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1 ATRIBUTOS SIN HOMBRE
ОглавлениеUn hombre sin atributos consta de atributos sin hombre.
ROBERT MUSIL, El hombre sin atributos1
Cuando Ulrich, el héroe de la novela de Robert Musil, empieza a entrar en la madurez, le asalta de nuevo una inquietud que ya le había preocupado de joven, y constata una vez más lo que siempre tuvo por cierto: que todos los rasgos de personalidad que le determinan como sujeto tienen tan poco que ver con él como con las otras personas con las que comparte su idiosincrasia. Los atributos que configuran la identidad humana guardan mucha más relación entre sí que con la conciencia de quienes los transportan. Actuamos o dejamos de actuar de acuerdo con lo que dictan las funciones del personaje que, a partir de un determinado momento, nos decidimos a encarnar con más o menos destreza, porque ser hombre consiste precisamente en no poder salir nunca de los límites de la representación. A los que, como Ulrich, poseen el don de saber observarse desde una cierta distancia, este hecho les produce a veces un fuerte sentimiento de extrañeza, de insatisfacción, de estafa, y lo más natural es que se pongan a bucear en sus abismos interiores para ver si, de los restos del naufragio, aún es posible rescatar el tesoro de la autenticidad. Pero ¿qué queda de la persona que rechaza como impropio todo aquello en lo que se manifiesta como tal: sus pretensiones, opiniones, simpatías, animadversiones; sus esfuerzos por darse importancia o por pasar desapercibida, para ejercer como padre, hijo, artista, trabajador, director gerente, joven radical o excelente conocedor de las últimas tendencias gastronómicas? A diferencia de la gente que le rodea, Ulrich ha captado perfectamente la inconsistencia de la identidad, pero aún se representa a su yo profundo como un príncipe encerrado en una mazmorra que espera con ansia el día en que por fin podrá liberarse de las cadenas y desenmascarar al impostor que ocupa su puesto. Todos nos podemos dar la alegría de esperar ese momento, pero si alguna vez llega será solo para constatar que el que sufre en la mazmorra despojado de todo lo que le identifica es tan o más impostor que el otro. Sin atributos, no hay hombre; con atributos, tampoco.
En virtud de esta paradoja (no se puede ser uno mismo más que dejando de ser uno mismo) Robert Musil puede titular el capítulo 39 de su novela, el momento en que Ulrich confirma la evanescencia de la identidad social —el único tipo de identidad, pensémoslo bien, que es posible concebir—, con la frase que yo he usado como epígrafe en este capítulo: «Un hombre sin atributos consta de atributos sin hombre». En esta declaración se concentra todo lo que el autor parece querer decir sobre el hombre moderno en su novela y todo lo que de hecho podemos decir sobre la existencia humana en general. Si le extraemos sus atributos, sus cualidades, sus maneras de ser, la personalidad resulta tan ilusoria como las entidades astrales; pero, al mismo tiempo, con todo ese arsenal de características compartidas, se ve arrojada a ser lo contrario de lo que se pretende: los atributos no dotan a las personas de una idiosincrasia irrepetible, sino que las reúnen en lugares comunes a los que puede adscribirse cada sujeto con la misma frivolidad con que se puede clavar una insignia cualquiera en la solapa. El hombre sin atributos —el hombre sin personalidad— es, en definitiva, un hombre cargado de atributos —de tendencias sociales—, pero estos se sirven de su persona como los demonios y los espíritus de los muertos se sirven de los cuerpos de los vivos.
Acompañando las reflexiones de su protagonista, Musil conjetura que el hombre de otros tiempos poseía una cierta conciencia de su propia condición. Sin duda alguna, ese hombre también vestía y gesticulaba como su vecino, pero tal vez aún quedaba en él algo del animal que explora el mundo con su olfato, sin otro interés que la propia necesidad de subsistencia. El hombre antiguo sufría muchas más calamidades que el hombre moderno; estaba sometido a las inclemencias del tiempo, a las epidemias, a la tiranía divina, pero aún no se confundía del todo, como el hombre de nuestros días, con las tendencias sociales; aún podía responsabilizarse como individuo de su presencia en este mundo. «Actualmente —concluye Musil—, la responsabilidad tiene su punto de gravedad, no ya en el hombre, sino en la concatenación de las cosas. ¿No es cierto que las experiencias se han independizado del hombre?».2
Es posible que, en su afán por explicarse la falta de conciencia del hombre moderno, Musil idealice un poco la autonomía existencial del hombre de otros tiempos, pero no se puede negar que, para bien y para mal, el paso de los siglos ha complicado enormemente las cosas, y que, con la revolución tecnológica que han experimentado las comunicaciones en las últimas décadas, se han sofisticado de manera extraordinaria las posibilidades que cada uno de nosotros tiene de no ser nadie o, lo que viene a resultar más o menos lo mismo, de ser una persona dotada de una identidad completa que no consiste en nada más que en la suma de unos atributos compartidos sin variaciones significativas por cientos de miles de personas idénticas. Si alguna vez existió el hombre, los atributos lo han devorado. El individuo actual se reduce de hecho a una esponja que absorbe todos los fluidos que genera la sociedad. Uno no se forma una opinión del mundo, ni siquiera de sí mismo, por un impulso interno de su propia conciencia, sino porque, sin percibirlo, se ha dejado penetrar por un fluido cualquiera, y de la naturaleza de ese fluido sabe tan poco como lo que sabe una botella de la composición química del líquido que toma sus formas. Las ideologías —el invento con que el siglo XX lleva a su máxima expresión el impulso natural del hombre de construirse con su propia negación como sujeto— nos proporcionan un testimonio inapelable de lo que observa Musil poco antes de la Segunda Guerra Mundial: la responsabilidad de un crimen ideológico no carga nunca su peso sobre la voluntad del individuo que lo comete, sino sobre la concatenación de las cosas. Pero tampoco hay que recurrir a un ejemplo tan extremo: en cualquiera de los terrenos en los que hace sentir su presencia, en las inocuas escenas de la vida en sociedad, el hombre sin atributos causa a menudo la impresión de esos niños subidos a los hombros de sus padres que enarbolan banderas y pancartas sin tener la menor idea de lo que representan.
La posmodernidad ha llevado a sus últimas consecuencias tanto la despersonalización del hombre como su afán por personalizarse: la sociedad que se nutre con un apetito voraz de los atributos que le escupen sin tregua los medios de comunicación de masas es la misma que adora, como antes no lo había hecho otra, el mito de la originalidad. Es esa una incongruencia que solo puede resolverse por medio del autoengaño: cuanto más se asimila uno a sus correligionarios, más crece en él el sentimiento de la originalidad. Cuando uno se ha calzado y vestido con la indumentaria de la orden a cuya regla ha decidido someterse, ve a los frailes de los otros conventos como individuos adocenados, alienados, indistinguibles, y aunque su capucha y sus oraciones sean estrictamente las que permite la regla —y él mismo no soportaría que fueran distintas—, percibe la primera como pieza única y las segundas como pensamiento propio.
De ahí el éxito contemporáneo de las identidades colectivas. Siendo como es tan difícil labrarse, aunque sea parcialmente, una personalidad propia —aspirar a poseerla de manera completa es una pretensión irrealizable—, la adscripción a un colectivo que proporcione una plena diferenciación respecto a otros colectivos permite vivir la ilusión de la originalidad, y satisface de esta manera la demanda contradictoria de individualismo y gregarismo que tanto caracteriza al mundo actual. La absurdidad a la que necesariamente conduce la imposibilidad de conciliar las dos pasiones del hombre de nuestros días se ve muy bien ilustrada en una pequeña anécdota de la película de Jim Jarmusch Night on Earth. La película consta de cinco episodios independientes, todos rodados dentro de un taxi en cinco ciudades distintas. En el de Nueva York, un taxista emigrado de la antigua Alemania Oriental, que balbucea el inglés, no conoce la ciudad y apenas sabe conducir, recoge a un joven de raza negra que lleva horas desgañitándose con desespero en medio de la calzada. Se da la circunstancia de que ambos hombres lucen gorras muy similares, de esas con orejeras y forro de lana tan habituales en los países fríos, y en un momento dado el alemán hace notar complacido la casualidad que les une. Inesperadamente, el cliente reacciona indignado a la pretensión del insólito taxista: según él, las dos gorras son completamente distintas y le resulta incomprensible que el pedazo de inepto que le acompaña se atreva a sugerir la menor similitud. En el fondo, debe de saber muy bien que la comparación es razonable y por eso vocifera con toda la vehemencia de que es capaz, para obligar al taxista a aceptar la diferencia y dejar clara de este modo la posición que ocupa cada uno. Y el taxista, con una sonrisa despistada en los labios, acepta humildemente las pretensiones del negro.
La personalidad humana tiene toda la apariencia de una gorra con orejeras. Hay gente de una mediocridad sublime que, a fuerza de vociferar su propia grandeza o de dejar que otros la vociferen en su nombre, consigue un prestigio social fuera de toda medida. Y hay gente de talento pero de un empuje vital más bien escaso a la que la propaganda de los otros sitúa permanentemente en una posición de inferioridad.
En su pensamiento filosófico XIV, Diderot asegura que Pascal habría iluminado el mundo con su obra si se hubiese consagrado a buscar la verdad sin temor a ofender a Dios y no se hubiera rebajado a considerar maestros a quienes ni siquiera eran dignos de ser sus discípulos. Admira el estilo literario de Pascal, y le tiene por un hombre sensato, por un pensador profundo, pero le acusa de haber sido crédulo y timorato, y deplora que esos defectos de carácter no le hubiesen dejado volar más alto, que aceptara sin más la autoridad de individuos que ponían el talento del filósofo al servicio de sus odios personales. «Fue lo bastante estúpido —concluye— para creer que Arnauld, De Sacy y Nicole —los jansenistas que le marcaban el paso— valían más que él».3 No sé muy bien qué alcance tuvo en la vida de Pascal la situación que describe Diderot, pero la clase de estupidez que lamenta es más frecuente de lo que pueda parecer: son muchas las inteligencias superiores que se dejan gobernar por espíritus mediocres, y muchos los espíritus mediocres atentos a la mínima oportunidad de convertir a un hombre de talento en un lacayo de la mediocridad, la cual es, en los asuntos prácticos, mucho más hábil que la inteligencia.
Los escritos póstumos de Pascal —publicados en una primera edición con las mutilaciones y las correcciones de los que le habían hecho creer que valían más que él— permiten descubrir hasta dónde habría llegado su visión de la existencia humana de no haberse creído en la obligación de dejarse vigilar. Esos escritos, que se dieron a conocer como Pensamientos, eran los apuntes para un libro que había de constituir una apología del cristianismo orientada a convertir a los escépticos por la vía de aceptar sus argumentos y discutir las consecuencias de estos, pero afortunadamente todo quedó en un montón de papeles desordenados —los «papeles de un muerto», en justa expresión del crítico Michel Le Guern—, donde pesa más la preocupación por mostrar la insignificancia de las pretensiones humanas que la de trazar el camino de la salvación. Pascal se dejó poner en vida la máscara del subalterno, pero tras su muerte iluminó el mundo con su obra.
En provecho de sí mismas o de los demás, todas las personas se dejan poner una máscara sin llegar a saber nunca del todo cómo fue a parar a su rostro, o postulan su derecho a pasearse por el mundo con una de las muchas que se disputan los hombres entre sí. Fuera de ese juego, no hay identidad alguna, pues la identidad consiste precisamente en ocupar una determinada posición con respecto a los otros. El escritor polaco Witold Gombrowicz, que dedicó toda su vida a poner en evidencia el mito de la autenticidad («ser hombre implica ser artificial»), elaboró un sistema teórico sobre la dinámica de tal fenómeno. De acuerdo con los principios de su sistema, todos los misterios de la condición humana se explican por la dialéctica entre dos impulsos básicos de la actividad social: fabricar una cara a una persona o reducirla a la condición del culo.* Esta tesis, que en general ha pasado bastante desapercibida fuera de los ámbitos literarios, tal vez hubiese podido despertar la curiosidad de sociólogos, psicólogos o antropólogos si se hubiera presentado con una terminología más acorde a los usos y costumbres de la comunidad académica, pero Gombrowicz optó por hacer girar su marco teórico alrededor de esos dos polos de la anatomía humana, y de esta manera lo que debería haber sido recibido como una revelación no ha pasado de ser visto como la broma de un lunático. No deja de ser una suerte, pues, en caso contrario, todo eso sería ahora objeto de estudio en la universidad y serviría principalmente para construir rostros excelsos de catedráticos y doctores.
Se fabrica una cara a una persona cuando se le suponen un carácter, unos defectos, unas virtudes. Cuando se la tiene, pongamos por caso, por egoísta, estúpida, mezquina o depravada; o bien por sabia, justa, generosa, humilde. Se la reduce a la condición del culo cuando se la denigra, se abusa de ella o se la ignora. Los materiales con los que toma cuerpo la identidad se extraen dialécticamente en el proceso de formación y deformación: unos son llamados a expandir la cara y otros a encoger el culo, y la mayoría se ocupan alternativamente en ambas cosas según lo que permiten o imponen las circunstancias. En tal combate, si uno se lo propone con la suficiente fuerza de convicción, puede hacer pasar por auténtica la cara que él mismo se ha forjado y conseguir que los demás le acepten sin reservas aunque contradiga todas las evidencias disponibles. En sus memorias, Pío Baroja se refiere con detalle al caso de don Ramón María del Valle-Inclán, quien —adoptando una actitud exactamente contraria a la de Pascal— fue capaz de hacer creer a la sociedad cultural de su tiempo que poseía unos atributos físicos y espirituales muy distintos de los que la naturaleza le había permitido mostrar:
Pedrito González Blanco habló del bello rostro nazareno de Valle-Inclán. Es curioso este espejismo.
Valle-Inclán tenía una voz más bien aguda y chillona.
—Con esa voz de bajo profundo de don Ramón —me dijo una vez un profesor de un colegio de los Estados Unidos, Erasmo Buceta. […]
Llegó a convencer de que tenía una cara correcta, una barba espesa y una voz tonante.4
Valle-Inclán se fabricó con éxito su propia cara; Pascal se dejó reducir a la condición del culo. Si no se quiere correr la suerte de este último, todo es cuestión de hacer creer a los demás que uno es lo que pretende ser, y es por ello por lo que el mundo aclama a menudo con entusiasmo a personas que no pueden mostrar mayor mérito que el de haber llegado a ser lo que todo el mundo cree que son. Nuestro tiempo ha dotado a esta habilidad de los instrumentos más poderosos que se hayan concebido jamás y ha potenciado hasta extremos colosales las aspiraciones de los individuos dispuestos a imponer su cara. Para esa clase de sujetos no hay otro obstáculo que la eventual aparición de otra cara más incisiva, más poderosa, más grande, de una cara capaz de tapar con su sombra a las demás.
Gombrowicz habla de deformación para referirse a las modulaciones que la presión externa introduce en la forma propia, en la representación de uno mismo que el hombre activo intenta imponer: «Basta con modificar el tono de la voz —observa en Testamento—, y ciertos contenidos que se hallan en nosotros ya no podrán ser expresados, ni siquiera pensados, tal vez ni siquiera experimentados».5 Pues, cuando uno se ve o se cree forzado a adoptar un tono distinto del que compone habitualmente la personalidad que se ha construido según sus conveniencias, ya no tiene más remedio que amoldar sus ideas a la nueva tesitura. Pero la palabra deformación, que parece presuponer la existencia de personalidades originarias, puede dar una idea equivocada del pensamiento de Gombrowicz. Nada más lejos de ese escritor que la fe romántica en los caracteres inefables y los espíritus puros. Los románticos entienden bien el juego de interacciones con el que los individuos confeccionan la personalidad de los individuos, pero lo enfocan con una luz morbosa, y presumen que la claridad habita misteriosamente en las sombras. Si vamos retirando capas y más capas de civilización —imaginan— aparecerá el corazón de la selva, el salvaje de corazón puro. Cuanto más cerca se está de la Naturaleza, más cerca se está del Hombre: el salvaje es más auténtico que el pastor; el pastor, más que el campesino; el campesino, más que el ciudadano.
Pascal echa por los suelos las pretensiones románticas cien años antes de que las proclame Rousseau, porque ya sabe que en el hombre todo es impuro y que no ha existido nunca el estado de pureza originaria que el filósofo de Ginebra llamará a restituir. No es que Rousseau no se dé perfecta cuenta de la imposibilidad de ser auténtico, de forjarse una identidad independiente de la interacción humana, pero está convencido de que se trata de un impedimento circunstancial, producto de la vida en sociedad. «El salvaje —dice— vive en sí mismo; el hombre social, siempre fuera de sí, no sabe vivir más que en la opinión de los demás, y es del juicio ajeno, por así decirlo, de donde deriva el sentimiento de su propia existencia».6 Lo que no llega a ver Rousseau es que la imposibilidad de ser auténtico no es un atributo del hombre social, sino la misma esencia de lo que significa ser hombre, el único factor constitutivo de la naturaleza humana. O, por decirlo de otra manera, que nunca ha existido un hombre que no sea social; incluso el que se aparta de la vida mundana para recluirse en una caverna o un monasterio lo hace siguiendo el ejemplo de otros hombres.
Como es sabido, Rousseau expone los fundamentos de lo que constituirá el punto álgido de la fiebre romántica en el Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, el tratado en el que abre la puerta a la famosa idea —probablemente la idea filosófica con mayor difusión y prestigio popular del mundo moderno— según la cual todos los males del hombre le vienen de la vida en sociedad, de la pérdida de la inocencia primitiva, del abandono de sus impulsos ancestrales. Rousseau sabe que no nos es dado conocer ese estado natural con una reconstrucción histórica que nos remonte a nuestros orígenes, pero asegura que todo hombre lo puede hallar con una introspección sincera que le conduzca a un profundo conocimiento de sí mismo. Pascal, por el contrario, no cree que exista nada en el hombre que pueda ampararse en la naturaleza:
Los padres temen —dicen los papeles del muerto— que se borre el amor natural de sus hijos. ¿Qué clase de naturaleza es esa que puede ser borrada? La costumbre es una segunda naturaleza que destruye a la primera. Pero ¿qué es la naturaleza? ¿Por qué la costumbre no es natural? Mucho me temo que esa naturaleza no sea más que una primera costumbre, del mismo modo que la costumbre es una segunda naturaleza.7
Como Erasmo, como Shakespeare o como Cervantes, Pascal no puede dejar de ver que el elogio del Hombre es el de la Estupidez, que los atributos personales, las características que conforman la identidad humana, son siempre características asignadas, prestadas o saqueadas, que las personas se otorgan y aceptan ceremoniosamente, se fuerzan a adquirir unas a otras con intimidaciones y chantajes materiales y morales, o se envidian y se disputan entre ellas por el afán mimético que las constituye. Si Pascal pensaba que debía respeto y admiración a los individuos inferiores que le rodeaban era en virtud del principio que él mismo expresa en el fragmento titulado «Tacón de zapato»: «¡Oh, qué bien torneado! ¡Qué obrero más hábil! ¡Ese soldado es muy audaz! He aquí la fuente de nuestras inclinaciones y de la elección de las condiciones. ¡Cómo bebe ese! ¡Ese bebe muy poco! He aquí lo que hace de las personas borrachos, soldados, cobardes, etc.».8 Las observaciones de Pascal son las de Rousseau, porque para él también es cierto que todo lo gobierna el contagio social («todos los males del hombre —dice— le vienen de una sola cosa, de no saber quedarse quieto en su habitación»9), pero no parece que tenga por menos cierto que, antes de ese contagio, no hay nada que pueda llamarse humano, porque no hay nada en el hombre que no provenga de la imitación de otros hombres. Las observaciones de Pascal son las de Rousseau, pero sus conclusiones ya son las de Gombrowicz: no hay ningún «yo» externo al «yo» social, el hombre no puede ser nunca él mismo «puesto que le determina la forma que nace entre los hombres»;10 la identidad, concebida al margen de la interacción personal, es una quimera; la autenticidad, la sinceridad, están fuera del alcance humano. Y, a pesar de todo, cada hombre aspira febrilmente a la originalidad, y el que se esfuerza por ser exactamente igual que los otros, convencido de que se dota de una personalidad propia, revela cómo la ilusión de una identidad imposible gobierna nuestras vidas hasta los niveles más banales de la existencia. «Pues hay países en los que todos son albañiles, en otros todos son soldados, etc.»11
Se oye citar a menudo, tal vez sin reparar del todo en el alcance universal de la verdad que revela, la frase de Jean Cocteau según la cual Victor Hugo era un loco que creía ser Victor Hugo. Las locuras como la de Victor Hugo son, efectivamente, mucho más vulgares de lo que aparentan, puesto que solo se diferencian de las de los demás mortales por su extrema sofisticación, por su larga y costosa elaboración. En esencia, la locura de Victor Hugo es la de toda la especie: constituirse en persona, en cualquier clase de persona, no es sino adquirir el derecho a representar un papel, sea este el de excelso poeta nacional o el de oscuro funcionario local. Lo es incluso etimológicamente, ya que en su origen la palabra latina persona significa ‘máscara’ y deriva del verbo personare (‘resonar’) en alusión a la resonancia de la voz de los actores a través de las máscaras teatrales. Según acuerdo general entre etimólogos, personare proviene del término etrusco phersu. Antiguamente se creyó que phersu era una evolución de la palabra griega prósopon, que también significaba ‘máscara’ (literalmente, ‘delante de la cara’), pero es muy difícil justificar el paso de prósopon a phersu y actualmente esa procedencia se considera muy improbable. Sea como sea, lo que resulta revelador en el caso que nos ocupa es que, según todos los indicios, el cambio de sentido de máscara a sujeto se empieza a producir a partir de la constatación, visible en el estoicismo tardío, y en especial en Séneca («no vivimos según la razón, sino según la asimilación»),12 de que la existencia humana discurre por los mismos caminos que la de los actores de una función y que, a pesar de las ilusiones que se crea el hombre sobre la autenticidad de los papeles que representa, mientras desea, ama y sufre como un hombre, no puede abandonar los límites del artificio para reconciliarse con la propia naturaleza. «Nadie puede llevar por mucho tiempo una máscara —dice Séneca—; lo ficticio siempre retorna a su naturaleza».13 Pero, no pudiendo ser esa naturaleza más que la negación de uno mismo —la ilusión estoica es la aspiración a ser hombre renunciando al hombre—, los estoicos ven a menudo el suicidio como la vía más segura a la autenticidad.
Es ese un ideal —el de invitar a los infelices mortales a superar la impostura inherente a su condición— que se mantendrá en los autores cristianos de la Edad Media, inclinados, de un modo similar al de los estoicos, a ver el mundo y sus pompas como una gran representación teatral. Siguiendo esa tradición, a principios del siglo XVI, Erasmo de Róterdam publica Stultitiae Laus (Elogio de la estupidez, traducido generalmente al castellano como Elogio de la locura), una obra aparentemente festiva pero animada por un implacable espíritu de desprecio a la sociedad. El propósito de Erasmo es mostrar la grotesca teatralidad que impregna la vida de sus contemporáneos; nadie queda a salvo de su juicio, ni poetas ni artistas, ni grandes estudiosos, ni humildes franciscanos, y menos que nadie el papa de Roma: todos llevan en sus caras la máscara con la que rinden culto a la diosa de la Estupidez. Una intención redentora que le aleja del estoicismo ilumina la obra de Erasmo; con ese juego, el humanista holandés no pretende sino condenar a la sociedad por haberse apartado de las enseñanzas de Cristo y propugnar un retorno al cristianismo primigenio por medio del estudio filológico de los textos sagrados, y por ello se convierte en un profundo conocedor de las tres lenguas que hacen falta para llevar a cabo esa operación (el hebreo, el griego y el latín) y funda el humanismo cristiano. Pero, más allá de ese propósito, el afortunado mecanismo retórico con el que Erasmo aborda la construcción de Elogio de la estupidez —la diosa de la Estupidez hace su propio elogio, revelando al lector el culto ferviente y constante que le rinden los mortales— mantiene el texto en una productiva ambigüedad estilística que lo convierte en un preciso diagnóstico de la condición humana; y, si se aísla la obra de su propósito moralizante, puede llegar a parecer que no hay naturaleza a la que regresar ni ideal ético por conquistar y que la comedia que se representa en honor de la Estupidez es inseparable de nuestra condición. «La vida humana —afirma la diosa— no es sino una especie de pasatiempo de la Estupidez».14 Sin embargo, Erasmo, convencido de que el hombre solo puede encontrar la plenitud por medio del amor supremo, por ese otro culto a la Estupidez que es la unión espiritual con Dios, se revuelve enérgicamente contra la pretensión estoica de someter las emociones a un proceso de negación. «¿Quién no huiría con horror —se pregunta— de un hombre de esa clase [el sabio estoico], como de un monstruo o de un fantasma, sordo a todos los sentimientos naturales, al que nada le afectase, al que no le conmovieran ni el amor ni la misericordia, como el duro granito o la roca de Marpesia?».15 Ahora bien, ya sea por la vía del combate contra las pasiones en el camino que conduce a la sabiduría estoica o por la implantación de una ética universal nacida de la imitación de Cristo, en la antigua concepción del mundo como un baile de máscaras hay siempre —como en el carnaval— una esperanza de purificación personal o de regeneración colectiva. Para nosotros, en cambio, actores del teatro moderno, no hay redención posible: el hombre es en esencia inauténtico, recuerda Gombrowicz en su Diario.16
Hay máscaras que se encastran en la piel hasta confundirse para siempre con el rostro; otras se quitan y se ponen según las circunstancias, pero Gombrowicz niega que las segundas cubran la verdadera identidad. La operación de muda debe hacerse con la pericia de un cirujano que trasplanta un órgano; si el hombre se desprende completamente de su máscara, lo único que llegará a descubrir es que «detrás de ella no tiene ninguna cara». Sin embargo André Gide, cuando en su juventud escribió L’immoraliste, creía que la personalidad pura de cada individuo se escudaba tras la máscara. Ménalque, su alter ego en esa novela, se lamenta de la tendencia humana a falsificar su propia personalidad. «A quien menos quiere parecerse uno es a sí mismo —exclama—. Cada cual se propone un modelo y luego lo imita; ni siquiera elige el modelo que imita, acepta uno ya elegido. […] Leyes de la imitación…** Yo las llamo: leyes del miedo. Tenemos miedo a encontrarnos solos, y no nos encontramos en modo alguno. Esa agorafobia moral me resulta odiosa; es la peor de las cobardías».17
Es esa una idea —la del ser auténtico que se oculta en el fondo de uno mismo— que podemos hallar en un gran número de autores desde el romanticismo hasta la posmodernidad. Los surrealistas estaban particularmente convencidos de ello. Cuando André Breton se puso en marcha hacia la conquista del más allá en esta vida (nous voulons, nous aurons l’au-delà de nos jours), no buscaba otra cosa que la autenticidad, el hombre desposeído de los atributos sociales y cargado por dentro de una profunda sabiduría espiritual, libre por fin de las cadenas de la estética, la moral, la razón. La creencia en el yo íntimo y en la posibilidad de lograr su plena realización por medio de una forma u otra de revolución social no es tan solo una fantasía literaria de la primera mitad del siglo XX; también es una fantasía de las ciencias sociales contemporáneas. En The Woman Who Pretended to Be Who She Was (2004), la antropóloga norteamericana Wendy Doniger se ocupa intensamente de la representación del yo, y por unos momentos hace pensar que coincide del todo con Gombrowicz a la hora de negar una personalidad independiente de la máscara que la simula. Doniger comenta una afirmación de Erving Goffman según la cual la existencia humana se reparte entre «el campo de la vida pública», donde todo el mundo representa el papel que le corresponde, y el espacio «entre bastidores», donde el individuo se puede relajar antes de salir a escena con la máscara puesta. «Goffman presupone —escribe Doniger— que el yo privado no lleva máscara alguna, que cuando estamos solos nos encontramos en posesión de nuestro yo genuino, un supuesto que yo no comparto».18 Pero la antropóloga no parece dispuesta a llevar su discrepancia hasta las últimas consecuencias y, a continuación, presa de un característico ataque de locura romántica —o, más probablemente aún, de la obsesión norteamericana contemporánea por doblegarse a las exigencias del pensamiento positivo— revela al lector que todavía es posible salvar la cara y con esto arruina el creciente interés que habían suscitado sus reflexiones previas, lanzándose pomposamente a una inesperada exaltación del amor como garante último de una supuesta personalidad original. «Nos convertimos en la persona que vemos reflejada en los ojos de los demás —anuncia—, idealmente de alguien a quien amamos o de alguien que nos ama».19 Y se refiere entonces a los mitos clásicos sobre suplantación de personalidad y a los mitos hinduistas sobre la reencarnación de las almas, para concluir de todo ello que lo que nos quieren decir todas esas historias es que el amor es lo único que puede dotar al yo de una existencia permanente.
A pesar de la diferencia irreconciliable que hay entre concebir las representaciones sociales del individuo como un hecho circunstancial o como un hecho sustancial, todas esas visiones de la máscara —también la políticamente correcta de Wendy Doniger— tienen en común que niegan la autenticidad del yo social, pero solo Gombrowicz, que no cree en la existencia de otra identidad que la social, se atreve a atrapar la personalidad humana en los rígidos pliegues del cartón piedra; los otros presuponen la existencia de un yo íntimo capaz de juzgar la propia careta y no tienen en cuenta las consecuencias de desenmascararse del todo. Si alguna vez nos cae la máscara o nos la arrancan por sorpresa se nos desencadena inmediatamente un ataque de pánico, y la angustia nos acaba sumiendo en un estado de postración que los antiguos llamaban melancolía y que ahora conocemos como depresión. Guiado por una larga experiencia personal con ese trastorno, en El demonio de la depresión, el escritor norteamericano Andrew Solomon define la melancolía extrema como una desintegración del yo: «Con el tiempo, uno llega a estar ausente de sí mismo».20 Detrás de la máscara no hay ninguna cara.
No es una depresión profunda lo que padece Elisabet Vogler en Persona —la película en la que Ingmar Bergman se propone negar con más rotundidad la existencia de las caras—, pero sí es la desintegración —en este caso singular, completamente voluntaria— del yo; un personaje deprimido no habría proporcionado a Bergman la ausencia de justificación que necesita la experiencia de Elisabet para revelar la condición última del hombre, la condición de persona. Lo que le ocurre no le ha ocurrido probablemente a nadie y, sin embargo, parece que haya de ser el desenlace más consecuente de toda existencia humana. Un día, en escena, mientras interpreta la Electra de Sófocles, la célebre actriz Elisabet Vogler queda completamente muda, incapaz de continuar siendo quien creía ser hasta ese momento y de aceptar que los otros sean quienes creen ser. No ha padecido el crack del actor, ni sufre tampoco un ataque de histeria; simplemente ha dejado de interesarse por el habla, el gesto, la pose; por todo lo que Gombrowicz llama muecas y que comprende todas las posibilidades de la representación humana; ha perdido la capacidad de simular que es una actriz, una esposa, una madre. El cambio no es gradual: Elisabet escupe de una vez, en un instante, todos los atributos de persona que se había ido tragando a lo largo de la vida. Es necesario que sea así, pues no se trata de una transformación, sino de un acto de comprensión: no es que no entienda nada de lo que la rodea, es que lo entiende todo demasiado bien.
Como el suyo parece un caso de debilidad mental, la tienen en observación en un sanatorio; su esposo, que no logra explicarse lo que ha ocurrido, no deja de escribirle cartas y, en una de ellas, le manda una foto del hijo de ambos. Cuando Elisabet la recibe, la rompe sin ninguna emoción: si deja de reconocerse como persona, no puede reconocerse tampoco como madre. A diferencia de los psicoterapeutas de la vida real, la doctora que se ha hecho responsable del caso conoce muy bien ese estado: «¿Cree usted que no la entiendo?», le dice mientras ella se mantiene como siempre en silencio y en una actitud que no es ni la de quien escucha ni la de quien no escucha. «El sueño imposible de ser; no de parecer, sino de ser». Con toda sinceridad, no solo por afán de confortarla, añade que admira su gesto, y le recomienda que disfrute de ese nuevo papel de no ser nadie hasta que llegue a aborrecerlo y lo abandone como ha hecho con todos los demás. La mueca con la que una cara muestra desprecio por sí misma, por todas las caras, se hace forzosamente con una cara.
Puede que la lucidez de Elisabet sea contagiosa, pues, aunque su caso constituya una experiencia singular, todo hombre sabe en algún momento de su vida que la actitud de la señora Vogler podría ser muy bien la suya propia; y el silencio obstinado y prolongado de la actriz, en absoluto amargo ni convencionalmente angustioso, puesto que no excluye ni la hilaridad ni la serenidad, acaba comunicando tarde o temprano esa certeza. La doctora decide apartarla de la sociedad y, con tal propósito, le presta un chalé que posee en una pequeña isla para que pase allí una temporada en compañía de Alma, una joven enfermera, aparentemente feliz y despreocupada, que se encargará de velar por ella y atender sus necesidades. La chica ha visto actuar a su paciente y se ha identificado con los personajes que esta interpreta. Tal circunstancia, y el deseo de contrastar el silencio insoportable de la actriz, la lleva a explayarse de manera larga y vehemente sobre su vida íntima, los papeles sexuales que ha representado, las máscaras que el amor le ha obligado a ponerse. También la arrastra la angustia de ser quien es, de no poder ser nadie, y la nueva condición de Elisabet, la condición de la mujer que ha decidido dejar de ser una persona, se le acaba imponiendo como una verdad ineludible. Al final, ella es también Elisabet; lo es hasta el punto de encajar en su propia cara la máscara de la actriz, destino anunciado ya en el cartel de la película, donde ambos rostros, el de Alma y el de Elisabet, se funden en uno solo. «Todo son mentiras e imitaciones —ha gritado Alma poco antes de esa transformación—. Todo.» Un modo espontáneo de proclamar que un hombre sin atributos consta de atributos sin hombre.
NOTAS
* En el original polaco de Ferdydurke, la novela donde aparece por primera vez esa distinción, Gombrowicz utiliza las palabras geba y pupa. La primera es una forma vulgar que se suele usar para referirse despectivamente a la cara de alguien, y la segunda es la palabra familiar habitual para designar el culo. En este mismo sentido, también utiliza a menudo el diminutivo pupcia, aún más infantilizante. La versión castellana de Ferdydurke, traducida en una cafetería de Buenos Aires por un grupo de escritores latinoamericanos dirigidos por el cubano Virgilio Piñera en presencia del propio Gombrowicz, consagró los términos facha y cucul, extraña forma esta última que se adoptó para derivar de ella el verbo cuculizar: infantilizar a un adulto tratándole de inmaduro.
** Alude a la obra de Gabriel Tarde Les lois de l’imitation, publicada doce años antes de la novela de Gide y que tuvo gran repercusión en su momento. El lector encontrará más referencias a esa obra en el capítulo octavo.