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VIII

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«¡Ja, ja, ja! ¡Pero si la voluntad no existe! -me interrumpen ustedes -. La ciencia ha conseguido disecar tan perfectamente al hombre, que ya sabemos que la voluntad y el libre albedrío son solamente....

¡Permítanme, señores! Yo me disponía a empezar así. Y confieso que incluso he sentido miedo. Iba a exclamar que sólo el diablo sabe de qué depende la voluntad y que esto es quizás una gran suerte. Pero he pensado en la ciencia y me he mordido la lengua. Entonces me han interrumpido ustedes. Ciertamente, si se logra descubrir la fórmula de todos nuestros deseos, de todos nuestros caprichos; es decir, de dónde proceden, cuáles son las leyes de su desarrollo, cómo se reproducen, hacia qué objetivos tienden en tales o cuáles casos, etc., es probable que el hombre deje inmediatamente de sentir deseos. ¿He dicho «probable»? ¡No, es seguro! ¿Qué satisfacción puede proporcionarle desear solamente de acuerdo con tablas de cálculos? Pero aún hay más. El hombre descenderá inmediatamente a la categoría de una simple tuerca. Porque ¿qué es un hombre despojado de deseo y voluntad, sino una tuerca, un simple engranaje? ¿Qué opinan ustedes s obre esto? Examinemos las probabilidades: ¿puede ocurrir o no.

«¡Hum -dicen ustedes -. Nuestros deseos son equivocados con gran frecuencia, porque nosotros nos equivocamos en la valoración de nuestros intereses. Aspiramos a cosas inconvenientes porque nues tra estupidez nos hace creer que pretendemos lo que nos conviene. Peor cuando nos lo hayan explicado todo, cuando todo se haya puesto en orden y fijado previamente (lo que es muy posible, pues es una tontería creer que ciertas leyes de la naturaleza van a ser siempre indescifrables), es evidente que ya no habrá sitio para los deseos. Si nuestra voluntad se enfrenta con nuestra razón, podremos razonar y no desear, ya que a un ser que razona le es imposible desear estupideces, ir conscientemente en contra de la razón, perjudicarse a sabiendas... y como todos los deseos y todos los razonamientos podrán calcularse con anticipación, ya que con toda seguridad se habrán descubierto las leyes de nuestro libre albedrío, será posible (no bromeo) confeccionar una especie de deseos y desear ateniéndonos a ella. Supongamos que me prueban un día que si he mostrado el puño a alguien es porque no podía obrar de otra manera, porque tenía que apretar el puño como lo he hecho. ¿De qué libertad dispongo entonces, sobre todo si soy un sabio diplomado? Por consiguiente, me será posible calcular mi existencia con treinta años de anticipación. En una palabra, si tal cosa sucede, tendremos que limitamos a comprender. Y habremos de repetimos sin descanso que en esos momentos la naturaleza no se preocupa en absoluto por nosotros y que, por lo tanto, hemos de aceptarla como es y no como la vemos cuando la adorna nuestra fantasía, y que hay que aceptar el alambique, pues, de lo contrario, el alambique seguirá funcionando sin nuestra aprobación..

Y aquí es, precisamente, donde aparece para mí la dificultad... Pero excúsenme por estas filosofías. No olviden que tengo cuarenta años de subsuelo. Permítanme que dé rienda suelta a mi fantasía. Desde luego, señores, la razón es una cosa excelente: de esto no hay duda. Pero la razón es la razón, y sólo satisface a la facultad razonadora del hombre. En cambio, el deseo es la expresión de la totalidad de la vida humana, sin excluir de ella la razón ni los escrúpulos; y aunque la vida, tal como ella se manifiesta, suela tener un aspecto desagradable, no por eso deja de ser la vida y no la extracción de una raíz cuadrada.

Yo deseo vivir dando satisfacción a todas mis facultades vitales y no únicamente a mi facultad de razonar, que no representa, en suma, sino la vigésima parte de las fuerzas que hay en mí. ¿Qué sabe la razón? Únicamente lo que ha aprendido (nunca sabrá más, seguramente. Esto no es un consuelo, pero no hay que disimularlo). En cambio, la naturaleza humana obra con todo su peso, por decirlo así, con todo su contenido, a veces con plena conciencia y a veces inconscientemente. Comete algunas pifias pero vive.

Sospecho, señores, que ustedes me miran con cierto desdén: me repiten que a un hombre culto, al hombre del porvenir, en una palabra, le es imposible desear deliberadamente lo que es contrario a sus intereses. Esto es tan claro como las matemáticas. Estoy completamente de acuerdo: tiene una claridad y una exactitud matemáticas. Pero les repito por centésima vez que existe una excepción, que hay hombres que pueden desear lo que saben que es desfavorable para ellos, lo que les parece estúpido, insensato; hombres que obran así sólo por eludir la obligación de escoger lo provechoso, lo digno. Porque esa insensatez, ese capricho, es quizá, señores, lo más ventajoso que existe para nosotros en la tierra, sobre todo en ciertos casos. Incluso es posible que esta ventaja sea superior a todas las demás aunque sea evidente que nos perjudica y contradice las conclusiones más sanas de nuestro razonamiento. Y es que nos conserva lo principal, lo que más queremos: nuestra personalidad. Algunos afirman que esto es precisamente lo más preciado que tenemos. La voluntad puede querer a veces ponerse de acuerdo con la razón, sobre todo si no se abusa de este acuerdo, si se aprovecha moderadamente. Pero con gran frecuencia, incluso casi siempre, la voluntad se niega obstinadamente a ponerse de acuerdo con la razón, y entonces... entonces... Pero ¿saben ustedes que también esto es muy útil y digno de aprobación?

Admito, señores, que el hombre no es un ser irracional. En verdad, puede no serlo, pues, si lo fuera, ¿quién podría representar la inteligencia? Pero, aún no siendo irracional, es monstruosamente ingrato, extraordinariamente ingrato. Yo incluso creo que es la mejor definición que se puede dar del hombre: «ser bípedo e ingrato». Esto no es todo; éste no es su principal defecto. Su peor defecto es su mal carácter, defecto que ha exhibido constantemente desde el diluvio universal hasta el período schleswig-holsteiniano de nuestra historia. Mal carácter y en consecuencia, conducta irrazonable, pues sabido es que ésta procede de aquél. Compruébenlo. Lancen una mirada a la historia de la humanidad. ¿Qué ven ustedes? ¿Dicen que es grandiosa? Sí, es posible. El coloso de Rodas por sí solo representa ya algo. No en vano el señor Anajevski nos informa de que, según unos, este coloso fue obra de los hombres, mientras otros afirman que fue producto de las fuerzas naturales. A lo mejor, los ha impresionado a ustedes la variedad. Pues la variedad no falta en la historia. Para convencerse de ello basta echar una ojeada a los uniformes de gala, civiles y militares, y si se añade a éstos los de media gala, uno se pierde en un mar de uniformes. Ni siquiera un historiador resistiría la prueba. ¿Que la historia peca de monotonía? Cierto. Todo son combates. Se combate hoy, se combatió ayer y se combatirá mañana. ¡Es incluso demasiado monótono.

En resumen, que todo se puede decir de la historia universal, todo lo que acuda a cualquier imaginación, incluso a la más insensata. Pero es imposible decir que es razonable; lo advertiréis desde la primera sílaba. Además, he aquí lo que sucede constantemente: surgen hombres razonables y de costumbres juiciosas, filántropos cuyo objetivo es llevar una existencia razonable y honrada, a fin de predicar con el ejemplo y demostrar a sus semejantes que se puede vivir juiciosamente. Pero ¿qué ocurre? Que muchos de estos amantes de la moderación terminan más tarde o más temprano, por hacer traición a sus ideas y comprometerse en actos escandalosos.

Siendo así, díganme ustedes qué se puede esperar del hombre, de ese ser dotado de cualidades tan extrañas. Prueben a volcar sobre él todos los bienes de la Tierra; sumérjanlo en la felicidad tan profundamente que sólo se perciban en la superficie algunas burbujas; satisfagan sus necesidades económicas hasta el punto de que sus únicas ocupaciones sean dormir, comer pan de especias y pensar en el modo de prolongar la historia universal...; hagan todo esto, y verán como el hombre, por pura ingratitud, por necesidad de envilecerse, les corresponde cometiendo alguna villanía. Incluso correrá el riesgo de perder sus panes de especias y volverá a caer en las necedades más peligrosas, en los absurdos menos ventajosos, sólo por mezclar a esa sensatez positiva un elemento fantástico, pernicioso. Precisamente sus sueños más fantásticos y sus más vulgares tonterías es lo que pretenderá conservar, sólo para demostrarse a sí mismo (como si esto fuera necesario) que los hombres son hombres y no teclas de piano, aunque en verdad lo son para las leyes de la naturaleza, que las tocan, y con tal brío, que pronto no será posible desear nada sin antes consultar el calendario. Además, incluso si se comprobara que el hombre no es más que una tecla de piano y se le demostrase matemáticamente, el hombre no sentaría la cabeza: seguiría haciendo disparates, solamente para evidenciar su ingratitud y su conducta caprichosa. y si los demás medios le fallan, se sumergirá en la destrucción, en el caos. Será capaz de provocar cualquier desastre únicamente para hacer lo que se le antoje. Lanzará maldiciones contra el mundo, y como sólo el hombre puede maldecir (éste es el privilegio que más claramente lo distingue de los demás animales), conseguirá sus fines, que son convencerse de que es un hombre y no una tuerca.

Si me dicen ustedes que el caos, las tinieblas y las maldiciones pueden estar también calculados de antemano y tan exactamente que este cálculo paralizará el impulso del hombre, y, por lo tanto, la razón triunfará una vez más; si me dicen esto, les contestaré que el hombre no tendrá ya más que un medio para hacer su voluntad: volverse loco.

Estoy seguro de esto, pues no cabe duda de que la mayor preocupación del hombre ha sido siempre demostrarse a sí mismo que es un hombre y no un engranaje. Arriesgaba en ello su existencia, pero se lo demostraba; vivía como un troglodita, pero se lo demostraba. Y, después de todo esto, ¿cómo no pecar, cómo no felicitarse de que no hayamos llegado todavía al papel de tuerca y de que nuestra voluntad dependa aún de no saben qué.

Ustedes exclamarán (si me hacen todavía el honor de lanzar exclamaciones) que nadie piensa privarme de mi voluntad, que sólo se trata de arreglar las cosas de modo que mi voluntad por sí misma, por su propia iniciativa, pueda acomodarse a mis intereses normales, a las leyes naturales, a la aritmética.

Memorias del subsuelo

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