Читать книгу Orantes. De la barraca al podio - Félix Sentmenat - Страница 10
ОглавлениеGénesis de la gran remontada
El tenis, a diferencia de otros deportes, no está regido por un límite temporal. El reglamento indica que el ganador de un partido es quien se anota el último punto. Lo que implica que la puerta de la victoria debe ser derribada con un último golpe de gracia. Si tu rival no te permite derribar esa puerta, si resiste, envía un mensaje de rebelión ante la derrota, de lucha in extremis. Es el poder de decir, “por mucho que quieras ganar, tendrás que seguir esforzándote: esto no se ha acabado”.
Por complicada que sea la situación, el jugador que se halla contra las cuerdas siempre tiene la opción de resistir. De recordarse a sí mismo, a su oponente y a todo el que esté interesado en ese partido, aquello tan cierto de que mientras hay vida hay esperanza. Eso es lo que hizo Manuel Orantes en el partido de semifinales del US Open de 1975, considerado en la historia del tenis como una de las grandes remontadas de todos los tiempos. Quizás la más grande.
Perdía por dos sets a uno contra Guillermo Vilas, y en el cuarto set el marcador indicaba un 5 a 0 favorable al argentino. Manuel se disponía a sacar con un tanteo de 15-40. El premio para el ganador de ese partido era enorme: el acceso a la final de uno de los cuatro torneos del Grand Slam. O lo que es lo mismo, la posibilidad de entrar en la historia del tenis. Quizás por ello, y por otras circunstancias que iremos reviviendo al detalle, Orantes conectó con una poderosa determinación física y psíquica para rebelarse ante una derrota que parecía inevitable.
Aún ahora, 47 años después, Orantes recuerda cuál era su planteamiento psicológico en aquella situación agónica, cuando afrontó con éxito hasta cinco pelotas de partido. “Yo me dije: a lo mejor me vas a ganar, pero te vas a tener que dejar todo en la pista y te voy a llevar al límite para que por lo menos llegues tocado a la final”. Orantes no solo levantó esas dos primeras pelotas de partido, sino que tuvo arrestos para ganar una tercera en ese mismo juego, y otras dos en el siguiente. Cinco puntos, revirtiendo en alguno de ellos alguna situación realmente desesperada, en los que envió a su oponente el mensaje de que no estaba dispuesto a entregarse.
Cuando eso sucede, cuando alguien demuestra en una situación límite que sigue teniendo fuerzas para seguir peleando, se produce un trasvase de energías. La dinámica positiva que arrastra el que está a punto de cerrar el partido pasa inmediatamente, sobre todo si ocurre hasta en cinco puntos distintos, a manos del contrario. Es la teoría física de los vasos comunicantes. El viejo axioma de que la energía no se destruye, sino que se transforma.
Éxito deportivo en los coletazos del franquismo
A finales del verano de 1975, España era un país en convulsión que vivía los últimos coletazos del franquismo. Tras 36 años de represión, la sociedad llevaba tiempo incubando el cambio, reivindicando de forma cada vez más evidente una apertura de puertas y ventanas para que corriera el aire de la libertad. Como si se tratara de una serpiente en los instantes previos al cambio de piel, el inconsciente colectivo rechazaba sin tapujos el envoltorio de la dictadura. Y aunque no supiera muy bien ni cómo ni hacia dónde debía moverse, sí sabía que debía desprenderse de esa piel caduca. Que había que cerrar esa etapa sombría y represiva para reinventarse y seguir hacia delante con ilusión y esperanza.
El 6 de septiembre, la fecha exacta en que Manuel Orantes logró una de las mayores remontadas de la historia del tenis y se clasificó para la final del US Open, quedaban únicamente 74 días para que Carlos Arias Navarro, presidente del gobierno, se armara de valor ante las cámaras para pronunciar esas cuatro palabras que cambiarían el destino del país. El 20 de noviembre, con un punto de congoja e incredulidad ante lo que debía anunciar al país entero, Arias Navarro adoptó la expresión más apesadumbrada que pudo y dijo, con una enorme pausa entre la primera y la segunda palabra: “Españoles, Franco ha muerto”.
Aquella era una sociedad irritada por los achaques finales de Franco. Un dictador que, a sus 83 años y ante la inevitable cercanía de su muerte, quiso despedirse con una última muestra de autoridad. Autoridad mal entendida en cualquier caso, porque lo que hizo fue más bien un desvarío senil: decretar la ejecución de cinco opositores al régimen, fusilados todos ellos el 27 de septiembre en Madrid, Barcelona y Burgos. Con esa última estocada, Franco desoyó el clamor unánime de la oposición nacional e internacional, incluida una petición formal de amnistía solicitada por el mismo papa Pablo VI, y provocó una oleada de protestas y condenas contra el gobierno español. Fueron las últimas penas de muerte ejecutadas en España. La pena capital fue abolida en 1978.
En esas circunstancias, con ese caldo de cultivo que reivindicaba cuanto antes el cambio de régimen político, el país era especialmente sensible a todo lo que apuntara hacia el futuro. A todo lo que nos equiparara con otras sociedades más evolucionadas. Y aunque tan solo fuera un acontecimiento vinculado al mundo del deporte, y no tuviera una trascendencia notable en las vidas de los españoles de a pie, la magnífica actuación de Orantes en Nueva York, en la capital del mundo moderno, provocó un avance en la percepción que el resto del mundo tenía por entonces de España.
Además, Orantes era, a primera vista, un fiel representante de nuestro país. A sus 26 años, tenía un genuino aspecto español. Un aire latino, mediterráneo. Una imagen de hombre de la tierra, y a la vez del mar. De la naturaleza. Sus rasgos marcados, su prominente nariz, propia de un boxeador experimentado, su boca, con esos labios carnosos y esa sonrisa tan expresiva, su pelo negro azabache, de una densidad potente. O su estatura, más bien reducida, a juego con sus fornidas piernas. Por no hablar de las muñequeras con la bandera española que lucía en ambos antebrazos, o de la característica toallita que colgaba siempre del pantalón por su parte delantera.
Más allá de ese marcado aspecto español, la imagen que proyectaba Manuel era la de un hombre recio, fuerte, que a base de esfuerzo y determinación había sido capaz de dejar atrás un pasado de penurias económicas. Había crecido en una familia muy pobre y, quizás por ello, mostraba una humildad congénita en todo cuanto hacía. Humildad para esforzarse, tanto en el exigente régimen de entrenos como en el transcurso de la batalla mental y física de los partidos. Y humildad para valorar los méritos del contrario y reconocerlos deportivamente con gestos amables durante los encuentros. Ese espíritu deportivo, esa caballerosidad, también estaba expuesta a los ojos de medio planeta.
De modo que aquel septiembre de 1975, en los partidos decisivos del US Open disputado en “la ciudad que nunca duerme”, como bautizó a Nueva York Frank Sinatra, Manuel Orantes proyectaba ante los ojos de millones de espectadores de todo el mundo, a su pequeña escala, una imagen de España mucho más agradable, ética y evolucionada que la que sugería el decadente régimen dictatorial de Franco.
Malditas molestias físicas
La gran actuación de Orantes en aquel US Open de 1975 se fundamentó en dos aspectos determinantes: el físico y el psicológico. Vamos a por el primero: el físico. A lo largo de toda su carrera, Orantes disputó un total de 68 finales, de las cuales ganó 33, menos de la mitad. El dato refleja la enorme incidencia que las molestias físicas tuvieron en su trayectoria. “Los médicos me decían que yo tenía una buena estructura porque había trabajado mucho la musculatura. Pero decían que eso era como una casa, que puede estar muy bien decorada, pero que si los cimientos son malos…”. Esos malos cimientos se forjaron durante su infancia, cuando creció entre barracones en el modesto barrio barcelonés del Carmel, en un entorno familiar muy pobre. “Incluso de pequeño había llegado a tener un poco de tuberculosis… y decían que la mala alimentación durante mi infancia había provocado que mi estructura fuera bastante flojita, y que por eso pasé bastantes lesiones”.
Manuel lamenta las dificultades físicas que marcaron su carrera. Y lo hace sin reprimir una cierta nostalgia, tanto por los éxitos cosechados como por los que se le escaparon. Es decir por lo que pudo haber sido y no fue: “A lo largo de mi carrera, lo que me fastidió un poco es que siempre que estaba jugando mi mejor tenis tuve episodios de lesiones que me frenaron. Para mí como deportista lo importante era salir a la pista y pasarlo bien. Puedes perder o ganar, pero que veas que puedes jugar al cien por cien. Y no que pierdes porque te duele aquí, que no llegas bien a la bola, que cada vez te cuesta más… porque además eso psicológicamente te va minando”.
A finales de los años cincuenta en Cataluña, donde se concentraba un 90% del tenis en España, no había una estructura para forjar tenistas profesionales. De hecho, Orantes entró en la primera escuela que se fundó: “Fuimos seis jugadores, dos del Salut, dos del Tenis Barcelona y dos del Polo, y no había una teoría o unos programas que se hubieran llevado a cabo durante tiempo. Uno de los problemas que tuve es que, cuando entré en la Residencia Joaquim Blume con José Guerrero, una gran promesa del Tenis Barcelona, el preparador físico que teníamos, que era el propio director de la Blume, nos hacía realizar una gimnasia que, como me advirtieron luego, no era la más adecuada para mí. Porque yo de piernas siempre había sido fuerte. Nos hacían correr mucho, subir mucho al Tibidabo, bajar…”.
Esa mala planificación física tuvo consecuencias nefastas cuando Orantes empezó a competir. “Debido a una malformación congénita en la espalda, cuando jugaba partidos duros y llegaba al cuarto o quinto set tenía unos calambres y unos problemas en las piernas increíbles. El dolor se concentraba en la zona lumbar y afectaba a la movilidad de la cadera y a la musculatura superior de las piernas. Siempre en los partidos a cinco sets tenía que abandonar, o acababa muy mermado, porque no podía”. Primero fue la espalda, pero conforme avanzó su carrera las molestias se centraron, sucesivamente, en el codo, los meniscos y el hombro. “Entonces siempre me pasaba eso, que disfrutaba del tenis pero cuando podía ganar, cuando veía que estaba jugando muy bien y me faltaba un paso para ganar, los problemas físicos siempre me frenaban. Me pasó en 1972, en 1974, al inicio de 1976, tras ganar hasta nueve torneos en el año 1975, y en los últimos años de mi carrera”.
Pero vayamos al principio. Orantes alcanzó la élite del tenis mundial siendo aún un muchacho. Con 17 años, todavía en categoría júnior, ganó dos de los torneos internacionales más prestigiosos: Wimbledon y la Orange Bowl. Y en 1969, con 20 años, se adjudicó el primero de sus 33 títulos oficiales, el Trofeo Conde de Godó, derrotando en la final a Manolo Santana. Siguió su progresión meteórica, hasta el punto de que a finales del verano de 1973, cuando se impuso en el torneo de Indianapolis ante el francés Georges Goven, había sumado 11 títulos y disputado otras 10 finales. De este modo, a los 24 años ascendió a la segunda posición del ranking mundial, solamente por detrás de un por entonces jovencísimo Jimmy Connors.
A partir de aquel momento, sin embargo, las molestias físicas se concentraron en la espalda, su principal talón de Aquiles, y empezaron a perjudicar su rendimiento. Entre aquellos últimos meses de 1973 y a lo largo de todo el año 1974, concatenó hasta siete finales perdidas. Dos en los últimos compases de 1973, una de ellas ante Nastase en el Trofeo Conde de Godó. Y otras cinco en 1974, la más sonada de las cuales fue la de Roland Garros, en la que después de adelantarse por dos sets a cero acabó claudicando ante el sueco Björn Borg, víctima de sus dolores de espalda. Aquel fue, precisamente, el primero de los 11 Grand Slams (seis Roland Garros y cinco Wimbledon) que ganó Borg en su fulgurante carrera (se retiró a los 26). El sueco, que por entonces lucía ya su inconfundible melena, acababa de cumplir 18 años.
El resultado de aquella final de Roland Garros del año 1974, 3-6 6-7 (5) 6-0 6-1 6-1, desconcertó a propios y extraños. Los dos primeros parciales correspondieron a un excelente partido de tenis. En los otros tres no hubo contienda. Aquello, con un título como Roland Garros en juego, fue la prueba más evidente de la gravedad de esas molestias. Se hallaba a un solo set de alcanzar la gloria en París, donde jamás pudo vencer pese a ser uno de los grandes dominadores de la tierra batida en los setenta, y solo pudo anotarse dos juegos en los últimos tres parciales.
• Orantes tenía 20 años cuando derrotó a Santana en la final del Trofeo Conde de Godó de 1969 para adjudicarse el primero de sus 33 títulos. | Archivo histórico RCTB
En realidad, los primeros episodios de dolor en la espalda se remontaron a finales de 1972. Ese año alcanzó su tercera final del Trofeo Conde de Godó, tras haberse impuesto en las dos anteriores, la de 1969 ante Manolo Santana, y la de 1971 ante el norteamericano Bob Lutz. En aquella ocasión cayó por un claro 3-6 2-6 3-6 ante Jan Kodes. “Llegué muy cansado tras un durísimo partido en semifinales ante Stan Smith”. Además, la semana siguiente perdió la final del Campeonato de España ante Andrés Gimeno, cosechando un resultado que sonó a precedente de lo que ocurriría dos años después en la mencionada final de Roland Garros ante Borg. En esta ocasión el marcador reflejó otro estrambótico 4-6 4-6 7-5 6-0 6-0. “Y no abandoné porque era Andrés, pero estaba mal, ya no podía más”.
A raíz de esa derrota tan clara con Gimeno, decidió ver al primer médico, un especialista en la espalda que estaba muy bien considerado. “Esa fue una primera experiencia mala porque me pusieron una faja que estuve llevando durante tres meses. Me prohibió mover la espalda para no empeorar la dolencia, no me dejaba trabajarla físicamente, me dijeron que no cogiera el teléfono para evitar esfuerzos...”. La prueba de que el tratamiento no logró atajar de raíz el problema fue la cantidad de finales que perdió los años 1973 y 1974. “En las finales, cuando me enfrentaba a los rivales más duros, contra los que tenía que estar al cien por cien, no aguantaba. Me faltaba ese pequeño paso para poder competir con los mejores”.
Además, como el médico de la espalda le había prohibido forzar, los entrenamientos eran muy limitados. “Llevaba ya dos años en esa situación y a nivel mental me sentía un poco bloqueado.” Así, cuando a finales de noviembre de 1974 volvió a Barcelona después de disputar el Masters en Australia, empezó a buscar a alguien que le pudiera ayudar. El recuerdo de la final de Roland Garros ante Borg, sumado a las otras cuatro finales perdidas desde entonces, pesaba lo suyo. Pidió consejo y le hablaron muy bien del doctor Carles Bestit, el encargado de los servicios médicos del FC Barcelona. Su prestigio se fundamentaba, entre otros méritos, en su contribución al título de Liga que el Barça había celebrado aquella temporada, tras 14 años de larga sequía, coincidiendo con la llegada triunfal de un tal Johan Cruyff.
“Le expliqué lo que me estaba pasando. Y le pedí que me confirmara si era cierto que no tenía más remedio que aguantar y seguir arrastrando ese problema. O si, por el contrario, podía dar un salto adelante”. Al igual que los anteriores especialistas, corroboró que la deformación congénita de la espalda provocaba que el dolor se fuera acumulando en la cintura y las piernas. Aquello amenazaba con afectar su carrera a medio o largo plazo y era un problema que iba a tener toda la vida. “De hecho, incluso ahora al caminar mucho tiempo lo noto”, confiesa Orantes en la actualidad.
El diagnóstico del doctor Bestit confirmó la gravedad del problema. Pero, tal como ansiaba Manuel desde lo más profundo de su angustia, le ofreció un plan de acción convincente. Un rayo de esperanza. Si hacía un buen trabajo con las abdominales y la cintura para crear un cinturón muscular que le protegiera bien la columna, podía superar ese hándicap. “Así que decidimos dejar de competir tres o cuatro meses. Empezamos a trabajar en el gimnasio del FC Barcelona. Iba todas las tardes una hora y media a hacer los ejercicios y empecé a notar un cambio increíble en la espalda. Por las mañanas seguía jugando, aunque en sesiones más suaves porque el objetivo principal en aquella etapa era recuperarme del todo de las molestias”.
El placer de competir sin dolor
Cuatro meses después empezó a competir. Desde el instante en que salió de nuevo a la pista, quedó claro que la situación, a nivel físico, era muy distinta. Se estrenó en El Cairo, un torneo de menor nivel. Las sensaciones, tras el arduo trabajo realizado, no pudieron ser mejores. Contra todo pronóstico, teniendo en cuenta los cuatro meses de inactividad, se impuso en la capital egipcia, batiendo en la final al francés François Jauffret en cuatro sets. A continuación se desplazó a Montecarlo, un torneo que siempre se le había dado bien. En esas pistas, de tierra batida y a la altura del mar como las del Club Tennis de La Salut de Barcelona en las que se hizo como jugador, había ganado el Campeonato del Mundo sub-16 y sub-18. “Fui con confianza porque allí tenía bastante prestigio, y era un torneo en el que siempre me había sentido cómodo”.
A diferencia de lo que ocurre hoy en día, en aquellos tiempos la ATP no protegía el ranking de los jugadores en caso de que sufrieran una lesión. Por ello, tuvo que disputar la fase previa. Esos partidos de más, en lugar de suponer un inconveniente, le permitieron afianzar las buenas sensaciones con las que llegaba tras su victoria en El Cairo. Volvió a sentir una afinidad especial con las pistas del club monegasco. Ya en el cuadro grande, tras superar sin problemas el compromiso de primera ronda ante el croata Zeljko Franulovic, la providencia del sorteo deparó un duelo ante el primer cabeza de serie del torneo, el norteamericano Arthur Ashe.
Esa exigente prueba de fuego, solventada con un contundente 6-2 6-3 a favor, fue la primera prueba seria de que algo iba bien. Mejor de lo que hubiera esperado en sus augurios más optimistas. Tras ese espaldarazo moral, solventó el resto de duelos que le llevaron a levantar el título con una autoridad incontestable. No solo no perdió un set en toda la semana, sino que en sus últimos tres partidos tan solo cedió un total de 11 juegos: cuatro ante el australiano Dick Crealy, uno ante su compatriota José Higueras y seis en la final ante el sudafricano Bob Hewitt. Definitivamente, el trabajo realizado junto al doctor Bestit, esa arriesgada apuesta por renunciar en seco a la competición y dedicar todas las energías a la rehabilitación de la espalda, estaba dando los frutos esperados.
Aquel mes de abril Manuel regresó al circuito con la ambición de reivindicarse. Las dificultades físicas habían provocado muchas derrotas dolorosas. Le habían impedido ofrecer su verdadero nivel. Ahora, con la espalda del todo recuperada y toda la temporada de tierra batida por delante, el horizonte ofrecía de nuevo un panorama alentador. Efectivamente, su tenis siguió progresando y se impuso en Bournemouth, Inglaterra, y en Hamburgo, Alemania. Y en Roma, la semana previa a Roland Garros, alcanzó la final, en la que se enfrentó al mexicano Raúl Ramírez. El día de la final llovió, y tuvieron que aplazar el partido hasta el día siguiente. De modo que el lunes reanudaron la final y acabó perdiendo en tres disputados sets: 6-7 5-7 5-7.
Los títulos de Bournemouth y Hamburgo y la final de Roma colocaban a Orantes en el grupo de favoritos en Roland Garros. El granadino, además, había sido finalista en la edición anterior, justamente cuando el pinchazo físico ante Borg había sido decisivo para recurrir meses después a la ayuda del doctor Bestit. “Sin querer ser excesivamente confiado, veía que podía tener muchas opciones”. El sorteo deparó un duelo en primera ronda contra el italiano Antonio Zugarelli, al que el año anterior había batido con claridad en el mismo torneo de París. Tras la final en Roma, Orantes llegó a Roland Garros el lunes por la noche y le tocó jugar a las 10 de la mañana del día siguiente. “No había podido ni entrenar, ni calentar e iba muy saturado de partidos. Y lo cierto es que jugué el peor partido de mi vida y perdí 6-3 6-0. La derrota fue más por un problema mío que no por el rival, que en principio era asequible”. La precipitada transición entre la capital italiana y la francesa fue nefasta para sus intereses. “París es muy distinto a Roma, donde hace mucho más calor. Cambia la manera de jugar porque en Roma la pista es más lenta. En París, en la época en que se juega Roland Garros, llueve mucho, las pistas son más duras, cambian también las pelotas de uno a otro torneo… y como no había tenido tiempo de entrenar, me encontré de repente que no estaba bien”. Pero más allá de esas circunstancias, Manuel asume su responsabilidad sin tapujos: “Que te ganen 6-3 6-0 es indicativo de que prácticamente no hubo partido”.
El disgusto por aquella derrota prematura en París fue enorme. Un paso atrás doloroso. Difícil de encajar. Pero no había margen para el desánimo. En primer lugar por una cuestión de principios, dado que una de las virtudes de Orantes a lo largo de su carrera, por su humildad e inteligencia, fue aceptar de buen grado las derrotas. Incluso las más duras. Y en segundo lugar porque ese año el calendario le reservaba una oportunidad de resarcirse en menos de tres meses. Cosas del azar: por primera vez en su historia, el US Open se disputaría aquel año 1975 sobre tierra batida.
Llega el US Open, la hora de la verdad
Hasta entonces el US Open se había jugado siempre sobre hierba. Pero el pésimo estado en que acababa la hierba, tras la enorme acumulación de partidos en un torneo de 15 días, provocó el cambio de superficie. La federación americana se decantó por una tierra de color verde, conocida por entonces como Hard-Tru. “Era distinta a la tierra europea. Más rápida y tenía menos coste de mantenimiento”, recuerda Manuel. El color verde de aquella tierra se aprecia levemente en algunas de las imágenes que circulan por YouTube.
Pero los españoles que por entonces vieron instantáneas de la hazaña de Orantes no pudieron distinguir ese tono verde porque faltaban aún un par de años para que la televisión en color se instaurara en nuestro país. Más allá de esa anécdota cromática, lo decisivo fue que la hierba, rápida e imprevisible en cada bote, dio paso a una tierra batida más lenta y acorde con los biorritmos pausados del juego de Orantes. Teniendo en cuenta que 14 de los 15 torneos que el granadino había ganado por entonces se habían jugado sobre tierra batida, ese cambio de superficie fue clave.
El hecho de que el Open US fuera en tierra batida contribuyó a la decisión de renunciar a Wimbledon. En lugar de cambiar a una superficie como la hierba, en la que sus posibilidades de éxito eran mucho menores, optó por seguir entrenando y compitiendo en tierra. Pronto se vio que la decisión fue acertada. Ese verano de 1975, antes de cruzar el Atlántico, se adjudicó por segunda vez el torneo de Bastad (lo ganó también en 1972), en Suecia, derrotando en la final a José Higueras. Y una vez en la gira norteamericana de tierra, se anotó los títulos de Indianápolis (también por segunda vez tras haberlo levantado antes en 1973), con un solvente doble 6-2 ante Arthur Ashe, y Toronto, con un contundente 7-6 6-0 6-1 ante el rumano Ilie Nastase.
La experiencia negativa de lo ocurrido en Roland Garros dos meses antes le sirvió, en positivo, al llegar al US Open. Acababa de ganar consecutivamente en Indianápolis y Toronto. Lo que implicaba que había competido dos semanas enteras al máximo nivel, con el consecuente cansancio, físico y mental. Y en el torneo previo al US Open, en Boston, disputando los cuartos de final contra el australiano John Alexander, se disparó una alerta en su mente. “La cabeza me empezó a decir ‘a ver si te pasa como en Roland Garros, que acumulaste tantos partidos previos que llegaste desfondado’. Ahí se me fue un poco la cabeza, perdí el partido en el tie-break del tercer set, y tuve tres días de descanso que me fueron muy bien. Quizás fue algo inconsciente, pero me sirvió la experiencia”.
Hasta aquel verano de 1975, no se puede decir que la relación entre Orantes y el US Open fuera buena. Algo lógico, en todo caso, al disputarse sobre una superficie tan poco favorable para él como la hierba. Su mejor guarismo habían sido los cuartos de final. Y aquel episodio quedaba ya lejos, en el año 1971, cuando cayó ante Arthur Ashe sin ofrecer excesiva resistencia, 1-6 2-6 6-7. Pero el hecho de que en aquella edición pasara a disputarse sobre tierra batida cambiaba radicalmente las cosas. Los números estaban ahí. Ese año, catapultado por la recuperación física de la espalda, Manuel había disputado diez finales sobre tierra, anotándose siete títulos. Era, sin duda, el gran dominador de esa superficie.
El US Open se disputó en 1975 en Forest Hills, nombre del barrio neoyorquino donde se encuentra el West Side Tennis Club. La historia del torneo se remonta a 1881, año de los primeros campeones masculinos, mientras que las chicas se estrenarían en 1887. Pero hasta el inicio de la Era Abierta (Open Era), en 1968, cuando el torneo recibió el nombre de US Open, no acogió en una misma sede y de modo simultáneo las pruebas masculinas y femeninas. Esa primera sede oficial fue la mencionada de Forest Hills, y ese año 1968 el torneo admitió por primera vez la participación de profesionales. El periplo de Forest Hills concluyó en 1978, cuando el US Open se trasladó definitivamente al emplazamiento vecino de Flushing Meadows, concluyendo así la fase de tres años, desde 1975 a 1977, en que el torneo se disputó sobre tierra batida.
Nueva York es la ciudad por excelencia. Ahora y siempre. Si hoy en día es uno de los lugares más carismáticos y magnéticos del mundo, cuesta poco imaginar lo fascinante que debía resultar a mediados de los años setenta. En una época mucho menos globalizada que la actual, el germen neoyorquino, con su energía arrolladora, su mestizaje racial, su espíritu transgresor, su mentalidad abierta, su cotidianidad disparatada, sus proporciones gigantescas, su sensibilidad artística y sus ganas de ir siempre más allá de lo establecido… todo aquello tenía que ser realmente embriagador e hipnótico en el año 1975. Infinitamente más interesante, innovador y estimulante que lo que cualquier español podía tener a su alcance en aquellos últimos meses del franquismo.
Manuel se había casado a finales de 1973, con solo 24 años, con su primera mujer, Virginia, una chica valenciana:
Nos conocimos en el torneo de Valencia, en el Circuito del Mediterráneo, en 1973. Fue un primer encuentro agradable, pero se quedó en eso. Y un día, semanas más tarde, yo había acabado de jugar, estaba comiendo y me dijeron que tenía una llamada telefónica. Resultó ser ella, que me confesó que era una fan y que yo le había caído muy bien. Tampoco entonces pasó nada porque empecé a viajar a los torneos, por lo que vivía casi todo el tiempo fuera, y perdimos el hilo. Pero ella me volvió a llamar muchas veces, hasta que nos conocimos más el verano de ese año 1973. Fuimos a jugar una exhibición a Castellón y coincidió que ella veraneaba en Benicàssim. Y fue ahí cuando nos conocimos más y empezamos a salir juntos.
Desde entonces empezó a viajar conmigo, me acompañaba en todos los torneos. Tener una persona que te acompañara siempre, poder hablar de tus cosas, de tus problemas, me ayudaba mucho. Yo di un salto bastante grande en ese aspecto porque necesitaba esa compañía y esa estabilidad. La prueba es que todos mis grandes triunfos los conseguí después de casado. El mundo del tenis es bastante ficticio, vives como en una nube: juegas, sales, todo el mundo te rodea, te agobia, vives en un estado de excitación y no acabas de relajarte. Para mí fue esencial tener al lado una persona como Virginia que me apoyaba y sabía cómo levantarme el ánimo.
Hay que pensar que hasta entonces Manuel viajaba por todo el mundo con otros tenistas españoles, “pero, claro, ellos a lo mejor perdían en el primer o segundo partido y se iban, y si tú te quedabas, porque ganabas, pues te ibas quedando solo. En cambio, si estaba con Virginia me quedaba con ella, podía hablar de temas personales, y eso me fue muy bien”. El aspecto sereno, elegante, contemporizador e imprevisible que distinguió siempre al juego de Manuel en la pista tenía su correspondencia, con esas mismas virtudes, en su forma de ser.
“Yo soy muy tranquilo, no me gustaba ir a una discoteca ni meterme en líos. No. A mí me gustaba estar con ella, dar un paseo, ir al cine, hacer alguna visita cultural, ver un poco la ciudad, visitar museos”. Esa inquietud intelectual, esas ganas saludables de trascender la obsesión deportiva por el tenis que es tan habitual en la gran mayoría de tenistas profesionales, eran sin duda aspectos distintivos y positivos de la personalidad de Orantes. Y no podía haber mejor escenario para satisfacer esa inquietud que la ciudad de Nueva York. “Entonces se jugaba un día sí y un día no, y el día que no jugabas te lo montabas para entrenar a primera hora y te dejabas el resto del día libre. Y piensa que entonces los países eran muy diferentes entre sí. Hoy en día aquí tenemos lo mismo que en todos los sitios. Pero entonces era otra cosa: la música, la ropa… todo era completamente diferente. A mí me gustaba mucho la música, comprar cositas…”, recuerda con cierta nostalgia.
Durante el torneo, la ubicación de los jugadores en pleno corazón de la isla de Manhattan facilitaba esas escapadas culturales. “Estábamos en el hotel Roosevelt, el hotel oficial que nos hacía precio especial a los jugadores”. Desde ahí Manuel y Virginia aprovechaban cada momento de descanso para salir a recorrer la ciudad como dos turistas más. “Hoy día también encuentras cosas diferentes pero entonces era otra cosa… la música, las obras de teatro, los museos… y todo aquello lo aprovechábamos, aunque es cierto que lo disfruté mucho más luego… Siendo ya veterano, me invitaban cada año, e íbamos con los niños (los tuvo con su mujer actual, Rosa). Entonces sí que íbamos a pasárnoslo bien y descubríamos más la ciudad”.
Manuel relata con entusiasmo las vivencias que acumuló en la década de los setenta mientras recorría el mundo entero con la raqueta. “Entonces los países eran muy diferentes. Veías cosas que te gustaban e impresionaban porque eran desconocidas. Si íbamos de compras había cosas para mi mujer que eran imposibles de encontrar en España, abrigos, chaquetas… Y siempre alguien te recomendaba algún lugar especial… ‘vete a esa fábrica de no sé qué’. De hecho, la primera televisión pequeña que tuve la traje de Hong Kong la primera vez que fuimos a jugar la Copa Davis. Es decir que ibas por el mundo y en cada lugar te encontrabas cosas diferentes”.
Y volviendo a Nueva York, destaca: “Recuerdo que además del privilegio de acceder a los mejores museos, obras de teatro o discos de música, nos quedamos impactados al descubrir el primer mall, un centro comercial gigante con tiendas de todas las marcas, donde pasabas el día, comías… al estilo de lo que es hoy L’Illa de Barcelona”. Desde el prisma de dos jóvenes que procedían de un país sometido a la austeridad franquista, un país en el que una proporción demasiado amplia de la población todavía sufría los rigores del hambre, y en el que el máximo exponente de modernidad eran los antiguos ultramarinos, antecesores de los supermercados que aún estaban por llegar, esos enormes centros comerciales eran percibidos casi como elementos futuristas de ciencia ficción. El contraste entre la modernidad de Nueva York y la paupérrima realidad social española era, a mediados de los setenta, abismal.
También recuerdo que en aquella época íbamos a los torneos en metro. Así era en Nueva York, pero también en Londres, en París y en todos los sitios. No estaban todavía las cosas organizadas como lo están ahora. Los torneos no tenían tanto dinero como para disponer de sponsors de marcas de coches que hicieran de chófers para los jugadores. Así que en aquellos años tenías que ir en metro, como todo el mundo (ríe). Con la bolsa y las raquetas colgadas al hombro. Piensa que como entonces el tenis estaba arrancando y la televisión no tenía tanto impacto, la gente de la calle no nos conocía. Luego poco a poco, cuando el tenis empezó a ser más popular y empezó a retransmitirse más en la televisión, ya fue cambiando.
Pero regresemos a la competición. Como era previsible, los primeros compromisos fueron sencillos para Orantes. Hay que pensar que entonces no existía la igualdad competitiva que hay ahora.
No había tanta dedicación profesional. Para hacerse una idea, en aquella época nadie tenía entrenador, ni preparador físico, ni por supuesto psicólogo o dietista. Ahora cualquiera de los cien primeros jugadores te puede complicar la vida a un partido, pero entonces las diferencias eran mayores. Después de ver el cuadro, todos sabíamos que lo importante era a partir de cuartos de final. Los anteriores partidos eran más asequibles, eran partidos que yo tenía bastantes posibilidades de ganar.
Los resultados, efectivamente, así lo confirmaron: victorias sencillas a dos sets ante el sudafricano Bernard Mitton y el indio Sashi Menon en las dos primeras rondas; victoria a tres sets ante el campeón alemán, Hans-Jurgen Pohmann; y en octavos, con partidos ya a cinco sets, victoria en cuatro sets ante el francés François Jauffret. “Jauffret era un jugador muy fuerte en tierra batida, había llegado un par de veces a semifinales de Roland Garros, era muy competitivo. Pero bueno, sabía que podía perder algún set, como así fue, pero tenía muchas posibilidades de ganar”.
Nastase, genio y figura
En cuartos de final empezó de verdad el US Open para Orantes. Su rival, el rumano Ilie Nastase, era uno de los grandes jugadores del circuito. Fue el primer número uno del mundo, coincidiendo con la aparición de los rankings computarizados, en agosto de 1973. Meses antes de alcanzar esa posición, había levantado su segundo torneo de Grand Slam en la tierra batida de Roland Garros. Aquel fue su último torneo grande, después de haberse impuesto en 1972 en el US Open, cuando se disputaba sobre hierba. Debieron ser más de dos, muchos más, a tenor de su extraordinario talento. Pero al rumano siempre le traicionó su carácter, entre díscolo, histriónico e infantil. Eso sí, sumó nada menos que 57 títulos individuales y fue campeón del Masters los años 1971, 1972, 1973 y 1975.
La mirada bonachona de Orantes se ilumina, junto a su amplia sonrisa, cuando recuerda algunos de los episodios vividos con el rumano.
Nastase era un poco infantil. Nosotros le decíamos alguna cosa en broma, como retándole, y él enseguida lo llevaba a cabo. Un año, en 1973, en Louisville, salió la norma de que los jugadores tenían que jugar el dobles con la camiseta del mismo color. Él lo jugaba con Arthur Ashe, y cuando iban a salir, estaban los dos vestidos de blanco y le dijimos: “Nastase, te van a multar porque no vais del mismo color, él es negro y tú no” (Manuel ríe abiertamente). Y el tío cogió betún y se pintó de negro… (más risas).
Nastase nació en 1946, tres años antes que Orantes, y sus carreras discurrieron en paralelo, por lo que coincidieron en infinidad de ocasiones y trabaron una buena amistad.
En otro torneo, en Londres, en el Albert Hall, su partido se atrasó mucho y le tocó jugar muy tarde. Y también le dijimos “Nastase, es muy tarde”, y se puso el pijama para salir a la pista a jugar. Y otra vez estábamos en un hotel y le cambió la tarjeta del desayuno al croata Nikola Pilic, que lo había pedido a las 9 de la mañana. Se la quitó y puso otra tarjeta pidiendo tres desayunos enteros a las 4 de la mañana… (ríe). Los del servicio de habitaciones le despertaron, y el otro se encontró con toda la comida en una mesa (más risas). Era un tío muy bromista, pero era por ese aspecto infantil, siempre de buena fe.
De hecho, si uno indaga en la trayectoria de Nastase, además de constatar la opinión unánime de que fue uno de los grandes talentos de todos los tiempos, se encuentra con una amplia variedad de episodios disonantes. En cierto modo, fue uno de los grandes exponentes de una etapa del tenis que quedó definitivamente atrás. Algo así como el último mohicano de un tiempo en el que brotaron por doquier jugadores tan carismáticos que, por tener, hasta tenían nombres carismáticos: Vitas Gerulaitis, Arthur Ashe, John McEnroe, Jimmy Connors, Stan Smith, Adriano Panatta, Björn Borg... Los más viejos del lugar recordarán sin duda la gracia de Nastase para improvisar charlas distendidas con el público, su afición por bromear con los rivales, incomodarlos o increparlos si se le cruzaban los cables, o sus acaloradas discusiones con los árbitros…
Todo en él, desde su habilidad para inventar golpes inverosímiles hasta su comportamiento imprevisible y a menudo inclasificable, era puro espectáculo. Era, por todo ello, uno de los jugadores más apreciados por el público. En la lista negra de su hoja de servicios como enfant terrible del tenis destaca una ocasión en la que, tras discutir con un juez de red que le había anulado un punto de saque al considerar que la bola había rozado la red, impactó un saque de forma deliberada en su cabeza. Una vez concluida su carrera, la polémica siguió acompañándole. En su autobiografía, titulada Mr Nastase y publicada en el 2004, se jactó públicamente de haberse acostado con más de 2.500 mujeres. A lo que su tercera esposa, Amalia Teodosescu, 30 años menor que él, replicó declarando sentirse orgullosa de haber conquistado a semejante hombre.
Dicho todo esto, hay que valorar en positivo la excelente relación que siempre mantuvieron el español y el rumano. “Tanto con Nastase como con todos, yo siempre me portaba deportivamente, y ellos siempre me respetaban. De hecho, a algunos jugadores Nastase intentaba humillarlos, reírse de ellos durante el partido, pero conmigo no, siempre me respetaba”. Circunstancia que tiene especial mérito si tenemos en cuenta que a lo largo de sus carreras se enfrentaron un total de 25 veces, con un balance muy favorable al rumano de 17 victorias por solo 8 derrotas. Aun así, aquel año 1975 Manuel estaba en plena forma y afrontaba el duelo con optimismo. “Yo le había ganado la final de Toronto, dos semanas antes, por un claro 7-6 6-0 6-1”.
Manuel también había salido airoso en el enfrentamiento anterior al de Toronto, dos semanas antes de Roland Garros, cuando en las semifinales de Hamburgo disputaron un duelo tan reñido como indica el marcador final, 7-5 6-4 2-6 6-7 7-5. Pero antes de esas dos victorias consecutivas de 1975, Nastase había concatenado nada menos que nueve victorias, incluidas las finales del Trofeo Conde de Godó de 1973 y 1974 y las finales de Madrid y Valencia de ese año 1975. Si miramos el balance total hasta ese duelo de cuartos de final del US Open de 1975, Nastase mandaba con 12 victorias por solo 4 derrotas.
En definitiva, aunque se tratara de un rival contra el que tenía un escaso bagaje de una victoria cada cuatro encuentros, Orantes contaba con dos argumentos que invitaban a cierto optimismo: le había ganado los dos últimos duelos, y jugaban en tierra batida, algo decisivo teniendo en cuenta que, como recuerda Manuel, “Nastase sobre todo me ganaba más en pista rápida”.
En el US Open siempre trataron muy bien a Orantes. Si algo distingue al público norteamericano, como aclara Manuel, “es que aprecian el deporte y la técnica. No son tan nacionalistas como en Europa o España, donde se protege más lo nuestro y la furia. No, allí van a ver deporte, con espíritu deportivo, y es allí donde jugué mi mejor tenis. En ese sentido, notar que el público estaba conmigo y apreciaba mi manera de jugar me daba mucha moral”. Manuel se siente a gusto recordando aquella etapa luminosa en la que él, un granadino veinteañero de origen humilde, criado entre barracones en el barrio barcelonés del Carmel, triunfó contra todo pronóstico al otro lado del Atlántico: “Si miras mi historial verás que las mejores victorias de mi vida todas han sido allí: a parte del US Open, gané el Mundial de Miami, Indianápolis tres veces, Boston en dos ocasiones, Louisville, el Masters en Houston y la Orange Bowl”.
Pero, tal como aclara con su modestia habitual, no es que el público norteamericano le apoyara más a él:
A Nastase también le querían mucho, porque era un jugador con mucha técnica. Jugaba muy bien. Es decir que ellos apreciaban el partido. No es que se pusieran en contra de él o a favor mío. No, veías que apreciaban el partido, porque los dos éramos jugadores más técnicos que físicos, destacábamos por nuestro talento, y hacíamos buenas jugadas. Veían las estrategias, la lucha del uno contra el otro, cómo intentaba cada uno imponer su juego, su ritmo. Además, los puntos eran bonitos, hacíamos buenas dejadas, buenos lobs liftados, passing shots, y él como deportista era muy querido en todos lados por eso.
Como no puede ser de otro modo tras haber salido derrotado hasta en 17 ocasiones en sus duelos personales, Manuel confiesa abiertamente su admiración por Nastase:
Para mí, en esa época, como jugador global, Nastase era mucho mejor que todo el resto. Yo lo pondría entre los mejores de todos los tiempos, aunque por una cosa u otra al final solo ganó dos torneos del Grand Slam y cuatro Masters. No ganó más por la mentalidad. Si él hubiera sido más serio, con una cabeza mejor amueblada… Pero él se divertía, el tenis para él era para disfrutarlo. Y aunque ganó bastante, podría haber ganado mucho más si no llega a ser por errores tontos, por no hacer lo que tenía que hacer, por no ser profesional. De los que yo he conocido era el que tenía más talento natural. Y físicamente era muy fuerte, pero lo que le fallaba era la cabeza. Estaba más pendiente de las bromas, de divertirse.
Técnicamente era un poco como Federer. Te ponías frente a él y decías “¿cómo le voy a jugar?, ¿qué falla?, ¿qué golpe tiene malo?”. No, todo lo controlaba muy bien. Dependías un poco de él. Es decir tú podías jugar muy bien, pero si él jugaba bien, te ganaba. Tan solo esperabas que no le saliera todo, porque no tenía puntos flojos. Así como con Connors sabía que debía ponerle la bola rasa, o muy alta, para que no me pegara tan fuerte, para que no me contraatacara tanto, con él no. Con él se trataba de jugar tu mejor tenis, estar concentrado, y esperar que él bajara un poco su nivel porque si no no tenías nada que hacer.
Empecé jugando muy bien. Para mí ese partido fue el mejor de todo el torneo. Los dos primeros sets fueron increíbles.
De aquel día, además de lo inspirado que se sintió con la raqueta y lo mucho que disfrutó, Orantes recuerda que jugaron en unas condiciones climáticas extremas, bajo un sol abrasador. “A principios de septiembre, en Nueva York, el calor era increíble. Había mucha humedad, y había muchos abandonos por calor. Pero a mí el calor nunca me afectó tanto. Prefería jugar con calor porque mi musculatura era más cerrada y dura, y con el frío me costaba más”.
• Ilie Nastase conecta un drive en carrera durante su partido contra Orantes en los cuartos de final del US Open de 1975. | Tony Triolo / Sports Il.-Getty
Después de sumar un primer set inmaculado en el que solo cedió dos juegos, Orantes siguió destilando su mejor tenis. Las buenas sensaciones experimentadas en los partidos anteriores, que de hecho habían aparecido desde su regreso triunfal a la competición en marzo, con las victorias consecutivas en El Cairo y Montecarlo, seguían a flor de piel. La agradable sensación de golpear una y otra vez con acierto, de ver que la bola obedecía y viajaba allí donde él quería, ejecutara el golpe que ejecutara, iba acompañada esta vez por la estabilidad y la fortaleza física que había echado en falta en tantas finales los años anteriores. Ni siquiera el tremendo calor neoyorquino hizo mella en la resistencia física que con tanto esfuerzo había generado en las arduas sesiones de trabajo con el doctor Bestit. Así, el segundo set, con algo más de igualdad en el marcador, cayó también de su parte, 6-4.
“Vuelve a sacar y tiraré la pelota fuera”
“Luego, en el tercer set, se empezaron a igualar las cosas. Él subió un poco más su nivel, y yo no pude controlar tan bien el juego. Fue algo lógico, porque tampoco era normal que a un jugador tan bueno le ganara tan fácil”. Con ese cambio de tendencia, Nastase tomó la delantera en el marcador de ese tercer set hasta que se produjo otro de los episodios que quedó para el recuerdo. El rumano, con bola de set a favor, conectó un saque ganador a la línea, pero el árbitro la cantó fuera:
Nastase se enfadó mucho discutiendo con el árbitro, y yo le dije: “No, no, se ha equivocado, no te preocupes, repetimos el punto, vuelve a sacar y yo tiraré la pelota fuera”. Cuando él volvió a sacar yo tiré la pelota contra el suelo intencionadamente, para que él lo viera claramente porque yo no quería que él se pusiese nervioso. A mí me gustaba cómo jugaba, y si se ponía muy nervioso el partido podía acabar mal. De hecho, dos semanas antes, en el Open de Toronto, pasó algo parecido y no recuerdo exactamente pero él acabó histérico en la pista, gritándole al árbitro.
Un episodio así, en el que el árbitro aceptara la solicitud de un jugador de repetir el punto, resultaría inconcebible hoy en día. Pero aquellos eran otros tiempos. “Yo vi claro que había sido buena porque en tierra queda la marca. Se lo dije al árbitro, pero como no podía cambiar su decisión, sugerí que tirásemos dos más. El árbitro accedió, cosa que por entonces era normal. Si el árbitro veía que colaborabas con él había esta posibilidad de llegar a un acuerdo así. Entonces no había ni ojo de halcón, ni los árbitros eran tan profesionales, ni eran siempre los mismos que viajan por todo el mundo”. En el momento en que Orantes, con bola de set en contra, respondió el saque y, efectivamente, tal como acababa de prometer a su adversario, lanzó deliberadamente la bola contra el suelo, los miles de espectadores estallaron en un ruidoso clamor de aplausos y vítores.
“El público aplaudió mucho, esas cosas le gustaban. Antes era algo habitual, al público le gustaba que hubiera deportividad en la pista. Además, como yo estaba ganando fácil su alegría fue aún mayor porque aquello significaba que el espectáculo continuaba”. Sin abandonar su modestia habitual, Orantes sigue hoy en día describiendo aquel lance como algo corriente.
En todo caso, el público, que ya llevaba un buen tiempo disfrutando de aquel extraordinario partido, celebró el gesto como algo excepcional. Estaba asistiendo a un duelo tenístico de primerísimo nivel, con dos de los jugadores más talentosos del momento recurriendo a sus mejores artes para llevar la contienda de su lado. Y en medio de aquella batalla trufada de dejadas delicadas, lobs imprevisibles, passings precisos y preciosos, vertiginosas subidas a la red, voleas inverosímiles, saques malintencionados… en medio de aquel soberbio espectáculo deportivo, un detalle humano de categoría, una muestra sencilla y clara de respeto personal, ponía la guinda perfecta al pastel.
Llama la atención en positivo, además, que la explicación que ofrece hoy en día Orantes es que, más allá de devolver a Nastase lo que por justicia debía ser suyo, es decir ese tercer set, dado que el saque había sido bueno, en el fondo su gesto iba encaminado a no ensuciar el partido. Como haría un buen padre cuando ve que su hijo pierde los estribos ante una situación injusta, Manuel tranquilizó a su rival. Comprendió su frustración, se puso en su piel y actuó de forma empática e inmediata para que la pataleta no fuera a mayores. Esa de por sí fue una reacción caballerosa, bondadosa. Pero a toro pasado, resulta todavía más encomiable el hecho de que lo que de verdad quería Manuel era seguir disfrutando de ese extraordinario partido de tenis.
No se cuestionó siquiera el hecho de que el gesto implicaba pasar al cuarto set y, de resultas, la posibilidad de que Nastase pudiera acabar remontando. No. Lo que importaba, en primer lugar, era que Nastase se había merecido ese set. Que, por simple ética personal, había que reconocérselo como a él seguramente le hubiera gustado que se lo reconociera Nastase si la situación hubiera sido la misma en sentido opuesto. Pero sobre todo lo que importaba era que Orantes no solo no le hacía ascos a la necesidad de disputar un cuarto set, sino que estaba encantado con ello. Ese es el espíritu deportivo genuino que siempre le distinguió como algo más que un simple tenista. El tipo de matiz que, en esa y en muchas otras ocasiones a lo largo de su carrera le elevó, y aún hoy en día le eleva, al estatus de buena persona. De alguien querido por los que tienen el gusto de conocerle.
En la actualidad un detalle como este podría ser examinado del derecho y del revés por cualquier aficionado al tenis, que seguramente dispondría de más de una toma, televisiva o de móvil, para recrearse en el lance. Podría inspeccionar a cámara lenta el bote para cerciorarse si realmente había sido buena, repasar las muestras de indignación de Nastase en su furiosa arremetida contra el árbitro, admirar la caballerosa reacción de Orantes y fijarse en el posterior gesto de agradecimiento del rumano. Como aquello sucedió hace 47 años, sin la disección audiovisual a la que estamos acostumbrados con la actual plaga de móviles y cámaras que todo lo graban, el único recurso que tenemos a mano es el testimonio de uno de los protagonistas: “Me hizo un gesto dándome las gracias y ya está. Su reacción tampoco fue nada extraordinaria porque eso se hacía mucho entonces. Así que no se sorprendió ni manifestó nada especial. Es cierto que en este caso fue más destacado, porque era un punto importante que le daba el set, pero era algo habitual entonces”.
La entereza con que Orantes afrontó la llegada del cuarto set tuvo enseguida consecuencias en el marcador. Si el rumano había invertido la situación para adjudicarse el tercer set por 6-3, en el cuarto el español recuperó el control del juego y volvió a sentirse dominador. Aliado de nuevo a la imperiosa necesidad de desplegar su mejor tenis si quería tener opciones ante uno de los grandes jugadores del circuito, Orantes volvió al plan original que tan buenos resultados le estaba dando. Volvió a arriesgar, a soltar el brazo y a ser valiente en sus decisiones. La espalda aguantaba a la perfección, las piernas se movían ágiles y los golpes fluían sin aparente esfuerzo llevando la bola allí donde dictaba su cabeza. Ese último set, pues, cayó de su lado y el partido se cerró en cuatro mangas: 6-2 6-4 3-6 6-3.
En aquella época el US Open se disputaba, como ahora, en 15 días. Así que habitualmente había un día de descanso entre un partido y el siguiente. El partido ante Nastase había sido redondo: no solo le había servido para desplegar su mejor tenis en mucho tiempo sino que, además, tampoco había sufrido un gran desgaste. “Físicamente me encontraba muy bien, después de haber recuperado la forma con el programa del doctor Bestit. Además, tras la inyección moral de ganar a Nastase en el que fue mi mejor partido hasta entonces, llegaba a las semifinales en la mejor situación posible”. En todo caso, el rival, el argentino Guillermo Vilas, planteaba un reto complicado.
Semifinal a muerte contra Vilas
El argentino aparecía en el cuadro como segundo favorito del torneo. Por entonces no había alcanzado el potencial que le destacaría en años posteriores como uno de los grandes jugadores de la historia del tenis. Pero sí era ya, por derecho propio, uno de los mejores tenistas del momento. En concreto, a finales de aquel verano, durante la disputa del US Open, era el cuarto jugador en el ranking ATP, mientras que Orantes era el quinto. Si a lo largo de su carrera Vilas llegó a sumar nada menos que 62 títulos, incluidos cuatro grandes –Roland Garros y US Open en 1977 y Open de Australia en 1979 y 1980–, aquel verano de 1975, recién cumplidos los 23 años, tan solo había ganado 12.
La única victoria importante que había logrado por aquel entonces era la del Masters de 1974, disputado sobre hierba en Australia, imponiéndose en la final a Nastase y derrotando previamente a jugadores del nivel de Borg o el mexicano Ramírez. Eso sí, dos meses antes de aquel US Open de 1975 había alcanzado la primera de las ocho finales de torneos grandes que disputaría a lo largo de su carrera. Fue en Roland Garros, donde un pletórico Björn Borg le superó en tres cómodos sets (6-2 6-3 6-4) para sumar su segundo título en París, tras el logrado un año antes frente al propio Orantes.
Célebre por haber creado y popularizado el willy (alude a la traducción de su nombre al inglés), el golpe que se realiza entre las piernas de espaldas a la red, Vilas posee el récord de mayor número de victorias, 130, en una sola temporada. Fue en 1977, cuando también estableció el récord de mayor cantidad de títulos ganados en un año, nada menos que 16. Así como el de mayor número de partidos ganados de forma consecutiva, 46. Al concluir su prolífica carrera, se posicionó como el cuarto tenista en número de partidos ganados en el tour profesional, totalizando 951, solo por detrás de Jimmy Connors (1.274) e Ivan Lendl (1.068) (ranking de jugadores ya retirados, que no incluye a Roger Federer, en la actualidad segundo tras Connors con 1.251). Pero, para situarnos mejor ante el reto que afrontaba Orantes en aquella semifinal del US Open de 1975, vale la pena recordar que Vilas logró todos esos hitos a posteriori.
Lo que contaba principalmente entonces era que sus últimos duelos personales invitaban al optimismo. “Ese año empecé a superar a Vilas con cierta facilidad. Le había ganado, siempre en semifinales, tanto en Inglaterra como en Roma e Indianápolis, esa última vez solo tres semanas antes del US Open. En 1975 habíamos jugado tres partidos y no había perdido ningún set. Es decir que de inicio era él quien lo tenía peor”. Esas tres victorias consecutivas de 1975 dejaron el parcial de sus enfrentamientos personales en seis victorias por cinco derrotas.
Lo determinante era que, si en 1974 había salido derrotado en cuatro de sus seis duelos, en 1975 la dinámica se había invertido. Y de un modo radical, como indican los marcadores de las tres semifinales mencionadas: Bournemouth (Inglaterra) doble 6-2, Roma triple 6-2 e Indianapolis 6-4 6-2. Puestos a hilar más fino, vale la pena resaltar que de las cuatro victorias de Vilas en 1974 tres se dieron en finales, las de Gstaad, Toronto y Buenos Aires. Curiosamente, fueron las tres únicas finales que disputaron en las 15 veces (su head to head particular concluyó con un 8 a 7 favorable a Orantes) que se enfrentaron a lo largo de sus carreras.
Si bien es cierto que esas tres finales perdidas en 1974 supusieron un duro revés para Manuel, también hay que apuntar que una de las dos victorias que logró ese año sobre su oponente fue muy significativa: la remontada en la ronda de treintaidosavos de Roland Garros. Aquel 3-6 3-6 7-6 6-3 6-2 era su único enfrentamiento previo en uno de los cuatro torneos grandes. Y coincidía también en que había sido en tierra batida. Era, pues, un antecedente que estaba ahí. Una realidad del pasado que, en caso de haberse dado un marcador distinto de salida, hubiera sido ignorada. Pero ese recuerdo fue cobrando más y más presencia conforme el guion del partido se fue asemejando más y más a lo sucedido en París 15 meses antes. Efectivamente, como en aquella ocasión, el argentino se adelantó en los dos primeros sets y cedió el tercero.
Alentado quizás por el recuerdo de esa mala experiencia, la reacción del argentino al inicio del cuarto set fue fulgurante. Como si quisiera evitar a toda costa una reedición de aquella dolorosa remontada, llevó el marcador al guarismo que justifica este capítulo: ese 6-4 6-1 3-6 5-0 y 15-40. Esos cinco match-balls que nunca supo concretar. Esos cinco instantes que, por la resistencia física y psíquica de Orantes, y también por esas paradojas inauditas que tiene la vida, en lugar de entregarle el botín de la ansiada final, le colocaron en lo alto de un enorme acantilado desde el que acabaría precipitándose.
Veamos cómo lo recuerda Orantes: “Empecé bastante mal. El primer set fue muy igualado y cayó de su lado por un estrecho margen. Pero en el segundo todo fue a peor. Él se animó al verse por delante, y yo no supe mantenerme en el partido”. Vilas había protagonizado un torneo inmaculado hasta semifinales. Como segundo favorito, había solventado todos sus partidos con marcadores muy claros. Cierto que, como comentaba antes Orantes, las diferencias entre el vagón de proa y el resto eran en aquella época muy sustanciales. Pero una idea de lo bien que se encontraba en el torneo la daba el contundente 6-2 6-0 6-0 que firmó en los dieciseisavos ante un rival de cierto nivel como el checoslovaco Jan Kodes, campeón en Roland Garros en 1970 y 1971 y en Wimbledon en 1973.
“Vilas empezó jugando bien. Venía muy mentalizado y yo no supe dominar el partido como solía hacer. No supe imponer mi ritmo. A él le gustaba mucho jugar de fondo, y pelotear con largos intercambios. Y yo, como hacía con Borg, lo traía para adelante, le hacía dejadas, le rompía el juego”. La intención de Orantes, como había hecho con excelentes resultados en las tres últimas victorias consecutivas de aquel año 1975, era imponer su táctica. Pero esa táctica, que consistía en evitar los largos peloteos en los que Vilas se sentía más cómodo, requería un alto porcentaje de aciertos, una elevada inspiración. “Al principio yo no estuve tan fino, y él estaba muy rápido. Llegaba muy bien a las dejadas, tiraba muy fuerte, y me dificultaba el pasarle cuando lo traía a la red porque llegaba muy bien a la pelota”.
Orantes, a lo largo de los setenta, vivió la transición del tenis desde el amateurismo a una profesionalización cada vez más enconada. En ese proceso destaca a Vilas como uno de los pioneros en concebir el deporte de la raqueta como una profesión. Si Nastase era el ejemplo perfecto del tenis amateur que priorizaba el espectáculo, la diversión y el riesgo, Vilas se postuló enseguida como uno de los primeros exponentes del tenis profesional, más resultadista y eficaz, que asomaba ya a la vuelta de la esquina. “Era como Borg, aunque con menos juego, menos nivel. Borg y Vilas fueron los dos jugadores de la época que más contribuyeron a cambiar la mentalidad del mundo del tenis. Son los que empezaron a jugar de manera diferente, fuertes físicamente, fuertes mentalmente. Fueron los primeros en tomarse el tenis como lo más importante de su vida”.
Ambos sobresalieron por su potencial físico. Y por instaurar los golpes liftados, menos espectaculares para el gran público pero mucho más eficaces de cara al marcador. Hasta la fecha el tenis consistía en el arte de atacar. Un poco al estilo del espadachín que en esgrima se abalanza expeditivo contra su rival. A mediados de los setenta, el ADN del deporte que los ingleses habían exportado a medio mundo a finales del siglo XIX seguía obedeciendo a un único guion esencial: desbordar a tu rival con tiros precisos y profundos que describían trayectorias rectas hacia las esquinas desguarnecidas de la pista.
• Guillermo Vilas prepara un golpe de revés bien posicionado con sus fuertes piernas. El argentino llegó al US Open de 1975 como segundo cabeza de serie y estuvo a punto de cumplir el pronóstico y alcanzar la final. | Universal-Corbis-VCG / Getty
Con la irrupción de Borg y Vilas el guion sufrió una decisiva mutación genética. El mundo entero descubrió los beneficios que un estilo defensivo podía llegar a tener. La pelota ya no superaba la red a escasos centímetros de la cinta. Ahora lo hacía a gran altura y con mucho efecto rotatorio. Lo que implicaba que los puntos se alargaban y aparecía como elemento decisivo la resistencia física, aspecto en el que tanto el sueco como el argentino sobresalían. Para ser más precisos, la gran revolución protagonizada por Vilas y Borg fue instaurar el revés liftado. Atacar el revés de tu rival y subir a la red, en los tiempos en los que solo se utilizaba el revés cortado, ofrecía una garantía muy alta de anotarse el punto. Con la aportación del revés liftado, que enseguida adoptaron una buena proporción de profesionales de la época, aquello ya no se sostenía.
“Vilas y Borg fueron un poco los creadores del juego moderno. Antes, si te fijas en cómo jugaba Nastase, cómo jugaba Panatta, Stan Smith o yo, todos éramos distintos. Unos eran de una manera y otros de otra, unos tenían unas cualidades, otros otras. Pero Borg y Vilas no, en ellos lo primordial era lo físico, la consistencia y la fuerza”. Llegados a este punto, Manuel manifiesta un cierto orgullo al añadir: “Y era curioso porque a ellos les preguntaban y reconocían que el jugador con el que menos les gustaba jugar era conmigo. Porque les sacaba de su táctica, me metía más adentro, y como tenía buenos toques, a la segunda les traía a la red, no les dejaba imponer su juego de desgaste con peloteos largos. Lo pasaban mal porque yo les imponía el ritmo que no les gustaba, subían más a la red que nunca…”, concluye sin reprimir su risa bonachona.
Amistad truncada
Al principio del relato incidimos en la recuperación física como una de las claves que permitió a Orantes protagonizar la remontada que nos ocupa. Y apuntamos también que en esa semifinal ante Vilas el aspecto psicológico fue igual de determinante que el físico. La historia se remonta a un año antes, concretamente a julio de 1974. El origen fue la precipitada ruptura entre Orantes y la que por entonces era su habitual pareja de dobles, el jugador del Real Club de Tenis Barcelona (RCTB), Antonio Muñoz. En aquella época el ranking era global y se establecía sumando los puntos de individual y de dobles, lo que implicaba que todo el mundo jugaba ambas disciplinas. “Yo hacía pareja con Antonio, que jugaba muy bien. Y era importante, porque entonces yo luchaba por los primeros puestos. Y cuando llegué a Wimbledon, me enteré de que Antonio no venía. Traté de convencerle haciéndole ver que teníamos posibilidades de llegar lejos, pero él se negó porque no había accedido al cuadro de la prueba individual”.
Aquel desencuentro supuso la ruptura de la pareja. “Entonces dejé de jugar con él y me puse a jugar con Vilas. Y lo cierto es que nos fue bastante bien porque en apenas seis meses ganamos el torneo de Buenos Aires y llegamos a la final del Godó, en la que caímos ante Nastase y mi amigo Joan Gisbert”. Si Orantes optó por jugar el dobles con Vilas tras su desavenencia con Antonio Muñoz fue porque el argentino era uno de los tenistas con los que mejor se llevaba del circuito. Pero en pocos meses esa excelente relación personal se estropeó a raíz de varios episodios.
Para entender lo que sucedió entonces conviene recordar que Vilas es tres años y medio menor que Orantes. Cuando en junio de aquel verano de 1974 empezaron a jugar el dobles juntos, el granadino era el décimo en el ranking ATP, había alcanzado el segundo puesto a mediados de 1973 y sumaba ya 11 títulos. Por su parte, Vilas, que tan solo había sumado uno de los 62 títulos que alzó a lo largo de toda su carrera, era el 23.º del ranking ATP. Por tanto, en el instante preciso en que se formó la pareja, el bueno era Orantes. Vilas aceptó la propuesta de Manuel, encantado de que alguien consagrado en las primeras posiciones del circuito le diera la oportunidad de jugar con él. “Entonces yo era mejor que él, y él me tenía más respeto. Para él era un placer jugar conmigo porque yo le ayudaba a conseguir muchos puntos para su ranking individual”. Pero justo después de estrenarse como pareja de Orantes en Wimbledon, Vilas entró en una racha sensacional de victorias. En esa segunda mitad de 1974, desde que en el mes de julio se impuso en el torneo de Gstaad, sumó nada menos que siete títulos, catapultándose al quinto puesto del ranking ATP al concluir la temporada.
Tras conquistar sobre tierra los torneos de Gstaad, Hilversum, Louisville, Montreal, Teherán y Buenos Aires, Vilas remató la temporada con uno de los mayores logros de su carrera, la victoria sobre hierba en el Masters de Australia. Pese a no ser para nada un especialista en esa superficie, el argentino protagonizó una actuación impecable ante los otros siete mejores jugadores de la temporada: no perdió ningún partido y derrotó a tenistas tan ilustres como John Newcombe y Björn Borg en la fase de grupos, Raúl Ramírez en las semifinales, y en la final a Ilie Nastase con un marcador que habla por sí solo del enorme partido que disputaron para dirimir el nombre del maestro de 1974: 7-6 6-2 3-6 3-6 6-4.
Aquel intenso periodo de victorias modificó la mentalidad de Vilas. De pronto, en menos de medio año, se vio encumbrado a los altares por la pasión desbocada del pueblo argentino. Cualquiera que haya viajado por Sudamérica habrá comprobado que los argentinos comparten con los italianos el germen latino de la pasión. No es casualidad: entre 1870 y 1960, unos tres millones de italianos emigraron a Argentina, convirtiendo a los descendientes de Italia en la principal comunidad europea del país, por delante incluso de la española. Ambos pueblos se expresan con una alegre entonación cantarina. Ambos se caracterizan por vivir la vida a fondo. Por disfrutarla con mucha intensidad. Con mucho sentimiento. Esa apasionada genética latina contribuyó al fulgurante endiosamiento de Vilas.
El fenómeno Vilas fue aún mayor debido a la situación compleja que vivía el país. La sociedad argentina, inmersa en una crisis social, económica y política que en 1976 desembocaría en el golpe militar del general Jorge Rafael Videla, era especialista en subsistir a aquellas desgracias entregándose a una de sus patologías endémicas: la mitomanía. Fue como si se pusieran de acuerdo en purgar sus miserias proyectando toda esa frustración hacia algo saludable y positivo como venerar a sus ídolos deportivos. En esas circunstancias, que a sus 22 años Vilas fuera devorado por el éxito fue algo lógico y comprensible.
Años más tarde, ese fenómeno de simbiosis entre la pasión del pueblo argentino y un deportista con un perfil psicológico propenso a la adulación volvería a reproducirse, aun a mayor escala, en la figura del malogrado Diego Armando Maradona. Pero esa es otra historia.
Así recuerda Orantes la transformación de Vilas: “En aquella época él empezó a crecerse, a subírsele a la cabeza el éxito, sobre todo a raíz de esa victoria en el Masters, en hierba y en Australia. Pero antes ya tuvimos un problema”. La primera semana de noviembre de aquel año 1974 ambos disputaron el torneo de Suecia, en Estocolmo. En el posterior vuelo hacia Argentina, Orantes le comentó que, tras la disputa del torneo de Buenos Aires, dudaba si regresar a Barcelona para entrenar en hierba durante la semana de descanso previa al Masters de Australia. “Él me dijo: ‘No, no, no, aquí tenemos una pista de hierba, ¿por qué no te quedas aquí entrenando conmigo?’”. De modo que Orantes aceptó de buen grado y decidió permanecer en Buenos Aires. A todas estas, la semana en la capital argentina fue muy intensa para los dos. Se impusieron en la prueba de dobles y en el cuadro individual ambos alcanzaron la final, que ganó Vilas en cuatro sets, 6-3, 0-6, 7-5, 6-2, para deleite del público local, que vio a su jugador predilecto defender con éxito el que un año antes fuera su primer título profesional.
Durante el torneo Manuel confiesa que empezó a ver poco a su pareja tenística. Hasta el punto de que cuando tenían que jugar ni siquiera iba al vestuario a cambiarse. Entonces le dijo: “Ostras, Guillermo ¿dónde te metes?”. La respuesta de Vilas fue la siguiente: “Es que aquí me han puesto un vestuario a mí solo, debajo del estadio, ¿por qué no vienes a cambiarte conmigo?”. Así que Manuel fue un día. “En el vestuario privado que le habían montado tenía una cama para dormir, y tocaba ahí la guitarra”. Una vez disputadas las finales, teniendo en cuenta que Vilas le había invitado a quedarse en Buenos Aires durante la semana de descanso previa al Masters de Australia, Orantes le dijo: “Llámame mañana para quedar para entrenar en la pista de hierba”. Vilas, por supuesto, accedió a llamarle. “Pero bueno, resulta que el lunes no me llama, el martes no me llama, el miércoles no me llama… Incluso en el hotel pregunté dónde estaba la embajada española para conseguir el visado para viajar a Australia, y menos mal que me conocieron y me ayudaron y me lo dieron muy rápido…”.
Hasta el sábado en que nos encontramos en el aeropuerto. Y le digo ‘Hombre, Guillermo, me has tenido toda la semana aquí, me he quedado en Buenos Aires para entrenar contigo en hierba y ni siquiera me has llamado’…”. A lo que Vilas respondió: “‘Ah, es que aquí yo soy muy famoso, no puedo salir porque me acosan por la calle”. Quedaba claro que el éxito distorsionaba su percepción de la realidad. ¿Cómo, si no, iba a responder a un amigo, a un compañero al que acababa de decepcionar, excusándose con el argumento de su propia fama? Orantes, elegante incluso cuando se trata de recordar instantes ingratos, resuelve el episodio sin hacer excesiva sangre: “Bueno, ya estaba un poquito raro, pero no quise que fuera más allá”. Tenían por delante muchas horas de vuelo hasta Australia y, con buen criterio, no quiso entrar en conflicto para no estropear la situación.
Llegaron con diez días de antelación a Australia para entrenar a fondo sobre hierba. Ambos eran consumados especialistas en tierra batida y necesitaban dedicar horas extra para adaptarse a una superficie tan distinta, tanto más rápida. “Estuvimos varios días trabajando muy intensamente en sesiones de mañana y tarde, con un preparador físico argentino que había contratado él y que era una gran persona y un gran profesional. Recuerdo que al principio yo le pegaba unas palizas increíbles, lo que probablemente le ayudó. El caso es que acabó ganando el Masters. Yo, en cambio, perdí ante Raúl Ramírez e Ilie Nastase en la fase de grupos y no me clasifiqué para las semifinales”.
Entonces, cuando estaba a punto de arrancar el Masters, se produjo otra de las situaciones que acabarían por enterrar la amistad que habían mantenido Manuel y Guillermo. “Cuando llegaron Connors y Borg a Australia, en una rueda de prensa Vilas dijo: ‘Yo el año que viene quiero jugar el dobles con Borg, soy un admirador suyo y quiero jugar con él’. Y claro, yo había estado jugando con él cuando era mejor jugador que él y de repente dice esto sin decirme nada antes. Esto me dolió un poco”. Como indica Manuel con su sinceridad transparente, la base de todos esos comportamientos estaba en su deficiente gestión del éxito personal. “El problema fue cuando se creyó mejor que yo. Porque podría haberme dicho ‘Oye, voy a jugar el dobles con otro, muchas gracias por haber jugado conmigo’…”.
Tras completar una segunda mitad del año 1974 impresionante en lo deportivo, con nada menos que siete títulos y con el sensacional y muy meritorio broche de oro que suponía esa victoria sobre hierba y frente a los mejores en el Masters, Vilas también había completado en esos seis meses una transformación humana notable. En este caso, como pudo comprobar Orantes, no tan positiva.
Cinco ‘match-balls’ salvados
Orantes resume toda aquella etapa de desencuentros con Vilas con meridiana claridad: “Empezó a hacer cosas que a mí no me gustaron. En 1975, cuando volvimos a vernos, la relación ya fue más distante. Y en vez de recuperar la amistad que teníamos fue al contrario. Todo lo que había pasado hacía que le tuviera más ganas en la pista”. Trasladando todo aquello a lo que nos ocupa, a la histórica remontada, Manuel aclara: “Por eso en la semifinal, cuando iba 5 a 0 en contra en el cuarto set, me seguí agarrando. A lo mejor si hubiera sido contra otra persona hubiera claudicado, pero no contra él”.
De hecho, Orantes confiesa que aquella experiencia de amistad y posterior distanciamiento con Vilas marcó para siempre sus posteriores enfrentamientos en pista. “Desde entonces todos los partidos que jugué con él fueron para mí muy intensos. Cuando una persona no me caía bien me agarraba más al partido. En cambio perder con un amigo, como por ejemplo en Roma me pasó una vez con Nastase, era otra cosa. Él había jugado las semifinales con Bertolucci, y el público italiano lo trató a matar. Al día siguiente yo jugué la final con él y, claro, el público estaba en su contra. Yo me sentí fatal, porque a mí Nastase me caía bien. Recuerdo que me ganó y casi me sentó bien. Es decir que a mí, cuando una persona me caía bien, no me importaba tanto perder. Pero cuando no me llevaba bien era distinto”.
Puestos a analizar esos cinco match-balls salvados, vale la pena reflexionar antes sobre la inusual y exclusiva forma de contar en el tenis. Desde que a finales del siglo XIX los ingleses inventaron este deporte, se ha convertido en uno de los más célebres del mundo. Cuenta con millones de practicantes y también se cuentan por millones los apasionados seguidores de los circuitos profesionales. Y si en fútbol, por citar a su primo hermano más poderoso, todo el mundo sabe a las claras lo que quiere decir 1 a 0, 0 a 3 o 12 a 1 (¡qué alegría aquella victoria agónica de España contra Malta para entrar en la Eurocopa de 1984!), la inmensa mayoría de los practicantes o aficionados al tenis no saben por qué se dice 15 a 0, 30 iguales o 40 a 30.
Este modo de contar proviene del sistema sexagesimal. Antiguamente el tanteo de cada juego se llevaba con la esfera redonda de un reloj, de modo que por cada punto obtenido se movía la aguja un cuarto de vuelta. Así, con el primer punto la aguja se desplazaba al 15, con el segundo al 30, con el tercero al 45 y con el cuarto se cerraba el círculo y se concluía el juego. Con el tiempo, por mera economía de lenguaje, el parcial 45 se convirtió en 40, propiciando la actual secuencia de 15, 30, 40 y juego. Esa puntuación para completar un juego y la consiguiente de los seis juegos que completan un set procede de la astronomía antigua, en la que se usaba un sextante para medir la elevación del Sol.
El sextante es un instrumento que permite medir la separación angular entre dos objetos, tales como dos puntos de una costa o un astro, generalmente el Sol, y el horizonte. Es un instrumento común en la navegación clásica. El nombre sextante proviene de la escala del instrumento, que abarca un ángulo de 60º, o sea una sexta parte de un círculo completo. En resumen, cada sextante se divide en cuatro partes (15º-30º-45º-60º equivalentes al tanteo 15-30-40-juego), y a su vez es la sexta parte de una circunferencia de 360º: si cada juego son 60º, con seis juegos se completa la circunferencia de 360º, es decir el set. Esta forma de puntuar corresponde a unas mediciones que a finales del siglo XIX eran tan usuales como para nosotros ahora el sistema decimal.
Llevado a la práctica del tenis, lo que este tipo de tanteo permite es que sea un deporte justo. Hay partidos de fútbol, por seguir con el ejemplo anterior, que se ganan con un gol en propia puerta en el tiempo añadido, con un penalti simulado o por un fuera de juego equivocado. En el tenis la compartimentación progresiva entre juego, set y partido contribuye a la justicia del juego. Cada escalón hay que ganarlo a pulso. Cada etapa hay que concluirla y derribar la puerta de entrada a la siguiente con un último golpe de gracia. Eso requiere valor, esfuerzo, creer en uno mismo. Este mecanismo propicia que los partidos de tenis puedan tener desenlaces tan imprevisibles como, a la postre, justos.
El hecho de requerir tres sets para ganar un partido de un torneo del Grand Slam, como es el caso que nos ocupa, ofrece siempre una opción nítida de remontar al que, tras perder un set, va por detrás. Si uno se entretiene en observar resultados del circuito profesional, se lleva la sorpresa de ver la cantidad de veces que a un 6-1 le sucede un 2-6, a un 6-2 un 1-6, a un 6-0 un 1-6…. Cada nuevo set es un borrón y cuenta nueva. Una etapa distinta que mide desde cero, de nuevo, las energías y propósitos de los contendientes. Y, al margen de la técnica, cada vez que se aborda un nuevo set, el físico y sobre todo la cabeza van siendo más y más importantes.
En el tenis el elemento suerte queda minimizado por el sistema compartimentado del tanteo. Porque no se cierra un juego sin sumar cuatro puntos, o más si se llega al deuce y las ventajas. No se gana un set sin ganar seis o siete o 70 juegos (caso del John Isner-Nicolas Mahut de primera ronda de Wimbledon 2010, el partido más largo de la historia del tenis, que duró 11 horas y seis minutos jugadas a lo largo de tres días y cayó del lado del norteamericano por 6-4 3-6 6-7(7) 7-6(3) 70-68. Ni se gana un partido sin anotarse dos o tres sets. Sucede también en cualquier proyecto que se acometa en la vida. Si no se llega hasta el final, si algo queda inconcluso, no sirve.
Eso llevado a la situación que nos compete, la semifinal del US Open de 1975 contra Vilas y el marcador de 0-5 15-40 en el cuarto set que desemboca en el primero de los cinco match-balls, da la dimensión de la hazaña de Orantes: todo lo que debía remar para ganar, y de hecho remó, al lado del breve pasito que le quedaba a Vilas, un solo punto en cinco ocasiones distintas, para presentarse en la final. Si contamos aproximadamente los puntos que se jugaron hasta el final tendremos la proporción de la hazaña. Suponiendo que disputaran una media de seis puntos en los 17 juegos restantes, salen 102 puntos. Orantes levantó cinco match-balls, esquivó cinco guillotinazos que amenazaban con apearle del torneo, para seguir peleando otros cien puntos hasta ser él, entonces ya definitivamente, finalista del US Open.
Parte de la belleza del tenis es que plantea una lucha despiadada. Dos energías opuestas pelean por un mismo objetivo. Es una guerra. La vida es un conflicto constante. Está llena de confrontaciones sin medias tintas. Lo vemos entre los animales en las violentas persecuciones de los depredadores a sus presas: el guepardo que avanza sigiloso, escondido entre la maleza, hasta arrancar explosivo y devorar a la gacela débil de la manada; o el pez grande que, sin más, engulle al pez chico con una amplia y fugaz apertura de la boca. Gana el más fuerte, el que sobrevive.
En el tenis se lleva el partido el más entero. El que más puede a nivel técnico, físico y, sobre todo, mental. El que más se lo cree en esta lucha constante entre dos fuerzas: la desafección que te aleja de la victoria y el entusiasmo que actúa como un imán cuando te acercas a ella. Sin embargo, ese imán está custodiado por un celador implacable, el punto de partido. La frontera entre la vida y la muerte está en el match-ball, el instante crucial que define el destino de los tenistas.
Más de cuatro décadas son mucho tiempo, pero Manuel sigue conservando recuerdos nítidos de aquellos instantes decisivos de su carrera. Eso, sin la ayuda de las cámaras porque, como él mismo confiesa, “intenté conseguir la película y no lo logré”. Aún así, la memoria selectiva, especialista en retener con precisión los momentos definitivos de nuestras biografías, le permite hablar de aquello como si hubiera ocurrido semanas antes: “Los dos primeros match-balls, con el marcador en 6-4, 6-1, 2-6, 5-0 y 15-40, fueron dos puntos muy buenos. Recuerdo que en el primero le sorprendí subiendo a la red con el segundo servicio y, como no se lo esperaba, pude acabar el punto con una volea sencilla. En el segundo match-ball también finalicé el punto en la red. Y aún tuvo otro más en ese juego del 5-0, que salvé con un smash”.
• Orantes espera la bola colocándose de revés, en una foto publicitaria para promocionar el polo Fred Perry y la raqueta Wilson (1970). | Cortesía de Manuel Orantes
Orantes revive aquellos momentos sin disimular la satisfacción que todavía le producen: “En el siguiente juego también tuvo otros dos puntos de partido, sacando él. Recuerdo que uno lo gané con una dejada y otro con un approach a la línea. La mayoría de los match-balls fueron puntos muy disputados y los jugué muy bien, asumiendo riesgos y siendo valiente. Se los gané y eso me animó para decirme, ‘te voy a hacer trabajar’. Y en efecto le remonté ese cuarto set desde el 0-5 hasta el 7-5”. Levantar cinco match-balls en dos juegos consecutivos es algo insólito. Más aún si sucede en una semifinal de un torneo grande. Pero el hecho de que fueran, además, puntos de mucho nivel hizo que el logro fuera aún más meritorio. Resultó, por ello, aun más determinante para decantar la balanza psicológica a favor de Manuel.
El tenis ofrece un duelo entre dos personas que se encuentran solas en la pista, aisladas de toda ayuda exterior y expuestas únicamente al torrente de emociones y pensamientos que les asaltan. Dos personas cuyo rendimiento final depende en gran medida de su fortaleza mental. Se parece mucho, en ese sentido, al ajedrez. Al mostrar tanta entereza en los puntos de partido, al domar con tanto temple los nervios y mantenerse impecable ante el vértigo de la derrota, Manuel se impuso en la mayor de las batallas, la psicológica. Sobrepasado ese instante de crisis, todo lo que sucediera en aquella semifinal había de suceder ya, necesariamente, a su favor.
El español, con la mente sintonizada en positivo, jugaba cada nuevo punto celebrando la maravilla de estar vivo, el placer de seguir jugando. Por su parte el argentino, fundido en negro y agotado física y psíquicamente, padecía una agonía cada vez más evidente, incapaz de borrar de su mente esos cinco puntos en los que la victoria se le había escurrido como arena entre los dedos. Escasos minutos atrás había estado a punto de pisar tierra firme en la codiciada orilla de la final del US Open. Ahora, sin que pudiera evitar la catarata de juegos que caían en su contra, flotaba sobre una balsa a la deriva, y esa orilla aparecía cada vez más inalcanzable.
Manuel, pese a lo mucho que ha llovido desde entonces, sigue recordando aquella semifinal con una mezcla de orgullo y emoción: “El partido estuvo considerado el mejor come back o remontada hasta ese momento. Lo pasaban en las escuelas de tenis de Estados Unidos para enseñar a los niños un ejemplo de fe y capacidad de lucha ante la adversidad, teniendo en cuenta además que fue en un escenario tan importante como unas semifinales del US Open”.
Aquel épico duelo entre Orantes y Vilas arrancó tarde. A primera hora se había disputado la primera semifinal, en la que Jimmy Connors, alentado por el entusiasmo del expresivo público norteamericano, había batido por un triple 7-5 a un Björn Borg que, a sus escasos 19 años, ya contaba con dos títulos de Roland Garros. Inmediatamente antes tuvo lugar la final femenina, en la que Chris Evert, novia por entonces de Connors, se había impuesto a la australiana Evonne Goolagong por 5-7 6-4 6-2. Desde el prisma del público local, los dos platos fuertes del día, esa primera semifinal masculina con presencia norteamericana y, cómo no, la final femenina con campeona local, ya habían sido servidos. Los novios de moda del deporte norteamericano, Connors y Evert, habían cumplido con las expectativas de los aficionados. Tan solo quedaba dilucidar quién sería el rival que, si nada raro sucedía, sería incapaz al día siguiente de evitar una nueva victoria de Connors ante su gente.
El tenis, por entonces, gozaba de un enorme tirón mediático. Así que, por mucho que esa segunda semifinal presentara a priori menos alicientes para el público, las gradas estaban completamente atestadas de aficionados que esperaban disfrutar de un buen espectáculo. Por primera vez en la historia de los cuatro torneos del Grand Slam, ese año se autorizó la luz eléctrica para jugar de noche. Y fue más necesaria que nunca para concluir el programa diario porque la batalla entre Orantes y Vilas, tercer y segundo favoritos del torneo respectivamente, fue tan larga e intensa que duró casi cuatro horas y se prolongó hasta pasadas las diez y media de la noche. “Además hubo varias interrupciones por la lluvia, así que a finales del cuarto set, cuando Guillermo me iba ganando fácil, mucha gente se fue a casa”.
En efecto, el domingo al mediodía algunos espectadores que la noche anterior se habían marchado durante el cuarto parcial presagiando la inminente victoria de Vilas, se sorprendieron al ver a Orantes aparecer en la pista para disputar la final. La víspera, el partido había acabado tan tarde que los periódicos cerraron su edición sin publicar el ganador final. E incluso se llegó a anunciar por radio y televisión que la final la iban a jugar Connors y Vilas. Eran otros tiempos…
Cualquiera que entre en Google y escriba “semifinal US Open Orantes Vilas” puede acceder a unas imágenes en las que aparecen algunos puntos de aquel legendario partido. Las imágenes, en blanco y negro y distorsionadas, son muy deficientes. Apenas se puede distinguir la trayectoria de la bola. Pero lo interesante es que aparece Guillermo Vilas, años más tarde, recordando la que para él fue una de las experiencias más agrias de su carrera. Casi al final del video dice, entre solemne y melodramático: “En mi mente era invencible, invencible. No veía cómo podía perder ese partido… Imposible. Lo perdí”.
Para justificar aquella derrota, en ese mismo video Vilas dice: “En el medio del tercer set, piso y se rompe, me desgarro… Y sigo jugando y engancho… Y Orantes me tira drop shots y globos, y yo para adelante y para detrás podía correr. Lo que no podía era mover la pierna hacia el costado. Hasta que me empieza a mover y se empieza a abrir el desgarro cada vez más. Llego hasta el 5 a 0, tengo un smash muy bueno que lo juego al lado errado, él tira un globo increíble, hago otro smash más, sigo el tanto, pierdo, y de repente es la única oportunidad que tuve de estar cerca de la victoria. Después el 5-1, 5-2, 5-3, 5-4, lo máximo de haber estado es 30-15 en algún game pero… ahí pierdo ese partido”.
Hay un aspecto sorprendente en esas declaraciones. Y es que habla de un desgarro que nadie más percibió. Orantes nos da su versión: “Después del partido hizo unas declaraciones diciendo que había perdido porque se había roto en la pista. Y él podría haber dicho que estaba lesionado, y con razón, si hubiera perdido el último 6-0 o 6-1, pero fue 6-4. Es decir que... ¿tan lesionado estaba? Podría haber dicho perfectamente: ‘Te felicito, he perdido el partido pero te felicito. Manuel ha acabado jugando muy bien, y las cosas son como son’”.