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SEGUNDO PRÓLOGO DE LA ANTIGUA Y CÁLIDA PENSIÓN MAMÁ AL MODERNO Y FABULOSO HOTEL MAMÁ (Héctor Velis-Meza)

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Yo no conocí el fabuloso Hotel Mamá. Viví en una época en que no existía. Yo pertenezco a los tiempos en que los hijos de la clase media teníamos asignadas responsabilidades muy definidas en el hogar, que se cumplían sin chistar y que cuando se terminaba de cursar secundaria, o se salía del bachillerato, únicamente existían posibilidades muy restringidas para continuar adelante: la educación superior, para seguir una carrera profesional, una capacitación rápida en alguna habilidad, como escribir a máquina, o una ocupación inmediata, si no se conseguía ingresar a lo primero. Por esta razón, yo pienso que me correspondió vivir en la entrañable y recordada Pensión Mamá, una casa de huéspedes tan buena como la mejor del centro, parafraseando lo que aseguraba el eslogan de una conocida farmacia de aquel entonces.

En las décadas de 1950 y 1960, figuradamente, en la provinciana Residencial Mamá se tenía derecho a un dormitorio amoblado con cama y buenas frazadas, mesa de trabajo y estantería para los libros (no se concebía una casa sin éstos), agua caliente en el baño, tres abundantes comidas diarias y acceso a un living con sillones cómodos, pero antiguos, una radio para escuchar las noticias y los radioteatros más un tocadiscos que animaba los bailes informales del fin de semana. A la hora del almuerzo había que sentarse a la mesa con las manos recién lavadas y sin gorra y se tenía pleno derecho a participar en la conversación diaria. Una vez que se terminaba de comer, entre todos los comensales se trasladaban los platos a la cocina y había que turnarse para lavar la loza, si no existía servicio doméstico. Los pensionistas teníamos que ayudar a cuidar las finanzas de la casa; por esa razón, los alimentos no se perdían y se reciclaban en guisos caseros o se recalentaban en la noche, al oscurecer si se salía de una habitación había que apagar la luz y la tetera se ponía al fuego sólo con el agua que se iba a necesitar, para no perder gas inútilmente. Cada cierto tiempo había que encerar, limpiar los vidrios, sacudir las alfombras en el patio, cortar el pasto si había jardín y podar la enredadera del frontis. Así y todo eran buenos tiempos y, en muchos aspectos, mejores que los de ahora. Estábamos acostumbrados a los quehaceres del hogar y como se asumían con gusto, uno sentía que pertenecía plenamente a un lugar y a una familia.

Con respecto al rol que se cumplía en el hogar, a nadie se le habría ocurrido tomarse un año sabático al terminar el colegio, con los propósitos de reponer energías (¿?) y reflexionar sin presiones de ninguna naturaleza. Al finalizar la Secundaria, el alumno tomaba cursos de preparación para ingresar al bachillerato –más tarde se preparaba uno –y se prepara aún– para la Prueba de Aptitud Académica– y si el puntaje no nos acompañaba, había que partir de inmediato a buscar algo que hacer para subsistir y, por supuesto, aportar a la familia. En aquel entonces, ni siquiera las vacaciones del último año de secundaria se podían tomar y era usual que quienes no quedaban en la universidad, en enero ya estuvieran trabajando. La adolescencia tenía un final abrupto y sólo se prolongaba algunos años, y no muchos, si se estudiaba una carrera. Los que no ingresaban a la educación superior, alrededor de los veinte o veintiún años, ya estaban pensando en el matrimonio y tenían novia estable.

¿Era malo finalizar este periodo de la vida de manera tan rotunda, definitiva y sin ningún tipo de transición? En primer lugar eran otros tiempos, el crédito no estaba al alcance de todos, había que cuidar el dinero y todo parecía ser más caro, porque se compraba al contado si no se tenía cuenta corriente en algún banco, para dar cheques. La gente era más confiada y el verdulero, el carnicero y el almacenero de la esquina daban un crédito, en el que las compras semanales quedaban registradas en una libreta. Al final del mes, se pagaban religiosamente las cuentas y se pasaba a la página siguiente. A nadie se le habría ocurrido no saldar esos compromisos; era lo primero que se hacía cuando se recibía el sueldo. Como los haberes se distribuían con cautela, en el hogar todos sus integrantes tenían conciencia de lo que costaba ganarse el salario y todos también sabían lo rápido que desaparecía. No era malo, entonces, ser parte de la gestión administrativa del hogar, más bien era un entrenamiento eminentemente práctico para el futuro.

Comparo el pasado con el presente y reafirmo que no conocí el Hotel Mamá. Tampoco soy un viudo del pasado y menos un prisionero de los recuerdos. Los adelantos de la vida moderna son extraordinarios y uno no se explica cómo fue posible vivir tantos años, entre otras cosas, sin computadores, teléfonos inteligentes, tarjetas de banco, cajeros automáticos, tren subterráneo, cámaras digitales, televisión por cable, hornos de microondas y Power Point en todas los salones de clases de las universidades, y control remoto para hacer funcionar el data show desde cualquier lugar del aula.

Tampoco me explico, por ejemplo, cómo pudimos, en el campo, tener excusados que eran unas casuchas montadas sobre un hoyo tenebroso y fétido, que se levantaban a varios de metros de la casa, para hacer las necesidades y mantener lejos la pestilencia. Al lado del durísimo asiento de madera había un clavo con hojas de diarios, cortadas en cuadritos no muy chicos por supuesto, para la higiene íntima. Cuando uno se acuerda de esos detalles, agradece vivir en este tiempo.

Las diferencias entre el pasado y el presente no hay que buscarlas en la infraestructura. Muchos matrimonios que bordean los 55 años, en más de una oportunidad, confidencian a sus más allegados que no hayan qué hacer con sus hijos, que viven una eterna adolescencia y una soltería pertinaz y no ofrecen indicios de que quieran abandonar el hogar. Y así como las reformas educacionales que se plantean nunca toman en cuenta el rol de los padres, éstos tampoco parecen asumir su responsabilidad como protagonistas esenciales e irremplazables de la educación de sus hijos. Esta labor se la entregan gozosa y casi completamente al colegio, una institución que lleva años en crisis. Entonces, resulta incomprensible que las familias, que reclaman por la deficiente educación que reciben sus hijos, con tanta tranquilidad le adjudiquen esta obligación a una estructura en riesgo y se desliguen tan olímpicamente de un compromiso que es inherente e irrenunciable, como es la formación de los hijos.

En la sociedad actual, los hijos reciben cariño, muchos bienes materiales (incluso a costa de endeudamiento), confort, seguridad y condescendencia, pero menos disciplina, insuficiente manejo de la moderación, reducido entrenamiento social y los ejemplos de vida de los adultos, en especial de las figuras públicas, no siempre son los más afortunados. En mis clases de Ética Profesional en la universidad, es usual que numerosos estudiantes justifiquen consumir alimentos en los supermercados y no pagarlos, quedarse con los vueltos cuando el cajero se equivoca, no pagar el pasaje en el transporte colectivo, fotocopiar libros y llegar reiteradamente atrasados a clases, por citar sólo algunos patrones de comportamientos impropios, y cuando se les pregunta a qué se deben estas conductas, la respuesta es unánime: todos hacen lo mismo.

En un control escrito del ramo de Comprensión lectora, a partir de la moraleja de la fábula Las dos langostas de Esopo, les pedí a los alumnos que interpretaran o explicaran el párrafo siguiente: “Muchos padres se quejan con amargura de que sus hijos no se comportan adecuadamente. Por ejemplo, que tienen mal lenguaje o que no leen. Antes de expresar quejas de esta naturaleza, los progenitores deberían preguntarse si exigen dando el ejemplo.” Las respuestas fueron muy similares. Todos los estudiantes respondieron con diversos matices lo mismo; que el modo de proceder de la gente joven es consecuencia de los ejemplos que reciben en sus hogares, de sus padres, hermanos y parientes en general. Es decir, tanto los padres y los hijos están de acuerdo en que hay que cambiar, pero ¿por qué no ocurre el cambio? Más todavía, con estas respuestas, me queda la incómoda impresión que los hijos siempre han estado abiertos a cambiar, si primero lo hacen los adultos. José Mujica, expresidente de Uruguay, expresó muy bien esta realidad, en diciembre de 2014, con una frase que resume este conflicto: “No le pidamos al docente que arregle los agujeros que hay en el hogar.” Más adelante justificó su parecer puntualizando que la educación “es responsabilidad de todos, no sólo de los maestros y del Estado, es de la sociedad uruguaya entera, porque ahí nos jugamos el futuro de la nacionalidad.” Estas palabras reflejan lo que ocurre en varios países de Latinoamérica con la formación de las nuevas generaciones y apuntan con exactitud a una deficiencia en el hogar, que nunca se reconoce con franqueza y públicamente, que es la obligación permanente, insoslayable y moralmente irrevocable de contribuir, de manera personal, a la educación de los hijos, empezando por dar buenos ejemplos de vida.

Fernando Vigorena es un observador atento y reflexivo de la sociedad. Sus libros son certeros, porque apuntan a los conflictos esenciales de la comunidad, dan cuenta de la evolución social y se adelantan a las tendencias. Examina el pasado más cercano, el presente y el futuro con detenimiento, naturalidad, como si estuviera conversando con el lector, algo de humor, para darle agilidad y familiaridad a los argumentos, y mucho sentido común. La razón por la que los hijos se resisten a abandonar el hogar no está en ellos, y el autor de este libro ofrece buenos argumentos para demostrar que las causas de esta situación hay que buscarlas en los progenitores.

El fabuloso hotel mamá

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