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INTRODUCCIÓN

Se reúnen en este volumen el Heroico , el Gimnástico y Las descripciones de cuadros de Filóstrato. Seguramente es el mismo Filóstrato cuyas dos obras más conocidas, la Vida de Apolonio de Tiana y las Vidas de los sofistas , han aparecido ya en esta colección 1 . En todo caso, obras atribuibles a un Filóstrato de los tres de este nombre —padre e hijo y un nieto del segundo, probablemente— que debieron de vivir entre la segunda mitad del siglo I y la primera del III 2 . Salvo que podamos atribuir al más joven las Descripciones de cuadros en cuyo proemio se nos menciona la obra homónima de un abuelo del autor, —y que también se incluyen en el presente volumen—, en lo demás andamos a ciegas y no sabemos distinguir con claridad —ni con aproximación razonable— cuáles de estas obras son de uno o de otro Filóstrato. El más famoso y que tiene más posibilidades de ser el autor del conjunto es, con todo, el Filóstrato de que disertó A. Bernabé en su introducción (págs. 12 y sigs.) a la Vida de Apolonio: un personaje a caballo entre los siglos II y IIIhtml, de intereses intelectuales variados, polígrafo sin aires de relamido, escritor fluido y ameno, no demasiado exigente con su público, probablemente un hombre de éxito en la sofisticada pero desconcertada sociedad literaria de su tiempo.

En estas condiciones —tanto por lo poco que de él puede decirse cuanto porque ello ha sido ya dicho en volúmenes de esta colección— no sobre su autor sino sobre las obras aquí presentadas en traducción de Francesca Mestre versará la siguiente introducción. Unas obras, digámoslo para empezar, que, aunque sean menos célebres que la Vida de Apolonio y las Vidas de los sofistas , son de gran interés tanto por los temas que tratan como por las afinidades entre el estilo y el oficio de su autor y las maneras de escribir de más de un moderno no lejano o hasta de algún contemporáneo.

Ahora y entonces; aquí y allá

Pongamos lo que pasa en la novela: que sucede en el pasado glorioso de la pólis , en tiempos periclitados —como es el caso en la de Caritón—, o bien que crea un tiempo que, aunque puede rozar en encuentros concretos con el tiempo real, discurre en un espacio abstracto y se caracteriza por el ritmo extraño de lo que en él tiene lugar o sucede; un tiempo, en fin, que crea un «mundo abstractamente extraño» 3 . Un tiempo que es entonces y allí; en la medida, al menos, en que en modo alguno es éste de ahora que transcurre aquí mismo. Un tiempo no como el nuestro, en el espacio que crea lo no cotidiano, la aventura.

La puerta que da acceso a este lugar fuera del mundo, abstractamente extraño, la abre el azar, la fortuna (týchē) . Así, en el Euboico de Dión de Prusa quien nos ofrece en el espejo del discurso lo que él mismo dice haber visto en Eubea —la felicidad natural, en una suerte de ámbito no contaminado original 4 — nos introduce en el tema con el relato de lo que ha sucedido por caso (etýnchanon) . Sólo lo casual extraordinario —una pequeña barca de pescadores, la tempestad, el naufragio— abre la puerta de este lugar que, si bien tiene nombre de lugar real —en Eubea—, es descrito, en el huerto de un cazador, como el espacio en que éste realiza el ideal, inasequible en el mundo real, de la «buena pobreza»: un ideal que no está sólo allí, sino también en el Dafnis y Cloe 5 . O bien un navegante fenicio, un mercader, llega, esperando un buen augurio para hacerse a la mar, a un viñedo en el Quersoneso de Tracia. Y se da el caso que encuentra allí a un viñador que, como el cazador del Euboico , no se sirve del dinero. Milagrosamente, pues cuenta con la ayuda de un héroe, Protesilao, que es según Pausanias (I 34, 2) uno de «aquellos hombres de otro tiempo que tienen entre los griegos honores de dioses y a quienes se han dedicado ciudades»: la de Eleunte, en el caso de Protesilao. No la ciudad, empero, sino el viñedo donde se alza el túmulo ha escogido Filóstrato como lugar donde tiene lugar el diálogo entre el navegante fenicio y el viñador, el tema de su Heroico . Un lugar donde no entra la moneda 6 gracias a que el pobre viñador que lo cuida cuenta con la amistad de un héroe, un hombre de antaño que recibe entre los griegos honores propios de un dios. Un lugar imposible, en suma, desde la perspectiva que ofrecen el aquí y el ahora, el tiempo concreto en el espacio de siempre. Como los dioses, los héroes reciben honores pero no se manifiestan, no están entre los hombres, en el mundo real, ni se hacen amigos de ellos. Pero el espacio del Heroico es una excepción: por ese lugar ameno, donde no falta la debida alusión a árboles y fuentes, donde cantan los pájaros al caer de la tarde, transita, amigo del viñador, un héroe de otro tiempo. Por el héroe y por su trato con un hombre, este lugar queda fuera del tiempo: es una especie de milagrosa irrupción en el mundo real de aquel espacio idílico en que Hesíodo dice que Zeus confinó a algunos de los héroes, las islas de los felices. Pero a medida humana: un lugar hecho de mesura, de autosuficiencia —de la que es muestra otro héroe que merece en la obra elogio: Palamedes—, de una pequeña felicidad ajena a los negocios de fuera, al barullo y a las complicaciones del mundo exterior. Entonces y allí, fuera del tiempo y del espacio.

La ciudad y los héroes

La cultura era urbana, en la época del Imperio 7 . Desde la lejana y central Roma divinizada, por todas partes del Imperio las grandes ciudades eran centros de poder y riqueza. Allí van los rétores famosos y los que buscan la fama; allí los sofistas hacen su fortuna. Uno de esos rétores, un cierto Menandro, quizá de Laodicea, del que poco más sabemos, nos ha legado una suerte de manual de instrucciones para componer un elogio imperial; al llegar a lo que se deberá tratar en los epílogos de tales elogios (377, 10 y sigs.) alecciona así a quien está interesado en saber de qué se debe hablar: «en ellos hablarás de la prosperidad y felicidad de las ciudades, de que están los mercados llenos de cuanto se vende y las ciudades llenas de fiestas y congresos». Lo que no es ciudad se reduce a «tierra» que «se cultiva en paz», y «mar», que es aducida en cuanto se navega por ella sin peligro. El centro de la ciudad, ágora o foro, que articulara antaño la discusión, el debate cívico, jurídico y político, interesa aquí, en ese modelo de elogio al emperador, sólo como mercado. En la ciudad de antaño tanto las fiestas como los congresos de que habla Menandro eran celebraciones religiosas, asambleas que se tenían en honor de un dios —lo que no excluye su carácter festivo, desde luego—. En las ciudades contemporáneas ambas palabras designan la feria, la afluencia de gentes, el espectáculo y la diversión 8 . Son ciudades sin política, que han perdido las raíces religiosas, su tradición: «¿por quién deben las ciudades elevar sus plegarias a dios, si no es siempre por el emperador?» pregunta Menandro. La ciudad, pieza de la organización imperial, todo lo contiene y abarca: fuera de ella hay caminos que llevan a otras ciudades, por tierra y por mar, y el campo fértil.

Ciertos indicios se advierten, en cambio, de vuelta a la tradición. Frente a los caminos de toda Grecia, las leyendas locales resurgen con fuerza —ya desde la primera época helenística, cuando empezó a imponerse el modelo de la macropolis que todo lo contiene, centro y fin de la civilización 9 —. Y los héroes, que siempre han estado en su culto vinculados en especial a un lugar, donde su tumba, se benefician de esta vuelta a lo local. Son los escritores de época helenística y romana quienes nos dan más noticias sobre los héroes, porque entre ellos, de Estrabón a Pausanias, y sin olvidar a Plutarco, es general el gusto por la aportación y exactitud del dato local, y no pocos poetas helenísticos les habían precedido en ello 10 .

No diré que en el Heroico haya una alternativa consciente a la fórmula «la ciudad ruega a los dioses que ayuden al emperador». Pero sí conviene recordar que la ideología heroica había inspirado tanto el descubrimiento de la ciudad en la Grecia arcaica como el modelo de ciudad que se impuso en el siglo v, la Atenas clásica. En torno al culto a los héroes, en efecto, los griegos habían atribuido una identidad cultural, por medio sobre todo de la épica homérica y de los certámenes atléticos —el de Olimpia en primer plano 11 —; y los héroes vueltos a la vida, en el marco de la alteridad y la transformación que caracteriza el culto a Dioniso, habían entronizado la reflexión de la ciudad sobre sí misma que es central en la tragedia ática 12 . Entonces, el recurso a los héroes como garantía de humana felicidad en el Heroico es verosímil que haya de tener, ni que sea en el fondo, alguna dimensión ideológica. Los héroes de siempre, los de cada lugar y los de toda Grecia, ofrecen modelos de laboriosidad y de paz, de cumplimiento del deber y de empeño; canalizan las ganas de una tranquilidad al margen del trajín ciudadano, y hasta ellos mismos advierten, con sus historias, que más vale la preocupación moral, la recta conducta, que el éxito. Por eso Protesilao es, por boca del viñador su amigo, tan quisquilloso con Homero.

La poesía homérica consagraba unos modelos heroicos; unos y no otros, en función de las necesidades ideológicas de las ciudades arcaicas. No uniformemente, pues se echa de ver la diferencia que va —incluso sin salir de la Iliada — de Aquiles a Ulises, de Héctor a Paris, de Sarpedón a Néstor. En todo caso, fijaba en su momento unos modelos en un sistema ideológico no uniformizado. En este sistema el norte del héroe era siempre el honor, la timḗ , que los demás le debían y que su sentido del honor, su vergüenza (aidós) , le impelía a considerar justa compensación de su aretḗ , de su valor, de sus virtudes básicamente guerreras. Y en Filóstrato, en cambio, Protesilao reivindica para los héroes un valor modélico de índole ética. Por eso recrimina a Homero que escogiese como modelo de habilidad e inteligencia a Ulises. No él sino Palamedes, que no es astuto sino prudente, y que no quiere ganar a toda costa sino ayudar a los otros, debe ser el modelo que los hombres se propongan en su camino hacia la felicidad.

La sofística está, según Filóstrato, en la órbita de Palamedes, y no en la de Ulises 13 . Éste, que es «diestro en el hablar y muy astuto», llama a Palamedes sofista, como si fuera un insulto. Pero, de hecho, lo que el relato de Protesilao certifica es su piedad para con los dioses —percibe el aviso de Apolo, responde a él correctamente—, «su bravura y prudencia» —que complementan el valor de Aquiles— y su sabiduría, —en la que aventaja al propio Quirón—. Manifiesta «una fina inteligencia y una gran concentración» —como la que hace falta para jugar al chaquete, por él inventado—, y, cumplidor de su deber mientras Ulises cuenta a Agamenón «unas mentiras creíbles para un oyente confiado», Palamedes, modelo sin mácula de fuerza física y sabiduría no reñidas, acaba siendo víctima de una trampa: pensada por Ulises y a propósito de la cual Filóstrato habla de urdimbre, argucia y artimaña. Como la de Protesilao, la vida de Palamedes está presidida por lo contrario del engaño que representa Ulises, a saber, por «la verdad», como explica el viñador, que Protesilao «suele llamar maestra de la virtud».

Alguna relación podría postularse entre el discurso del sofista Filóstrato y la filantropía de Palamedes. Las palabras del viñador, en efecto, producen, recreando el mosaico de los diversos héroes, una especie de efecto de transformación, o de conversión, en el fenicio que es su interlocutor. Está claro que el fenicio es fenicio, y no de cualquier otro sitio, porque era proverbial en la Antigüedad la fama de comerciantes y mercaderes de los de este pueblo 14 . El viñador, que representa como quedó dicho el reverso, con su lugar ameno que es trasunto humano de una isla de heroica bienaventuranza, mete al fenicio en ese otro mundo, al que él ha llegado con un propósito piadoso pero puntual y utilitario, y lo atrapa de tal modo en la belleza y honestidad de lo que cuenta, y por cómo lo cuenta, que el mercader por antonomasia, codicioso y siempre dado a sus negocios, a mitad del relato del viñador no quiere ya saber nada de su nave y al final desea lo contrario de lo que vino a buscar —mala mar en vez de bonanza— porque lo que más ansía es continuar aprendiendo sobre los héroes, convencido por las palabras del amigo de los héroes, del amigo de Protesilao.

Puede que sea lícito ver en tal convencimiento una especie de conversión al culto heroico 15 y en las palabras del viñador, catequéticas, sin duda es dado ver el discurso mismo del sofista, pues son uno y lo mismo. De modo que el arte del sofista, al servicio de la convicción, llegaría aquí a la conversión, a la certeza de que los héroes, modelo ético, tienen la llave, si no de una ideología civil, política, sí al menos de una conversión, individuo por individuo, lector por lector —pues cada lector es un posible fenicio—, hacia la felicidad.

No estoy muy seguro de si detrás de esta individualizada ideología heroica convendrá distinguir una filosofía determinada, ni, sobre todo, de en qué sentido habrá de hacerse. Entiendo referirme al neopitagorismo. Una lectura en clave pitagórica del Heroico ha sido propuesta, y en la mejor monografía de que disponemos sobre esta obra 16 . Además, ello casaría con la sólita adscripción de lo poco que queda de la obra de Apolonio de Tiana (unas citas y referencias en Eusebio de Cesarea) al neopitagorismo, y con la presentación por Filóstrato, en la Vida de Apolonio de Tiana , de su protagonista como una suerte de doble o paralelo de Pitágoras mismo 17 . Entonces, ¿a qué viene dudarlo?

La duda es más bien metodológica. En la literatura de esta época todos los materiales son de recibo si se encuentra modo de usarlos; tanto los literarios como los filosóficos. En la novela, por ejemplo, todo aparece mezclado, estoicismo y neopitagorismo, Eurípides y Homero. Y no menos en Plutarco, por poner un ejemplo de otra cuerda. En algunos casos, ha parecido que un talante filosófico determinaba en especial la obra de un autor: así el cinismo la de Luciano. Pero estos casos son los menos, y lo que domina es la mezcla, la fusión de elementos de diversa procedencia en el discurso literario, por un lado, o bien la alternancia de orientación de unas obras a otras —lo que podría señalarse hasta en Luciano mismo y caracteriza, por ejemplo, a Dión de Prusa—, por otro lado.

En esta situación, sin negar los puntos de contacto con el neopitagorismo que se han señalado, a veces trabajosamente, yo más bien tendería a destacar, en el Heroico , lo otro, la mezcla o alternancia. Así, algunos de los rasgos aducidos para probar su neopitagorismo, como la autosuficiencia de Palamedes, pongo por caso, pudieran igualmente considerarse cínicos —y pudiera incluso aducirse como prueba de ello el perro del viñador, que él mismo considera ejemplo de su propia manera de ser— o hasta estoicos. Y, más allá de detalles concretos, lo que me importa señalar es que se da en la época una preocupación ética, no realmente dominante, pero que es dado percibir en escritos de toda índole, además de en los considerados filosóficos, cuya característica principal, me parece, es su carácter difuso, el ser suma de ideas, preceptos, normas y consideraciones que informan las más diversas filosofías del momento.

La idea principal del Heroico entiendo que no deriva de ninguna corriente filosófica desechadas las demás. Creo que hay que individuarla en la proclamación, de entrada, de que, después de los gigantes, hubo realmente héroes. Y luego en la presentación de éstos como hombres divinos forjados en el esfuerzo, que ofrecen, con el ejemplo de sus acciones que son hoy relatos, con su fidelidad a la verdad —como Áyax cuando se resiste a ser cómplice del engaño acatando sus consecuencias y entierra a Palamedes—, un modelo moral que puede llevar a los hombres de entonces, debía de pensar Filóstrato, a la felicidad: a una dicha tranquila, en paz con ellos mismos, si se abren, entonces, al conocimiento de los héroes.

Troya, crisol de héroes

El singular resurgimiento de los viejos héroes a que nos hace asistir el Heroico tiene lugar no en tierra griega, propiamente. Es verdad que el Quersoneso es tierra familiar a los griegos y donde desde siglos era hablado el griego, pero no es menos verdad que es tierra tracia. Parece que en las tierras otrora bárbaras florece intensamente el helenismo; ya desde que el esplendor de Alejandría diera en Egipto los frutos de poesía y erudición que son sabidos. Y ahora, pues, en Tracia renacen los héroes.

Pero no en cualquier lugar de Tracia, sino casi a la vista de Troya. El Peloponeso tracio es como una lengua de tierra que lame la costa de la Tróade, y Eleunte, la ciudad protegida por Protesilao, está frente a la vieja Troya. No lejos de la ciudad debe de estar el viñedo del diálogo-relato de Filóstrato, donde se halla la tumba del héroe. Alrededor de cuyo túmulo, señala el viñador al fenicio, «las ninfas plantaron aquellos olmos que ves». No es extraño encontrar bosques o árboles dedicados a un héroe —olivos en el túmulo de Hirneto de que habla Pausanias (II 28, 7); cipreses en el de Alcmeón (id.,VIII 24, 7)—, y grandes desgracias pueden derivarse del mal que pudieran sufrir: como si los árboles de algún modo significaran el cuerpo del héroe 18 . Así es en Filóstrato, donde las ninfas establecieron, para los olmos que habían plantado, una curiosa «norma»: que «las ramas que miran hacia Troya florecen tempranamente, pero pierden inmediatamente sus hojas y mueren antes de tiempo —ésta fue, de hecho, la suerte de Protesilao—, mientras que, por el otro lado, están vivas y vigorosas». De modo que los árboles, aquí olmos, significan la suerte del héroe. Como sin duda simbolizan su arrojo y valor. No muy lejos de allí, en Tebas de Misia, estaba enterrado el héroe Eetión, el padre de Andrómaca, la mujer de Héctor. Había muerto a manos de Aquiles, cuando los griegos tomaron la ciudad en que aquél reinaba, pero Aquiles respetaba tanto su valor que le dio sepultura con sus armas puestas. Pues bien, también en su caso las ninfas plantaron sobre su túmulo un olmo, a decir de Estrabón (XIII 585 y sigs.).

Ahora bien, los olmos tienen, en el caso de Protesilao, importancia en tanto destacan su muerte prematura y la oponen, como otra cara de la misma moneda, a la vida y al vigor que el héroe irradia sobre el viñedo y sobre el viñador. El valor de esta muerte prematura, empero, está en función del valor de Protesilao, de su fuerza y arrojo. El viñador sabe, y lo cuenta al fenicio, que en Áulide, cuando los griegos se hallaban allí reunidos, Protesilao venció en una carrera y en el salto de altura nada menos que a Aquiles. Incluso en alguna ocasión bélica Protesilao habría sido, siempre según el viñador, superior a Aquiles. En todo caso, no inferior a él, porque fue Protesilao quien arrebató el escudo a Télefo y sólo entonces pudo Aquiles herir a este caudillo misio. Que la comparación con Aquiles sea posible significa el valor de Protesilao y destaca la pérdida que representó su muerte. Pero, en contrapartida, su valor es lo que permite la vida y el vigor que el héroe es capaz de infundir, desde su tumba, siempre. Los olmos, que no pueden tocarse, son símbolo de ello.

Y estos olmos miran hacia Troya: donde forjaron su gloria los grandes héroes de la Ilíada homérica. Protesilao murió justo al comienzo de la larga campaña. Por eso Protesilao habla de los otros imparcialmente, oponiéndose al relato homérico en aquellos puntos en que no se ajusta a la verdad. Se suma así a una corriente muy de su época que discute, ora en pro y ora en contra, sobre la autoridad de Homero en los temas que trata 19 . Ahora se trata, en cualquier caso, de su tema central, el heroico, y el viñador nos reporta que Protesilao afirma que Helena nunca estuvo en Troya, que hay que suprimir el combate entre Paris y Menelao, que no tiene sentido hacer acabar el relato tras la muerte de Héctor. Esto por lo que hace a la Ilíada , que la Odisea es directamente criticada como fabulosa y sobre todo por la predilección de su poeta por su héroe Ulises, lo que no quita que mantenga una valoración positiva de su poesía, ya que «Homero, como en una armonía musical, tocó todos los acordes de la poesía y superó a todos los poetas de su tiempo, al mejor de cada especialidad».

El problema es lo que cuenta Homero, el retrato de los héroes. El problema es, como quedó dicho, de orden moral. Así, Filóstrato viene a mantener que, por no haber dicho la verdad sobre Ulises, que causó injusta y alevosamente la muerte de Palamedes, todo el relato homérico resulta viciado de raíz, pues que fue esta muerte y no el asunto de Criseida lo que indignó a Aquiles y motivó su cólera, el tema anunciado de la Ilíada . Sobre este principio, pasa revista a los grandes héroes, en general para coincidir con el relato homérico —salvo en el caso de Ulises— pero añadiendo desarrollos que no están en los poemas homéricos y discutiendo algunos pormenores. Pero sobre todo modelando a su gusto a los viejos héroes épicos y presentándolos desde una óptica no homérica; desde la óptica de lo modélico para su época y según su intención. Haciendo de la variedad y diversidad de los héroes piezas de un mosaico completo de ejemplos morales.

Así, a «la prudencia» de Néstor, cuya «gran sabiduría y belleza» enamoraron a Heracles, sigue el elogio de la belleza de su hijo Antíloco; viene luego el retrato paralelístico de Diomedes y Esténelo, para a continuación entretenerse con Filoctetes, mucho más allá de la mención de Ilíada II 716 y sigs.; sigue otro casi paralelo entre Agamenón y Menelao, los dos hermanos, y se detiene un poco en los dos Ayaces. Para culminar de momento en su exaltación de Palamedes; la cual, con todo, acaba reclamando su contrapunto en la de Ulises; de ahí se pasa a Áyax hijo de Telamón con mayor detalle. Cuando todo parecía llevarnos ante Aquiles, he aquí que el fenicio se interesa por los héroes troyanos, y obediente el viñador le informa de cuanto ha oído decir a Protesilao sobre Héctor, a quien compara con Áyax Telamonio —construyendo así un enlace entre este primer troyano y el último de los griegos, el más cercano a Aquiles— y sobre Eneas, que si no era tan valiente no le era inferior en inteligencia; también Héctor y Eneas nos son presentados casi en díptico, como Agamenón y Menelao y como otros. Es luego el turno de Sarpedón, el licio hijo de Zeus —con breve paréntesis para Glauco y Pándaro— para dar por fin en Paris, el «pavo real» por su amor a sí mismo, y proseguir brevemente recordando a Héleno, Deífobo, Polidamante; para acabar este catálogo troyano con el elogio a Euforbo.

Todo está de nuevo listo para llegar a Aquiles. Pero todavía tendremos que demorarnos en una digresión sobre si Homero es o no autor de los poemas a él atribuidos. La aprovecha el viñador para remachar el clavo del partidismo del poeta a favor de Ulises. Y por fin llegamos a Aquiles. Todo lo demás parece ahora como retardación y preliminar y que estemos por fin ante el tema. Un tema central, la figura de Aquiles, paralela a la de Palamedes, que ha sido preparado por el parangón entre Aquiles y Protesilao. Como si Aquiles fuera lo que Protesilao hubiera sido de no ser por su muerte prematura.

De hecho, Filóstrato va dibujando al héroe hacia el que llevaba su relato de modo poco sistemático, insistiendo en su valor y desprendimiento («dejadme a mí el papel principal en la hazaña realizada, y las riquezas que las acapare quien las quiera» le hace decir el viñador) pero limando, como justificando lo que en la Ilíada hace de Aquiles el héroe que es: a saber, su exceso, su furor a ultranza significado por la lucha contra la naturaleza misma y por su ensañamiento contra el cadáver de Héctor. De lo primero da Filóstrato una pedestre explicación racionalista y a propósito de lo segundo («Aquiles lo arrastró por toda la muralla, de una forma, en cierto modo, bárbara e impropia») pide nuestra comprensión porque se trataba de vengar a Patroclo.

Se nota lo lejos que le quedaba la épica homérica. De ahí tantas reservas: que mejor hubiera sido acudir a otro héroe que no fuera Ulises; que venga remilgos y justificaciones morales de la grandeza, del heroismo de Aquiles. A la postre, una interpretación de corto alcance, moralizante y pedestre, de la poesía: hasta los caballos de Aquiles —cuya inmortalidad significa la esencial contradicción del héroe, que goza de presentes divinos, inmortales, siendo él mortal— han de ser devueltos a su condición mortal por no desacreditar la evidencia de que todos los caballos son mortales.

Claro que esta interpretación literal, a ras de tierra, la encontramos por doquier: no sólo en Filóstrato sino también en Dión de Prusa, por ejemplo. Y abarca el conjunto de los mitos troyanos, no sólo lo narrado en los poemas homéricos. Y se sostiene sobre temas, como la dura, cruel suerte de Astianacte,Políxena, Casandra, Príamo y otros (así en el citado Dión, 11, 153 y sigs.), tópicos que son tratados como casos reales, como ejemplos de brutalidad en la crónica de sucesos de ayer mismo, y no tanto como poesía. Es decir se toman de Eurípides, todos ellos, pero sin advertir la ambigüedad, la ironía, la complejidad del punto de vista, la sutil, angustiosa y lúcida amargura del trágico.

Ni comprensión de la épica, pues, ni de la tragedia. ¿Para qué, entonces, poner de nuevo en pie a los viejos héroes? Ya antes le hemos dado vueltas a esta pregunta. Insistimos ahora en que la voluntad moralizante es la que hace a estos autores cortar por el mismo rasero sin atender a razones profundas, sin plantearse el porqué de cuanto en las historias de los héroes entra en conflicto o no coincide con los modelos que quieren proponer o ajustar a sus propósitos. Procede por instantáneas el viñador de Filóstrato, pasando de esto a lo otro, de un héroe a otro y de una historia a otra dentro de cada héroe, permitiéndose digresiones que son también instantáneas; unidas todas por el cemento de la reflexión moralizante. Pero nada que ver con el modo continuo, seguido, del relato homérico; si acaso es la técnica de la épica helenística la que habría que recordar al respecto.

De todos modos, de lo que se trata es de presentar a Troya como crisol de héroes y a Aquiles como espejo de héroes. Y de promocionar el culto de Aquiles en Tesalia —en último término pero no de menor importancia—. Ahí aparece lo que es ya un tópico, la relación de Alejandro Magno con Aquiles —de hecho, que en Troya había sacrificado a Héctor y Aquiles, o en sus tumbas a Aquiles o Áyax, varios son los autores que lo confirman—; Filóstrato dice que fue en Troya donde Aquiles se alió con Alejandro contra Darío 20 . Esto en la segunda mitad del siglo IV a. C. (334). Muy a finales del siglo IV d. C., cuando Alarico tenga sitiada Atenas, Aquiles en persona vendrá a salvarla, según Zósimo. El Heroico puede considerarse obra sintomática de cómo el culto a los héroes, que ya tomó fuerza en época helenística, revivió intensamente en época romana hasta el punto de poder presentarse después como una esperanza de la religión griega frente a la cristiana —así, desde luego, en Juliano 21 —.

La paz, el cuerpo y la gimnástica

Para los romanos conquistadores de tan vasto imperio se trató, a partir de un cierto momento —desde luego a partir de Trajano, pero ya desde antes—, más de conservar que de continuar conquistando. El fortalecimiento de las fronteras, la extensión de la ciudadanía romana, un verdadero sistema militar y administrativo eficiente y poderoso, la prosperidad económica y grandes monumentos por todas partes. Reinaba por doquier la paz romana. Había conflictos, también armados, y problemas, sin duda. Pero la idea era que Roma aseguraba la paz por encima de todo y que todo estaba atado y bien atado 22 .

Naturalmente, casi todos estaban de acuerdo en que la prosperidad era asequible y la paz irrenunciable. Naturalmente, las hazañas épicas de los héroes, en las que el valor humano se forja en el esfuerzo y en la guerra, podían no sintonizar con las ideas dominantes en una época en general atraída por la religión, apasionada por la filosofía —del emperador al esclavo— y que se planteaba realmente la cultura como educación y hasta como espectáculo.

A ello responde la «moralización» de los héroes que se echa de ver en el Heroico . Conviene que, sin renunciar al esfuerzo, los héroes —como las hojas de los olmos que dan la espalda a Troya— aseguren la vida y el vigor, una vida segura, en paz. No la paz de todos, desde luego, pero sí la paz interior del contento con poco, de la calma de la reflexión y del goce del relato. Por aquí guía ahora aquel aguerrido héroe que, el primero de los griegos, puso pie en el Asia que nunca había sido tan próspera y bella, decía Elio Arístides (a Roma , 9 y sigs.), como bajo el poder de Roma. En plena paz romana.

Ya en el Heroico no sólo se insiste en la belleza de ciertos héroes sino en las relaciones entre heroicidad y juegos atléticos. Ponerse a prueba en el ejercicio físico es condición necesaria del héroe, y el mismo Protesilao mantiene su forma en el viñedo de su amigo mortal. Sobre los juegos en sí, tanto algunos antiguos como otros modernos ven su inicio en los certámenes celebrados con ocasión de las exequias de un héroe 23 .

El discurso de Filóstrato Sobre la gimnástica destaca en varios lugares este ascendente heroico del ejercicio físico, de la competición, de las ganas de vencer 24 . Y también aquí se nos sitúa entre el entonces y el ahora. Con las causas de los diversos juegos, anécdotas sobre viejos atletas y la referencia a los héroes, construye Filóstrato el pasado, cuando ejercicio físico y preparación bélica eran lo mismo, cuando las prácticas gimnásticas formaban parte del orden natural de las cosas y los atletas eran sobrios, sufridos y tenían el cultivo de la virtud y el sentimiento del honor como norte. Ni que decir tiene que nada de ello es así ahora: ahora los atletas son profesionales las más de las veces indolentes y glotones y las victorias se compran y se venden. Las prácticas gimnásticas y el atletismo han quedado reducidos a una técnica 25 , a un oficio, y han perdido así los valores que naturalmente representaban. Los valores del pasado «natural», ahora ocultos por el presente «técnico». Pues bien, los héroes son el prototipo de los atletas de otro tiempo, cuando la gimnasia era natural.

También parece proceder por instantáneas el Filóstrato de este ensayo 26 . En el sentido al menos, de que, en el marco de la contraposición entre pasado y presente, una serie de temas diferentes entre sí parecen motivar la escritura de Filóstrato: el origen de los juegos 27 , cómo han de ser los atletas que se dediquen a cada juego, la crítica de ciertas prácticas de entrenamiento que se usaban entonces... Y cada uno de estos temas tiene un tratamiento más bien breve, pero bien focalizado. No propiamente instantáneas, pues, como decíamos en lo tocante al Heroico , pero sí como unas monografías breves o artículos que se integran, con otros ingredientes y siguiendo una idea motriz que hemos visto, en el total del Sobre la gimnástica . Pero que podrían hasta constituir como cuadros independientes, digamos. Así es particularmente el caso del manual del gimnasta (25-42) que constituye la parte central del ensayo y que, en cierto modo, es la más interesante, al menos en la medida en que parece tener una mayor justificación en el presente —independientemente de la tesis general, o queriendo probar que una práctica adecuada por parte del gimnasta 28 lo único que podría salvar, desde una perspectiva técnica, los ejercicios gimnásticos de la degradación moral a que están abocados—. Porque se trata de saber qué tipo de atletas servirían para cada juego —las distintas carreras, las diferentes luchas—. De dibujar con un cierto detalle las características corporales de los atletas.

Hay en todo ello un interés por el cuerpo humano. Por considerar en qué características corporales se basa la rapidez, o la agilidad o la fuerza. Postula una atención al cuerpo que no coincide del todo con la que el médico le dispensa: «la naturaleza del atleta», que el gimnasta ha de conocer según Filóstrato, tiene una dimensión interior, moral, que no ha de tener la naturaleza que es objeto de los cuidados del médico. Porque el gimnasta habrá de conocer «a simple vista los distintos rasgos que indican si un hombre es calmado o impetuoso, astuto, poco tenaz o débil», además, claro está, de «si tiene o no tiene fuerza física, si es abstemio o le gusta el vino, si es valeroso o cobarde». Es ésta una casi fisiognómica, en el sentido de que por el aspecto debe el gimnasta empezar a conducir rectamente al atleta, y es claro que, siendo así que esta recta conducción pasa por conocer su carácter, modo de ser y de reaccionar, por el aspecto habrá de llegar el gimnasta adentro del candidato a atleta. Las características de cada cuerpo no sólo han de avenirse con la actividad que se pretende sino que constituyen una ventana por la que «la naturaleza» de cada uno se manifiesta —sobre todo las faciales, y en especial los ojos 29 —.

El mosaico sobre los diversos aspectos del ejercicio físico y sus formas e historia que constituye el Sobre la gimnástica filostrateo presenta, desde el punto de vista literario, la adicional característica de parecer espontáneo, de progresar no muy sometido a un orden y de ofrecer información desigual que, tanto desde el punto de vista del anticuario historiador o filólogo como desde el del simple curioso, puede resultar interesante por muy diversos motivos.

Lo que viene a ser, en cuanto a su forma, una manera de decir lo que señalaba Reardon al ejemplificar con el Gimnástico «una dirección que toma la literatura de esta época, la dirección de las informaciones diversas» 30 . Sin embargo, conviene no caer en el error de pedir a las obras lo que nunca se propusieron dar. La unidad no es un mérito literario, en la época, sino más bien la diversidad. Y hasta la fragmentariedad. No hay más unidad que la del yo que dirige nuestro paseo por los diversos temas, desde un cierto punto de vista.

Ahora bien, por lo que hace al asunto, convendría no olvidar que, así como el Heroico habla de héroes no por caso, tampoco el Gimnástico tiene por pura casualidad el tema que tiene. A partir del siglo II se ha podido hablar de un «renacimiento del atletismo» que resulta probado por textos de diversa índole y procedencia 31 . Que las obras de un mismo autor ilustren un resurgimiento moral del heroismo y una vuelta a los principios naturales del atletismo no puede ser, en este marco, coincidencia de poca monta. Las dos obras encajan bien en un programa de rearme moral y de prestigio de la religión y la cultura griega frente a la impregnación de costumbres extrañas, de cultos más o menos exóticos —entre los cuales pudiera estar el cristianismo, pero sin que me parezca que su importancia fuera destacable entre los demás, por el momento—. En este rearme confluyen ideas y orientaciones de las diversas corrientes filosóficas de la época, así como el uso y la crítica de toda la tradición griega, asumida como educación (paideía) . Y de él participa, desde luego, la Vida de Apolonio de Tiana .

Pues bien, en cierto sentido, por encima de las «informaciones diversas» no está sólo la digamos unidad del yo que cuenta, en el Gimnástico , sino también la unidad del propósito: de la voluntad de servir al citado rearme. Un rearme, que, aunque patrocinado por tantos emperadores y altos cargos del Imperio, se sustenta sobre la paideía griega, sobre la tradición, ya, del helenismo.

En el opúsculo de Filóstrato se habla de gimnasio, palestra y estadio. Se habla de practicar y de formarse los hombres: de querer ser cada uno el mejor en la paz, sobre el fondo de viejas historias bélicas que a veces afloran en el origen, según Filóstrato, de ciertos juegos. Cuando se habla de dinero, es para explicar lamentables corrupciones. En un mundo en el que los atletas eran profesionales y los juegos que gustaban eran los espectáculos de masas que tenían lugar en el circo y en el anfiteatro.

Se trata, una vez más, de reproponer un espacio griego —gimnasia, palestra, estadio— como alternativa a una realidad romana —circo, anfiteatro—; de proponer, a la vez, la práctica y la formación, no el espectáculo; la honestidad natural, no la corrupción del dinero; el ejemplo del pasado frente a la decadencia del presente.

Arte figurativa y palabra

Llamar a los objetos de arte preciosos por lo que representan, a ser representados dentro de un objeto artístico de otro material, la palabra, es antiguo recurso de los poetas que aparece ya en la Ilíada . Allí, privado el héroe Aquiles de sus armas, el celeste artesano Hefesto —tan hábil que fue él quien plasmara a la mujer, según un relato hesiódico (Trabajos y días 59 y sigs.)— construye para aquel héroe unas nuevas armas, espléndidas; el curso de lo narrado entonces se detiene, en un lugar célebre del canto XVIII (versos 468 y sigs.), para demorarse unos ciento treinta versos en explicar lo que el dios ha representado en el escudo de Aquiles.

No es la única escena de este tipo en la Ilíada 32 pero sí es la más importante, por su extensión y por su función en la economía poética del conjunto 33 . Y tampoco es la única en la poesía hexamétrica fuera de la Ilíada , pues es muy notable la descripción del mismo objeto en el Escudo que se nos ha transmitido como hesiódico 34 .

En la Ilíada el escudo, como un símil ampliado 35 , detiene el discurrir de los hexámetros hacia la muerte de Héctor—de otro modo pero paralelamente a como, luego, lo detiene la sobrenatural, desmesurada empresa de Aquiles de luchar contra un río—. En cuanto al escudo, contiene un mundo que, firmado a la postre por el aedo, anticipa la guerra y dice el carácter mezclado, compuesto, de la realidad, aunque sea de una realidad típica, por así decir, que se acerca a la de Trabajos y días . En el Escudo hesiódico, en cambio, todo lo demás que es narrado —Heracles y Yolao que van a Traquis, el encuentro con Cicno, la lucha con éste y su muerte, el posterior enfrentamiento con el propio Ares...— es sólo el marco de la descripción del objeto admirable (versos 139-324).

El tema de las descripciones de escudos es un elemento central en los Siete contra Tebas de Esquilo 36 , en la medida en que los allí descritos constituyen siete episemas que, como ha mostrado Vidal-Naquet 37 , pueden articularse, a partir de la «red de significados» que urden, en una lectura paralela —o en segundo grado— de la entera tragedia.

Las descripciones de escudos, con todo, si constituyen sin duda un precedente del uso de las palabras para hacer ver un objeto artístico, aparecen circunscritas a la poesía de tipo heroico, épica o trágica. Nuestro camino para llegar a los Filóstratos y a Calístrato ha partido de ellas, pues son significativas al respecto, pero es claro que toma nuevo rumbo cuando, desde la época helenística y luego ya en la romana, algunas obras, en verso y en prosa, usan la referencia o la descripción de otros objetos artísticos más comunes —pintura y escultura— como centro vertebrador del total, al estilo de lo que sucedía en el Escudo hesiódico, o bien como motivo inicial que luego es puerta abierta también al total significado con el que mantiene una relación simbólica o de alegoría.

Muy distinta a la función de los escudos, tan vertebradora, en los Siete , es la de los comentarios del coro de las atenienses en el Ión euripídeo (versos 148 y sigs.) ante el templo de Apolo en Delfos. Comentan en su canto aspectos de la decoración escultórica del templo, que, como ellas mismas subrayan (versos 196-197), coinciden con mitos que han oído relatar diversas veces. Mientras que el mimiambo IV de Herodas, que a todas luces parte del pasaje euripídeo 38 , como quiera que en él las mujeres fijan su atención en los ex-votos del templo de Asclepio, describe en cambio escenas y personajes no míticos, tan típicos que han podido ponerse en relación con el gusto por el naturalismo propio del arte helenístico —sobre todo el inmediatamente posterior a Herodas 39 —.

Muchos siglos más tarde, los primeros libros de la Antología palatina nos ofrecen la descripción de estatuas —por ejemplo, las del gimnasio de Tebas de Egipto por Cristodoro, en el libro II— o bien las inscripciones en verso que acompañaban —en realidad o no— a determinadas estatuas.

En muchos epigramas de la Palatina se establece del mismo modo una dinámica entre palabra e imagen escultórica: cuando conocemos el mito o historia que las palabras ilustran —como en las escenas de los bajorrelieves del templo de Apolónide en Cízico, en el libro III— o cuando las palabras intentan reducir a lo esencial los rasgos, físicos y de carácter, de personajes que no nos son desconocidos iconográficamente —como es el caso de tantos epigramas sobre poetas y filósofos, de diversas épocas y de diversos autores—.

Además de esta relación de epigrama y estatua, el epigrama a menudo comparte temas con el arte más humilde, más popular de la época: con los pequeños bronces, por ejemplo, o con las terracotas —como es el caso de Leónidas—.

Las estatuas jalonan el camino que lleva a Calístrato, cuyas Descripciones , de estatuas justamente, cierran este volumen. Calístrato es posterior a los dos Filóstratos, cuyas Descripciones están dedicadas a la pintura, a cuadros. También la relación entre pintura y poesía preocupó desde antiguo a los griegos y a ello volveremos. Pero es central en toda una serie de obras cruciales en la prosa de época romana.

No muy lejana en el tiempo al primer Filóstrato debe de ser la llamada Tabla de Cebes , un escrito en el que un discurso de carácter moral se fundamenta en lo representado en una tabla (pínax) . En esta obra, que la tradición pone bajo la autoridad de un Cebes que acaso sea el del Fedón platónico, pero que por razones de lengua y de contenido parece pertenecer a la primera época imperial 40 , la excusa del cuadro se va diluyendo en un paisaje ya de entrada poblado por abstracciones pero que acaba siendo únicamente verbal, un diálogo. El cuadro en sí no es más que la excusa, pues, el marco de las palabras: como en el Heroico de Filóstrato lo es el lugar ameno, el viñedo que, central al inicio, acaba de telón de fondo de la iniciación. También en el caso de la Tabla de Cebes se ha hablado de influencia del pitagorismo, y tampoco sin algún fundamento, ya que, quien ofrendara el cuadro y el santuario de Cronos en que éste se halla es descrito por el anciano que lo ilustra como «un extranjero», «un hombre sensato y hábil en sabiduría; en palabra y en obra émulo del modo de vivir de un Pitágoras o un Parménides» (2).

Lo que aquí cabe destacar de esta interesante obrita, que tanta influencia tuvo en el renacimiento, es cómo lo moralizante se construye como descripción de una representación icónica alegórica: un espacio más o menos circular, que contiene otro espacio y otros dentro, poblado de vicios y virtudes, con caminos que se bifurcan como en el ejemplo de Pródico según Jenofonte (Mem . II 1, 21 y sigs.); todo para significar la vida humana desde el punto de vista ético.

Tras la Tabla , dos novelas reclaman de inmediato atención: las de Aquiles Tacio y Longo. En la primera, al relato que Clitofonte hace de su historia de amor (I 2, 3 y sigs.) se accede a través de una antesala donde una suerte de bien construido aviso nos informa de que estamos en Sidón, de esta villa y de su puerto y de su templo dedicado a Astarté; para a continuación, en la antesala propiamente dicha, colocarnos ante un cuadro que representa el rapto de Europa y que resulta, después de su descripción, ser interpretado como una representación del triunfo universal de Eros, que es quien conduce al toro, o sea al raptor de Europa, a Zeus mismo (I 2, 1). Luego entramos en la historia de los amores de Leucipe y Clitofonte contada por éste mismo. Es decir, el cuadro, interpretado como expresión del dominio universal del amor sobre «cielo y tierra y mar», se presenta como pórtico obligado para entrar en una historia de amor —que deviene, pues, concreción, en las vicisitudes de un caso ejemplar, de ese dominio que el cuadro expresa en su universalidad—.

También Dafnis y Cloe se abre con un cuadro. Que no es aquí descrito como tal, aunque breves pinceladas nos sugieran un lugar ameno no exento de percances violentos como una incursión de piratas. Pero que, si no es descrito como tal, da en cambio lugar a todo el relato. En Aquiles Tacio el cuadro inicial era un anáthema , un ex-voto a la diosa; en Longo el relato es un anáthema que el autor dedica a la gruta de las Ninfas en que ha visto el cuadro; y así es como establece, en el proemio (2), la relación entre cuadro y relato: «habiendo ido a la búsqueda de un intérprete (exegetḗs) de la pintura, puse mis esfuerzos en estos cuatro libros, a la vez como ex-voto (anáthema) a Eros y a las Ninfas y a Pan y como gozosa posesión para todos los hombres». De modo, pues, que el cuadro, mediante un intérprete, un experto capaz de indicar los temas y personajes que en él aparecen, se convierte en el relato mismo, en lo que nosotros llamamos novela. Dentro de ella, al poco (I 1, 5), resulta descrita la gruta de las Ninfas en la que estaba el cuadro —la gruta, pues, que está en el cuadro, es descrita en el relato que describe el cuadro—. Lo que viene a ser como decir que lo contenido se halla en un continente que él mismo contiene como contenido 41 .

Los viejos mitos

Es desde luego bien cierto, que las Descripciones de ambos Filóstratos, tanto como las de Calístrato, se inscriben de algún modo en una tradición de interés por el arte figurado que puede remontarse a la Ilíada , como hemos visto. Pero no lo es menos que el arte griego, como la poesía griega, gira mayormente en torno al mito. Como no lo es menos que en la época de la segunda sofística el mito no es ya para los griegos lo que había sido. El gusto por las versiones menos conocidas o más difíciles de un mito se puede remontar por lo menos, de un modo casi sistemático, a Eurípides; y el gusto por plantear las contradicciones o la problemática subyacente a los relatos está en Gorgias tanto como en los poetas trágicos —y particularmente en el mismo Eurípides—. Los poetas helenísticos fueron dados a introducir determinadas leyendas locales, a explicar, incluso forzando los mitos, los orígenes o causas de rituales, celebraciones o usos que eran ya oscuros para sus contemporáneos. El uso deliberadamente sutil y depurado de motivos míticos convertía a los viejos relatos en poco comprensibles, y la interpretación alegórica trabajaba junto con este uso en favor de la pérdida de conciencia colectiva del mito como relato.

Aunque no sea éste el lugar para discutir o tratar de establecer cómo, es indudable que los viejos mitos tenían que ver, y mucho, con la religión de la ciudad en las épocas arcaica y clásica. Mientras que tanto el proceso de privatización e interiorización del sentimiento religioso, a partir sobre todo del siglo IV a. C. 42 , como la utilización más literaria de los mitos —es decir, en definitiva, la separación de poesía y religión, ya nítida en época helenística—, tanto lo uno como lo otro, pues, fueron apartando los mitos, así como la vieja literatura que los decía —la poesía sobre todo—, de la mayoría de los griegos. Por lo demás, la prosa, desde Hecateo y Heródoto, se había mostrado más receptiva que la poesía a los otros, es decir, al modo de vida, costumbres y relatos de los pueblos no griegos limítrofes 43 . Y, en las nuevas condiciones de la época helenística, otros muchos relatos que no eran los viejos mitos habían entrado en competición con éstos por hacerse un lugar en la atención y en la memoria de los griegos —entre ellos los de la tradición hebrea y más tarde los cristianos 44 —.

En estas condiciones —y ello empalma con lo que explicábamos de los héroes en la obra de Filóstrato—, volver a narrar los mitos debía de formar parte de una vasta empresa de rearme cultural en el seno de la tradición griega 45 . No es impensable que en la época del primer Filóstrato y ya antes los jóvenes se encontraran ante los temas todavía mayoritarios de la pintura y de la escultura, los mitos, como tantos jóvenes de hoy se encuentran ante la mayor parte de la pintura y la escultura occidental: sin conocer los relatos a que hace referencia lo representado en las obras. Lo que no debe de ser ajeno, quizás, a la excusa o motivo que halló el primer Filóstrato para su alarde de interpretación de las pinturas de que trata; para narrar los mitos a que aluden y otros en que le place demorarse: «Mientras pensaba para mis adentros que era necesario hacer el elogio de tales pinturas, el hijo de mi huésped, un muchacho ciertamente joven, de tan sólo diez años pero ya experto en escuchar y ávido de aprender, que observaba cómo yo las iba recorriendo con los ojos, me iba instando a que se las interpretara».

Nos llevaría también muy fuera del camino que seguimos la indagación de las causas de la crisis de los viejos mitos. Sin embargo, hay que señalar que tiene sus orígenes en la prosa, en la consolidación de la tecnología de la escritura en la fijación y conservación del saber, de la tradición 46 . Por eso, nada más sintomático de la crisis como la aparición de manuales de mitología, por así decir: de obras como la de Apolodoro, un desconocido autor de hacia el siglo II d. C. que quizás usó el nombre de Apolodoro por voluntad de que su manual pasara por obra de un entonces célebre Apolodoro de Atenas, un gramático de gran erudición del siglo II a. C. Es igualmente sintomático el título de Biblioteca con el que tal obra nos ha llegado: en cuanto remite a la escritura, al sitio en que se guardan libros. Pero para nuestros fines lo que más hace al caso es recordar que la Biblioteca no es el primer compendio mitológico, sino compendio seguramente más sistemático y claro de otros compendios anteriores —que no nos habrán llegado justo porque por estas razones el de Apolodoro eclipsó a los otros—.

En todo caso, no está de más que nos fijemos en que la fecha en que, por razones de lengua, se está de acuerdo en datar la Biblioteca de Apolodoro coincide, más o menos, con la de las Descripciones . Por los mitos que ilustra y comenta, pues, esta obra se inscribe en una corriente, de la que forma parte también el mismo Heroico , de promoción de los viejos mitos; una corriente, como antes decíamos, de rearme cultural en el seno de la tradición griega 47 . Conviene recordar al respecto que la novela es posible que sea el género más popular del momento 48 . Y que la novela pone en escena a héroes de singular belleza, de profundas convicciones y de carácter ejemplar —también a veces por lo acomodaticio—, pero mortales y gente tan de hoy mismo como puedan serlo los habitantes de un texto que comienza con «había una vez...», como los cuentos. Es decir, no héroes como los del Heroico . Y el tema, aunque lleno de tópicos y típico y esquemático, tampoco es mítico. Ni héroes ni mitos, pues, en la novela, en el género popular contemporáneo. Lo que equivale a decir que, cuando la épica en prosa y pequeño burguesa de la novela tiene el motor a todo gas con sus héroes degradados y sus historias de siempre con la seguridad del final feliz, los héroes de antaño, con sus mitos, y hasta los mismos dioses —no cuando significan esto o aquello, sino en cuanto hacen algo que puede contarse—, necesitan exégetas: expertos en la palabra que sepan narrar lo que cerámica, pintura y escultura han tenido y tienen todavía mayoritariamente como tema. Es decir, sofistas que exponen y divulgan viejos mitos, o directamente o a través de obras literarias —como Dión de Prusa cuando discute sobre Filoctetes—. O, como en nuestro caso, a través de pinturas o esculturas.

Ver-decir-contar-leer lo pintado-escrito

Así, tras haber destacado la importancia de que en las pinturas haya mitos, volvemos a estar en lo mismo: la relación que ahora se establece entre arte figurativa y palabra. Habiendo ilustrado con algunos ejemplos el pasado literario de las descripciones de obras de arte, estamos sin embargo en mejor disposición para acercar el objetivo a lo que nos ocupa. Lo haremos observando de entrada cómo se plantea el I 1 de las Descripciones de Filóstrato.

El sofista y su joven alumno, el hijo de su huésped, están frente al cuadro; el niño mira, quizá sin ver, y el sofista, en lugar de hablarle del cuadro, le hace memoria de un momento en el relato de los hechos en la Ilíada . En su explicación («seguramente conoces el pasaje de la Ilíada , donde Homero hace que Aquiles se levante para vengar a Patroclo, y los dioses se preparan para luchar unos contra otros. De esta riña entre dioses el cuadro ignora otros detalles, pero cuenta que Hefesto, con gran violencia, se lanzó contra el Escamandro») el sofista en funciones de pedagogo y exégeta no evoca solamente el argumento sino que usa expresiones y palabras de Ilíada XXI 335 y sigs., es decir, intenta despertar con ecos verbales precisos el recuerdo de los versos homéricos —cuya memorización, en el caso de algunos pasajes célebres por lo menos, formaba todavía parte de la educación de los griegos—. Así, ante el cuadro, Filóstrato ha hecho que el niño dejase de mirar el cuadro para recomponer en su mente una situación de la Ilíada mediante el recuerdo de unos versos que las palabras del sofista reseguían. Sólo entonces le manda de nuevo que mire: «Ahora mira otra vez el cuadro», le dice, añadiendo que «sigue a Homero en todo». Y sólo entonces se aplica a la descripción del cuadro; sólo entonces, cuando el niño ha logrado recordar el asunto homérico, se refiere a los particulares del cuadro. Deteniéndose, además, donde éstos se separan o no dependen del texto homérico («Pero esto ya no es de Homero...»).

De modo que el texto refleja un cuadro que es a su vez reflejo de un texto. De modo que un momento de un mito, que era contado en el texto homérico, a través de un cuadro —real o fingido, poco importa, pues para nosotros es sólo palabras—, se convierte en otro texto —el cual de algún modo se ofrece en vez del texto anterior al que evoca y del cuadro que en el texto actual es sólo palabras—.

El autor de la Tabla de Cebes desvela, mientras las describe, el sentido oculto de unas figuras y de un espacio, construyendo con lo comprendido por los ojos un conjunto captable por la razón. El Filóstrato de las Descripciones y sus continuadores, en cambio, desvelan el sentido de lo pintado mostrándolo como ya conocido. Su destinatario, su público puede leer las pinturas porque ya conoce, de haberlas oído contar o leído, las historias que representan 49 .

Pasemos ahora a I 23, emblemático porque, dado que en él está Narciso, de él ha partido Hadot para solicitar nuestra atención sobre «el juego de espejos que Filóstrato se complace en instaurar entre su discurso y los cuadros». A propósito del inicio de la descripción («La fuente dibuja la imagen de Narciso y el cuadro la fuente y todo lo referente a Narciso») Hadot señala que «el cuadro sonoro del discurso de Filóstrato refleja el cuadro de colores del pintor, que refleja, a la vez, a Narciso y el cuadro de Narciso mismo que se presenta a sus propios ojos sobre la superficie del agua» 50 . O sea, un cuadro de palabras que contiene un cuadro pictórico que, por medio de su personaje que se mira en el agua, se contiene a sí mismo dentro de sí.

Ésta es, a mi juicio la otra posibilidad que Narciso ilustra. Paralela a la que ofrecía del Escamandro, donde, en efecto, un cuadro de palabras contenía un cuadro pictórico que contenía dentro de sí otro cuadro de palabras —el relato homérico— en el que se reflejaba. Lo que, dicho de otro modo, viene a significar que dentro de cada cuadro hay una explicación, verbal o visual, que es la que construye el cuadro sonoro del discurso del sofista: un espejo frente al cuadro —que es a su vez espejo: de un texto o de lo representado en él mismo—.

No es, pues, empresa de poco ni de escasa actualidad ésta de Filóstrato. Y razones hay para su importancia, pues que culmina una larga reflexión, en las letras griegas, sobre las relaciones entre pintura y poesía. «La pintura», había reflexionado Simónides, «es una poesía silenciosa y la poesía un pintura que habla». Y al mismo Simónides atribuía el bizantino Pselo la opinión según la cual «la palabra es la imagen de la realidad», donde imagen es eikṓn , es decir representación plástica, pintura 51 —así en el título mismo de las obras de ambos Filóstratos y de Calístrato: eikónes —. Por lo demás, el verbo para escribir, en griego, es el mismo que para pintar, gráphein , y graphḗ , el sustantivo correspondiente, tanto puede usarse para significar escrito como pintura.

Veamos al respecto cómo comienza I 24, el siguiente al de Narciso. Se habla en él de Hiacinto, amado de Apolo y por el dios muerto a causa de un accidente: de gotas de su sangre habría brotado la flor llamada jacinto. Pues bien, así empieza Filóstrato: «Lee el jacinto pues tiene una inscripción que dice que crece de la tierra en homenaje a un bello muchacho». Quiere decir que el muchacho al que aconseja —el hijo del huésped— se fije en que en los pétalos del jacinto están como grabadas las letras AI AI 52 . Pero lo que ha dicho es «lee» y el objeto de este verbo es algo que está dentro del cuadro; que tiene, cierto, letras pero que es una flor y pintada. El asunto había dado tema a algunos poetas, entre ellos a Euforión (fr. 67 De Cuenca) 53 , pero no parece que Filóstrato con el uso del verbo «leer» entienda remitir a la lectura, en el sentido propio, de otro texto; en todo caso, remite a la lectura de su texto, que contiene la pintura —escritura— en la que está escrito —pintado— lo que hay que leer. Varias veces en la obra, pero por no salir de I 24 un poco más adelante en el texto, leemos «el cuadro nos cuenta...». El verbo es légein : decir, hablar, contar, algo que no hacen, propiamente, los cuadros: si no es una persona es un escrito, el que dice. Y, de hecho, esto es lo que que pasa, en el fondo, pues graphḗ ya quedó dicho que significa tanto escrito como cuadro.

Esto es lo primordial, en el juego de espejos establecidos —dentro de una tradición, pero de modo central en su obra— por Filóstrato. Sin los mitos no habría juego; los mitos, sin embargo, son palabras y escritura —algo que sabemos, oímos y leímos— que aquí vuelven a hacerse texto —lo que ahora leemos— pero por medio de imágenes. ¿Qué imágenes? ¿Los cuadros que no vemos o los paisajes, los personajes que la evocación de los viejos mitos nos hace imaginar, guiados por el texto? La pintura, en efecto, es aquí texto —la graphḗ se realiza en su doble sentido—. No importa, pues, la crítica del mito sino el texto que dice a través de un material sonoro que aspira a ser silencioso como el cuadro del que dice hablar. Por esto Filóstrato declara, todavía sin movernos de I 24, que «no hemos venido aquí como expertos en mitos o para ponerlos en duda, sino sólo como espectadores de los cuadros». Expertos en mitos es sophistaì t n mŷthōn; o sea que Filóstrato manifiesta no actuar aquí como un escritor de mitos, como podría hacerlo un sofista de su época —como él mismo en el Heroico , como Dión de Prusa cuando busca a Filoctetes confrontando las obras sobre éste de los trágicos—, sino como uno que mira un cuadro; y, para decir esto último se sirve de un sintagma que tanto puede referirse al contemplador —o al espectador— como al lector, pues igualmente miran, tanto el uno como el otro, lo escrito-pintado. Las figuras de quien ve el cuadro y de quien lee lo escrito se hacen, así, una sola figura. Por medio de quien lo interpreta y cuenta, del sofista que renuncia a la crítica del mito —la que podemos remontar a Gorgias— por convertirse en contemplador-enunciador de lo pintado que escribe —es decir, por convertirse en escritor—.

En la segunda sofística, de hecho, pudiera pensarse que el viejo parangón de Simónides entre pintura y poesía se ha transformado en una apropiación por la escritura de los poderes o virtudes de la pintura. Debe de ser significativo al respecto el modo como Luciano, en un diálogo también titulado Imágenes (eikónes) , retoma, conscientemente o no, la reflexión de Simónides. Uno de los personajes del diálogo, Licino, dice allí (43 McLeod, 8) 54 que, «aunque sea en presencia de Eufranor y Apeles», que son dos célebres pintores —pintores de verdad—, «juzgamos que, más que ellos, Homero es el mejor de los pintores» —siendo así que no escapa a nadie, ni entonces ni ahora, que Homero no es un pintor sino un poeta—. Claro que po-dríamos volver a suscitar, como antes a propósito de gráphein y de graphḗ , que grapheús además de pintor significaba escriba y escritor —y que Homero, la poesía homérica, era a la sazón un texto, el resultado de la escritura—.

Por lo demás, la tesis triunfadora en el diálogo lucianesco es que la belleza de una mujer la pintan-escriben mejor las palabras que la pintura y la escultura. Lo real vivo, lo humano, tiene interior y exterior. Las artes figuradas, según allí se mantiene, representan sólo la apariencia, se quedan en lo exterior; mientras que las palabras pueden mejor entrar dentro y revelar las virtudes, los sentimientos.

Tras todo lo cual, lo que parece en juego es la realidad misma o su concepto. Sus grados o niveles. Su relación con la verdad, en definitiva, tanto como su comunicabilidad.

La Cóccale del mimiambo IV de Herodas insistía, en su valoración de los ex-votos del templo de Asclepio, en la veracidad de éstos como indicio seguro de su calidad artística. Una veracidad que se constata a dos niveles, uno digamos interno y otro hacia afuera. En el primer nivel se trata de subrayar que lo representado es tan fidedigno que sólo le falta el movimiento (verso 29) o ni esto (verso 36) y únicamente la vida, que también parecen tener las obras de arte (versos 60-62) o que, con el tiempo, el hombre también será capaz de poner en las piedras (versos 33-34). En el segundo nivel, la veracidad llega a engañar al contemplador: la obra de arte causa un efecto tal en quien la mira que éste llega a creer que es posible entrar en ella, comunicar con lo que representa. Aunque se pueda objetar que sólo es un modo de decir, lo cierto es que, por ejemplo, Cóccale piensa que puede pinchar —ella, una mujer real— a un niño desnudo —representado; no real sino artístico— y se pregunta si, de hacerlo, le va a quedar señal al niño (versos 59-60); o manifiesta que gritaría de miedo ante la posibilidad de que un buey la embista y le haga daño (versos 70-71), pero, ¿cómo, si el buey no es real y ella sí?

Resulta de ello una ambigüedad de los verbos de ver, que el lector puede dudar de si tienen como objeto la realidad o bien la representación artística de ésta —de modo que la realidad de la obra de arte vendría a confundirse con la realidad misma—. Esta especie de permeabilidad entre la realidad y su representación artística —o hasta la suplantación por la obra de arte de la realidad que representa— se revela más claramente cuando lo que hay en lo representado —y en lo que representa— es voz o grito o música. Así en I 17 escribe Filóstrato: «Los arcadios aterrorizados por la suerte de Enómao gritan —los oyes ¿verdad?—». Pero es claro que los gritos están pintados —silenciosos; inaudibles, pues— en el cuadro; que quien tiene que oírlos está fuera del cuadro: en otra realidad y no en la representada en el cuadro. Y es claro que, sin embargo, las palabras sobre la pintura y sus objetos tienden a prescindir de estas evidencias.

Hay una realidad de la pintura que tiene dos caras: ella en sí, lo pintado, y lo que representa. La manifestación de lo representado se hace, en los textos de que hablamos, por medio de palabras —que un personaje del texto dirige a otro personaje del texto, en Herodas como en Luciano, o que el escritor del texto dirigió en una ocasión a un personaje, del texto, del que, evidentemente, todos los lectores vienen obligados a no ser sino dobles—. Así, el primer Filóstrato se dirigía a un muchacho, hijo de su huésped, en cuya casa estarían las pinturas que se explican. Esto se da por real, por sucedido. El segundo Filóstrato, en cambio, revela, al final de su proemio, descaradamente, el carácter funcional de cualquier destinatario presentado como real: explica, en efecto, la función que otorga el discurso del sofista a este interlocutor al manifestar a las claras lo siguiente: «para que nuestro libro (grámma) no progrese como el relato de una sola persona, pongamos que hay alguien al lado a quien es menester explicar todos y cada uno de los detalles...». O sea que se trata de un interlocutor supuesto, que conviene para poner en marcha, mediante el «tú», la función conativa del lenguaje, o para convertir, en términos de Genette añadidos a los de Benveniste 55 , lo que no sería sino discurso de uno solo, récit , o sea exposición o relato, en realmente discurso (discours , lógos) .

Este destinatario de las palabras, necesario para el trabajo del sofista y doble de todos los lectores, postula a su vez otra realidad —la del observador-lector, digamos— entre la realidad de lo pintado y la de lo representado. Y también tiene otra cara, que es la del mismo autor —la del observador que escribe—. El cual con sus palabras convoca ante los ojos del observador-lector la realidad digamos original, o sea el tema, para que éste lo vea-lea.

Ahora bien, sus palabras no pueden limitarse a manifestar lo representado —que no es visible para el receptor del texto, pero cuya existencia postulaba Goethe como necesaria para las pinturas de Filóstrato 56 — sino que, por medio de la ficción de la pintura, aspira a dar color, dimensión y todas las cualidades de la pintura, al discurso literario que ellas, las palabras, traman: al texto y no a las imágenes.

Cuando encima se desdobla la realidad de lo representado, como en el caso que veíamos de Narciso, el sofista demuestra con creces la superioridad de su discurso, que tantos niveles de realidad puede conocer, a la vez, sobre la pintura. Porque, a la postre, se trata de esto, de la suplantación de la pintura por la palabra, por la escritura —sin que la pintura, arrastrada fuera de su terreno, sea, claro está, capaz de suplantar del mismo modo a la escritura—.

Para los cuadros de Filóstrato postulaba Goethe un referente real, una galería existente en algún sitio que el sofista hubiera efectivamente descrito. A pesar de ver esto claro —no en vano las pinturas de Pompeya y Herculano le ofrecían un paralelo cierto de las perdidas descritas por Filóstrato—, Goethe creía poder atribuir a Filóstrato un desorden en la exposición, es decir, que el sofista no habría seguido en sus descripciones el orden que sí tenían las pinturas de que hablaba.

Si algún orden hay en Filóstrato, desde luego que no ha de ser sólo temático. Es verdad que hay una serie de escenas que implican a Dioniso, en el libro II (20-25). Pero no sólo no hay continuidad aparente entre ellas, sino que hay manifiestamente interrupción, ruptura temática. Así, ¿qué está haciendo Hipodamía (I 17) entre Sémele (I 14) y Ariadna (I 15) —sin que, aparentemente, Dioniso tenga que ver con su parentesco, como tampoco con la historia de Hipodamía—?. I 25 retoma la temática dionisíaca, pero, si queremos continuarla después de I 19 hemos de limitarnos a hablar de ambiente dionisíaco y a ver, si acaso, al dios representado por sus sátiros: lo que sucedería en I 20-22 pero no explicaría la interrupción apolínea de I 23 (Narciso) y I 24 (Hiacinto), sin embargo claramente preludiada por el protagonismo de Midas, en contraposición, en I 22, y por el límpido contraste entre el papel de Céfiro como causante de la muerte de Hiacinto (I 24, 4) y su inmediato asociarse, en cambio, a la belleza de Olimpo, al encanto y a la música (I 20, 1; 21, 3).

Otras veces, aunque lo más fácil es que pase desapercibida, pudiera reconstruirse una cierta continuidad, interna a la descripción más que sólo temática, en alguna serie: así puede suceder con el mar y Posidón en II 13-18. En general, es a menudo apreciable como un hilo que mantiene la relación entre los diversos cuadros; así, antes de llegar a la mar y a Posidón tenemos una serie de estampas que tienen en común la presencia de caballos (II 2-5), la primera de las cuales, pues tiene por asunto la educación de Aquiles, se engarza con la inmediatamente anterior, II 1, que trata de la educación de las muchachas, por este tema. Por otro lado, la II 4, sobre Hipólito, y la siguiente, sobre Rodoguna, preparan, por la descripción de la belleza de un joven y de una joven, así como por el hecho de representar la primera la muerte del hijo de Teseo, las II 6 y 7, sobre la muerte de dos jóvenes, Arriquión el atleta y Antíloco. Mientras que II 8 se reparte entre la belleza de Meles y la de Criteide sirviendo de puente a otros dos relatos-descripciones en que coexisten también un hombre y una mujer (Abradates y Pantea, en II 9; Agamenón y Casandra, en II 10) y el amor y la belleza con la muerte —retomando así el tema de los jóvenes muertos—.

El caso es que la pintura no tiene sólo tema —como la literatura, por lo demás: y lo que sucede con la pintura lo pone de manifiesto—. Su objeto, ha recordado Filóstrato en su proemio, son «los distintos aspectos de la tierra... o también los que se producen en el cielo». Estos diversos aspectos son comparados por Filóstrato a los que «las Horas dibujan en los prados». El color y la luz, pues, que produce o revela, en un marco natural, el sucederse de las horas del día y de las estaciones del año. Así, si caemos en la cuenta de que las Horas son el asunto de la última descripción de Filóstrato (II 34), podremos advertir, con Lissarrague 57 , que son ellas, «consideradas como pintoras, las que abren y cierran» este libro. Si además pensamos en el desdoblamiento pintor-escritor y pintar-escribir de que hemos hablado, las últimas frases del libro cobran, creo, una dimensión destacable: «Quién sabe si nos brindan las Horas una historia sobre el pintor: me parece que, mientras ellas danzaban, se le aparecieron y que fue incitado por ellas a ponerse manos a la obra; así, por insinuación de las divinas Horas, supo que debía pintar a la hora justa». De este modo las Horas, ellas que revelan los distintos aspectos de la realidad, ellas que iluminan con el color y la luz que distinguen a la pintura, suplantan a las viejas Musas en su tutela también de los escritores: porque el escritor-pintor no quiere renunciar a lo característico de la pintura, no los temas solamente sino los aspectos, las relaciones del color y de las formas, lo que las Horas sacan a la luz. Estas Horas que son tres 58 y aparecen (forman un círculo; «ninguna nos da la espalda, es como si todas vinieran hacia nosotros; los brazos en alto, la cabellera suelta al viento, la mejilla cálida por la carrera y los ojos compartiendo el baile») como Cárites o Gracias, detrás de una célebre y fértil tradición iconográfica.

El orden de Filóstrato, pues, y lo mismo se puede decir de su nieto, no hay que buscarlo sólo en el orden convencional, habitual, del discurso —del lógos como relato y como pensamiento— sino también en los tonos, en los matices: en el lenguaje de la pintura de que se ha apropiado la escritura, la literatura. Desde el punto de vista del discurso basta con inventar un interlocutor; tal como lo expone, y antes recordábamos, el segundo Filóstrato al postular como necesaria esta excusa «para que nuestro libro no progrese como el relato de una sola persona» y para que «el discurso tenga cohesión».

Palabras y piedra y bronce

El opúsculo de Calístrato presenta una preferencia por los paisajes de jardín o de bosque (1, 4, 5, 7, 8, por ejemplo), por hombres jóvenes o casi niños (3, 4, 5, 11, por ejemplo), aunque no desdeña la presentación de obras expuestas en ámbitos públicos diversos, entre ellos templos (6, 12, por ejemplo). Quizá la presencia más significativa en los temas sea, otra vez, la de Dioniso, que se hace sentir en las estatuas del Sátiro y de la Bacante (1,2), quizá también en la del indio, borracho (4), y desde luego en la de Kairós (6, 2: «era muy parecido a Dioniso»); además de, ciertamente, en la descripción dedicada a una estatua del dios mismo (8). Al lado de la presencia de Dioniso, se deja sentir la del amor, personificado en Eros (3) pero igualmente presente en la de un joven (11) o en la de Narciso (5), entre otras. Y, por último, no por numerosa pero sí por el modo en que nos es presentada en 10, parece destacable la presencia de Asclepio: la figura de Peán como un joven dios se presenta como habitada por Asclepio mismo («la forma de esta estatua, llevando en sí misma la esencia de la salud, florece poseyendo una salud imperecedera»), y el dios sella una especie de acuerdo entre arte y naturaleza (belleza y salud) que, además de poderse ofrecer como programático para Calístrato, quizá refleje una realidad más profunda, si tenemos en cuenta que ya el mimiambo IV de Herodas tiene como escenario el templo de Asclepio 59 .

Calístrato, a diferencia de los Filóstratos, que silencian los nombres de los pintores de las obras a que se refieren, sí da, en cambio, el nombre, a veces, de alguno de los autores de las estatuas que describe: tres son de Praxíteles (3, 8 y 11), una de Escopas (2) y otra de Lisipo (6). Habla por lo demás insistentemente de realismo y de verismo, a veces hasta hiperbólicamente —por ejemplo en la 9, dedicada a una estatua de Menón, donde, entre otras cosas, puede leerse que «el arte ha otorgado al mármol placer, y ha mezclado con la piedra también el dolor, y sabemos que ésta es la única obra de arte en mármol dotada de voz»—. Aunque la insistencia en el realismo viene de lejos y la comparte con los Filóstratos, cabe considerar que Calístrato parece mayoritariamente referirse a estatuas del siglo ɪv a. C., la época de los escultores citados, y que el realismo es un rasgo consolidado en la tradición sobre ellos. Incluso los temas cuadran perfectamente 60 y conviene añadir a los que han sido señalados el interés por la figura femenina en momentos de tensión: las descripciones 2 y 13, la segunda y la penúltima del libro, nos ponen ante dos temas euripídeos —de la primera de las cuales poseemos, en efecto, muestras de tratamiento por parte de Escopas—, una bacante y Medea —la Medea asesina de sus propios hijos, que Calístrato relaciona explícitamente con Eurípides—. Por otro lado, el realismo que reflejan estas estatuas no es, según Calístrato, sólo exterior sino sobre todo interior, y en consecuencia insiste en la capacidad de las esculturas que describe por penetrar en el alma de lo representado —así, de la de Medea dice que «era de mármol y revelaba el aspecto de su alma, habiéndose esforzado el arte en introducir en ella todo lo consubstancial a un alma...»—.

De todos los escultores, Calístrato da la preferencia a Praxíteles. No sólo porque cite de él tres obras sino por los términos en que glosa la «vida» que hay en ellas y porque en dos ocasiones, en 8 y 3, compara a Praxíteles con Dédalo, máximo modelo, como héroe fundacional, de las maravillas de la escultura 61 en cuanto «podía ingeniárselas para hacer obras con movimiento y para dotar el oro de la vitalidad de la percepción humana» (8, 1).

Las tres estatuas de Praxíteles representan a dos hombres jóvenes, uno de ellos Dioniso (11 y 8), y a Eros, «niño en la flor de la edad» (3). Son tres estatuas en bronce, porque, siendo así que Calístrato entiende que «es, por su naturaleza, opuesto a lo delicado» y «privado de flexibilidad», la resistencia alegada de este material hace más extraordinario el éxito, la perfección del artista que da vida al bronce (3, 1: «el mismo bronce sino que, tal como era, se convirtió en Eros»).

De bronce es también la estatua de Lisipo en Sición, una imagen de Kairós «donde el arte compite con la naturaleza» (6, 1). Mientras que es la piedra, en cambio, el material de la bacante de Escopas, el mármol de Paros; que también sin embargo, fue transformada en «una bacante de verdad» (2, 2). Por medio de ella volvemos a encontrarnos con el dios, que está dentro de ella y la posee. Y así el escultor se enfrenta a la representación de la manía , del enajenamiento, según se manifiesta en la mujer y en su manera de llevar una víctima, una cabritilla. Si el Dioniso de bronce de Praxíteles había recordado a Calístrato las Bacantes de Eurípides, ahora, al definir a Escopas como «un artesano de la verdad», fuerza una interesante comparación de esta característica con el arte de Demóstenes, que con sus palabras modelaba, dice, agálmata , un término que podemos traducir por «imágenes» pero que, de hecho, es el más común para designar las estatuas. Aquí la fuerza, de siempre reconocida, del estilo de Demóstenes se dice en relación a la de las estatuas, en una comparación que no era infrecuente en época imperial: ya el anónimo del Sobre lo sublime señalaba que la selección «de los términos apropiados y majestuosos» proporciona, amén de muchas más cosas, «un cierto brillo, a las palabras como a las estatuas más bellas, que vemos florecer de sí mismo, poniendo en los hechos como una suerte de alma parlante» (30, 1).

A pesar de sus no infrecuentes hipérboles sobre la veracidad y la vida de las estatuas, que se echa de ver que debían ser obligadas en quien escribía de escultura, Calístrato da, en algún lugar, muestras de mayor realismo: de sentido de los límites, esto es, del arte de que discurre. Así, significativamente, en 4, 3, cuando tiene que explicar cómo es que, tratándose de una estatua, sabe quien la mira que el indio de negra tez en ella representado está borracho; tiene que reconocer Calístrato, en efecto, que el mármol no puede «representar la embriaguez —pues no hay manera de enrojecer las mejillas, siendo el negro impedimento para representar la embriaguez»—. O en 1, 2, cuando explica el movimiento del sátiro, que toca la flauta: «en realidad», razona entonces, «no es que la melodía que sale de la flauta llegue hasta sus oídos, ni siquiera suena de verdad, pero la postura que adoptan los flautistas ha sido transmitida a la piedra gracias al arte del escultor».

Por lo demás, tampoco Calístrato parece atento a demostrar a todo trance la excelencia de la palabra sobre mármol y bronce, de la literatura sobre la escultura. Sino más bien a poner las palabras al servicio de las estatuas: para que aquellas luzcan al hacer que éstas luzcan. Incluso, en un lugar (2, 3), cuando destaca cómo el mármol de Escopas es capaz de expresar la posesión, la manía , reconoce la incapacidad de las palabras; en el sentido, dice, de que «la fuerza del arte no puede expresarse con palabras».

Calístrato, en definitiva, no parece compartir el punto de vista del autor del Sobre lo sublime , que había programáticamente establecido la superioridad de la literatura sobre la pintura, la música y la escultura 62 . Quizá a lo que aspiraba es sólo al comentario que un lector, que debía de haber visto la estatua de Narciso de que habla, puso al final de la descripción 5: «lo que hay en el texto está también en la estatua» 63 .

Tradición manuscrita, ediciones, traducciones

Como las de tantos otros autores de su época, las obras de Filóstrato y de Calístrato aparecen en numerosos manuscritos misceláneos medievales. Los más completos de tales manuscritos suelen presentar las Descripciones de cuadros en su integridad a menudo juntamente con el Heroico y más de una vez con las Descripciones de Calístrato. Pocas veces coinciden en la transmisión de la Vida de Apolonio de Tiana , y aun a menudo de modo incompleto (Parisino gr. 1696, Véneto Marciano 392). Más veces coinciden otras obras filostrateas con las Vidas de los sofistas . En cuanto al Gimnástico , sólo parcialmente aparece en algún manuscrito que contenga más obra filostratea, como es el caso del Laurenciano 58, donde coincide con las sólitas Heroico y Descripciones de cuadros , o el Parisino suppl. gr. 1256, donde va con el Heroico .

Las primeras ediciones reprodujeron la situación más usual en la tradición manuscrita y desde la Aldina de 1503 (febrero; reed. en junio del mismo año) hasta la veneciana de 1550, presentaban conjuntamente todas las Descripciones de cuadros , el Heroico y las Vidas de los sofistas , siempre en compañía de las Descripciones calistrateas, y tanto en la Aldina como en la Juntina de Florencia (1517) acompañando obras de Luciano.

La Vida de Apolonio de Tiana se une a las demás en la edición parisiense de F. Morel (1608) y sigue ahí un siglo más tarde en la lipsiana de Oelschläger (1709) y en las sucesivas. El Gimnástico no viene a unirse a las demás hasta la primera edición de C. L. Kayser (Heidelberg, 1840) a la que siguen inmediatamente las primeras traducciones, como la francesa de París, 1852, y comentarios.

Se han seguido, en la presente traducción, las ediciones más recientes: para el Heroico , la de L. de Lannoy, Leipzig (Teubner) 1977; para el Gimnástico , la de J. Jütner (con introducción, traducción y comentario), Leipzig, 1909 (reed. Amsterdam, 1969); para las Descripciones de cuadros de los Filóstratos y las Descripciones de Calístrato, la de A. Fairbanks, Cambridge Mass. (Loeb Classical Library) 1931 (reimpr. 1979).

No existen muchas traducciones de las obras que se presentan en este volumen. Hay que tener en cuenta las siguientes: del Gimnástico , en italiano por V. Nocelli (Filostrato. La ginnastica , Nápoles, 1955) y en alemán por J. Jütner junto a la edición ya citada; para las Descripciones de cuadros de los Filóstratos y las Descripciones de Calístrato, en francés (sólo el primer Filóstrato) la realizada por A. Bougot con notas de F. Lissarrague (Philostrate. La galérie des tableaux , París, 1991) y en castellano la de L. A. De Cuenca y M. Á. Elvira (Filóstrato el Viejo, Imágenes; Filóstrato el Joven, Imágenes; Calístrato, Descripciones , Madrid, 1993. Del Heroico no existe, hasta donde alcanza nuestro conocimiento, ninguna traducción moderna.

Carles Miralles

Heroico. Gimnástico. Descripciones de cuadros. Descripciones.

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