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Capítulo 1 Estamos hechos de recuerdos

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A veces dudamos sobre el origen de un recuerdo. ¿Existe gracias a una fotografía o porque alguien nos lo ha contado? ¿Es así como terminamos apropiándonos de él? Siento que fue ayer cuando, con solo tres años, pasaba largas horas tratando de aprender a leer. En ese entonces, la biblioteca de mis abuelos despertaba mi atención, y con el pasar de los años aún lo hace, sobre todo cuando la recorro y los observo contar el origen de cada colección; esto último derrite mi corazón. De pequeña sacaba libros y me sentaba durante horas a observarlos, por tanto, el primer recuerdo que tengo de estar entre ellos proviene de esa edad. Estoy sentada en un sillón redondo de mimbre, con un vestido rojo a cuadros, sosteniendo un libro grande y pesado de tapa dura. Mientras lo hojeo me pregunto cómo los adultos consiguen unir las letras. Yo sé cuál es la a, pero no entiendo cómo la ensamblan con el resto de las vocales y consonantes, y me irrita no poder hallar el mecanismo. Una foto en uno de los álbumes familiares retrata ese instante, sin embargo, no hace suyo mi esfuerzo interior por entender la mecánica de la lectura.

En mi familia, hay grandes lectores, de esos que se comen los libros en cuestión de horas, y no porque tengan tiempo de sobra, sino porque les apasiona leer. ¿A quién no? La sensación de seguir con la vista palabras, párrafos e imágenes de las páginas de un libro es fascinante, como la emoción que genera el fenómeno óptico y meteorológico que produce un arco de luz multicolor en el cielo cuando llovió con sol, el famoso “arco iris”. Incluso mi abuela paterna, Zulema, es una gran escritora de historias populares nunca publicadas. Siempre insisto en que tome cartas en el asunto y las publique, sobre todo ahora que, a diferencia de otros años, existe una gran variedad de editoriales y no es complicado acceder a ellas, pero por una u otra razón siempre termina postergándolo. Son historias interesantes, leyendas que vale la pena conocer, porque son nuestras, es decir, porque pertenecen a la provincia y al país. Además, estoy convencida de que si la vida te ha proporcionado un don –el de saber narrar en el caso de mi abuela–, debes compartirlo. ¿Para qué guardarlo solo para uno mismo?

Como resultado de mis aventuras entre libros, no es raro que cuando cumpliera cuatro años yo ya supiera leer. Jugaba a armar palabras mirando las cortinas y cubrecamas con letras y números que había en nuestra habitación de hermanos. Nunca me cansaba. Amaba sentarme en la cama a observarlos por horas. En el techo, un luminoso vitral de ventilación iluminaba el juego. Cuando me acostaba por la siesta, solía imaginar que era un lugar lleno de agua cristalina donde nadaban peces de formas y colores increíbles. Por la noche, en cambio, esa luz dorada se volvía oscura, azulada y me asustaba, y hacía que saltase a la cama de uno de mis hermanos. Jamás pude dormir en mi cama durante la noche mientras vivimos en esa casa de tejas verdes, de estilo escandinavo. Entonces residíamos en el corazón de Yerba Buena, una de las ciudades más atractivas de la provincia de Tucumán, en Argentina. Es una localidad pintoresca, cerca del cerro, colmada de vegetación, aire puro, paz y mucha luz. La casa tenía tres pisos y en cada uno de ellos vivía una parte de la familia. Mis padres, mis hermanos y yo, en el primero; mis abuelos paternos y mi tío adolescente, en el segundo; y en el tercer piso, la hermana mayor de mi papá, con mi prima. Eran tiempos en que la familia estaba muy unida. Con mis bisabuelos, a quienes tuve la dicha de gozar hasta pasada mi adolescencia, y con mis abuelos, tíos y primos, disfrutábamos de un rico asado todos los domingos, que incluía charlas hasta el anochecer. Por fortuna, la mesa siempre estaba repleta de manjares y rodeada de amor. Eran reuniones maravillosas, en que reinaba la alegría en el aire, y esa es solo una de las incontables palabras con que puedo describirlas. Nos acompañaban también dos patos y dos perros que se llamaban Romina y Tobi. Por esos tiempos, además del afán por la lectura y la imaginación, desarrollé una especie de juego que consistía en esconderme por largos lapsos de tiempo. Aunque hacerlo me divertía terriblemente, lo único que lograba era preocupar a los adultos. La primera vez que lo hice estaba al cuidado de mis abuelos, porque mis papás estaban trabajando. Ese mediodía decidí esconderme en un canasto alto de mimbre, que era parte de la decoración de nuestro living. Giraban las agujas del reloj y yo no aparecía. Mi abuela en camisón corría en busca de la policía. Los vecinos gritaban mi nombre a los cuatro vientos por las calles de la zona y yo seguía sin dar señales. Las chicas de la cuadra, enamoradas de mi tío adolescente, aprovechaban la situación para intercambiar palabras con él, mientras me buscaban. Mis abuelos siempre recuerdan la desesperación que vivieron. Y también que no sabían cómo le dirían a mis padres que yo me les había perdido y que no habían podido cuidarme lo suficiente. Hasta que sentí esa dulce y joven voz, la de mi madre, que por ese entonces era una pequeña de apenas 21 años. Unos ojos saltones se divisaron entre la tapa y el cuerpo de aquel canasto. Siempre fui una niña introvertida, sonriente, de ojos grandes y brillantes. Esos mismos ojos aparecieron al oír la voz de mi amada madre. Mi abuela gritó de alegría. No fue la única vez que lo hice, también en casa de mis abuelos maternos me divertí asustándolos, me encantaba esconderme. Habrá sido alguna especie de juego que disfrutaba, pero ninguna gracia hacía a los adultos.

Como niña que sabía leer, en esa época ansiaba concurrir al jardín de infantes (lo que hoy conocemos como nivel inicial). Cada día, cuando mi prima Luciana se marchaba al colegio, lloraba apoyada en el vidrio de uno de los ventanales porque también quería ir a estudiar, aunque todavía no tuviese la edad para hacerlo.

Un año después, finalmente, empecé a asistir al jardín de infantes. Al principio, para que me adaptara, me llevaban mis padres, o mis tíos Alicia y Esteban, siempre colaborando entre todos. A las semanas comencé a trasladarme en el transporte escolar, un colectivo viejo que también había sido el transporte de mi madre en su niñez y que pertenecía a don Segundo, una figura conocida de Yerba Buena, con un carácter bastante especial. El recuerdo que tengo de él se relaciona con un día en que mi prima, la mayor, que viajaba a diario conmigo, no asistió a clases. Segundo me pide que le comunique cuando estuviéramos llegando a mi domicilio. Yo venía distraída y no le avisé. Cuando se dio cuenta, habíamos pasado ya varias cuadras. Empezó a retarme dando gritos frente a todos los chicos. Al día siguiente, cuando me fue a buscar a la salida del jardín, no quise subir al transporte. Me sujeté fuerte del portón y empecé a gritar. Entre la señorita Marcela, mi maestra, y él trataron de que me soltara de los barrales de hierro, pero no hubo caso, tuvieron que llamar a mi familia para que me retirara. Nunca más quise ir con él. Para la niña que yo era, se trataba de un hombre enorme y malhumorado que me aterraba; no hubiese podido soportar que volviese a gritarme, porque había aprendido lo que es el respeto –sabía quién podía o no retarme–. Hoy, tantos años después, pienso que, seguramente, solo se trataba de una persona mayor, agotada por el largo tiempo dedicado a su trabajo, con la responsabilidad que implica transportar niños de sus casas al colegio y viceversa, lo que explicaría su impaciencia y sus quejas constantes.

No sería el único aprendizaje. Llegó también el de la palabra justicia. En la ducha, hace unos días, dejando caer el agua caliente sobre mi espalda, recordé otra situación que viví ese año en el jardín. Fue durante un recreo. Mi compañera quería subir al tobogán, pero había un chico que bloqueaba la escalera. Sin dudarlo me acerqué y le pregunté: «¿Podes correrte del tobogán? Ella quiere subir». Apenas salió la última palabra de mi boca recibí una patada en la panza que me tiró al piso y me dejó sin aire por unos segundos. Lejos de llorar, me levanté, lo miré y me retiré a otro lugar del patio de juegos, sin entender el motivo del golpe, ya que le había pedido algo justo. Asimismo en esa etapa sufrí otro hecho similar, como consecuencia de la vulnerabilidad que tenemos cuando somos niños. Recuerdo el sonido del timbre que anunciaba el tan ansiado recreo, si bien a los más pequeños nos permitían salir del aula unos minutos antes para llegar primero al kiosco, esa tarde demoré y, aunque me hallaba en primera fila, frente a la lata verde de golosinas, el malón de niños y niñas mayores no se hizo esperar. Mis manos que siempre fueron pequeñas, esa tarde de primavera se encontraron en la posición incorrecta. Inevitablemente comencé a sentir el tumulto detrás y casi sin tiempo logré sacar mi dedos del espacio entre la estructura de lata y su puerta, quedando atrapado el mayor derecho. Entre la algarabía de niños exaltados por adquirir un sándwich de jamón y queso, harinita, mielcita o juguito congelado, mis gritos de socorro se perdían. Para mi alivio, o mejor dicho, para alivio de mi dedo, una niña mayor, alta y delgada logró divisar la situación y se presentó en mi auxilio. Me llevó al baño y colocó mi mano bajo el chorro de agua fría de la canilla. Mi dedo que parecía el cartucho de una lapicera de tinta morada, de a poco comenzó a recuperar el color y la sensibilidad. Aquella niña, no se separó de mi lado. Si supiese lo agradecida que estuve aquel día. Durante estos años la marca que lleva mi dedo me recuerda a aquella persona que entre la multitud me vio y no dudo en ayudarme. Por ello es que a los cinco años me convencí de que en el futuro sería abogada. Todavía desconocía la insolencia del mundo y sus habitantes, la difícil tarea de ejercer llanamente nuestra profesión, las chicanas y los maltratos de quienes olvidan para qué vinimos a este complejo, pero asombroso, planeta Tierra. Con los años, vamos encontrándonos con situaciones similares, algunas incluso más graves e inentendibles. Muchas veces, luchar por la justicia no resulta como esperábamos. A pesar de ello, no debemos rendirnos, porque todo en su momento se vuelve justo. No debemos dejar de pelear por lo que consideramos correcto, porque, como sostiene Paulo Freyre, «sería injusto perder ese sentimiento de justicia que te hace diferente». También tiene su parte grandiosa: ser un puente para ayudar a las personas a solucionar sus conflictos, y lograrlo, es muy gratificante; trabajar para que alguien recupere la esperanza y la fe perdidas y crea en una justicia pura aún es posible. En palabras de mi padre: “La justicia es un valor y, como todo valor, debe ser transparente, y su mejor amiga es la verdad. Como ciudadanos, nos corresponde crear leyes que la honren para lograr una sociedad más igualitaria. A ella aspiramos, aunque algunos logren acercarse más que otros”. Alcanzar este ideal de justicia requiere que cada ser humano tenga cierta elevación espiritual, entendida como la posesión de valores para poder desempeñarse en su propio ámbito.

Años más tarde, entre la niñez y la adolescencia, escribí poemas y cuentos de miedo y de suspenso. Los guardaba para mí y solo los leyeron mis padres y mis hermanos. En la secundaria, escribí La historia del Tucán, un compilado de escritos anillado que incluía historias de amor adolescente y cartas románticas (las cartas eran una costumbre habitual y, ciertamente, era muy lindo recibirlas; la emoción de abrir y leer una que nos tiene por destinatarios es algo que todos merecen sentir al menos una vez en la vida). El título hacía alusión a mi nariz aguileña, objeto de algunas burlas en la secundaria, y a que varios relatos me tenían como protagonista. Lamentablemente, un día extrajeron aquellas páginas de mi mochila y nunca más pude recuperarlas. Ese día, el edificio de la Escuela Normal en Lenguas Vivas Juan Bautista Alberdi, de casi 150 años de antigüedad, donde cursé el polimodal, me observó bajar por una de sus imponentes escaleras de mármol desgatado por el tiempo, sin la creación a la que tanto amor le había dedicado. Una verdadera pena. Me hubiese gustado releerlo ahora y sonreír con esas historias de adolescentes enamorados que creen que el amor se acaba para siempre en sus vidas. Además de escribir, en la escuela, durante las horas libres, me gustaba sentarme en el suelo y apoyarme en alguno de los señoriales balcones de hierro cubiertos por enormes paños de cortina. Tengo fresco aquel recuerdo: el sol de invierno acariciando mis mejillas mientras sigo con la vista un libro de poemas. Mi cuerpo agradece el agradable mimo del calor y mis ojos se cierran por momentos, para luego continuar con la lectura. Qué vivencia más colosal, de esas que puedes acoger en una cajita de cristal y terciopelo y guardarlas para siempre.

En el año 2006, ingresé a la facultad. Una mañana de febrero, mi amado padre, sin perder su costumbre de llevarnos y buscarnos de todos lados sin importar que hora fuese, me acompaño y me dejó en la entrada. Nunca olvido la sensación en el estómago que tuve cuando me bajaba del auto y le decía gracias papá y me dirigía a cruzar las enormes alas de madera maciza que daban paso a la universidad. Desde mediados del 2005 en lo único que pensaba era en tomar clases en la acogedora institución que sería mi lugar de estudio durante seis años. Para mi corazón estaba claro que allí estudiaría mi ansiada profesión y que, con ella, tendría mi futuro. Por supuesto que tuve todo tipo de experiencias, profesores excelentes y otros no tanto, buenos compañeros y otros no tanto. Mi querida prima Virginia compartió conmigo la mayoría de esas vivencias. Una compañera y amiga desde la secundaria, Sofía, también participó de estas aventuras. A leguas se notaba nuestra falta de mundo, pero eso no nos impidió disfrutar, reír, llorar y correr por los pasillos mientras nos esperaba algún examen. Durante ese tiempo, mi pasión por los cuentos y poemas se fue enfriando. Solo leía la bibliografía relacionada con la carrera: códigos, manuales eternos, fotocopias de fallos y leyes en general. En esos años no sentí ganas de escribir ni de leer novelas y cuentos. Olvidé eso que amaba hacer, lo guardé en algún lugar dentro de mí. El ritmo de la vida me iba apartando de la lectura y la escritura. Cursaba en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, y eso implicaba asistir obligatoriamente a clases todos los días. Además, jugaba al hockey, que me exigía cuatro entrenamientos a la semana más un partido cada sábado. También formaba parte del equipo deportivo de la facultad y disfrutaba de mi noviazgo universitario. Sé que no son excusas para que dejara de dedicarme a lo que me apasionaba, pero es curioso cómo las personas comenzamos inconscientemente a brindar una mayor cantidad de tiempo a las nuevas responsabilidades, y dejamos así lo que nos apasiona, en mi caso leer y escribir. Quizá no era solo falta de tiempo, lo era, además, el hecho de que mi imaginación se había visto avasallada por las estructuras que la sociedad iba imponiéndome.

Más tarde llegaron el trabajo, el matrimonio y los posgrados, es decir, un fuerte período de adaptación a la vida adulta en que las responsabilidades se acrecentaban y debía tomar cada vez más decisiones. Pero existía algo más fuerte en lo más profundo de mis raíces, aquello que me apasionaba: escribir. Como el fénix resurge de las cenizas, pude renacer entre letras y palabras. Las frases e ideas comenzaron a inundar mi cabeza, no podía parar de escribir mentalmente. Contra todo pronóstico y a pesar del tiempo transcurrido –uno siempre tiene esa pizca de desconfianza en cuanto a sus capacidades–, un día decidí hacerlo. Encendí la computadora, ya no para hacer home office, leer un mail o comprar online, que tanto me gusta, sino para dejar fluir mi imaginación. Ahora, a medida que voy tecleando siento el calor en mi plexo solar y se eriza mi piel. Estoy haciendo lo que hace tiempo me debía, estoy reencontrándome conmigo misma, con mi ser interior que me esperaba con ansias.

Así, tras un largo recorrido, comencé a escribir este libro, en una época rara para todos, con meses de pandemia y cuarentena, sin importarme la hora en que me acueste (siempre duermo poco, por ejemplo, en este momento son las cuatro de la mañana y no me interesa que el despertador vaya a sonar a las seis). Hablo mucho lo sé, como mi abuelo Lucho, un conversador nato. Buen conversador se nace no se hace. No es necesario ningún entrenamiento, nos caracterizamos por la facilidad con la que entramos en confianza con el otro y dejamos ver nuestros proyectos, sueños, emociones e incertidumbres. A través de estas páginas me dejo ver, y mi deseo es que ellas lleguen a lo más profundo de tu alma, y que, al leerlas, si te sientes identificado, aproveches los consejos basados en la experiencia y los apliques a tu vida. Ojalá ellas te ayuden a comprender que existe un equilibrio entre la negatividad y la positividad, y que el exceso de esta produce agotamiento; también, a que superes las sensaciones desagradables que producen los pensamientos negativos y que puedas afrontarlos, para que no te dominen; a que tomes conciencia de cómo funciona la mente humana; a que aprendas a disfrutar de lo que te ofrece cada día y que agradezcas esta posibilidad. Deseo que contribuyan a que liberes tu ser interior y te reencuentres con tus sueños y, con ello, que aprendas a compartir tu hogar y que disfrutes de los que comparten el suyo contigo; a que realices acciones bonitas por y para los que amas (tu familia y tus amigos) y por los seres vivos de nuestro planeta (las plantas, por ejemplo, esos seres maravillosos que tanto aportan a tu bienestar y al mundo); en suma, que ayuden a que puedas entender lo que realmente es importante en el camino de tu vida. Desde lo profundo de mi corazón deseo que mejores tu calidad de vida, convirtiéndote en una persona libre, alguien dispuesto a ayudar al prójimo sin olvidarte de ti mismo; una persona que dé gusto a los demás, de la que emane un brillo tal que el otro sienta que eres un ángel que el universo colocó en su camino para mejorar algún aspecto de su vida, o para acercarle las herramientas que lo transformen en un ser mejor. Este es mi anhelo y punto de partida.

Intenta recordar vivencias de tu niñez y adolescencia en relación con otros y contigo mismo. Aunque no nos demos cuenta, forman parte de quiénes somos hoy. Debes trabajar con esos recuerdos para sanarlos si fuera necesario.


El Salto

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