Читать книгу Memorias del subsuelo - Fiódor Dostoyevski - Страница 11

VII

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¡Pero esto no es más que un sueño dorado! Díganme: ¿quién fue el primero que dijo, que proclamó que el hombre comete villanías sólo porque no sabe ver cuáles son sus propios intereses, y que si lo ilustrasen, si le abriesen los ojos ante sus verdaderos intereses, ante sus intereses normales, dejaría inmediatamente de cometer villanías y se convertiría acto seguido en un hombre bueno y honrado, puesto que, ilustrado por la ciencia y comprendiendo sus verdaderos intereses, obtendría las ventajas que el bien proporciona? Como se sobrentiende que nadie puede obrar a sabiendas contra su propio interés, el hombre se vería obligado, por decirlo así, a hacer el bien. ¡Como un niño! ¡Como un niño puro e ingenuo!

Pero ¿acaso el hombre, en el curso de sus miles de años de vida en la Tierra, ha obrado siempre al dictado de su interés? ¿Qué haremos entonces de esos millones de hechos que atestiguan que los hombres, aún advirtiendo cuál es su interés, lo relegan a un segundo plano y siguen un camino completamente distinto, lleno de riesgos y azares? No están obligados a ello, pero parecen querer evitar la ruta que se les indica y trazarse libremente, caprichosamente, otra llena de dificultades, absurda, oscura, apenas visible. Ello prueba que esa libertad les seduce más que sus propios intereses... ¡Intereses! ¿Qué es el interés? ¿Se comprometen ustedes a definirme con toda exactitud en qué consiste el interés del hombre? ¿Qué dirán ustedes si un buen día se comprueba que el interés humano en ciertos casos puede, o incluso debe, consistir en desear no una ventaja, sino un perjuicio? Si es así, si puede presentarse el caso, todo se derrumba. ¿Qué creen ustedes? ¿Se puede presentar un caso semejante.

¿Se ríen ustedes? ¡Ríanse, señores, pero respondan! ¿Están exactamente clasificados los intereses humanos? ¿No hay algunos que no figuran ni pueden figurar en las clasificaciones formadas por ustedes? Porque, que yo sepa, señores, ustedes han catalogado los intereses humanos de acuerdo con las cifras medias de las estadísticas y de las fórmulas económico-científicas. Los intereses humanos son, pues, según ustedes, la riqueza, la tranquilidad, la libertad, etcétera. Tanto, que el hombre que rechace a sabiendas y ostensiblemente ese catálogo debe ser considerado, en opinión de ustedes (y en la mía también, por lo demás), como un oscu rantista, como un loco. ¿No es así? Pero he aquí algo muy extraño; ¿cómo es posible que esos estadísticos, esos sabios, esos filántropos, dejen siempre a un lado cierto elemento en sus cálculos de los intereses humanos? Ni siquiera lo tienen en cuenta en sus fórmulas, por lo que falsean resultados. Sin embargo, no sería difícil introducir el elemento en cuestión. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué no lo introducen para completar la lista? La dificultad procede de que dicho elemento es tan particular, que no puede encontrar sitio en ninguna clasificación ni inscribirse en ninguna lista.

He aquí un ejemplo. Tengo un amigo... Pero ¡ahora que caigo!, ustedes lo conocen también: es amigo de todo el mundo.

Cuando ese señor se dispone a obrar, empieza por explicarles a ustedes con toda claridad, con bellas y ampulosas frases, cómo ha de conducirse para obedecer a la razón, a la verdad. Es más, hablará con pasión, con entusiasmo, de los intereses reales y normales de la humanidad: se burlará de la ceguera de los tontos que no comprenden ni sus verdaderos intereses ni el verdadero valor de la virtud. Pero un cuarto de hora después, no más, sin razón alguna, por efecto de un impulso interior más poderoso que todas las consideraciones de interés, hará algo ridículo, cometerá alguna tontería, o sea que obrará en contra de todos los preceptos que ha defendido momentos antes, en contra de la razón, de sus intereses..., de todo... Por otra parte, les advierto que mi amigo es una personalidad colectiva; de modo que es imposible condenarlo a él solo. ¡Precisamente a este punto quería llegar, señores! ¿Acaso no hay algo que es para todos nosotros más querido que nuestros más altos intereses? Dicho de otro modo (para no violar la lógica), ¿no existe para nosotros un interés (el que se deja de lado, ese del que acabamos de hablar) más interesante que todos los demás intereses, más alto que todos ellos, un interés por el que el hombre está dispuesto a obrar, si es preciso, en contra de todas las reglas, es decir, en contra de la razón, sacrificando a él su honor, su paz, su felicidad, todas las cosas bellas y convenientes, en una palabra, sólo por obtener una que es más querida para él que todas las demás, una en la que ve su interés supremo.

«Sí -me dirán ustedes -, pero eso es también un interés....

¡Permítanme! Voy a explicarme. No podíamos seguir adelante sin aclarar las cosas. Lo singular de ese interés es que destruye las cosas. Lo singular de ese interés es que destruye todas nuestras clasificaciones y derriba todos los sistemas edificados por los amigos del género humano para la felicidad del hombre. En una palabra, es un estorbo, un obstáculo. Pero antes de decirles a ustedes cuál es ese interés, quiero comprometerme personalmente, y afirmo con toda resolución que esos hermosos sistemas, esas teorías que pretenden explicar a la humanidad en qué consisten sus intereses normales, a fin de que ella decida al punto ser virtuosa y noble para amoldarse a ellos, todo eso es pura palabrería. Creer que la renovación del género humano pueda realizarse dándole a conocer sus verdaderos intereses equivale, en mi opinión, a admitir con Buckle que la civilización aplaca al hombre, el cual va perdiendo poco a poco sus instintos sanguinarios y guerreros. Buckle llega a este resultado lógicamente, a mi entender. Pero el hombre siente tal pasión por los sistemas, por las deducciones abstractas, que está dispuesto a disfrazar la verdad, a cerrar los ojos y a taparse los oídos ante la verdad, sólo por justificar su lógica.

Voy a poner un ejemplo convincente. ¡Miren alrededor! La sangre corre a raudales, incluso alegremente, como champán. ¡Observen nuestro siglo XIX, en el que ha vivido Buckle! ¡Miren a Napoleón, al otro, al grande, y al de hoy! ¡Observen a América del Norte y su unión, fundada para toda la vida! ¡Vean, en fin, a esos caricaturescos Schleswig y Holstein! ¿Qué es, entonces, lo que dulcifica en nosotros la civilización? La civilización se limita a aumentar el número de nuestras sensaciones. Gracias a ello, es muy posible que el hombre acabe por descubrir cierta voluptuosidad en el derramamiento de sangre. Es más, ya se ha dado algún caso.

¿Han observado ustedes que los sanguinarios más temibles han sido siempre señores súpercivilizados, y que junto a ellos todos los Atilas y todos los Stegnka Rasin harían un triste papel? Que esos señores tengan menos notoriedad se debe a que los vemos con más frecuencia y nos hemos acostumbrado a ellos. Desde luego, la civilización no ha hecho al hombre más sanguinario, pero sí más vil, más cobardemente sanguinario. Tiempo atrás, el hombre se consideraba con derecho a derramar sangre: y, con la conciencia perfectamente tranquila, suprimía a quien se le antojaba. Hoy, aún considerando que el derramamiento de sangre es una mala acción, seguimos matando, e inc luso matamos con más frecuencia que antes. ¿Es esto mejor? Decídanlo ustedes mismos. Se dice que Cleopatra (excusen este ejemplo extraído de la historia romana) se divertía clavando agujas en el pecho de sus esclavas y que le producían gran placer los gritos y contorsiones de las víctimas. Me dirán ustedes que esto ocurría en una época un tanto bárbara; que nuestro siglo es bárbaro también, ya que todavía se dan alfilerazos; que el hombre, aunque tenga una comprensión más clara de las cosas que en aquellos atrasados tiempos, no ha podido aún acostumbrarse a seguir las reglas de la razón y de la ciencia. Pero ustedes están convencidos de que se acostumbrará cuando se haya desembarazado completamente de ciertas malas tendencias, cuando el sentido común y la ciencia hayan reeducado completamente la naturaleza humana y la hayan orientado por un camino normal. Ustedes están seguros de que entonces el hombre cesará de errar deliberadamente y se verá, por decirlo así, en la imposibilidad de desear oponerse a sus intereses normales.

Pero hay más aún. Entonces (hablan ustedes) la ciencia hará saber al hombre (aunque, en mi opinión, esto es como un lujo superfluo) que no ha tenido nunca voluntad ni caprichos y que viene a ser, en suma, como una tecla de piano o un pedal de órgano. De modo que obra, no de acuerdo con su voluntad, sino al dictado de las leyes de la naturaleza. Bastará, pues, descubrir estas leyes para que no se pueda considerar al hombre responsable de sus actos, y entonces la vida será para él sumamente fácil. Mediante estas leyes, todas las acciones humanas se podrán calcular tan matemáticamente como los logaritmos, hasta la cien milésima, y se inscribirán en las efemérides, o se harán con ellas libros importantes, del tipo de nuestros diccionarios enciclopédicos, en los que todo estará tan exactamente calculado y previsto, que ya no habrá aventuras... y ni siquiera acciones.

Entonces (siguen hablando ustedes) se establecerán nuevas relaciones económicas, que se fijarán, igualmente, con precisión matemática, tanto, que los problemas desaparecerán inmediatamente, por la sencilla razón de que se habrán descubierto sus soluciones. Entonces se edificará un vasto palacio de cristal. Entonces veremos el Pájaro de Fuego. Entonces... No se puede garantizar (soy yo quien habla ahora) que eso no sea horriblemente aburrido (¿qué puede uno hacer, si todo está calculado y fijado previamente?). En compensación, todos serán sabios. Evidentemente, el aburrimiento puede ser un mal consejero: es el aburrimiento lo que nos mueve a clavar agujas de oro en la carne ajena... Pero esto no tiene importancia. Lo importante, lo grave es (sigo hablando yo) que el hombre pueda sentirse feliz de tener al alcance de la mano agujas de oro. El hombre es necio, necio de remate. Y todavía es más ingrato que necio: es difícil encontrar un ser más ingrato que él. Por eso no me sorprendería lo más mínimo ver erguirse de pronto en medio de esa felicidad un gentleman desprovisto de elegancia, de rostro «retrógrado» y burlón, y que nos dijera, poniéndose en jarras: «¡Bueno, señores! ¿Cuándo vamos a echar abajo, al polvo, de un solo puntapié, toda esta clarividente felicidad, aunque sólo sea para enviar los logaritmos al diablo y poder vivir de nuevo con arreglo a nuestra estúpida fantasía?» Y aún hay algo peor, y es que muy pronto ese personaje tendría, sin duda, discípulos. El hombre es así. Y la causa de todo es una cosa ínfima, que, al parecer, se podría pasar por alto sin riesgo alguno. Esa causa es que el hombre, quienquiera que sea, aspira sie mpre y en todas partes a obrar de acuerdo con su voluntad y no con arreglo a las prescripciones de la razón y del interés. Ahora bien, la voluntad de uno puede, y a veces incluso debe (esta idea es de mi propiedad), oponerse a sus intereses. Mi voluntad; mi libre albedrío; mi capricho, por insensato que sea; mi fantasía sobreexcitada hasta la demencia... Esto es lo que se aparta a un lado, éste es el precioso interés que no tiene espacio en ninguna de esas clasificaciones que componen ustedes y que rompe en mil pedazos todos los sistemas, todas las teorías.

¿De dónde se han sacado nuestros sabios que el hombre necesita voluntad normal y virtuosa? ¿Por qué suponen que el hombre aspira a poseer una voluntad ventajosa y razonable? El hombre sólo aspira a tener una voluntad independiente, cualesquiera que sean el precio y los resultados. Pero el diablo sabe lo que cuesta esa voluntad...

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