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2. Libertad, libertad, libertad

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Domingo por la tarde, en el tráfico porteño, cansado del fin de semana, amedrentado con la cercanía de un nuevo lunes, me acordé de la Flaca Escopeta y del título de su libro. Me pregunté, mientras respiraba hondo, quién era Franzen y si en Libertad encontraría respuestas. Me sentí a punto de explotar, traté de calmarme, ahí en el auto, recordando que todo había empezado con otro auto, uno chiquitito, de juguete, violeta. Habíamos vuelto de las vacaciones pero seguíamos perdiendo cosas en la arena. Esta vez no fue la playa top llena de esposas de gerentes sino en el arenero del club, adonde fui arrastrado por Elena. Tenemos ese jardín precioso al que cuido con la bordeadora, esa pileta prístina, esa casa cuyas cuotas seguiremos pagando por ciento cuarenta y siete meses más, pero no nos podemos quedar un domingo tranquilos. No, señor. Todos al club. Vamos, vamos, y se arman los bolsos, los tuppers, “No te olvides del carrito, Javi”, “No, no, mi amor, no me olvido”, le dije mientras cerraba las ventanas porque estaba anunciada lluvia para la tarde y subimos a las chicas, que no querían ir al club por nada del mundo, al Gol Country.

Llegamos al club y me pude escapar media hora al driving range. Ni loco daba para jugar, pero por lo menos fue un breve escape. Traté de concentrarme para que las cincuenta pelotitas fueran cincuenta tiros de golf, buscando un buen vuelo, el aire, el cielo. Camino de vuelta al arenero me crucé con Mariano, mi profe, que me preguntó si salía a la cancha. “Sólo si vos te encargás de que la patrona no me cambie la cerradura”, le respondí y se rio.

Cada vez que voy al arenero del club me pasa algo raro. Es una cosa muy extraña, porque están todas esas minas con las que me hice la croqueta de chico. Hay llantos y hay risas, hay niños y niñas, mientras escucho el chirriar de las hamacas oxidadas, y siempre me da ganas de buscar el WD-40 para lubricarlas bien. A las hamacas, no a las mamás. Estas mamás me gustaban todas, cuando usaban polleritas escocesas y las tetitas empezaban a salir con timidez y empezaban a usar corpiños que veíamos detrás de camisas celestes traslúcidas. Toda una vida dedicada a cerrar esas piernas que eran largas, flacas, jóvenes. Esas piernas que ahora son un poco más pesadas y que corren detrás de sus niños y niñas. Esas piernas que se mantenían siempre cerradas para nosotros, esos culos gloriosos sentados en los bancos de madera de la Catedral de San Isidro. El santo patrono de las minitas que no garchan. Que no garchan pero paren.

Paren, paren. Paren, chicas, paren a tiempo, les decían. Ojo con dar la mano, porque se pueden embarazar. Paren, paren, les decían ellas colectivamente a los chicos del SIC y del CASI y del San Juan. Ahora los chicos andan, también, corriendo detrás de estos hijos. Porque es domingo, vienen de misa y están en el club. De lunes a viernes andan corriendo a otras chicas por sus oficinas, en los bares del centro, en sus MBA. Esas chicas que son para coger, no como estas, sus mujeres. Estas, coger, cogieron. Parieron una y otra vez, y ahora las tetas les cuelgan. Esas tetitas turgentes que miraban al cielo, a Dios, y que ahora andan tristes, cabizbajas, en el arenero del club, y yo las miro mientras intento que no se me pierdan las hijas: allá está Antonia, colgada como un mono del pasamanos; allá Bernarda, jugando con su autito de plástico violeta.

Elena está en la esquina, hablando con Angie Bernárdez, con Cecilia en brazos. Por favor, que no arregle almorzar con ellos, pensé, y al rato estaba almorzando con Angie Bernárdez al lado, hablándome de su ex compañera del Northlands que va a ser reina de Holanda y qué hijos de puta los periodistas, resentidos, que le tiran mierda. El marido llega para el café porque tuvo tenis. Miguel, el abogado bananón, agarra la palabra y no para. Cuenta el caso de un cliente que se separó y se armó una casa de puta madre para la soltería; los cuartos de sus hijos adolescentes en un edificio aparte, y para él un bloque de doscientos metros cuadrados con todo: música, cine, mesa de pool. “El tipo se arma todo para la joda, me dice, ¿y sabés qué le pasa? Primero, se engancha con una mina. Al tiempo se entera de que la mina estaba avanzada en el trámite para adoptar un pibe, porque no podía tener hijos, y le terminan dando una chaqueña de cinco años.”

—Me estás jodiendo —dije, mientras miraba a Angie, con su risa impostada, porque ya había escuchado a Miguel contar este mismo cuento cien veces.

—No, no, pará. Eso no es nada. La chaqueña, todo bien, no es que hay que cambiar pañales, y además estaba bastante enganchado con la mina. Se van a Punta del Este en enero, todo el mes, porque el chabón está forrado. Y en el viaje de vuelta la mina se la pasa vomitando en el Buquebús…

—No me digas: ¿se muere la mina y se queda con la chaqueña? —dice Elena, siempre imaginando telenovelas.

—No, no, pará —dice el flaco—, tampoco la pavada. Al día siguiente la mina seguía vomitando, así que va al médico. ¿Te la hago corta? Embarazada… —hace una pausa larga, arqueando cejas y todo y sigue— ¡de mellizos!

—Me estás jodiendo —dice Ele.

—No, no, el pibe se preparó para volver a la soltería, se armó una casa para la fiesta, y al año tenía una chaqueña de seis años y mellizos. No hay escapatoria, Javi, hagas lo que hagas, al final te cagan.

Mientras pasaban las horas me iba convenciendo de eso: no hay escapatoria. Al final, nos cagan. Al final, las minas nos cagan. Pasamos del arenero al almuerzo, del almuerzo al arenero, y después acompañé a Antonia con la bici. Una semana antes le habíamos sacado las rueditas, así que ahí fui, agachándome para sostenerla en el arranque, mientras el ciático me recordaba que ya no soy un pibe, y sufriendo porque la única manera que tiene de parar es contra el piso. Después volvimos al arenero y Elena se quedó con las dos grandes y yo traté de dormir a Cecilia en el carrito. En la primera vuelta al club lloró, en la segunda hablaba con palabras que nadie entiende y en la tercera pareció dormirse. De vuelta en el arenero, logré descansar un poco. Al rato nos sentamos a tomar mate con Elena. A las chicas les compramos esos jugos individuales Cepita que vienen en envase Tetrabrik y que al final les sacás las últimas gotitas chupando de la pajita al mismo tiempo que apretás bien el envase con la mano. Comimos las galletitas que habíamos llevado de casa y nos negamos a comprarles caramelos y chicles: lo de siempre.

El día fue pasando y al final llegó la hora de irse pero las chicas, que antes no querían venir al club, empezaron a luchar para quedarse. Por suerte llegó la lluvia en nuestro auxilio y salimos todos corriendo al auto. En el auto las chicas lloraban porque no se querían ir y porque estaban mojadas y cansadas. Al rato yo también quería llorar, atascado en un tránsito de domingo empeorado porque todos salimos juntos cuando cayeron las primeras gotas. Ahí, en medio del atasco total, Bernarda se avivó de que le faltaba el autito violeta. Todavía lo veo: quedó abajo del tobogán amarillo, cuando salí del arenero pegué una última mirada y lo vi pero no volví a buscarlo. Bernarda lloraba y pedía a gritos que volviéramos a buscar el autito y Ele le explicaba que no podíamos, que ya era casi de noche, que no se podía, y Antonia seguía enojada porque nos habíamos ido y al final, al borde de descontrolarme, yo también, opté por corromperlas: “¿Y si vamos a McDonald’s?”.

Magia pura. La pregunta restauró el orden perdido. Éramos de vuelta una familia feliz en un paseo dominguero, aunque cayera la lluvia y siguiera el atasco de tránsito, pero qué importa si no hay más llantos. Hasta que entré en el Auto-Mac en vez de estacionar y bajarlas y de vuelta vino una nueva rebelión. Salí del Auto-Mac arando con la Gol Country, nunca nada es suficiente, primera a fondo, y el tráfico me chupa un huevo, a este lo paso por acá, y a este por allá y la segunda también a fondo, y así. Veo el brazo derecho de Elena que va hacia arriba, para agarrar la manija, y eso me enoja más porque lo siento como una duda sobre mi masculinidad y porque soltó la bandeja de las cocas, que casi terminan en el asiento, y el enojo me hace acelerar más. La que choca autos sos vos, pensé, yo no choco, dejame manejar como un hombre por una puta vez, flaca.

—Me ponés nerviosa, Javi, aflojá.

Me estaba sulfurando y me paró un semáforo. Caían gotas como huevos fritos en el parabrisas. ¿Te pongo nerviosa? Me bajo, pensé. ¿No te gusta cómo manejo? Tomá. Manejá vos. Te dejo el auto, la casa, las chicas: yo me voy. Me bajo y me voy ahí, por la avenida, y te veo cuando te veo, ¿sabés? Manejá vos, decidí vos, dale. Y ahí sonó en mi cabeza el himno: la libertad, las rotas cadenas, los libres del mundo. O juremos con gloria a morir. Y me acordé del cuento del cliente de Miguel. Quizás es verdad que no hay escapatoria, pensé, y cuando se puso verde metí primera y salí despacito, domesticado, hacia casa, con el auto lleno de olor a papas fritas de McDonald’s. El miércoles tengo ese viaje a Chile, pensé, mientras ponía segunda, ya calmo. Dos días más y tendré unos días para descansar. Me las tomo unos días.

Flanders

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