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2 EL SENTIDO DE LA VIDA

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[…] El conde de Grandsailles no solo usurpaba sus imágenes poéticas, sus profundas observaciones y su sentido de la realidad, casi brutal, sino que, además, imitaba el modo de cojear de su notario.

SALVADOR DALÍ, Rostros ocultos21

B. C. Yo creo que el terrorista juega a ser terrorista, que el juez juega a ser juez, que el hombre reposado está jugando a hacer ese papel de hombre sensato. Y así todos involuntariamente nos metemos en juegos por los cuales somos capaces de morir […]

G. S. ¿Cómo se puede salir de esos juegos?

B. C. No hay ninguna posibilidad, porque esos juegos son lo que se llama el sentido de la vida.

Conversación de Adolfo Bioy Casares con G. Scheines en El viaje y la otra realidad22

EDADES DE LA IMITACIÓN. En la infancia se imita tanto a los niños como a los adultos que uno quisiera ser, y los niños a los que más se desea imitar son aquellos que adoptan precozmente ademanes de adulto. A medida que pasan los años, va pesando más la imitación de los iguales. Empieza con la adolescencia y normalmente se mantiene toda la vida con la misma intensidad, aun cuando adopte formas más sutiles y estrategias más disimuladas. Se dice que la adolescencia es una etapa de afirmación del yo, y no parece que pueda ser otra cosa, pero nada muestra con tanta energía como la adolescencia que la afirmación del yo es en realidad la renuncia del individuo a singularizarse como individuo. El adolescente imita hasta la obsesión todas las características de los otros adolescentes, y, de este modo, se distingue de los adultos y de los niños: se trata efectivamente de una afirmación del yo, pero el yo solo puede ser colectivo.

La condición de adolescente se prolonga hasta la muerte: los señores y las señoras de mediana edad, dedicados en exclusiva a la repetición de frases al uso y a la producción de muecas idénticas a las de otros señores y señoras de mediana edad, no buscan otra cosa que la afirmación del yo; igual que los jubilados, que se colocan una gorra como los turistas, pero que, a diferencia de estos, no quieren contemplar monumentos y edificios perfectamente acabados, sino obras en construcción, pues saben muy bien que esa es la especialidad que les corresponde, como tampoco desconocen que la manera correcta de contemplarlas implica contraer los labios hacia abajo manteniéndolos en tensión, y adoptar una mirada de desconfianza, teñida de menosprecio, que en ocasiones puede llegar a chispear con unos matices de viva indignación. No hace muchos años, algunos de ellos ejercían el oficio disfrazados de patrón de pesca o capitán de la marina mercante, pero parece que ese modelo imitativo ya está actualmente en desuso, y que, tal vez por influencia de las películas americanas, poco a poco han ido adquiriendo más presencia las gorras de béisbol. Y aunque se puede ser viejo sin hacerse pasar por viejo, si uno decide profesionalizarse en ese campo, el juego admite pocas alternativas: peor efecto causan los que se esfuerzan en adoptar aires juveniles.

IMITACIÓN Y CONTRAIMITACIÓN DEL HOMBRE SEXUAL. Una tarde de los años sesenta, dos hombres mantenían cerca de mí una misteriosa disputa. La discusión fue subiendo de tono y, en un momento dado, uno de ellos, el más corpulento, de voz atronadora y cara encendida, gritó a pleno pulmón algo terrible:

—¡Así les metieran un palo de escoba por el culo cada vez que les pillan!

No entendí de qué hablaba, a quiénes quería que se les aplicase semejante tortura, pero imaginé una caña gruesa y astillosa (pues por aquella época los palos de escoba solían ser de caña), cumpliendo en algún pobre desgraciado la imprecación del destemplado personaje.

Las ideas recibidas se tragan sin conciencia, se endurecen en la bilis como un cálculo y se excretan al cabo de un tiempo con la única conciencia de la rabia. Tras excretarlas, el organismo se siente aliviado y se puede ocupar alegremente de otros asuntos. Sin conciencia, no hay ni raciocinio ni imaginación ni piedad. Es por ello por lo que, en nombre de las ideas recibidas, se han cometido todos los crímenes posibles.

Depuesta ya su piedra, el zafio sujeto de rostro endiablado fue recuperando los colores. Aliviado, relajado, sereno, casi podía pasar por una persona decente; y, con los vaivenes de su bondadosa papada, hasta se me antojaba gracioso y comprensivo. En otros organismos, las ideas recibidas también circulan por la bilis, pero no llegan a formar cálculos tan dolorosos. Por los días en los que escuché cómo aquel individuo secretaba su opinión con la suficiencia de un pelícano furioso, otros esparcían las suyas discretamente, como quien purifica el aire con un ambientador, unas veces sobre las mujeres ligeras, otras sobre los jóvenes degenerados, otras sobre los charnegos, y más a menudo aún sobre los mariquitas. Hablaban de ellos con sorna, a veces con algo de caridad cristiana, con aire festivo, con resignada paciencia, con una mímica prudente, pero siempre lo hacían como si fuese lo más natural del mundo, con toda la destreza imitativa de las clases medias.

En algún momento de la posguerra se dio el caso de un hombre vinculado a las letras catalanas, un distinguido señor de trayectoria catalanista y sólidas convicciones católicas, que fue detenido en una operación nocturna de la policía en un bar clandestino frecuentado por homosexuales. Cuando la noticia empezó a correr por los ambientes en los que aquel hombre de tan mala fortuna representaba la parte socialmente aceptada de su personalidad, no se le quiso dar crédito alguno. No era posible que un señor tan limpio y ordenado, tan excursionista, religioso y catalanista, que un maestro que fumaba en pipa como el mismísimo Pompeu Fabra, al final no resultase ser más que un miserable mariquita y en el grado más pervertido de esa condición. Y como tal cosa era sencillamente imposible, lo normal era hacer como que no había ocurrido. De modo que, una vez obtenida la certeza de que no se trataba de un error, todos volvieron a sus ocupaciones: el maestro de la pipa no había existido nunca, como la dama del expreso en la película de Hitchcock. De haber sido arrestado por las razones políticas habituales, en pocas horas se habrían movilizado todas las fuerzas vivas de la sociedad catalana, pero, como su detención obedecía a motivos políticos que no entraban para nada en las competencias que el gremio correspondiente se atribuía en sus funciones solidarias —y tomando en cuenta, por otra parte, que una implicación personal en el asunto podía hacer pensar que el interesado no reprobaba la conducta del detenido—, todo aconsejaba contemplar la situación con la mayor distancia posible.

Más o menos por la misma época, un compañero de trabajo de aquella doble víctima del franquismo oficial y del franquismo social —otro discípulo de Pompeu Fabra que también fumaba en pipa— me aseguró con todo su convencimiento que eso de los mariquitas, en Cataluña, había venido de fuera, con la inmigración. Consecuente con su lógica, al ejercer su oficio de corrector de catalán, cada vez que encontraba en un texto una referencia al Front d’Alliberament Gai de Catalunya, sustituía la i latina de la palabra gai —con la que la organización quería catalanizar el término inglés gay* por una i griega; no porque tuviera el criterio de respetar la forma original de las palabras tomadas de otras lenguas, pues el hombre era siempre muy partidario de la adaptación ortográfica, sino para dejar bien claro que la lengua catalana no podía tener relación alguna con esa clase de cosas.

En la cultura judeocristiana, la homosexualidad se ha visto durante siglos como una práctica aberrante, pero no hay manera humana de entender qué diferencia moral puede haber entre buscar las partes íntimas de una persona del propio sexo y buscar las del sexo contrario. Se trata, en ambos casos, de un comportamiento más natural que los que se observan en la mayor parte de las actividades sociales, porque las partes íntimas no las busca nadie que no esté poseído por el trasiego del erotismo, que es una de las pocas pasiones humanas que podemos atribuir del todo a la Naturaleza.

Sin embargo, el acto sexual, todo acto sexual, en tanto que pone su mayor interés en los órganos del cuerpo que utilizamos alternadamente para copular o excretar, no puede dejar de ser percibido por algunas personas como aberrante. Son seres anormales, violentados en lo más profundo de sus naturalezas por las ideas recibidas, hasta el punto de no poder comprender que es precisamente ese interés, en virtud del cual lo más vulgar se transmuta en lo más sublime, lo que da al goce sexual su innegable trascendencia. Si el apareamiento no requiriera el contacto con las partes íntimas, los puritanos no le opondrían probablemente la más mínima objeción, pero entonces el sexo perdería toda su espiritualidad.

Si bien en la vida humana no existe, con toda probabilidad, nada que cree una ilusión mayor que el sexo, y por esta sola razón ya tiene mucha más importancia que la mayoría de las cosas que hacemos en este mundo, sus variantes no son en realidad nada más que preferencias personales tan irrelevantes para la vida social como el gusto que uno puede hallar en una determinada tendencia culinaria. Y tan absurdo como resultaría que una persona fuera menospreciada o penalizada por su afición a la comida exótica o a la cocina de diseño, es que las inclinaciones sexuales de cada individuo puedan provocar el rechazo, el escándalo o la persecución legal por parte de otros individuos, como ocurría en la sociedad que conocí en mi infancia y como sigue ocurriendo en muchas sociedades del presente. De hecho, incluso resulta más absurdo, porque uno se ve obligado en ciertas ocasiones a compartir menús que detesta y, en cambio, nadie se ve forzado, por etiqueta social, a participar en prácticas sexuales de las que no quiere saber nada. Ahora bien, siendo como es el deseo sexual una de las pocas experiencias humanas en las que el sistema nervioso manda más que la pulsión imitativa, sería mejor celebrarlo con discreción en lugar de obligarlo a participar en el carnaval de las identidades colectivas.

Algunos machos heterosexuales ostentan públicamente su condición paseándose por las playas con aires de semental, y hay también ejemplares del sexo femenino que despliegan todos los estereotipos de la hembra en celo. Se complacen en el mismo tipo de exhibición que aquellos homosexuales de los que se suele decir que «tienen mucha pluma», pero el reclamo es una tendencia general de las especies y, en justicia, a estos últimos no se les puede reprochar nada que a su vez no haya que reprochar, ya no únicamente a los sementales de las playas (si unos muestran la pluma, los otros muestran el pelo) o a las féminas ardientes, sino también a los hombres que se hacen el hombre en cuanto se les presenta la ocasión de interpretar el papel y a las mujeres que procuran encarnar en toda circunstancia el ideal de feminidad.

Muy distinta consideración merece, por el contrario, el homosexual identitario, aquel que, a imitación de las actuales feministas, dedica la vida a exigir que le sean reconocidos los privilegios de las especies protegidas. Como todas las personas que se desplazan en manada, esa clase de individuo vive torturado por obsesiones minimalistas y tolera muy mal el simple hecho de que se le llame homosexual en lugar de gay o lesbiana. En una tertulia radiofónica, una periodista que destaca por su afán de denuncia y su voluntad de influencia se indignó con un compañero de mesa que usó la palabra homosexual para referirse a las mujeres que se aparejan con otras mujeres: estaba convencida de que homo significaba ‘hombre’ y le parecía muy lamentable que la mentalidad patriarcal no se dignase a conceder derechos de género ni siquiera en un asunto de tan obvia diferenciación identitaria como el que se discutía en aquel momento.

En una sociedad que ha reconocido la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, el homosexual identitario, condenado como los nacionalistas y los puritanos a estar siempre pendiente de las ofensas morales, se ve abocado a negar con su propia actitud la normalidad a la que cree aspirar. Para adquirir, pues, normalidad completa, el homosexual debería renunciar a la irritabilidad identitaria y aceptar sin problema la naturaleza risible de sus costumbres, un atributo que podría situarle en un perfecto plano de igualdad con el heterosexual, el cual no tiene nada que envidiarle en ese punto.

IMITACIÓN Y CONTRAIMITACIÓN DE LAS TÍAS. Por pudor, algunos tíos —y más en particular algunas tías—, abonados a los mismos principios morales que los compañeros de trabajo de aquel fumador de pipa sorprendido en un antro clandestino, renunciaban a airear en público sus obsesiones sexuales y se limitaban a recordar el cumplimiento de las obligaciones religiosas, las normas de decencia o las virtudes del ahorro y del levantarse temprano todas las mañanas, y no perdían ocasión de hacer notar que pasaban un disgusto muy gordo cuando un sobrino se dejaba barba o pelo largo o una sobrinita los sorprendía un buen día con una forma de vestir un tanto indecorosa. Tal disgusto podía convertirse en un sufrimiento prolongado si se llegaba a saber que los sobrinos llevaban con sus respectivas parejas una perfecta vida matrimonial sin haber pasado nunca por la sacristía. Mientras, por reacción contraimitativa, los sobrinos fueron asimilando su propio código de honor. Si corría la noticia de que alguno de ellos, cediendo a la presión familiar, había pasado finalmente por la sacristía, sus conocidos se escandalizaban como unas tías, y se sabe que esos escándalos llegaban a romper de vez en cuando muy sólidas amistades. El comentario inoportuno de un colega que pudiese dar a entender una cierta tendencia de su parte a apreciar el ahorro o a levantarse temprano (o a no apreciar en absoluto algunos artículos del código de honor, de los cuales era sin duda el más importante el que incitaba a vivir peligrosamente en cualquier momento y lugar) no rompía la amistad pero provocaba el sarcasmo.

La banalización del concepto nietzscheano de vivir peligrosamente es una de las ideas recibidas más solicitadas que se hayan inventado jamás. En su versión popular, inseparable, desde el romanticismo, de una cierta manera de entender la juventud, no llega a desplegar todas sus posibilidades hasta la aparición de los movimientos contraculturales de la segunda mitad del siglo XX. En relación con otras ideas perversas de la derecha tradicionalista y la izquierda revolucionaria, la exaltación del riesgo puede reclamar, ciertamente, la misma superioridad moral que posee el suicidio sobre el asesinato: la maldición que profiere no recae sobre los demás sino sobre uno mismo, pero los que sucumben a ella hasta el extremo de perder la vida no dejan de morir por una idea, como los anarquistas, los comunistas, los fascistas o los integristas islámicos. Algunos se han regido, y siguen rigiéndose, por ese principio porque no conciben que la libertad pueda ser otra cosa que experimentar intensamente el peligro de partirse el cráneo encima de una moto con la sangre llena de sustancias euforizantes; otros lo adoptan a ciegas o sin estar muy convencidos de su necesidad: la imitación se muestra a menudo más potente que el instinto de supervivencia. Absorbidos, entre las décadas de los setenta y los ochenta, por el consumo de heroína adulterada y otras formas de autodestrucción, los pobres sobrinos horrorizados por la prudencia de sus tías hacen pensar en aquel episodio monstruoso de Las aventuras de Pinocho en el que los niños, emborrachados por las diversiones prohibidas que encuentran en el País de los Juguetes, donde la libertad no conoce límites y no hay que dar explicaciones a nadie, no descubren hasta que ya es demasiado tarde que han empezado a transformarse en asnos.

IMITACIONES NACIONALES. Borges dijo de García Lorca que fue un andaluz profesional. A diferencia de otros profesionales de la nacionalidad, Lorca no se empleó únicamente en ese oficio, pero la expresión es afortunada. En este mundo pueden verse de continuo ingleses, franceses, alemanes, italianos, norteamericanos, argentinos, etc., de una profesionalidad admirable. El catalán que ejerce de catalán presenta en general unos estereotipos de origen fácilmente identificable: lo han creado el ruralismo, el excursionismo, la hoguera campestre. También el seminario. Hay, en el catalanismo, una gestualidad muy característica que deriva en buena medida del pupilaje sacerdotal al que siempre ha tenido a bien someterse. Se trata de un tipo de personaje que, en ocasiones, cuando ha recibido aires ciudadanos, puede interpretarse con una cierta elegancia, pero en los individuos inclinados a la exageración adopta formas muy ordinarias. En muchos casos, la vulgaridad es extrema. Algunos catalanes profesionales cultivan la procacidad y la escatofilia como señas de identidad y consideran escaso de catalanidad a todo el que no se le asimila. Aun cuando no había pasado nunca de ser un actor secundario, el catalanista distinguido que no soltaba nunca una palabra malsonante y se mostraba prudente y obsequioso en el trato social ya parece haberse retirado para siempre de la escena. Haciendo gala de una fantasía digna de todo elogio, los novecentistas que siguieron a Eugenio d’Ors pintaron una Cataluña llena de humanistas y de gente aristocrática. Por el contrario, el paraíso independentista con que hoy se fantasea más bien quiere parecerse a unas fiestas patronales, con sus borrachos, sus cabezudos y su palco de autoridades.

Si bien no hay ningún profesional de la nacionalidad que no resulte grotesco, es muy probable que el tipo de nacional español que inventó el franquismo constituya uno de los espectáculos humanos más hilarantes que se hayan contemplado jamás. Allá por el año 67 o 68, tuve un profesor de Formación del Espíritu Nacional que se desvivía por imitar, con la máxima fidelidad posible, todos los atributos del caballero franquista. Como no podía ser de otro modo, el hombre se esforzaba en cultivar un castellano a la altura de las circunstancias, y lo conseguía admirablemente bien, con un acento adusto, aplomado, imperial. Escandía las oraciones más absurdas como si fuesen versos heroicos y se dirigía a su forzado público, niños de doce o trece años, como si se dirigiera a una audiencia de procuradores en Cortes. En cierta ocasión, respondiendo a un alumno que justificaba con variadas excusas una ausencia, un retraso o el incumplimiento de una obligación, zanjó el asunto con una frase de la que tomé nota: «Ni qué decir tiene que tan inanes supuestos no merecen mayor atención». Entendimos por el tono —la frase era para nosotros completamente incomprensible— que a nuestro compañero no le esperaba un futuro muy alegre, y así fue: en la composición del personaje que ese profesor imitaba con tanto esmero entraba como elemento esencial la crueldad para con unos alumnos a quienes veía en todo momento como súbditos. «Señor Fanjul —dijo con ademán de pronunciar sentencia—, causa usted baja por una semana en la asignatura de Formación, y así lo hago constar a los efectos oportunos».

Un día, en compañía de otro muchacho, le vi en la entrada de la escuela hablando con una señora que, con toda probabilidad, debía de ser su esposa. Movidos por la curiosidad, nos fuimos acercando a sus espaldas del modo más discreto posible y logramos captar parte de la conversación, que trataba de asuntos domésticos sin interés alguno para nosotros. Sin embargo, la sorpresa fue enorme: nuestro temido profesor hablaba en un catalán perfectamente genuino, con sus características eles velares y sus vocales neutras, como si hubiese nacido en Vic o en Olot. La habilidad de aquel sujeto con las lenguas y los acentos le capacitaba sin duda alguna para más altos menesteres, como habría dicho él mismo enfundado en su papel de profesor de Formación del Espíritu Nacional. Un hombre con una habilidad como esa habría podido aspirar con grandes posibilidades a una espléndida carrera de espía; pero no parecía que nada en el mundo fuera capaz de proporcionarle tanta satisfacción como adoctrinar a los niños de la escuela con la voz engolada y el porte marcial; nada le excitaba tanto como descollar, ante un público infantil, en la imitación de los hombres poseídos por las más puras esencias del Régimen.

Poco después de este episodio, se nos presenta una mañana con su gabardina y su sombrerito de fieltro adornado con una pluma de canario. Deja el sombrero sobre la mesa, se desprende de la gabardina, la dobla parsimoniosamente e, hinchiendo el pecho con el orgullo de un mutilado de guerra que acabase de recibir una condecoración, señala el bordado que ostenta en el bolsillo superior de la chaqueta y declara: «Este escudo que veis en mi pecho me distingue como vocal de la ilustre Federación Española de Salvamento y Socorrismo, nombramiento que hace pocos días me fue concedido directamente por el mismísimo Caudillo. Al recibir de su persona tan alta misión, tuve el honor de estrecharle la mano, después de lo cual, un español que se precie bien puede morir». Tras el breve discurso, permaneció unos segundos en silencio, de pie, proyectando la mirada al fondo del aula como si contemplara el alba, y después nos anunció que no tenía más remedio que ausentarse brevemente para cumplir con un deber administrativo, y nos dejó solos. Pasados unos segundos, habiendo escuchado con atención cómo sus pasos se alejaban del aula lo suficiente para asegurarse de que no podía sorprendernos de inmediato, apostamos un centinela en la puerta y nos fuimos pasando unos a otros su sombrerito de fieltro al tiempo que imitábamos sus poses y su manera de expresarse. El último niño en recibir el trofeo se subió a la tarima, se lo colocó en la cabeza y, con la mano en el corazón y el cuello enhiesto, pronunció las siguientes palabras: «Después de lo cual, un español que se precie bien puede morir». Acto seguido lanzó el sombrero al aire con elegancia de torero y, cuando llegó al suelo, un grupo de espontáneos empezó a pisotearlo sin la menor consideración. En el momento en que el centinela de la puerta anunció con un grito precipitado que el profesor ya se iba acercando por el pasillo, alguien se empleó, con una técnica de puñetazos, a devolver al sombrero su aspecto original y, milagrosamente, terminó ese delicado trabajo de restauración justo en el instante en que el nuevo vocal de la Federación Española de Salvamento y Socorrismo entraba en el aula con las cejas arqueadas y las manos en los riñones, como si barruntara algo de lo sucedido, pero no advirtió ninguna anomalía y no tardó mucho en empezar su discurso del día.

IMITACIONES PROFESIONALES. En una mañana de verano en la que probablemente yo no tenía mucho que hacer, me puse a observar con gran interés pero sin ninguna intención concreta a un hombre de unos treinta años con bata de faena y el pelo largo y ondulado (tenía todo el aspecto de trabajar como peluquero) que se paseaba por una galería comercial de Barcelona con un gesto torcido del labio, como el que se hace cuando se muestra incredulidad. Caminaba con los brazos caídos, de un modo un tanto desganado, pero procuraba sacar pecho y mantenía recta la espalda, como si en el tronco tuviera la diligencia profesional, y en brazos y piernas, aquella vagancia automática que acompaña las rutinas humanas. Sus movimientos me parecían tan bien adquiridos, tan bien adaptados a la situación, que casi me dieron ganas de imitarle. Era el suyo un estilo de moverse por el mundo en el que he reparado a menudo en personas que trabajan en mercados o grandes almacenes y que, a diferencia de los empleados de comercio, que suelen permanecer detrás de un mostrador, se ven obligados a desplazarse de tanto en cuanto. Sin duda alguna, el hombre hizo suyas esas poses y esos andares a fuerza de fijarse, sin ser consciente de ello, en las evoluciones de sus compañeros de profesión; no me parece que se le pueda buscar una explicación práctica, pues resulta evidente que andar de tan peculiar manera no le aportaba otra ventaja que la de constituirse en un ejemplar del grupo humano del que forma parte.

Dependiendo de la importancia que conceda cada uno a la profesión que le ha tocado ejercer, las posturas gremiales diluyen a veces la vanidad de los individuos y a veces la enmarcan pomposamente. Apenas iniciada la década de los noventa tuve ocasión de contemplar, en una facultad de Periodismo, la marcha triunfal de un profesor que se dirigía a su aula con un abrigo tirado como una capa sobre los hombros y un largo habano entre los dedos. No recuerdo si en aquellos años aún era posible fumar en las clases, pero estoy seguro de que, por mucho que no estuviese permitido, a nadie le habría pasado por la cabeza el atrevimiento de llamarle la atención. Marchaba con la cabeza alta y el cuello tenso, como si se hubiera puesto un contrafuerte en el cogote, y tenía la estatura suficiente y la caída de ojos necesaria para mirar a los estudiantes y a los otros profesores que hallaba a su paso con una majestuosa distancia. El pensador y humorista Francesc Pujols —maestro, en ciertos aspectos, de la manera de discurrir de Dalí— cuenta en el libro de Artur Bladé Desumvila Francesc Pujols per ell mateix que al pintor Isidre Nonell no le bastaba su plena dedicación a la pintura; necesitaba además que la condición de artista se le viera inequívocamente reflejada en la cara. «No debe preocuparse por eso —le decía Pujols—, porque aunque no pintase, todo el mundo adivinaría, al verle, que es usted pintor.»23 Todo el mundo adivinaba, al verle, que aquel señor profesor era un gran periodista.

La imitación de prototipos corporativos halló, en la radio y la televisión, las condiciones ideales para desplegar todo su potencial de asimilación caracterológica y convirtió la copia de personalidades en un requisito profesional de rango casi superior al interés y el rigor de los contenidos. Pero más allá de la muy curiosa y cada vez más depurada producción de replicantes —el corresponsal en el extranjero, con sus tonos de ritmo sincopado directamente trasplantados del inglés de Estados Unidos; la locutora de temas artísticos y culturales, con sus melifluas cadencias de registro edificante, etc.—, los medios de comunicación modernos se han revelado, desde sus inicios, como una prótesis mental de extraordinaria eficacia para amplificar la innata disposición de la especie al automatismo, no solamente en los aspectos formales de la gesticulación y la expresión, sino también, y de modo muy privilegiado, en lo que se refiere a las ideas de origen imitativo, tradicionalmente llamadas prejuicios y lugares comunes.

El ensayista y periodista francés Jean-François Revel se refiere en sus memorias a los programas nocturnos de la radio francesa en los que los oyentes dialogan con el locutor acerca de sus más íntimas miserias y, no dudando en calificarlos como la más alta manifestación de la estupidez mediática, se muestra especialmente turbado por la empalagosa simpatía de los locutores, la cual ve como un envilecimiento radiofónico de la amistad; el intercambio de tópicos, el narcisismo de las confidencias, la pretenciosa administración de consejos y la degradación de la lengua oral, atributos adquiridos todos ellos por el más puro y transparente de los mimetismos. «Un consuelo para los franceses —añade Revel al final de su comentario—: la palma de la tontería y la vulgaridad de ese palabrerío se la llevan las radios españolas.»24 Me viene a la memoria, en este punto, un programa nocturno de la radio catalana que estuvo en antena hace ya algunos años y que, a partir de un momento, empecé a escuchar con un interés creciente. Todas las noches se formulaba una pregunta a la audiencia, del tipo de si hay que reconocer derechos a los animales o si las mujeres poseen más sensibilidad que los hombres. Los intereses principales del programa se repartían habitualmente entre el animalismo y el feminismo y, como se podía prever, el resultado de la encuesta siempre era favorable a las expectativas de esas dos corrientes. Una noche —probablemente estimulada por una de las tendencias más espectaculares del feminismo salvaje, consistente en plantear la hipótesis según la cual Homero, Shakespeare y otros personajes de la historia cultural de Occidente fueron mujeres que se vieron obligadas a ocultar su identidad—, a la presentadora del programa (o a sus guionistas) se le ocurrió preguntar a los oyentes si juzgaban posible que Dios, aun cuando siempre se ha representado por un patriarca de largas barbas blancas, fuese en realidad una mujer. Dos mimetismos de primer orden entraban en conflicto con esa pregunta: el de la sensibilidad religiosa y el de la sensibilidad femenina.

—Tu nombre, por favor…

—Remedios

—Tienes una voz muy bonita, Remedios.

—¡Uy, qué va, cariño, la tuya sí que es bonita! Te escucho cada noche y quisiera felicitarte por el programa.

—Muchas gracias, Remedios. Y dime, ¿qué piensas tú de la pregunta de hoy?

—Ay, cariño, me la tendrías que repetir, porque hoy he puesto la radio un poco tarde y no sé cuál es la pregunta.

—¿Tú crees que Dios podría ser mujer?

—¿Cómo? ¿Dios, una mujer? Pues la verdad es que eso es la primera vez que lo oigo.

—Mira, Remedios, si hemos de creer que Dios es nuestro creador, ¿a ti no te parece que la mujer, que también es creadora de vida, pues es ella la que trae a las niñas y a los niños a este mundo, tiene mucho más derecho que el hombre a representar la figura del Creador, que en este caso debería llamarse la Creadora? Si lo piensas bien, es lógico…

—Ay, pues no sé… Yo no quiero decir que una mujer no pueda hacer las cosas tan bien como un hombre, pero… ay, ya no sé lo que digo. No sé, la verdad, no sé.

IMITACIÓN DE BOUVARD Y PÉCUCHET. Dice Josep Carner en «El húmedo callejón» («L’humit carreró», Les planetes del verdum, 1918):

Dos ventajas sobre todo (y por cierto cada vez más codiciadas por el autor de estas líneas) traería una lluvia fina y tranquila, guiada por vientos inteligentes. Una sería que nuestra gente, tras agotar las distracciones caseras del dominó, la calcomanía, el vaciar cajones para volverlos a ordenar, la merienda, la siesta y la nona, no tendría más remedio que ponerse a leer. Esas chicas que ponen cara de pánfila empezarían a alcanzar algún interés fisonómico; el espíritu se movería dentro de sus pupilas, ahora acostumbradas únicamente a una monotonía de trasieguitos materiales. Aquellas damas de una vasta blandicia, que parece no haber sido nunca sacudida por un escalofrío de emoción artística, se remontarían hasta quién sabe dónde, abandonando su actual categoría de fardos que se desploman en los tranvías, en las chocolaterías de la calle de Petritxol** y en los cinematógrafos.25

Bueno es reconocer que, en nuestra época, todo eso ha progresado de manera espectacular. Puede que ya no se vacíen tantos cajones como antaño; pero, además del fútbol, la televisión, los grandes bestsellers de temporada, los chats, Facebook, Instagram, Twitter, y todo cuanto procuran las llamadas redes sociales, en los últimos tiempos también hemos tenido talleres y cursillos.

—Quería apuntarme a taichí, pero ya no quedaban plazas y me he apuntado a corte y confección —dice una chica a su amiga.

—Pues yo en octubre empiezo restauración de muebles —contesta la otra.

Escuché este diálogo en el metro de Barcelona hará ya más de una década. Mi impresión es que poco después, tal vez por efecto de la crisis, la fiebre de los cursillos decreció apreciablemente, pero por aquellos años era un puro desasosiego y parece que en nuestros días ha vuelto a elevarse. La disparidad de las materias que ofrecen los organizadores de dichos cursos, en los que nunca faltan los bailes y las cocinitas, hace pensar que, más que para instruirse, la gente se apunta a ellos para combatir el tedio y trabar relaciones. Pero existe una razón mucho más profunda, y es que la época venera el conocimiento inútil; o, mejor dicho, lo que realmente importa es el hecho mismo de apuntarse a un cursillo cualquiera y no el deseo de formarse, por necesidad o por vocación, en una determinada disciplina. El cursillo es la categoría, y la anécdota, su contenido. Si en corte y confección tampoco hubiesen quedado plazas libres, muy probablemente la chica se habría apuntado a bailes de salón, cerámica, informática, cocina de diseño o papiroflexia.

La oferta de pasatiempos formativos más curiosa que yo haya visto anunciada proviene de la sección femenina de una comunidad de jóvenes alternativos que habita en régimen de ocupación un viejo edificio de un barrio barcelonés muy poblado por grupos marginales y revolucionarios de la izquierda anarcocomunista, y consiste en «un espacio de reunión solo para mujeres y lesbianas, con actividades varias que van desde talleres de salud, de electricidad, de vídeo… a ciclos de cine, cenadores, etc. Siempre desde una perspectiva feminista y antipatriarcal». Un cenador o un taller de electricidad feminista y antipatriarcal deben de ser cosas muy dignas de ver, pero ya se entiende que una comunidad de okupas no se puede incorporar sin una perspectiva propia a la manía general de los cursillos.

Y luego están las actividades extraescolares, que es el nombre que recibe la versión infantil de los cursillos. Dice la propaganda de uno de los promotores de esas prácticas:

Gimnasia, danza, judo, natación, informática, idiomas, teatro, pintura, música… Las actividades extraescolares se han convertido en un complemento de la jornada escolar de muchos niños e, incluso, en una asignatura más y en un alivio para los padres con una agenda laboral ajustada. Se llevan a cabo fuera del horario escolar y contribuyen a desvelar inquietudes, a reforzar conocimientos en alguna área, a fomentar la creatividad y a desarrollar valores.

Todo está en el anuncio: el reconocimiento de la auténtica razón de ser de ese abuso de menores («un alivio para los padres») y la noble justificación de los servicios ofrecidos, mediante una de las frases más imitadas por progenitores y pedagogos cuando se habla de niños y adolescentes («contribuyen a desarrollar valores»). En una ocasión, esta vez en un mercado, escuché una conversación entre dos madres que se disputaban las actividades extraescolares de sus respectivos hijos. Una me pareció particularmente envidiosa de las cosas que practicaba el retoño de la otra.

—Ah, pues el mío a Plástica no va. Hace muchas otras cosas, eh, porque afortunadamente es un chiquillo de lo más despierto, pero a Plástica no va. ¿Y el tuyo, cuántas actividades dices que tiene?

Ese interés exclusivamente cuantitativo que muestra la señora del mercado por las ocupaciones del hijo de su comadre es una de las características más prominentes de la sociedad de la hiperimitación, que, si pone números a las cosas, es sobre todo para que cada imitador pueda saber, de un modo rápido y exacto, si sus tareas imitativas superan a las del vecino. Los ministros de Educación y otros responsables del fracaso escolar fijan el éxito de su gestión en el número de ordenadores que asignan cada año a los centros públicos. Y, en la universidad, la valoración de la llamada «investigación» también se ha ido convirtiendo cada vez más en una cuestión numérica: la reputación de una facultad depende en gran medida de la cantidad de trabajos de investigación que sus profesores publican en las revistas especializadas, las que ahora se conocen como «de impacto», algunas de las cuales —dicho sea de paso— han sido puestas en evidencia, en el ámbito de las ciencias sociales, por haber admitido en sus páginas falsos estudios científicos, astutamente pergeñados por académicos sensatos con inconcebibles disparates que imitaban el modo de discurrir de los trabajos que esas revistas suelen tomar por serios.*** El número de referencias y citas que contiene un trabajo académico es, por otro lado, un criterio de evaluación de una importancia decisiva. Las madres, los ministros, los investigadores académicos… en todos ellos parece haber tomado cuerpo el espíritu de Bouvard y Pécuchet: «En la gran biblioteca, hubieran querido conocer el número exacto de volúmenes».26

IMITACIÓN DE LA EXTRAVAGANCIA. IMITACIÓN DEL PRÍNCIPE. La imitación del hombre ofrece una estrategia de encubrimiento muy interesante —porque, en lugar de constituir una excepción, es de hecho una valiosa prueba del fenómeno que pretende negar— cuando se presenta como un caso de contraimitación. Nada se asemeja tanto a una personalidad única como otra personalidad única. La extravagancia se alimenta de los lugares comunes de la extravagancia, y por ello se presta con tanta facilidad a la caricatura. En el artículo titulado El café, Larra habla de unos abogados «que no podrían hablar sin sus anteojos puestos» y de un médico «que no podría curar sin su bastón en la mano»,27 y Jules Renard describe en más de una ocasión en su Diario la manía crónica de los poetas de dejarse largas cabelleras.28 Renard también anota en una entrada de 1890 que el actor, incluso cuando está más sumergido en sus preocupaciones, pasea circularmente una mirada escrutadora para asegurarse de que le miran y le reconocen.29 La vanidad, que según Pascal es el motor de todas las acciones humanas, resulta inseparable de la imitación. Tal vez sea por eso por lo que ciertos actores de hoy en día causan a menudo la impresión de ensayar en las escuelas de Arte Dramático y en los escenarios teatrales el papel que representan en su vida social. Lo más habitual es que ese tipo de actor, siempre inclinado, como el intelectual o el artista, a creer que posee una personalidad irrepetible, adopte una gesticulación ceremoniosa, una pronunciación escandida, un léxico pseudocultivado y una orgullosa mirada de dignidad profesional (que en el fondo puede que no sea más que el producto refinado de un diligente esfuerzo por disimular la mirada escrutadora que describe Renard); pero en los tiempos que corren también es posible que las ínfulas se le decanten por un popularismo de lenguaje ordinario y gestos vulgares. Esas fiebres narcisistas alcanzan su punto álgido cuando a los afectados se les presenta la ocasión de exaltarse mutuamente la gloria en algún intercambio de galardones, y mucho más aún cuando se sienten llamados a participar en un acto de reafirmación ciudadana.

Con una variante de la arrogancia que se conoce como modestia y una variante del deseo que se conoce como renuncia, el mismo afán contraimitativo que identifica las pretensiones de los genios del arte alimenta también aquellas posturas existenciales que suelen tenerse por más auténticas, originales o dignas que las otras: las de los sujetos entregados a la vida contemplativa o al cultivo de virtudes sacrificiales tales como el vegetarianismo, la castidad u otras modalidades de la abstinencia pretenciosa. A propósito del vegetarianismo, Julio Camba hace una observación de un interés extraordinario: en su opinión, los vegetarianos son personas que generan escasos jugos gástricos y que, por consiguiente, suelen tener muchas dificultades para digerir la carne. Las personas afectadas por esa dolencia presentan un aspecto enfermizo y, por una extraña disposición de la naturaleza, son muy propensas a fundar sectas, pero nunca habían fundado una —asegura Camba— que tanto tuviese que ver con su problema.30 Es en verdad una observación muy justa que los seguidores fervientes de los más variados cultos parecen o acaban pareciendo vegetarianos, pero en ese tipo de fenómeno no resulta nada sencillo distinguir la causa del efecto. Es muy posible que el peso de las ideas peregrinas haga perder el hambre al estómago más voraz, y hasta podría ser que las sugestiones miméticas que asimila el iniciado no afectasen solo a movimientos externos como la gesticulación y la expresión facial, sino también a movimientos internos como el peristaltismo y las secreciones digestivas, pero, si Camba no andaba equivocado y la desgana y la falta de color son condiciones necesarias para la experiencia sectaria, entonces esas formas completas de imitación que llamamos ideologías, religiones, culturas identitarias, etc., serían en realidad estrategias destinadas a hacer de la necesidad virtud. Se ha dicho que el fanático nace y que después adopta una ideología concreta; y de hecho no son raros los casos de fanáticos que, con el tiempo, acaban poniéndose al servicio de una causa diametralmente opuesta a la que defendían poco antes, con el mismo espíritu de intolerancia que exhibían cuando militaban en las filas contrarias.

Si fuese cierto que obedecen a una disposición innata, esas conductas, lejos de contradecir en ningún aspecto la lógica de la imitación, aún la reforzarían con su manifiesta falta de contenido. El caso del partidismo ideológico resulta, en este sentido, de lo más ilustrativo. En efecto, las personas que invierten en la militancia política las principales energías de la existencia suelen presentar, a ojos de los que no están tocados por la misma ilusión, una homogeneidad locutiva y gestual a la que, si la afectación resulta crónica, acaban acomodando incluso el timbre de voz y los surcos de la expresión facial. Tan curioso comportamiento, capaz de mostrar por sí solo y con inigualable precisión, la naturaleza mimética de la filiación política, proporciona un caso de imitación completa de la personalidad que es uno de los más acusados que se pueden contemplar: la imitación del príncipe.

En Los domingos de un burgués de París, Maupassant describe los hábitos de un caballero que dedica la mayor parte de sus esfuerzos a recrear en su persona la figura de Napoleón III:

A fuerza de contemplar al soberano, hizo como tantos otros: le imitó en el corte de la barba, el arreglo del cabello, la forma de la levita; en sus andares, sus gestos —¡cuántos hombres, en cada país, parecen retratos del príncipe!—. Puede que tuviera una vaga semejanza con Napoleón III, pero su pelo era negro; se lo tiñó. Entonces el parecido fue absoluto; y, cuando encontraba por la calle a otro caballero que también representaba la figura imperial, se sentía celoso y lo miraba con desdén. Este deseo de imitación pronto se convirtió en su idea fija, y, habiendo oído a un ujier de las Tullerías remedar la voz del emperador, él también adquirió sus entonaciones y su lentitud calculada.31

En nuestros días, en virtud de los medios de comunicación, el fenómeno ha adquirido una vistosidad completa. En efecto, la radio y la televisión nos ilustran continuamente sobre esa particularidad en las personas de políticos de segunda fila y periodistas afines a una determinada corriente partidista que observan, respecto a sus dirigentes, una conducta muy similar a la que el burgués de París retratado por Maupassant observa respecto a Napoleón III. El concurso de micrófonos, focos, cámaras, etc., proporciona a la imitación del príncipe un espacio dramático que ya de por sí predispone a la sobreactuación, pero se trata, según todas las apariencias, de una imitación inconsciente, perfectamente clasificable dentro de la imitación profesional, la que practican de manera mecánica —incorporados ya todos los rasgos de la personalidad mimetizada al carácter propio del sujeto que representa y se representa— el tendero, el funcionario, el psicólogo, el médico o el profesor. Ahora bien, así como en la imitación profesional vulgar lo que se copia es una personalidad ideal, tan imposible de identificar con un individuo originario, como lo son, por ejemplo, la costumbre inveterada de los tenderos de ponerse el lápiz en la oreja o el de los médicos de escribir sus recetas con una letra infernal,**** en la imitación del príncipe, el modelo propuesto a la copia es un personaje de carne y hueso que proporciona por sí solo el repertorio entero de los atributos asimilables. En ese aspecto, la imitación del príncipe que narra Maupassant se parece mucho a la imitación del ídolo mediático tan propia de nuestro tiempo. Los centenares de jubilados norteamericanos que se han paseado por París o por Pamplona emulando a Hemingway en sus rasgos físicos y sus aficiones; los esfuerzos que durante un cierto período del siglo XX hicieron algunas caras, no necesariamente de científicos, por producir réplicas más o menos fieles de la fisonomía einsteniana, o los millares de imitadores de Elvis Presley que han hecho de la asimilación de los atributos externos del ídolo una forma de vida de carácter religioso (en los Estados Unidos incluso existe una iglesia cristiana dedicada al culto de Elvis Presley) son muy conscientes de su condición de imitadores, la cual se esmeran en mantener y perfeccionar en competencia con otros imitadores del mismo modelo, exactamente igual que el personaje de Maupassant. En cambio, los actuales imitadores del príncipe parecen ignorar por completo —y esa es una particularidad que llama la atención— que sus muecas, sus ademanes y el tono de sus voces están calcados hasta los más nimios detalles de la personalidad política con la que se mimetizan.

Pascal se pregunta por qué un cojo no nos irrita y sí nos irrita, en cambio, un «cojo de espíritu».32 La respuesta es que el primero reconoce que los demás andan rectos y el segundo cree que los cojos son los demás. En Lejos de mí, Clément Rosset cita este pensamiento de Pascal para explicar la naturaleza de la introspección narcisista, es decir, el ejercicio de exhibicionismo que se presenta como exploración del propio yo. «La introspección narcisista irrita —dice Rosset— porque es una forma de narcisismo que no tiene conciencia de ser narcisista, como el cojo de espíritu evocado por Pascal no tiene conciencia de tener el espíritu cojo.»33 En su versión contemporánea, la imitación del príncipe pertenece a la categoría de los cojos de espíritu, a la introspección narcisista. La inconsciencia con la que los imitadores actuales de los líderes políticos interpretan su papel distingue relativamente esa actitud de la del burgués de Maupassant y de otras manifestaciones ancestrales de ese fenómeno, como las que describe Elias Canetti en Masa y poder, pero forma parte de un mismo estado de cosas. Citando a Estrabón y a Diodoro, Canetti cuenta que, en la antigüedad, si el rey de Etiopía era mutilado en alguna parte de su cuerpo, todos sus cortesanos debían padecer la misma mutilación. También se refiere a diversos pueblos de Asia y África en los que los miembros de la corte imitaban constantemente los movimientos, las manías e incluso las indisposiciones del monarca.34 Esos casos son, con toda probabilidad, el núcleo arcaico de un fenómeno de cristalización de la masa alrededor de una figura llamada líder o ídolo, según si el contexto es político o cultural, de la que emanan todos los atributos de la identidad. Como señala Peter Sloterdijk en El desprecio de las masas, esa veneración de figuras sobresalientes, tan característica de la masa, significa «la radical subordinación de toda posible percepción de la realidad a la proyección».35 En tal estado —una de las variantes de la condición de hombre—, el individuo se personaliza por medio de la despersonalización, de la más pura y total despersonalización. La imitación contemporánea del príncipe, es decir, la tendencia del partidismo político a proyectar los atributos caracterológicos de sus dirigentes más destacados responde, en definitiva, al comportamiento ancestral descrito por Canetti, pero la modernidad la ha hecho pasar del estado de obligación al de devoción, y de este modo la ha transformado de jerárquica en igualitaria; si en las sociedades primitivas era el príncipe quien reclamaba la atención de sus súbditos imponiéndoles la mimetización, ahora son los súbditos quienes, mimetizándose por propia voluntad con la figura del príncipe, reclaman la atención de los otros súbditos.

METAMORFOSIS DEL HOMBRE. La imitación de un modelo de personaje necesario para imponerse en sociedad, o simplemente para sobrevivir en un determinado ambiente, no responde, en cierto sentido, a un fin muy distinto del que ha hecho surgir en algunas especies la facultad de adquirir los colores del entorno. Es, en primer lugar, una manera de protegerse de los ataques de los demás, pero también es una manera de procurarse el éxito en las transacciones con los demás, de hacerse reconocer por los demás como autoridad o de dejarse dominar por los demás para evitar mayores males. El proceso de mimetización no se limita a factores culturales tales como los hábitos del habla o del movimiento corporal —lo que en francés se encuentra perfectamente catalogado con las palabras allure y démarche, en general difíciles de traducir—, sino que influye de un modo muy visible en la evolución de las caras y en la forma que acaban teniendo los cuerpos. Por esta razón, suelen parecerse tanto entre ellas las personas que desempeñan una misma función, los empleados de banca, los estudiantes de Ingeniería o de Filología, los guardas de parques y jardines, las dependientas de farmacia… todo aquel que invierte una parte de su existencia en el cumplimiento de una obligación social o de una actividad profesional; y es por ese motivo por el que los que ejercen la función pública presentan un grado de homogeneidad tan extraordinario, porque en ese caso la entrega al personaje que corresponde al oficio es particularmente intensa y se presenta con visos de perdurar toda una vida; tan prolongada dedicación produce unas tendencias faciales y locomotoras tan útiles y prodigiosas como los cambios de coloración que experimentan ciertos animales con el fin de pasar desapercibidos.

Cuando estudiaba bachillerato tuve un profesor de lo que por entonces se llamaba Ciencias Naturales, un hombre de unos sesenta años mal llevados, de carnes flojas surcadas de arrugas, que se negaba a aceptar que la metamorfosis fuese un fenómeno limitado a insectos, anfibios y otras clases de animales. «Comparen ustedes a un bebé con un hombre como yo —decía con todo convencimiento— y sigan pensando luego que en la especie humana no existe la metamorfosis.». No me parece que el hombre andara muy desencaminado, pero su apreciación se limitaba a un aspecto puramente biológico, y en el ser humano la metamorfosis es doble: tanto o más pronunciada que la que se produce con el paso de los años es la que causa el mimetismo psicosocial. Comparen a mi flácido profesor de Ciencias Naturales con un conductor de autocar, un estilista de peluquería o un portavoz parlamentario de su misma quinta y sigan pensando que en la especie humana no existe la metamorfosis.

Los cambios físicos que se operan en un organismo humano en razón de las circunstancias en que ese organismo se ve obligado a desarrollarse obedecen tanto a estímulos de carácter frívolo —el seguimiento de una moda o la simple voluntad de asimilarse a las personas que uno suele frecuentar— como a impulsos de supervivencia en situaciones de extrema necesidad. En estos últimos casos, la transformación es aún más poderosa, inevitable, absoluta. Condenado a una sentencia de muerte que afortunadamente no se llegaría a ejecutar, abocado a la experiencia de vivir entre condenados en una prisión de Málaga en la que tuvo que pasar tres largos meses de 1937, el escritor de origen húngaro Arthur Koestler dejó escrito, en Diálogo con la muerte, un testimonio de gran valor sobre la metamorfosis del hombre:

Los delincuentes del «patio bonito» eran en su mayor parte tipos duros. Se parecían entre ellos de una manera asombrosa, aunque no todos tuvieran la cabeza rapada ni llevaran uniforme. Se parecían como se parecen las parejas que llevan mucho tiempo casadas y como los viejos mayordomos se parecen a sus amos.

Solamente pasé tres meses en la cárcel, pero ese tiempo fue suficiente para darme una idea de la importancia de ese mimetismo. Desde el primer día sentí que, en vista de mi nueva situación, debía mostrar cierta actitud y, la primera vez que el guardia me puso una escoba en la mano, asumí sin pensarlo un aire de evidente incompetencia, por más que en mis largos años de soltería hubiera adquirido una buena habilidad para manejar la escoba. El papel que debía interpretar —el de un inocente en el extranjero— se me ocurrió de manera automática y, luego, se convirtió poco a poco, a lo largo de las semanas y los meses siguientes, en un personaje cuya interpretación no requería de grandes esfuerzos por mi parte. Pude observar en un ejemplo viviente la influencia biológica directa que ejerce ese fenómeno mimético de coloración protectora.

Culpable o inocente, el prisionero cambia de forma y de color, adoptando el patrón que más le conviene para asegurarse las mejores condiciones de vida animal en el marco del sistema carcelario. En el mundo exterior, ahora convertido en sueño, se lucha por hacer carrera, por el prestigio, el poder, las mujeres. Para un prisionero esas cosas son combates heroicos de semidioses del Olimpo. Aquí, entre los muros de la cárcel, se lucha por un cigarrillo, por el permiso de salir al patio, por poseer un lápiz. Es una lucha por cosas mínimas y sin valor, pero es una lucha por la supervivencia como cualquier otra. Con la diferencia de que el prisionero solo cuenta con un arma: la astucia y la hipocresía desarrolladas de modo instintivo. No le quedan más medios. El oído y el tacto se hacen más intensos en un hombre que ha quedado ciego; el prisionero no puede evolucionar más que en una sola dirección: la astucia. En el ambiente de invernadero del entorno carcelario no puede evitar esta transformación fatal de su personalidad. Siente que le crecen garras; una mirada furtiva y abatida, insolente y servil asoma en sus ojos. Sus labios se vuelven delgados, afilados, jesuíticos; su nariz, puntiaguda y dura, los orificios, céreos y dilatados; sus rodillas se comban, sus brazos se alargan y cuelgan como los de un gorila. Aquellos que sostienen las teorías raciales y niegan la influencia del medio en el desarrollo del ser humano deberían pasar un año en la cárcel y observarse todos los días en el espejo.36

IMITACIÓN DEL SUICIDIO Y EL ASESINATO. Siendo como es la imitación la fuerza mayor de todo cuanto constituye la naturaleza humana, su vigor no disminuye ni ante el suicidio ni ante el asesinato. Es bien sabido que la publicación, en 1774, de la obra de Goethe Las desventuras del joven Werther provocó una espectacular oleada de suicidios de adolescentes en todo el continente europeo. El libro, condenado por la Iglesia de Roma, fue prohibido en la mayoría de países católicos, y, en la segunda edición de 1781, Goethe se vio obligado, por presiones de su editor, a incluir al final unos versos dirigidos al lector por el fantasma de Werther y que acaban con la siguiente frase: Sei ein Mann, und folge mir nicht nach! («Sé un hombre y no me sigas»). Palabras sin duda muy necesarias aun cuando ser hombre signifique precisamente seguir al hombre.

Otro episodio de suicidios inducidos por imitación, de menor repercusión que el asociado a la publicación del Werther y mucho menos conocido que este pero bastante más difícil de comprender, tuvo lugar en el municipio de Las Heras, en la Patagonia argentina, hace poco más de quince años. Entre 1997 y 1999, un total de doce jóvenes de esa población se dieron muerte de manera encadenada y sin causa aparente. La periodista Leila Guerriero, que estudia el caso con todo detalle en el libro Los suicidas del fin del mundo, resume así las conclusiones de los investigadores: «Los expertos de UNICEF y de Poder Ciudadano “no hallaron un patrón común acerca de la causa”, aunque sí respecto al procedimiento empleado, lo cual habla de conductas imitativas».37

No hay que perder de vista que se trata de un fenómeno aislado y que, si se habla de él, es precisamente por su rareza. Lo único que indica es que, en determinadas circunstancias, el ser humano puede dejarse seducir por los modelos que se proponen a sus ansias de imitación y seguirlos hasta las útimas consecuencias, incluso cuando esas consecuencias impliquen renunciar a la propia vida. Una tendencia mucho más habitual e inquietante que la del suicidio mimético es la del asesinato mimético. Dice Ernst Jünger en el ensayo Sobre la línea: «El que los hombres con historial criminal se vuelvan peligrosos es menos preocupante que tipos que uno ve en cada esquina de la calle y detrás de cada ventanilla entren en el automatismo moral».38 El automatismo moral al que se refiere Jünger —un concepto muy próximo al que Hannah Arendt llamó banalización del mal— es, como toda conducta irreflexiva, una pura manifestación del impulso imitativo. Cuando los valores que rigen un determinado movimiento incluyen la posibilidad de matar, esa posibilidad se cumple con la misma tranquilidad de espíritu con que se siguen las modas y las convenciones. Lo hemos podido comprobar una y otra vez en las situaciones revolucionarias y en los estados de plena locura social, como los de Oriente Próximo, Irlanda del Norte o el País Vasco, y, cuando se producen esas matanzas ideológicas, siempre hay alguien dispuesto a teorizar sobre su necesidad o cuando menos sobre su justificación o explicación —normalmente con juegos de prestidigitación intelectual tendentes a hacer creer que las cosas no son nunca lo que son—, apelando a supuestas injusticias históricas o a ciertos valores irrenunciables que a menudo no responden sino a prejuicios cultivados durante años por la lógica de la imitación. Ese razonamiento de círculo vicioso, uno de los lugares comunes más ridículos y al mismo tiempo más tenebrosos del mundo en que vivimos, es aún de uso muy frecuente en la sociedad contemporánea: si se está dispuesto a morir y matar por unos determinados valores, es que esos valores son de importancia vital, y, si son de importancia vital, no hay que extrañarse de que quienes los sostienen estén dispuestos a morir y matar para defenderlos. En un artículo de una socióloga publicado en una revista de pensamiento encuentro, por ejemplo, el siguiente comentario: «La definición de unos valores propios y diferenciados es tan importante e indispensable para el ser humano como lo son la comida y el agua. No olvidemos que, en muchos momentos del pasado y del presente, muchos seres humanos han preferido la muerte a la renuncia o la violación de sus propios valores».39 Por supuesto, siempre resulta más presentable decir que se prefiere morir que no que se prefiere morir y matar, pero lo que se considera más importante que la propia vida no se puede considerar menos importante que la vida de los demás, y la historia humana abunda más en ejemplos del segundo caso que del primero.

NOTAS

* De procedencia muy probablemente occitana y que, en honor a los trovadores catalanes del Medievo que componían sus poemas en esa lengua, se usó en los juegos florales de la Renaixença —el movimiento romántico en el que cabe situar los orígenes del nacionalismo catalán— para distinguir a los poetas premiados, los cuales recibían el título de Mestre en Gai Saber, circunstancia que contribuía enormemente a la irritación de aquel individuo.

** La calle de Petritxol, en la Barcelona vieja, es conocida desde medianos del siglo XIX por sus galerías de arte y sus chocolaterías.

*** En 1996, con el título «Transgrediendo fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica», el físico Alan Sokal logró colar en la prestigiosa revista Social Text un hilarante pastiche de despropósitos que llevaba a sus últimas consecuencias las absurdidades habituales de ciertos discursos postestructuralistas. En 2017, el profesor de Filosofía Peter Borghossian y el matemático James A. Lindsey, haciéndose pasar con falsos nombres por doctores en Ciencias Sociales, repitieron la hazaña de Sokal con la publicación en la revista Cogent Social Sciences de un artículo inspirado en los desmanes de los Estudios de Género al que pusieron por título «El pene conceptual como constructo social».

**** Según un estudio del Institut of Medicine norteamericano, publicado en 1999, en aquella época, en Estados Unidos, morían cada año unas 7 000 personas a causa de una medicación equivocada atribuible a la mala letra de los médicos. Esta cifra comportaba un 16 % más de fallecimientos que los originados por accidentes laborales. Aunque cueste de creer, la costumbre de la mayoría de los médicos de escribir con una caligrafía ininteligible solo puede deberse a la imitación. Dicho de otro modo: la mala letra de los médicos —que no es una mala letra cualquiera, sino una muy característica— constituye uno de los atributos de la personalidad médica que, como la manía de llevar pajarita o corbatín que tienen ciertos representantes conspicuos de la profesión, se adquiere por simple mimetismo. Como la excelente caligrafía del notario, la pésima caligrafía del galeno forma parte de la identidad gremial.

Imitación del hombre

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