finalmente “la graciosa intérprete” Anita Palmero canta el tango “Botarate”, de José Acuña y Alberto De Cicco.
La serie de cortos tuvo un título genérico que relacionaba ambas marcas: “Variedades sonoras Ariel-Fonografía de side”. Mosaico criollo lleva el número 1 y sobrevivió también un segundo film, que contiene la chacarera picaresca “Doña Rosario” (de Guillermo Barbieri y José Rial, luego utilizada en la primera versión de Joven, viuda y estanciera) y un segmento titulado El adiós del unitario, interpretado por Nedda Francy y Miguel Faust Rocha, bajo dirección de Edmo Cominetti, que fue realmente la primera escena hablada del cine argentino. Pudo haber otras “fonografías”, lo que quizá explique los datos contradictorios que sobre estos materiales aparecen en las publicaciones de la época.
Murúa fue responsable del sonido de la mayoría de los largometrajes sonoros argentinos realizados entre 1931 y 1933, siempre con discos. El más importante fue Muñequitas porteñas, de Ferreyra, por su empleo pionero del diálogo, pero hubo varios otros que lo utilizaron parcialmente (Amanecer de una raza de Cominetti, El cantar de mi ciudad de Ferreyra, La vía de oro de Cominetti) o que se valieron del sonido para registrar sólo música y efectos sonoros (¡Adiós Argentina! de Mario Parpagnoli, La canción del gaucho de Ferreyra, Dios y la patria de Cosimi). También se utilizó la novedad para reponer, sonorizados, films anteriores que ya se habían estrenados mudos, como fue el caso de Nobleza gaucha, Destinos y Perdón, viejita. En este sentido la transición fue compleja y muy similar a la que acababa de experimentar el cine de Estados Unidos y Europa.
Como sucedió en otros países, la llegada del cine sonoro comprometió durante algunos años la hegemonía internacional del cine norteamericano. A la cartelera porteña comenzaron a llegar films en inglés, sin ninguna traducción, condenados al fracaso comercial de antemano. Las soluciones al problema tardaron en proponerse. Se hicieron fallidos intentos de doblaje y se comenzaron a intentar formas de subtitulado, pero este sistema todavía necesitaba desarrollo técnico y presentaba el problema de excluir al público analfabeto. El momento de repliegue del cine norteamericano ante la barrera del idioma dejó disponible un mercado, situación análoga a la que había beneficiado al cine argentino durante la crisis de la producción europea en los años de la Primera Guerra Mundial.
Poco después Hollywood reaccionó produciendo versiones en castellano de sus películas más importantes, filmadas con elencos hispanohablantes (para el público argentino Drácula no fue Bela Lugosi sino el mexicano Carlos Villarías), pero estos intentos tuvieron poca aceptación. Les fue mejor, en cambio, a las producciones norteamericanas originales en español, hechas para el lucimiento de ciertas figuras latinas. Entre 1930 y 1931 Carlos Gardel, el más popular intérprete de la historia del tango, había filmado una serie de cortometrajes sonoros por sistema óptico bajo la dirección de Eduardo Morera y con producción de Federico Valle. Poco después fue contratado por la Paramount para filmar películas de largometraje, primero en Francia y luego en Estados Unidos. Todo ese material fue concebido por el propio Gardel, su letrista Alfredo Le Pera o por artistas argentinos como Manuel Romero, y su modelo era la dramaturgia tanguera ensayada durante el período mudo por Ferreyra, que se adaptaba a la perfección a la sensibilidad artística de Gardel.
Ya en el corto Viejo smoking, uno de los que el cantor había filmado en la Argentina, hay un pequeño sketch en el que Gardel “vive” el tango que está por interpretar. Despojado de todos sus bienes, sin trabajo y sin un centavo para pagar la pensión, Gardel se niega a empeñar su smoking y se pone a cantar para explicar por qué. De igual modo, sus films posteriores son operetas criollas, que integran los tangos a la trama o, mejor dicho, que prolongan en las tramas el universo esbozado en las letras de los tangos. En Luces de Buenos Aires (Adelqui Millar, 1932), escrita por Manuel Romero, el cantor es un estanciero enamorado que, incapaz de soportar la caída de su amada en los vicios urbanos, va a un boliche, canta “Tomo y obligo”, y brinda un sentido literal a los versos “sin un amigo / lejos del pago”. En El día que me quieras (John Reinhardt, 1935) Gardel canta “Sus ojos se cerraron” en cuanto se cierran definitivamente los ojos de su esposa, mientras afuera “el mundo sigue andando”. Esa misma y necesaria literalidad lo hace cantar después “Volver”, famosamente acodado en la barandilla del barco que lo trae de regreso a Buenos Aires, “con la frente marchita” y “las nieves del tiempo” en la sien plateada, pues han pasado varios años desde que debió huir de la casa paterna por la ventana como un ladrón. Del mismo modo, las vastas elipsis del film justifican eso de “sentir que es un soplo la vida”.
La culminación de la opereta tanguera gardeliana, y la consolidación sonora del “modelo Ferreyra”, es el film Cuesta abajo (1934). Los amigos Carlos y Vicente tienen alrededor de cuarenta años pero todavía son estudiantes. Carlos es querido y respetado, practica todas las costumbres que dicta la bonhomía criolla y está enamorado idealmente de Anita, la muchacha buena, que atiende el café. Al mismo tiempo, sin embargo, se siente fatalmente atraído de un modo más carnal por la bella Mona Maris, que lo provoca paseándose del brazo junto a cuatro fornidos muchachones. Carlos lucha tenazmente contra su lado oscuro y trata de demostrarle a Anita que ella no será uno de sus “amores de estudiante”, pero siempre termina diciendo: “Enseguida vuelvo”, y sale corriendo a buscar a la inasible Mona.
En términos generales podría decirse que el personaje de Mona Maris es el de una evidente mujer fatal, pero el término es insuficiente para definir al personaje. Es fatal en la medida en que amarla –o amar su cuerpo– implica la perdición. Pero Mona es compleja: desprecia y busca a Carlos al mismo tiempo, imponiéndole una relación sadomasoquista no excluyente, cuyas infidelidades lo enloquecen mientras ella se excita con la ira de él. “¡Así, así te quiero!”, exclama feliz, en una especie de orgasmo mientras él le atenaza el cuello con las manos. Aquí Gardel, desconcertado, podría cantar (no lo hace, pero podría) los versos de Discépolo: “¿Quién sos, que no puedo salvarme / muñeca maldita, castigo de Dios...?”. En cambio, le dice: “¡Perra!”, y la besa.
La caída en este film, a diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con el torero de Sangre y arena, no es mortal sino que implica perdurar en el limbo de la ruina moral y material: el protagonista queda sin voluntad propia, perdido dentro de sí mismo. Mona lo arrastra a una vida miserable primero en París y finalmente en Nueva York, donde el tango “Cuesta abajo” resume a la perfección sus andanzas y representa su estado espiritual: “Si arrastré por este mundo / la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser...”. Las angustias de cargar con Mona lo han llevado a sobrevivir como bailarín de alquiler en un mísero café portuario, donde lo encuentra Vicente, en el momento preciso de recibir dinero por bailar con una neoyorquina obesa. La tragedia tanguera es lo único que le falta a este film para completar un recorrido perfecto, pero en su lugar hay otro elemento igualmente auténtico y recurrente: la redención. Durante todo ese tiempo Carlos ha vivido sostenido por el recuerdo de Anita y ahora Vicente, devenido capitán de barco, se lo vuelve presente: ella sigue esperándolo. Una vez a bordo y ya sin Mona, el protagonista canta con alegría “Mi Buenos Aires querido” y en su letra se condensa todo el viaje de regreso, en una escena que explicita el tono antinaturalista del film: Gardel empieza a cantarlo en Nueva York y lo termina en Buenos Aires, como si el propio tango lo hubiera transportado, permitiéndole volver a ser el que (se) fue.
Pese a su circunstancial origen extranjero, tres poderosas razones obligan a considerar las películas de Gardel como parte de una historia del cine argentino. La primera es la autonomía artística, ya expresada, que les confiere una fuerte identidad local. La segunda (y menos evidente) es que las cuatro últimas fueron de hecho producciones propias de Gardel y Le Pera que Paramount aceptó financiar dado el éxito de las primeras, con plenos derechos de propiedad para ambos creadores tras un primer período de explotación comercial. La tercera es su tremenda influencia: el éxito de las películas de Gardel (que era en realidad el éxito de las ideas de Ferreyra y Torres Ríos retomadas por un ídolo popular y legitimadas para la cultura local por su condición de “extranjeras”) indicó el camino a seguir al incipiente cine sonoro argentino.