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IX

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¡Pero díganme, señores! ¿Qué quedará de mi voluntad cuando lleguemos a las tablas de cálculos, cuando no haya más que eso de «dos y dos son cuatro»? Dos y dos serán cuatro sin que mi voluntad se mezcle en ello. ¡La voluntad aspira, evidentemente, a otra cosa!

Bien sé, señores, que estoy bromeando y que mis bromas no tienen gracia. Pero es que no son únicamente bromas. Bromeo rechinando los dientes. Hay cuestiones que me atormentan, señores. Ayúdenme a resolverlas. Ustedes pretenden librar al hombre de sus antiguos hábitos y corregir su voluntad adaptándola a las leyes de la ciencia y de acuerdo con el sentido común. Pero ¿están ustedes seguros de que es necesario corregir al hombre? ¿En qué se fundan ustedes para creer que la voluntad del hombre requiere una educación? ¿Por qué creen que esta educación ha de serle útil? Y, para decirlo todo, ¿por qué están ustedes tan convencidos de que siempre es ventajoso para el hombre no ir en contra de sus intereses normales, reales, garantizados por el razonamiento y la aritmética? Esto no es, en resumidas cuentas, más que una suposición de ustedes. Incluso aunque una sea la ley lógica, ¿es acaso la ley humana? Ustedes se dirán que estoy loco. Pero permítanme explicarme.

Admito que el hombre es un animal esencialmente constructor, obligado a dirigirse a sabiendas a un objetivo, sea el que fuere. Si es un ingeniero, ha de trazar sin descanso nuevas vías en no importa qué direcciones. Pero quizá precisamente por esta causa siente a veces el deseo de salirse por la tangente. Lo hace no sólo porque está condenado a trazar caminos, sino también porque, por muy necio que sea el hombre de acción, comprende a veces que los caminos conducen siempre a alguna parte, y que no es su dirección lo que importa, sino el hecho de que lo conduzcan a un lugar determinado. Así, al hombre juicioso no se le ocurrirá despreciar su profesión de ingeniero y no se entregará a la pereza, la cual es, como todo el mundo sabe, la madre de todos los vicios. Es indiscutible que al hombre le encanta trazar y construir caminos; pero también adora la destrucción y el caos. ¿Por qué?, díganme... Pero antes quiero decir algo más sobre este asunto.

Tal vez le gusten la destrucción y el caos (a veces le gustan; esto es indiscutible), porque tiene un temor instintivo a alcanzar la meta y terminar el edificio que construye. ¡Vaya usted a saber! Acaso este edificio sólo le gusta de lejos. Puede ser que le guste construirlo, pero no vivir en él, y esté dispuesto a abandonarlo aux animaux domestiques: a las hormigas, a los carneros, etc. Las hormigas tienen otros gustos; poseen un edificio verdaderamente extraordinario en su género: el hormiguero.

Las dignas hormigas empezaron construyendo hormigueros, y es probable que sigan construyéndolos eternamente, lo que hace honor a su constancia y a su sentido práctico. Pero el hombre es un ser versátil, y es posible que, como al jugador de ajedrez, le guste sólo la acción, sin importarle el objetivo que se puede alcanzar. Y, ¿quién sabe?, acaso el único objetivo que persigue la humanidad consista en ese esfuerzo, en esa acción; dicho de otro modo, tal vez la vida no tenga meta exterior, meta que, evidentemente, no puede ser más que ese «dos y dos son cuatro», es decir, una fórmula. Ahora bien, «dos y dos son cuatro» es un principio de muerte y no un principio de vida. En todo caso, el hombre teme siempre a ese «dos y dos son cuatro», y yo también le temo.

Cierto que el hombre sólo se ocupa en la busca de ese «dos y dos son cuatro», cruza océanos, arriesga su vida en este empeño..., pero les aseguro que teme encontrarlo, pues cuando dé con él, ya no tendrá nada que hacer. Terminado su trabajo y recibida la paga, los obreros se van a la taberna, y luego completan la noche de esparcimiento de modo que tienen para toda la semana. Pero nuestro hombre es muy diferente. Se observa en él cierta desazón cada vez que alcanza uno de sus objetivos. Desea aproximarse a la meta, pero cuando llega, no se siente satisfecho. Esto es verdaderamente gracioso. Y es que el modo de ser del hombre es algo tan cómico como un buen chiste. En fin, sea como fuere, eso de «dos y dos son cuatro» es algo sumamente desagradable. Yo lo calificaría de procaz. «Dos y dos son cuatro» nos desafía con insolencia. Con los brazos en jarras se planta en medio de nuestro camino y nos escupe al rostro. Admito que eso de «dos y dos son cuatro» es una cosa excelente; pero puesto a alabar, les diré que «dos y dos son cinco» es también, a veces, algo encantador.

Pero díganme: ¿en qué se fundan ustedes para estar convencidos de que sólo es necesario lo normal, lo positivo, el bienestar en una palabra? ¿Acaso la razón no se equivoca en sus apreciaciones? Es posible que el hombre desee únicamente el bienestar. Pero ¿no es igualmente ,posible que desee el sufrimiento? ¿Acaso el sufrimiento no podría ser para él ventajoso como el bienestar? El hombre, a veces, desea apasionadamente el sufrimiento: está comprobado. No hay necesidad de ir a consultar sobre este punto a la historia universal. Pregúntense ustedes a sí mismos; les bastará ser hombres para responderse, por poco que hayan sufrido. Si quieren conocer mi opinión personal, les diré que es incluso inconveniente desear únicamente el bienestar. ¿Está esto bien?, ¿está mal? No lo sé. Pero es lo cierto que a veces resulta en extremo agradable romper algo. No es que yo defienda precisamente el sufrimiento o el bienestar: lo que defiendo es mi capricho, y lucharé, si es preciso, para que se me garantice. Ya sé que en los sainetes no se admite el sufrimiento. Pero tampoco se le puede admitir en un palacio de cristal, pues el sufrimiento entraña duda y negación, y ¿qué sería de un palacio de cristal del que se pudiera dudar? Estoy seguro de que el hombre no renunciará jamás al verdadero sufrimiento, es decir, a la destrucción y al caos.

¡El sufrimiento!... ¡Pero si es la única causa de la con, ciencia! Cierto que les he dicho al principio que la conciencia, a mi entender, es uno de los mayores males del hombre. Pero el hombre la quiere y no la cambiará por ninguna satisfacción. La conciencia es infinitamente superior a «dos y dos son cuatro». Después de «dos y dos son cuatro» no queda, evidentemente, nada, no sólo nada que hacer, sino incluso nada que saber. Lo único que podemos hacer entonces es obturar nuestros cinco sentidos y entregamos a la contemplación. Verdad es que con la conciencia se llega a un resultado idéntico, es decir, a la inacción, pero en ese caso podemos, por lo menos, damos latigazos de vez en cuando, lo que vivifica un poco el espíritu. Es un sistema muy reaccionario, pero más vale eso que nada.

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