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Noche segunda

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Bueno, ya veo que ha sobrevivido usted me dijo riendo y estrechándome ambas manos.

Ya llevo aquí dos horas. ¡No puede usted figurarse qué día he pasado!

Me lo figuro, sí. Pero al grano. ¿Sabe usted para qué he venido? Pues no para decir tonterías como ayer. Mire, es preciso que en adelante seamos más sensatos Ayer estuve pensando mucho en todo esto.

¿Pero en qué ser más sensatos? ¿En qué? Por mí estoy dispuesto, pero la verdad es que en mi vida me han ocurrido cosas tan sensatas como ahora.

¿De veras? Para empezar le ruego que no me apriete las manos tanto. En segundo lugar le advierto que hoy ya he pensado mucho en usted.

Bien, ¿y con qué conclusión?

¿Con qué conclusión? Pues con la conclusión de que tenemos que empezar por el principio, porque hoy estoy persuadida de que aún no le conozco bien. Ayer me porté como una niña, como una chicuela. Por supuesto, mi buen corazón tiene la culpa de todo. Me estuve dando importancia, como sucede siempre que empezamos a examinar nuestra vida. Y para corregir esa falta me he propuesto enterarme detalladamente de todo lo que toca a usted. Ahora bien, como no tengo a nadie que me pueda dar informes, usted mismo habrá de contármelo todo, revelarme todo el secreto. A ver, ¿qué clase de hombre es usted? ¡Hala, empiece, cuénteme toda la historia!

¡Historia! exclamé sobrecogido . ¡Historia! ¿Pero quién le ha dicho que tengo historia? Yo no tengo historia…

Puesto que ha vivido usted, ¿cómo no va a tener historia? me interrumpió riendo.

No ha habido historia de ninguna clase, ninguna. He vivido, como quien dice, conmigo mismo, es decir, enteramente solo, solo, completamente solo. ¿Entiende usted lo que es estar solo?

¿Cómo solo? ¿Es que no ve nunca a nadie?

¡Ah, no! Ver, sí veo; pero solo, a pesar de ello.

¿Entonces qué? ¿Es que no habla con nadie?

En sentido estricto, con nadie.

Entonces, explíquese. ¿Qué clase de hombre es usted? Déjeme adivinarlo. Usted, como yo, probablemente tiene una abuela. La mía está ciega. Nunca me deja ir a ninguna parte, de modo que casi se me ha olvidado hablar. Y cuando un par de años atrás hice ciertas travesuras, y ella vio que no podía hacer carrera de mí, me llamó y prendió mi vestido al suyo con un imperdible. Desde entonces así nos pasamos sentadas días enteros. Ella hace calceta aunque está ciega; y yo, sentada a su lado, coso o le leo algún libro. De esta manera tan rara, prendida a otra persona con un alfiler, llevo ya dos años.

¡Qué desgracia, Dios santo! No, yo no tengo una abuela como ésa.

Si no la tiene, ¿por qué se queda usted en casa?

Escuche. ¿Quiere saber qué clase de persona soy? Pues sí.

¿En el sentido riguroso de la palabra?

En el sentido más riguroso de la palabra.

Pues bien, soy… un tipo.

Un tipo. ¿Un tipo? ¿Qué clase de tipo? gritó la muchacha, riendo a borbotones, como si no lo hubiera hecho en todo un año . Es usted divertidísimo. Mire, aquí hay un banco. Sentémonos. Por aquí no pasa nadie. Nadie nos oye y… empiece su historia. Porque, no pretenda lo contrario, usted tiene una historia y trata sólo de escurrir el bulto. En primer lugar, ¿qué es un tipo?

¿Un tipo? Un tipo es un original, un hombre ridículo contesté con una carcajada que empalmaba con su risa infantil . Es un bicho raro. Oiga, ¿sabe usted lo que es un soñador?

¿Un soñador? ¿Cómo no voy a saberlo? Yo misma soy una soñadora. Hay veces, cuando estoy sentada junto a la abuela, que no sé por qué motivo no se me ocurre nada. Pero me pongo a soñar y a ensimismarme hasta que…, en fin, qué me caso con un príncipe chino. A veces eso de soñar está bien… Por otra parte, quizá no. Sobre todo si ya hay bastantes cosas en que pensar agregó la joven hablando ahora con relativa seriedad.

¡Magnífico! Si alguna vez decide casarse con un emperador chino, entenderá lo que digo. Bueno, oiga… Pero, perdón, todavía no sé cómo se llama usted.

Por fin. ¡Pues sí que se ha acordado usted temprano!

¡Ay, Dios mío! No se me ha ocurrido siquiera. Como lo he estado pasando tan bien…

Me llamo… Nastenka.

Nastenka. ¿Nada más?

¿Nada más? ¿Le parece poco, hombre insaciable?

¿Poco? Todo lo contrario. Mucho, mucho, muchísimo. Nastenka, es usted una chica estupenda si desde el primer momento ha sido Nastenka para mí.

Precisamente. Ya ve.

Bueno, Nastenka, escuche y verá qué historia más ridícula me sale.

Me senté junto a ella, tomé una postura pedantescamente seria y empecé como si leyera un texto escrito:

Hay en Petersburgo, Nastenka, si no lo sabe usted, bastantes rincones curiosos. Se diría que a esos lugares no se asoma el mismo sol que brilla para todos los petersburgueses, sino que es otro el que se asoma, otro diferente, que parece encargado de propósito para esos sitios y que brilla para ellos con una luz especial. En esos rincones, querida Nastenka, se vive una vida muy peculiar, nada semejante a la que bulle en torno nuestro, una vida que cabe concebir en lejanas y misteriosas tierras, pero no aquí, entre nosotros, en este tiempo nuestro tan excesivamente serio. En esa otra vida hay una mezcla de algo puramente fantástico, ardientemente ideal, y de algo (¡ay, Nastenka!) terriblemente ordinario y prosaico, por no decir increíblemente chabacano.

¡Uf! ¡Qué prólogo, Dios mío! ¿Qué es lo que oigo?

Lo que oye usted, Nastenka (me parece que no me cansaré ya nunca de llamarla Nastenka), lo que oye usted es que en esos rincones viven unas gentes extrañas: los soñadores. El soñador si se quiere una definición más precisa no es un hombre ¿sabe usted? sino una criatura de género neutro. Por lo común se instala en algún rincón inaccesible, como si se escondiera del mundo cotidiano. Una vez en él, se adhiere a su cobijo como lo hace el caracol, o, al menos, se parece mucho al interesante animal, que es a la vez animal y domicilio, llamado tortuga. ¿Por qué piensa usted que se aficiona tanto a sus cuatro paredes, indefectiblemente pintadas de verde, cubiertas de hollín, tristes y llenas de un humo inaguantable? ¿Por qué este ridículo señor, cuando viene a visitarle uno de sus raros conocidos (pues lo que pasa al cabo es que se le agotan los amigos), por qué este ridículo señor le recibe tan turbado, tan alterado de rostro y en tal confusión que se diría que acaba de cometer un delito entre sus cuatro paredes, que ha fabricado billetes falsos, o que ha compuesto algunos versecillos para mandar a alguna revista bajo carta anónima en la que declara que el verdadero autor de ellos ha muerto ya y que un amigo suyo considera deber sagrado darlos a la estampa? Diga, Nastenka, ¿por qué no cuaja la conversación entre estos dos interlocutores? ¿Por qué ni la risa ni siquiera una frasecilla vivaz brotan de los labios del perplejo visitante, quien en otras ocasiones ama la risa, las frasecillas vivaces los comentarios sobre el bello sexo y otros temas festivos? ¿Por qué también ese amígo, probablemente reciente, en su primera visita (porque en tales casos no habrá una segunda, ya que ese amigo no volverá), por qué también el amigo se queda azorado, lelo, a pesar de toda su agudeza (si efectivamente la tiene), mirando el torcido gesto del dueño, quien por su parte ha tenido ya tiempo bastante para embrollarse por completo tras los esfuerzos tan titánicos como inútiles que ha hecho por avivar la conversación, por mostrar su propio conocimiento de las cosas mundanales, por hablar a su vez del bello sexo y aun por agradar humildemente a ese pobre hombre que allí nada tiene que hacer y que ha venido por equivocación a visitarle? ¿Por qué, en fin, el visitante coge de pronto su sombrero y sale disparado, habiendo recordado de pronto un asunto urgentísimo que por supuesto no existe, una vez que ha librado la mano del cálido apretón de la del dueño, quien trata en vano de mostrar su contrición y recobrar el terreno perdido? ¿Por qué el visitante, traspasada la puerta de salida, suelta la carcajada y jura no volver a visitar a ese sujeto estrafalario, aunque ese sujeto estrafalario es en realidad un chico excelente? ¿Por qué, con todo, el visitante no puede resistir la tentación de comparar, siquiera forzadamente, la cara de su amigo durante la entrevitsa con la de un gato infeliz que han maltratado, vapuleándolo y aterrorizándolo a mansalva, unos niños quienes, habiéndolo capturado insidiosamente, lo han dejado hecho una lástima? ¿Gato que logra por fin meterse debajo de una silla, en la oscuridad, donde se ve obligado a pasar una hora entera, erizado todo él, dando resoplidos, lavándose las heridas recibidas, y que durante largo tiempo, mirará con desvío la naturaleza y la vida, incluso los restos de comida que de la mesa del amo le guarda, compasiva, una ama de llaves … ?

Oiga interrumpió Nastenka, que me había escuchado todo ese tiempo absorta, con los ojos y la boca abiertos . Oiga, yo no sé por qué ha ocurrido todo eso ni por qué me hace usted esas preguntas ridículas. Lo que sí sé de cierto es que sin duda todas esas aventuras le han ocurrido a usted tal como las cuenta.

Ni que decir tiene contesté yo con cara muy seria.

Bueno, si es así, siga prosiguió Nastenka , porque me interesa mucho saber cómo termina la cosa.

¿Usted quiere saber, Nastenka, qué hacía en su rincón nuestro héroe, o, mejor dicho, qué hacía yo, porque el héroe de todo ello soy yo, mi propia y modesta persona? ¿Usted quiere saber por qué me alarmó y turbó tanto la visita inesperada de un amigo? ¿Usted quiere saber por qué me solivianté y me ruboricé tanto cuando se abrió la puerta de mi cuarto? ¿Por qué no sabía recibir visitas y por qué quedé aplastado tan vergonzosamente bajo el peso de mi propia hospitalidad?

Sí, sí respondió Nastenka . De eso se trata. Oiga, usted cuenta muy bien las cosas, pero ¿no es posible hablar un poco menos bien? Porque usted habla como si estuviera leyendo un libro.

Nastenka objeté con voz imponente y severa, haciendo esfuerzos para no reír , mi querida Nastenka, sé que cuento las cosas muy bien, pero, lo siento, no puedo contarlas de otro modo. En este momento, querida Nastenka, me parezco al espíritu del rey Salomón, que estuvo mil años dentro de una hucha, bajo siete sellos. Y por fin han levantado los siete sellos. Ahora, querida Nastenka, cuando nos encontramos de nuevo tras larga separación (porque hace ya mucho tiempo que la conozco, Nastenka, porque hace ya mucho tiempo que busco a alguien, lo que es señal de que buscaba precisamente a usted y de que estaba escrito que nos encontrásemos ahora), se me han abierto mil esclusas en la cabeza y tengo que derramarme en un río de palabras, porque si no lo hago me ahogo. Por eso le ruego, Nastenka, que no me interrumpa, que escuche atenta y humildemente. De lo contrario, guardaré silencio.

De ninguna manera. Hable. Ya no digo más esta boca es mía.

Prosigo. Hay en mi día, Nastenka, amiga mía, una hora que aprecio extraordinariamente. Es la hora en que han terminado los negocios, el trabajo, las obligaciones, y la gente regresa apresuradamente a casa para comer y descansar. En camino piensa en cosas agradables que hacer durante la velada, la noche y todo el tiempo libre de que dispone. A esa hora también nuestro héroe (y permítame, Nastenka, que hable en tercera persona, porque en primera me resultaría sumamente vergonzoso decirlo), repito, a esa hora también nuestro héroe, que como todo hijo de vecino tiene sus ocupaciones, vuelve a casa con los demás. En su rostro pálido y surcado de arrugas se dibuja un extraño sentimiento de satisfacción. Mira con interés el crepúsculo vespertino que se apaga lentamente en el cielo frío de Petersburgo. Cuando digo que mira, miento. No mira, sino que contempla distraídamente, como si estuviera fatigado o preocupado de algo más interesante en ese momento. De modo que quizá sólo fugazmente, casi sin querer, puede ocuparse de lo que le rodea. Está satisfecho porque se ha desembarazado hasta el día siguiente de asuntos enojosos, y está alegre como un colegial a quien permiten que deje el banco de la escuela para entregarse a sus travesuras y juegos favoritos. Obsérvele de soslayo, Nastenka, y al punto verá que esa sensación de gozo ha influido ya de manera positiva en sus débiles nervios y en su fantasía morbosamente irritada. Mire, está pensando en algo… ¿En la comida quizá? ¿En cómo va a pasar la velada? ¿En qué fija los ojos? ¿En ese caballero de aspecto importante que saluda tan pintorescamente a la dama que pasa junto a él en un espléndido carruaje tirado por veloces caballos? No, Nastenka. Ahora no le importan nada esas menudencias. Ahora se siente rico de su propia vida. De pronto, por un motivo ignorado, se sabe rico. Y no en vano el sol poniente le lanza un alegre rayo de despedida y despierta en su tibio corazón todo un enjambre de impresiones. Ahora apenas se da cuenta del camino en el que poco antes le hubiera llamado la atención la minucia más insignificante. Ahora la «diosa Fantasía» (si ha leído usted a Zhukovski, querida Nastenka) ha bordado con caprichosa mano su tela de oro y ha mandado, para que las desplieguen ante él, alfombras de vida inaudita, milagrosa. ¿Quién sabe si no le ha transportado con su mano mágica de la acera de excelente granito por la que vuelve a casa al séptimo cielo de cristal? Trata usted de detenerle ahora, de preguntarle dónde se encuentra ahora, por qué calles va. Lo probable es que no recuerde ni por dónde va ni dónde está en ese momento, y enrojeciendo de irritación soltará sin duda alguna mentira para salir del paso. Por eso se sorprende, está a punto de lanzar un grito y mira atemorizado a su alrededor cuando una anciana venerable le detiene cortésmente en la acera para pedirle direcciones por haberse equivocado de camino. Sigue adelante con el entrecejo fruncido de enojo, sin percatarse apenas de que más de un transeúnte se sonríe al verle y se vuelve a mirarle cuando pasa, ni de que una muchachita, que le cede tímidamente la acera, rompe a reír estrepitosamente, hecha toda ojos, al ver su ancha sonrisa contemplativa y los aspavientos que hace. Y, sin embargo, esa misma fantasía ha arrebatado también en su vuelo juguetón a la anciana, a los transeúntes curiosos, a la chica de la risa y a los marineros que al anochecer se sientan a comer en las barcazas con las que forman un dique en la Fontanka (supongamos que nuestro héroe pasa por allí a esa hora). Ha prendido traviesamente en su lienzo a todo y a todos, como moscas en una telaraña. Y con esa riqueza recién adquirida el tipo estrafalario entra en su acogedora madriguera, se sienta a cenar, termina de cenar y al cabo de un rato se despabila sólo cuando la pensativa y siempre triste Matryona, la criada que le sirve, levanta los manteles y le da la pipa. Se despabila y recuerda con asombro que ya ha cenado, sin darse la menor cuenta de cómo ha ocurrido la cosa. La habitación está a oscuras. La aridez y la tristeza se adueñan del alma de nuestro héroe. El castillo de sus ilusiones se ha venido sin estrépito, sin dejar rastro, se ha esfumado como un sueño; y él ni siquiera se percata de que ha estado soñando. Pero en su pecho siente todavía una vaga sensación que lo agita ligeramente. Un nuevo deseo le cosquillea tentadoramente la fantasía, la estimula e imperceptiblemente suscita todo un conjunto de nuevas quimeras. El silencio reina en la pequeña habitación. La soledad y la indolencia acarician la fantasía. asta se enciende poco a poco, empieza a bullir como el agua en la cafetera de la vieja Matryona, que tranquilamente sigue con sus faenas en la cocina, preparando su detestable café. La fantasía empieza a desbordarse entre alguna que otra llamarada. Y he aquí que el libro cogido al azar, maquinalmente, se le cae de la mano a mi soñador, que no ha llegado ni a la tercera página. Su fantasía despierta de nuevo, está en su punto. De pronto, un mundo nuevo, una vida nueva y fascinante, resplandece ante él con brillantes perspectivas. Nuevo sueño, nueva felicidad. Nueva dosis de veneno sutil y voluptuoso. ¿Qué le importa a él nuestra vida real? ¡A sus ojos hechizados, usted, Nastenka, y yo llevamos una existencia tan apagada, tan lenta y desvaída, estamos todos, en su opinión, tan descontentos con nuestra suerte, nos aburrimos tanto en nuestra vida! En efecto, fíjese bien y verá cómo a primera vista todo es frío, lúgubre y, por así decirlo, enojoso entre nosotros. «¡Pobre gente!» piensa mi soñador; y no es extraño que así lo piense. Observe esas visiones mágicas que de manera tan encantadora, tan sugestiva y fluida componen ante sus ojos ese cuadro animado y subyugante, en cuyo primer plano la figura principal es, por supuesto, él mismo, nuestro soñador, su propia persona querída. Fíjese en las diversas aventuras, en la infinita procesión de sueños ardientes. Quizá pregunta usted con qué sueña. ¿Para qué preguntarlo? Sueña con todo, con la misión del poeta, desconocido primero e inmortalizado después, con que es amigo de Hoffmann, con la noche de San Bartolomé, con Diana Vernon, la heroína de Rob Roy, con actos de heroísmo en ocasión de la toma de Kazan por Iván el Terrible, con Clara Mowbray y Effie Deans, otras heroínas de Walter Scott, con el sínodo de prelados y Huss ante ellos, con la rebelión de los muertos en Roberto el Diablo (¿se acuerda de la música? ¡huele a cementerio!), con la batalla de Berezina, con la lectura de poemas en casa de la condesa V.D., con Danton, con Cleopatra e i suoi amanti, con La casita en Kolomma de Pushkin, con su propio rincón, junto a un ser querido que le escucha como usted me escucha ahora, ángel mío, con la boca y los ojos abiertos en una noche de invierno. No, Nastenka, ¿qué le importa a él, hombre voluptuoso, esta vida a la que usted y yo nos aferramos tanto? A juicio suyo es una vida pobre, miserable, aunque no prevé que también para él acaso sonará alguna vez la hora fatal en que por un día de esta vida miserable daría todos sus años de fantasía, y no los daría a cambio de la alegría o la felicidad, ni tendría preferencias en esa hora de tristeza, arrepentimiento y dolor puro y simple. Pero hasta tanto que llegue ese momento amenazador nuestro héroe no desea nada, porque está por encima del deseo, porque está saciado, porque es artista de su propia vida y se forja cada hora según su propia voluntad. ¡Es tan fácil, tan natural, crear ese mundo legendario, fantástico! Se diría, en efecto, que no es una ilusión. A decir verdad, en algunos momentos, está dispuesto a creer que esa vida no es una excitación de los sentidos, ni un espejismo, ni un engaño de la fantasía, sino algo real, auténtico, palpable. Dígame, Nastenka, ¿por qué en tales momentos se corta el aliento? ¿Por qué arte de magia, por qué incógnito arbitrio se le acelera el pulso al soñador, se le saltan las lágrimas, le arden las mejillas humedecidas y se siente penetrado por un inmenso deleite? ¿Por qué pasan en un segundo noches enteras de insomnio, en gozo y felicidad inagotables? ¿Y por qué, cuando la aurora toca las ventanas con sus dedos rosados y el alba ilumina el cuarto sombrío con su luz incierta y fantástica, como sucede aquí en Petersburgo, nuestro soñador, fatigado, extenuado, se deja caer en el lecho, presa de un sopor causado por la exaltación enfermiza y aberrante de su espíritu, y con un dolor de corazón en que se mezclan la angustia y la dulzura? Sí, Nastenka, nuestro héroe se engaña y cree a pesar suyo que una pasión genuina, verdadera, le agita el alma; cree a pesar suyo que hay algo vivo, palpable, en sus sueños incorpóreos. ¡Y qué engaño! El amor ha prendido en su pecho con su gozo infinito, con sus agudos tormentos. Basta mirarle para con vencerse. ¿Querrá usted creer al mirarle, querida Nastenka, que nunca ha conocido de verdad a la que tanto ama en sus sueños desenfrenados? ¿Es posible que tan sólo la haya visto en sus quimeras seductoras, que esta pasión no sea sino un sueño? ¿Es posible que, en realidad, él y ella no hayan caminado juntos por la vida tantos años, cogidos de la mano, solos, después de renunciar a todo y a todos y de fundir cada uno su mundo, su vida, con la vida del compañero? ¿Es posible que en la última hora antes de la separación no se apoyara ella en el pecho de él, sufriendo, sollozando, sorda a la tempestad que bramaba bajo el cielo adusto, e indiferente al viento que barría las lágrimas de sus negras pestañas? ¿Es posible que todo esto no fuera más que un sueño? ¿Lo mismo que ese jardín melancólico, abandonado, selvático, con veredas cubiertas de musgo, solitario, sombrío, donde tan a menudo paseaban juntos, acariciando esperanzas, padeciendo melancolías, y amándose, amándose tan larga y tiernamente? ¿Y esa extraña casa linajuda en la que ella vivió tanto tiempo sola y triste, con un marido viejo y lúgubre, siempre taciturno y bilioso, que les causaba temor, como si fueran niños tímidos que, tristes y esquivos, disimulaban el amor que se tenían? ¡Cuánto sufrían! ¡Cuánto temían! ¡Cuán puro e inocente era su amor! Y, por supuesto, Nastenka, ¡qué aviesa era la gente! ¿Y es posible, Dios mío, que él no la encontrara más tarde lejos de su país, bajo un cielo extraño, meridional y cálido, en una ciudad maravillosa y eterna, en el esplendor de un baile, en medio del estruendo de la música, en un palazzo (ha de ser un palazzo) visible apenas bajo un mar de luces, en un balcón revestido de mirto y rosas, donde ella, reconociéndole, al punto se quitó el antifaz y murmuró: «¿Soy libre?» Y trémula se lanzó a sus brazos. Y con exclamaciones de éxtasis, fuertemente abrazados, al punto olvidaron su tristeza, su separación, todos sus sufrimientos, la casa lúgubre, el viejo, el jardín tenebroso allí en la patria lejana y el banco en el que, con un último beso apasionado, ella se arrancó de los brazos de él, entumecidos por un dolor desesperado… Convenga usted, Nastenka, en que queda uno turbado, desconcertado, avergonzado, como chicuelo que esconde en el bolsillo la manzana robada en el huerto vecino, cuando un sujeto alto y fuerte, jaranero y bromista, su amigo anónimo, abre la puerta y grita como si tal cosa: «Amigo, en este momento vuelvo de Pavlovsk.» ¡Dios mío! Ha muerto el viejo conde, empieza una felicidad inefable… y, nada, ¡que acaba de llegar alguien de Pavlovsk!

Me callé patéticamente después de mis apasionadas exclamaciones. Recuerdo que tenía unas ganas enormes de reír a carcajadas, aunque la risa fuese forzada, porque notaba que un diablillo se removía dentro de mí, que empezaba a agarrárseme la garganta, a temblarme la barbilla y que los ojos se me iban humedeciendo. Esperaba a que Nastenka, que me había estado escuchando, abriera sus ojos inteligentes y rompiera a reír con su risa infantil, irresistibiemente alegre. Ya me arrepentía de haberme excedido, de haber contado vanamente lo que desde tiempo atrás bullía en mi corazón, lo que podía relatar como si estuviese leyendo algo escrito, porque hacía ya tiempo que había pronunciado sentencia contra mí mismo y ahora no había resistido la tentación de leerla, sin esperar, por supuesto, que se me comprendiera. Pero, con sorpresa mía, Nastenka siguió callada y luego me estrechó la mano y me dijo con tímida simpatía:

¿Es posible que haya vivido usted toda su vida como dice?

Toda mi vida, Nastenka contesté . Toda ella, y al parecer así la acabaré.

No, imposible replicó intranquila . Eso no. Puede que yo también pase la vida entera junto a mi abuela. Oiga, ¿sabe que vivir de esa manera no es nada bonito?

Lo sé, Nastenka, lo sé exclamé sin poder contener mi emoción . Ahora más que nunca sé que he malgastado mis años mejores. Ahora lo sé, y ese conocimiento me causa pena, porque Dios mismo ha sido quien me ha enviado a usted, a mi ángel bueno, para que me lo diga y me lo demuestre. Ahora que estoy sentado junto a usted y que hablo con usted me aterra pensar en el futuro, porque el futuro es otra vez la soledad, esta vida rutinaria e inútil. ¿Y ya con qué voy a sonar, cuando he sido tan feliz despierto? ¡Bendita sea usted, niña querida, por no haberme rechazado desde el primer momento, por haberme dado la posibilidad de decir que he vivido al menos dos noches en mi vida!

¡Oh, no, no! exclamó Nastenka con lágrimas en los ojos . No, eso ya no pasará. No vamos a separarnos así. ¿Qué es eso de dos noches?

¡Ay, Nastenka, Nastenka! ¿Sabe usted por cuánto tiempo me ha reconciliado conmigo mismo? ¿Sabe usted que en adelante no pensaré tan mal de mí como he pensado otras veces? ¿Sabe usted que ya no me causará tristeza haber delinquido y pecado en mi vida, porque esa vida ha sido un delito, un pecado? ¡Por Dios santo, no crea que exagero, no lo crea, Nastenka, porque ha habido momentos en mi vida de mucha, de muchísima tristeza! En tales momentos he pensado que ya nunca sería capaz de vivir una vida auténtica, porque se me antojaba que había perdido el tino, el sentido de lo genuino, de lo real, y acababa por maldecir de mí mismo, ya que tras mis noches fantásticas empezaba a tener momentos de horrible resaca. Oye uno entre tanto cómo en torno suyo circula ruidosamente la muchedumbre en un torbellino de vida, ve y oye cómo vive la gente, cómo vive despierta, se da cuenta de que para ella la vida no es una cosa de encargo, que no se desvanece como un sueño, como una ilusión, sino que se renueva eternamente, vida eternamente joven en la que ninguna hora se parece a otra; mientras que la fantasía es asustadiza, triste y monótona hasta la trivialidad, esclava de la sombra, de la idea, esclava de la primera nube que de pronto cubre al sol y siembra la congoja en el corazón de Petersburgo, que tanto aprecia su sol. ¿Y para qué sirve la fantasía cuando uno está triste? Acaba uno por cansarse y siente que esa inagotable fantasía se agota con el esfuerzo constante por avivarla. Porque, al fin y al cabo, va uno siendo maduro y dejando atrás sus ideales de antes; éstos se quiebran, se desmoronan, y si no hay otra’vida, la única posibilidad es hacérsela con esos pedazos. Mientras tanto, el alma pide y quiere otra cosa. En vano escarba el soñador en sus viejos sueños, como si fueran ceniza en la que busca algún rescoldo para reavivar la fantasía, para recalentar con nuevo fuego su enfriado corazón y resucitar en él una vez más lo que antes había amado tanto, lo que conmovía el alma, lo que enardecía la sangre, lo que arrancaba lágrimas de los ojos y cautivaba con espléndido hechizo. ¿Sabe usted, Nastenka, a qué punto he llegado? ¿Sabe usted que me siento obligado a celebrar el cumpleaños de mis sensaciones, el cumpleaños de lo que antes me fue tan querido, de lo que en realidad no ha existido nunca? Porque ese cumpleaños es el de cada uno de esos sueños inanes e incorpóreos, y esos sueños inanes no existen y no hay por qué sobrevivirlos. También los sueños se sobreviven. ¿Sabe usted que ahora me complazco en recordar y visitar en fechas determinadas los lugares donde a mi modo he sido feliz? ¿Que me gusta elaborar el presente según la pauta del pasado irreversible? ¿Que a menudo corro sin motivo como una sombra, triste, afligido, por las calles y callejas de Petersburgo? ¡Y qué recuerdos! Recuerdo por ejemplo, que hace un año justo, justamente a esta hora, pasé por esta acera tan solo y tan triste como lo estoy en este instante. Y recuerdo que también entonces mis sueños eran deprimentes. Sin embargo aunque el pasado no fue mejor, piensa uno que quizá no fuera tan agobiante, que vivía uno más tranquilo que no tenía este fúnebre pensamiento que ahora me sobrecoge, que no sentía este desagradable y sombrío cosquilleo de la conciencia que ahora no me deja en paz a sol ni a sombra. Y uno se pregunta: ¿dónde, pues están tus sueños? Sacude la cabeza y dice: ¡qué de prisa pasa el tiempo! Vuelve a preguntarse: ¿qué has hecho con tus años?, ¿dónde has sepultado los mejores días de tu vida?, ¿has vivido o no? ¡Mira, se dice uno mira cómo todo se congela en el mundo! Pasarán más años y tras ellos llegará la lúgubre soledad, llegará báculo en mano la trémula vejez, y en pos de ella la tristeza y la angustia. Tu mundo fantástico perderá su colorido, se marchitarán y morirán tus sueños y caeran como las hojas secas de los árboles. ¡Ay, Nastenka será triste quedarse solo, enteramente solo, sin tener siquiera nada que lamentar, nada, absolutamente nada! Porque todo eso que se ha perdido, todo eso no ha sido nada, un cero redondo y huero, no ha sido más que un sueño.

Basta, no me haga llorar más dijo Nastenka secándose una lágrima que resbalaba por su mejilla-. Todo eso se ha acabado. En adelante estaremos juntos y no nos separaremos nunca pase lo que pase. Escuche Yo soy una muchacha sencilla y sé poco, aunque mi abuela me puso maestro. Pero de veras que le comprendo a usted, porque todo lo que acaba de contarme me ha pasado a mí también desde que mi abuela me prendió con un alfiler a su vestido. Yo, por supuesto, no podría contarlo tan bien como usted porque no tengo estudios añadió con timidez, manifestando todavía admiración por mi discurso patético y mi estilo grandilocuente , pero me alegro de que usted se haya retratado por completo. Ahora le conozco, le conozco a fondo, lo sé todo. ¿Y sabe usted? Yo, por mi parte, quiero contarle mi propia historia, toda ella, sin callar nada, y después me dará usted un consejo. Usted es un hombre muy listo. ¿Promete darme ese consejo?

Nastenka respondí , aunque antes nunca he sido consejero, y mucho menos consejero inteligente, lo que usted me propone me parece muy sensato. Cada uno de nosotros dará al otro buenos consejos. Ahora, dígame, Nastenka bonita, ¿qué clase de consejo necesita? Dígamelo sin rodeos. En este instante estoy tan alegre, tan feliz, me siento tan atrevido, tan listo, que tendré la respuesta pronta.

No, no me interrumpió riendo . No me hace falta sólo un consejo inteligente, sino un consejo cordial, fraterno, como si me quisiera usted de toda su vida.

¡Conforme, Nastenka, conforme! exclamé excitado . Aunque la quisiera desde hace veinte años, no la querría tanto como en este momento.

Deme su mano dijo Nastenka.

Aquí está contesté alargándosela.

Pues comencemos la historia.

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