Читать книгу En la tormenta - Флинн Берри - Страница 15
Capítulo 7
ОглавлениеA la mañana siguiente me dirijo al acueducto por la calle Cale. El camino tiene casi veintiún kilómetros y mi plan es caminar lo bastante como para aclarar mis ideas. La noche anterior, en el Emerald Gate, le pregunté a Lewis:
—¿Vais a buscarlo?
—Sí —dijo él.
Tal vez ya esté en Snaith. No me imagino cómo va a ser posible encontrarlo, después de quince años. Ya fue difícil durante las semanas posteriores al ataque.
Me agacho para pasar por un hueco en el seto y salgo al acueducto, por la parte del recorrido a la que la gente trae a sus perros después del trabajo y los fines de semana. El corazón me da un vuelco. Hace tres semanas, Rachel y yo vinimos aquí con Fenno. Le lanzamos una pelota de tenis por turnos. Nos limpiamos las manos en los vaqueros. Cuando un perro de aguas portugués salió de la calle Cale, Rachel se partió de risa con la reacción de Fenno.
Mientras se lanzaba a saludar al otro perro, Rachel se secó las lágrimas de los ojos y su boca tomó la forma de una media luna.
«Está literalmente temblando de felicidad«, dije.
«Lo sé», contestó Rachel, «lo sé».
Rachel escogió al perro por protección. Lo compró hace cinco años, poco después de mudarse aquí. Lewis cree que se sentía insegura viviendo sola en el campo, más expuesta que en Londres. Tal vez pensó que él podría encontrarla.
Me alejo del pueblo caminando junto al acueducto. El combustible que está siempre en mi estómago se enciende y me siento en llamas. No oigo nada, aunque no soy consciente hasta que estoy bastante lejos del pueblo y me doy cuenta de que mis zapatos deben de haber estado haciendo ese ruido sobre el camino desde que empecé a andar.
Acecho entre las granjas, mientras las llamas se extienden por todo mi cuerpo. La rabia no se va. Después de un par de kilómetros, me detengo y lloro con la cara entre las manos. Caigo de rodillas. Incluso con las piernas contra el suelo helado, sigo ardiendo, y el fuego se eriza desde mi columna.
A la vuelta, paso por una avellaneda y una curva, y hay una figura en el camino, delante de mí.
Al acercarme veo que es un hombre con un abrigo largo. Tiene un Staffordshire bull terrier y lo lleva con correa, lo cual es extraño. La mayoría de la gente deja a sus perros correr por el acueducto. Cuando estamos cerca, el perro trota hacia mí para saludarme, tirando del hombre. Este sonríe. Es calvo, con la barbilla prominente y la nariz chata, como un bóxer.
—Esta es Brandy —dice.
Extiendo la mano para que la perra me huela. Aprieta su nariz húmeda contra ella y el dolor se vierte en mí. Le rasco detrás de las orejas y sus ojos se arrugan y la cola se agita de un lado a otro. Aunque hace frío, ha estado sudando. Veo su piel rosada entre las líneas que conforma el pelaje apelmazado por el sudor.
El desconocido no lleva guantes, y la mano que sostiene la correa está roja y agrietada. El ligero abultamiento de su estómago se marca contra el abrigo.
—Buena chica —le digo a la perra.
Esta fija los ojos en los míos con la atención característica de los bull terriers y me pregunto contra quién se lanzaría si él me atacara.
Un cuervo grazna en el campo y, cuando el hombre se gira para mirar, le doy la vuelta a la chapa de la perra. Denton. Viven en la calle Bray, cerca del parque público. No sé si me ha pillado leyéndola.
—¿Suele escaparse? —pregunto, y señalo la correa.
—No —dice él—. Un amigo mío dejó a su Staffordshire suelta y su vecino la disparó.
La perra me huele la muñeca, con los ojos muy abiertos y un poco desviados.
—Antes se usaban como niñeras —digo.
—Lo sé. Mi amigo se lo dijo a la policía. Al que disparó no le pasó nada. Ni siquiera le amonestaron.
Reconozco la cosechadora en el campo que tenemos al lado y me doy cuenta de lo lejos que estamos aún del pueblo. Un kilómetro y medio, por lo menos.
—¿Eres Nora? —pregunta.
No nos conocemos. Tiene barba gris de pocos días y algunas líneas profundas le cruzan la frente.
—Sí.
—Rachel venía a menudo por aquí —dice—. No me lo creo.
De repente, la perra se pone alerta. Me vuelvo y miro detrás de mí, pero el camino está vacío.
—La vi esa misma mañana —dice él.
Se me seca la boca. La manga de su abrigo tiene un pequeño desgarro en el dobladillo. ¿Se lo hizo mi hermana?
—¿Dónde?
—En su casa. Había una fuga de agua en el baño. Pasaron unos cuantos días hasta que se dio cuenta. Hay una grieta en mitad del techo.
Me enderezo. Estamos solos, entre campos monótonos y removidos. Miro su mano roja retorcer la correa.
—¿Y te llamó?
—Soy fontanero. Si necesitas ayuda con la casa o lo que sea, házmelo saber —dice.
Lleva el abrigo cerrado hasta la barbilla que deja solo las manos y la cabeza expuestas. Busco rasguños o moretones, pero, si los tiene, están escondidos.
—Mi madre murió el año pasado. Hay mucho que resolver, estaría encantado de ayudar.
Se aleja caminando. Empiezo a ir en dirección a Marlow y, una vez lo pierdo de vista, corro.
Mi teléfono no tiene cobertura hasta que llego a la calle Cale.
—¿Han interrogado ya a alguien llamado Denton?
—Sí —contesta Moretti—, Keith Denton.
No pensaba que me lo fuera a decir. Creía que los interrogatorios de la policía eran confidenciales, y por un momento me pregunto a quién le ha contado que habló conmigo.
—Estuvo en casa de Rachel el viernes.
—Lo sé. Uno de los vecinos vio su furgoneta. Lo interrogamos en comisaría el sábado.
—¿Por qué lo dejaron marchar?
—No tenemos fundamentos para arrestarlo. Nuestros técnicos todavía están haciéndole pruebas a la furgoneta. Tiene prohibido abandonar la zona.
—¿Comprobaron si tenía heridas?
Rachel tenía heridas defensivas y el perro estaba entrenado por una empresa de seguridad. Habría intentado protegerla.
—No encontramos ninguna prueba para incriminarlo. Según dice, Rachel estaba perfectamente cuando él dejó la casa.
—¿Dónde estuvo entre las tres y las cuatro?
—Descansando.
—¿Dónde?
—En su furgoneta, junto al estanque. Pasó la noche anterior en vela en un trabajo en Kidlington.
—¿Lo vio alguien?
—Estamos confirmando sus movimientos con testigos y cámaras de seguridad.
Debe de sacar algún provecho por contarme esto. Debe de ser una técnica. Me pregunto si piensa que esta información desencadenará algún recuerdo en mí. Que Rachel se encontraba con sus amantes en el estanque, tal vez, o que el lugar tiene algún significado.
—¿Era él quien la observaba desde la cresta?
—Nora, todavía no lo sé. Sabremos más cuando lleguen los resultados del laboratorio.
La calle principal se ve extraordinariamente hermosa y civilizada, y tiemblo de alivio por no estar más tiempo a solas con él.
El toldo amarillo del Miller’s Arms golpetea en el viento. Las suaves nubes se ven como mármol en el reflejo de las ventanas de la biblioteca. Hay una docena de personas en la calle y una de ellas, una mujer de pelo oscuro y ojos azules de caleidoscopio se para frente a mí.
—Nora, lamento mucho lo de tu hermana.
—¿Eres del hospital? —pregunto.
Ella niega con la cabeza.
—¿Te apetece una taza de té?
Sonríe y me aprieta el brazo, y tengo la sensación de que la gente de aquí va a cuidar de mí. Vamos al Miller’s Arms. Dispone el té delante de mí y me sonríe, alentadora. El alivio de estar con otra persona, en el calor de la compañía, me hace hundirme en la silla.
Es posible que acabe de conocer a su asesino. Esta información me ruge en los oídos. Aunque sea solo unos minutos, quiero un lugar seguro.
Solo había estado en el Miller’s Arms una vez. Mi bebida era blanquecina y espumosa y tenía una violeta flotando en la superficie. Eso me encantó.
—Joder —exclamó Rachel.
Su pastel de pescado llegó con una pinza de cangrejo moteada saliendo de la masa, lo que la apaciguó.
—¿Compensa lo de la violeta? —pregunté.
—No, definitivamente no.
—Lo siento —digo ahora a la mujer que tengo delante—. No recuerdo tu nombre.
Ella deja la taza y el tintineo contra el plato es muy doméstico, muy incongruente.
—Sarah Collier. Trabajo en el Telegraph.
Me doy cuenta, con un latigazo de vértigo, de que el resto de la gente de la sala nos está mirando. Me levanto y salgo a la calle.
Sarah me alcanza fuera. Ha dejado su abrigo en el pub y está ahí de pie, temblando, con un jersey color crema y las manos metidas bajo los brazos.
—No voy a preguntarte nada. Solo estoy aquí por si necesitas hablar.
—No voy a hablar con la prensa.
—¿Te dijo Alistair que dijeras eso? —pregunta—. No tienes que escuchar todo lo que te dice.
No quiero que Sarah sepa dónde estoy viviendo, así que camino hacia la plaza. Cuando me giro a mirar, la puerta del Miller’s Arms se cierra tras ella. Paso la plaza y giro hacia la calle Salt Mill. A un lado hay un monumento conmemorativo, y mi primer pensamiento es que es para Rachel. Me llevo la mano a la boca. Hay velas y pilas de flores blanquecinas. Entonces veo la camiseta de fútbol clavada en la valla y una carta donde pone «Callum».
La pequeña casa adosada detrás de la valla parece vacía. Rachel me dijo que murió en septiembre, su familia no la habrá vendido todavía. Espero hasta que la calle está desierta y me agacho para leer algunas de las cartas. Los mensajes muestran a personas aprisionadas por su muerte y angustiadas por ella. Muchas lo describen como un héroe. O nadie sabía cómo era, o lo sabían y no les importaba.