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Subsuelos

Las ciudades contemporáneas son máquinas de producir exclusiones, restos de sustancias más o menos densas libradas a su suerte. En un lugar donde gran parte de esas masas urbanas fluctúan diariamente en las truculentas aguas del transporte público, en el pasaje Obelisco Norte de la línea B del subterráneo, Laura Códega y Aurora Rosales crearon la galería Metrónomo.

En aquel túnel habitado transitoriamente por miles de usuarios del subte, personas en situación de calle, vendedores ambulantes, carteristas, negocios dedicados a la venta de posters y ropa usada, funcionó Metrónomo. La galería tenía por espacio una vitrina y funcionó entre 2012 y 2014, hasta que el pasaje fue clausurado por el gobierno de la ciudad por reformas. Allí, Códega y Rosales llevaron a cabo un programa de exhibiciones, recitales y performances donde la categoría de “público” se desplazó del espectador especializado para incluir –en un forzamiento, en un choque, en un encuentro azaroso– otros públicos: pasajeros, mendigos, coleccionistas de estampillas, afiches y monedas. Para entonces, Códega ya había fundado otros proyectos grupales como la Cooperativa Guatemalteca y Fama, un intento infructuoso de crear una galería de arte en un puesto de flores abandonado en el barrio del Abasto.

Metrónomo fue una intervención en el campo artístico que podemos pensar heredera de la autogestión precaria y voluntariosa labrada en el underground de Buenos Aires desde la década de 1980. Para Códega, aquellos tugurios subterráneos funcionan en dos niveles simultáneos: por un lado, como referencias concretas, formaciones parainstitucionales que lograron existir animadas por el deseo de hacer y poner en circulación prácticas artísticas fuera de ámbitos expositivos tradicionales; por el otro, los subsuelos son el genoma mitocondrial de su imaginario. Podemos verlo en una obra como Pulpería neopagana, donde sobre un cuero de vaca dibujó una fonda poblada de punks, escorpiones, sexo sadomasoquista, serpientes, telarañas... una fauna inenarrable en la que retumba el eco de los Redondos de Ricota con sus noches de Drácula con tacones y música para pastillas. Que Códega se haya interesado en fundar una galería de arte en un pasaje del subte no debería pensarse como un gesto azaroso, sino inscripto en un sistema de apropiaciones de los sótanos materiales y simbólicos de apariencia desprolija y corrientes venenosas.

Un aspecto central de la operatoria de Códega es el modo en que hace de la Historia una matriz que puede desviar hacia géneros como la biografía, la narrativa mitológica o la historia a secas. Puede estructurar un sistema visual que imagina el nacimiento de la civilización, por ejemplo, en la serie Minerva, donde revela con fuego los efectos del jugo de limón y la lavandina sobre el papel. En las láminas aparecen imágenes como un simio enorme que sostiene un fémur por garrote en un campo de batalla asediado por jinetes esqueléticos y serpientes de siete cabezas que escupen llamaradas. El relato cosmogónico que construye puede pensarse como una captura onírica y afiebrada del estado de naturaleza pensado por Hobbes: la brutalidad y la guerra son el cimiento de la civilización y asimismo el presente instalado eternamente en una cinta de Moebius. Su interés en la guerra había estado precedido por la instalación Industria americana, una serie de pinturas-estandarte ambientadas en el siglo XIX norteamericano y centradas en “las guerras indias”. Allí pintó con bananas sobre lienzo un retrato del general George A. Custer y un escenario de chozas indígenas incendiándose. La banana nace en los calores tropicales, entre regímenes políticos inestables y economías empobrecidas; es el fruto-emblema de las colonias o países periféricos –tercermundistas en vías de desarrollo–. Códega se apropia de la banana como símbolo y materia del colonialismo para hablar fragmentariamente del imperio más poderoso sobre la tierra y de un episodio histórico que culminó con la expropiación definitiva de las tierras nativo-americanas.

La violencia como raíz de la vida social tendrá su continuación en Lo que debía existir en el arte y sólo existió en la historia, un corpus de dibujos nacidos en la lectura del Facundo de Domingo F. Sarmiento. Los retratos de Facundo Quiroga y Sarmiento están dibujados con brea, al igual que los paisajes desérticos de la cordillera y las manos que empuñan armas de fuego. La serie derivó en imágenes alucinatorias, desarticuladas del texto literario para componer, en una asociación libre, un bestiario de alimañas. Lo que debía existir en el arte y sólo existió en la historia podría ser hija del Goya de la Quinta del Sordo; las pinturas negras de Códega insinúan que Quiroga y Sarmiento engendran, más que la lógica civilización-barbarie, una casta de orangutanes y espectros.

Podemos seguir las huellas de Metrónomo a través de otra historia opaca e irredenta, esta vez enlazando una trama urbana con una biografía: la de Raúl Barón Biza. El pasaje del Obelisco fue inaugurado como galería comercial por Raúl Barón Biza en 1960 con el propósito de transformar el túnel que conecta el subterráneo con las calles Carlos Pellegrini, Lavalle y Diagonal Norte en unas distinguidas galerías comerciales. La iniciativa desde el principio se sospechaba osada para aquel lugar refugio de pordioseros y malandras. Barón Biza era el heredero de una enorme fortuna económica. Se había casado con la actriz suiza Myriam Stefford en la catedral de San Marcos, en Venecia, y no mucho tiempo después enviudaba cuando el avión que su esposa piloteaba se estrelló mientras surcaba el cielo argentino. El segundo matrimonio de Barón Biza fue con Clotilde Sabattini, y ya estaba en proceso de divorcio cuando, en una pelea, él arrojó ácido sobre la cara de ella y la desfiguró para siempre. El mismo día, 17 de agosto de 1964, Barón Biza se suicidó pegándose un tiro en la cabeza. El descontento burgués de Barón Biza tomó forma pública en publicaciones, novelas, cartas y proclamas. Podemos leer decenas de clasificaciones en torno a sus actividades: pornógrafo, izquierdista, explotador de yacimientos minerales en Córdoba, escritor, editor, playboy, exiliado. Su vida es una novela que transcurre entre duelos, orgías, viajes y blasfemias.

Esta vida enredada entre la violencia y la megalomanía fue recreada por Códega y Julieta Ortiz de Latierro en la exhibición realizada en Metrónomo: Barón Biza, artista conceptual. Una pintura-instalación montada en la vitrina representaba el interior de un ambiente doméstico con una serie de huellas e indicios. El piso de parquet cubierto parcialmente por una alfombra, las paredes con molduras, cuadros y fotografías donde se podían ver retratos de Barón Biza y Stefford: ella llevaba brazaletes titilantes y posaba con un vestido vaporoso a la orilla del mar; él, con una mirada gélida y un tapado con cuello de piel. En el medio, una cortina entreabierta dejaba ver la pintura de la escena fatal, el avión estrellándose en la tierra. Otra pintura representaba el monolito que el viudo dedicó a la memoria de su esposa, una figura geométrica que se levanta sobre el horizonte como un obelisco de Roberto Aizenberg en una pampa extraña y vacía. Una enorme botella de champagne Barón B ingresaba tridimensionalmente en el ambiente, y en la plataforma ubicada a lo largo de la vitrina se extendían ejemplares de las novelas que escribió: El derecho de matar, Todo estaba sucio, Porque me hice revolucionario, Punto final, Risas, lágrimas y sedas. También había perlas arrancadas de una gargantilla que estaban desparramadas como en la escena de un crimen.

Una tarde, dos actrices vestidas como Stefford y Barón Biza caminaron por el túnel del subte. Una iba de blanco, envuelta en perlas con su cabello rubio y ondeado; la otra, bigotes finitos y ojeras, usaba sombrero y el mismo tapado con cuello de piel à la Oscar Wilde. De la mano atravesaron ese pasaje decadente. Las fotografías en blanco y negro que registran la performance refuerzan en su monocromía el tono espectral y artificioso que impregnaba toda la muestra. Hay una correspondencia natural entre el destino sombrío del pasaje, la vida de su concesionario y sus libros, las tres líneas confluyen en el mismo punto, que es el margen. El margen de la ley, del urbanismo, de la literatura.

En la recuperación de la figura saturnina del autor de El derecho de matar, Códega y Ortiz de Latierro aterrizan sobre una geografía abandonada o desterrada por el arte contemporáneo: el artista maldito, el loco, el criminal. Podemos pensarlo como un destello del romanticismo bandido de Hélio Oiticica cuando imprimió “Seja marginal, seja herói” sobre la imagen de su amigo Cara de Cavalho, acusado de matar a un policía y acribillado por un escuadrón de la muerte en Río de Janeiro. “Muchas veces, el crimen es una desesperada búsqueda de felicidad”, escribió Oiticica sobre su homenajeado.

Códega y Ortiz de Latierro desde el título proponen abordar la figura de Barón Biza como “artista conceptual” volviendo sobre una idea nuclear en el arte moderno, la que funde obra con vida. Una aspiración que lleva el oxígeno a la sangre del arte moderno y que podemos rastrear a lo largo del siglo XIX en Nietzsche cuando postula un hombre que es en sí mismo una obra de arte. Entonces, el arte, la filosofía o la poesía se suponían como el terreno de los que vivían y pensaban diferente, por fuera de la norma; eran la zona de la alteridad misma: la locura y la fuga. Pero la posmodernidad se ha expropiado a través de la publicidad de todas las formas de transgresión o desobediencia que le correspondían al arte. Think different es el eslogan de Apple; creativos son los publicitarios. Los modelos empresariales definen la construcción de la imagen pública en el campo del arte e implican, entre variadas normativas, la autopromoción permanente y la continua puesta en escena de los currículum actualizados. Una conversión de inadaptado por sobreadaptado, de manifiesto por statement.

Barón Biza, el intempestivo artista conceptual trazado por Códega y Ortiz de Latierro, tiene una vida extraordinaria porque se acerca tanto al mito que, como Ícaro, termina quemándose, porque ejercita la vida como performance, documentando acciones, irradiando en torno suyo narraciones inverosímiles, construyéndose paciente o impacientemente como una amenaza para la moral y la estética de su tiempo. Es el cuerpo para una escritura prefigurada. Lo escribió Federico Manuel Peralta Ramos con letra manuscrita: “My life is my best work of art”; lo firmó con sangre Alberto Greco, decretando el Fin.

El subsuelo donde habitó Metrónomo, después de la reforma municipal, se encuentra iluminado por neones blancos y sobre las paredes hay un mural de Gaturro y muchos corazones fucsias. El gato tiene la mirada desorbitada, se ríe con dos hileras de dientes. El aire sigue caliente y contaminado.

Metrónomo fue un espacio de arte gestionado y dirigido por Laura Códega y Aurora Rosales que se inició en agosto de 2012 en una vitrina ubicada en el pasaje Obelisco Norte Juan de Garay. Este túnel conecta las calles Carlos Pellegrini y Cerrito por debajo de la avenida 9 de Julio. Allí tuvieron lugar las exposiciones de L. Códega Lo que debía existir en el arte y sólo existió en la historia, en 2012, y Barón Biza, artista conceptual, en 2013, con la colaboración de Julieta Ortiz de Latierro. También las series Industria americana, que comenzó en 2010, compuesta por estandartes de medidas variables, y Minerva, dibujos realizados con limón sobre papel, revelado al calor del fuego, intervenidos con lavandina y fijados con resina, en 2012. La Cooperativa Guatemalteca está integrada por Eduardo Alcon Quintanilha, Laura Códega, Leopoldo Estol, Renata Lozupone y Paula Massarutti; desde 2009 realizan diversas actividades artísticas en el barrio Padre Mugica de Retiro.

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