Читать книгу Orantes. De la barraca al podio - Félix Sentmenat - Страница 8

Оглавление

La historia está repleta de hombres célebres que triunfaron en su trabajo, fueron venerados por millones de personas y sin embargo, de puertas a dentro, despreciaron a sus seres queridos o compañeros de trabajo. En el caso de Manuel Orantes no existe dualidad entre la vertiente profesional y la humana. Su trayectoria ha sido siempre impecable. Y el mejor modo de resumirla es con un adjetivo sencillo que disecciona a la perfección al tenista y, quizás aún más, a la persona. Bueno. Orantes fue bueno en la pista. Pero sobre todo lo ha sido fuera de ella, en la vida. Afortunadamente, a sus 73 años, lo sigue siendo.

Más allá del nivel que alcanzó como jugador de tenis, algo que quedó patente con sus 33 títulos o cuando el ranking ATP (Asociación de Tenistas Profesionales) le destacó en 1973 como segundo mejor tenista del mundo, Orantes siempre ha sido un hombre bueno. Un caballero con el que da gusto compartir cualquier momento. Quizás sea ese el principal aliciente de su historia, el ingrediente más valioso. El suyo es el éxito de la ética. De la calidad humana. Hay en su mirada, en su lenguaje corporal y por extensión en su comportamiento en la pista cuando jugaba, una nobleza limpia. Transparente.

Repasando las imágenes de sus gestas tenísticas es fácil encontrar detalles que muestran el respeto que se respiraba en sus partidos. Tanto de él hacia sus oponentes como de estos hacia él. También queda clara esa extraordinaria calidad humana cuando uno recoge la opinión que tienen de él algunos de los tenistas extranjeros y españoles que compartieron su aventura en las pistas. La unanimidad es aplastante. El diagnóstico de todos ellos coincide en destacar tanto su extraordinaria calidad tenística como humana.

En un mundo dominado por la competitividad, en el que se impone la ley del más fuerte, es extraordinario encontrar a una persona con ese talante. Con ese fondo tan agradable. De alguna manera, el mensaje de fondo de Orantes, al capear con la misma elegancia victorias y derrotas, es que ganar o perder no es tan importante. Que, por encima del éxito o el fracaso que inevitablemente asociamos al resultado de un partido, está el valor del trabajo bien realizado. Esa es una lección impagable que destiló Orantes con su actitud ejemplar.

Su historia personal, desde que nace hasta que empieza a destacar como tenista, es impactante. Tan asombrosa como desconocida para el gran público. Nació en Granada en una familia sin recursos. Su madre murió, enferma, cuando él tenía seis meses. Llegó a Barcelona con dos años y se instaló con sus dos hermanos, una tía y sus abuelos, en una barraca improvisada en un descampado del Carmel. Sin luz, agua ni calefacción. Su padre les abandonó poco después por otra mujer. Hasta que con ocho años entró como recogepelotas en el Club Tennis de La Salut y aprovechó ese trampolín para propulsarse hasta la cima del tenis mundial.

En una España que a finales de los sesenta y principios de los setenta seguía teñida por la pátina gris del franquismo, sin contar con apoyos sustanciales y en un entorno que no favorecía la aventura de alcanzar un nombre como tenista profesional, Orantes fue escalando peldaños desde muy jovencito. En ese ascenso continuo, siempre supo combinar esa capacidad de trabajo, esfuerzo y sacrificio con otras virtudes esenciales en su forma de ser. Virtudes como la humildad, o una prematura madurez, que combinadas entre sí lograron que jamás se tambaleara ante los aduladores cantos de sirena del éxito. Por ello, su historia también supone un modélico acceso a la fama: el de un deportista tan comprometido con su lucha personal como poco dado a exhibicionismos. Orantes tuvo la virtud de no distraerse con lo superfluo.

El origen de este proyecto fue un encuentro fortuito en el Snack del Real Club de Tenis Barcelona (RCTB). Estaba realizando un artículo para la revista del club, en el que repasaba los años setenta de la entidad. Y me quedé sorprendido por la cantidad de veces que había ganado el Trofeo Conde de Godó, o disputado la final, en el lapso de nueve años. Los transcurridos entre 1969 y 1977. Nada menos que tres títulos (1969, 1971 y 1976), además de otras cuatro finales (1972, 1973, 1974 y 1977). En un receso, bajé a la cafetería a desayunar y, por pura casualidad, me encontré precisamente con Orantes.

Lo encontré solo, sentado en una mesa. Imaginé que esperando a alguien. Me dirigí a él y me atendió con su habitual simpatía. Con esa amabilidad natural que distingue a la gente que se encuentra bien, a gusto consigo misma. Le planteé algunas dudas que me acababan de asaltar. Y hablamos unos quince minutos de todo cuanto surgió sobre la marcha, de modo espontáneo, en la conversación: sus grandes actuaciones en el Godó, su victoria en el US Open ante Connors, su rivalidad con Manolo Santana, la final de Roland Garros que perdió después de mandar por dos sets a cero ante un Björn Borg que con 18 años asombraba al mundo entero con su primer Grand Slam…

El entendimiento inmediato en esa conversación espontánea fue la semilla de lo que es hoy este libro. Como me confirmó en cuanto me dirigí a él, estaba esperando a Joan Gisbert para un acto sobre excampeones del Godó. En cualquier momento podía llegar su compañero de batallas y, con él, la conclusión del encuentro. Pero tuve la fortuna de que Gisbert se retrasó y, al ver que la conversación fluía, Orantes me invitó a sentarme junto a él.

Fueron eso, unos diez o quince minutos, pero hubiera deseado permanecer allí durante horas. Que esa conversación distendida con uno de los sujetos activos de una de las épocas más atractivas de la historia del tenis se hubiera producido en la barra de un bar, con toda una noche por delante. Era, de pronto, como poder asomarse desde un amplio ventanal a esa etapa dorada en la que el tenis se ganó el corazón de medio mundo con jugadores tan carismáticos y talentosos como Borg, Connors, Nastase, McEnroe, Vilas, Gerulaitis, Noah, Ashe, Stan Smith, Panatta…

Me asombró lo mucho que tenía que contar. Y que efectivamente lo hiciera de modo tan cercano y afable, siempre con una sonrisa, sin alzar una palabra más que la otra. Y me impactó estar hablando de tú a tú con alguien que, pese a su modestia congénita, se había batido, también de tú a tú, con los mejores tenistas de una de las épocas más brillantes de este deporte. Los números, con un simple paseo por internet, hablan por sí solos: 16 duelos con Borg (4 victorias), 15 con Connors (3 victorias), 25 con Nastase (8 victorias) o 15 con Vilas (8 victorias), por citar algunos de sus rivales más célebres.

Pensé entonces que Orantes no había tenido la repercusión que sus 33 títulos ATP, incluidos dos peces gordos como el US Open y el Masters, requerían. Que se había destacado siempre la figura de Santana, por su innegable condición de pionero del tenis español, y de resultas se había sido injusto con uno de nuestros grandes deportistas. Que valía la pena tirar del hilo para poner negro sobre blanco las vivencias de un hombre que, como decía Machado, destaca por ser, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Orantes. De la barraca al podio

Подняться наверх