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Lo que nos anula

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No importa que me digas lo contrario,

todos sabemos de cicatrices,

de sermones punzantes,

de momentos lacerados

en que supura lo interno,

lo que no acaba de cerrar,

lo que no quieres nombrar.

Eso que ya te has habituado a disimular

con total naturalidad.

Lo que tememos que se descubra

pero está en la recámara.

Tenemos la mala costumbre de usarnos,

juzgarnos y marearnos, deformar las palabras

hasta caer del Tío Vivo de las dudas.

Cuando las dudas son producto

de nuestros avatares, nudos de óxido.

La mala costumbre

de ser la víctima del otro, de otros,

de terceros, sortilegios y de fantasmas,

del carrusel de la historia que te señala

y victimiza porosamente y, además,

sabes que no vas a cambiar ahora.

Sabes más pero lo quieres ignorar, infartar.

Sabes y sé perfectamente lo que nos anula.

Lo

que

nos

anuda.

Lo que nos anula,

a veces somos nosotros y las ideas desplegadas

también hay que sopesarlo, por supuesto,

porque los ángeles no descendieron

del cielo y clamaron piedad —desovando pactos—

por nuestras almas, nuestros secretos

solo ocultos para cegados y ensordecidos

seres que pasan sin ser reflejados en las vitrinas

manoseadas por el desprecio inválido.

Aquí solo hay manipuladores y ratas

haciendo de tripas, morcillas

y de colgajos, oraciones no atendidas,

el «sálvese quien pueda» es el lema,

no hay más teoría que tenga más adeptos.

Mientras se expande la miseria entre el lujo

exagerado, se exceden las termitas

anidando en yates y resorts

en costas privilegiadas, prohibidas,

fagocitando su desvanecida victoria.

Victoria o caos.

Sabes y sabemos que el día acabará esta noche,

y que mañana seguiremos buscando algún método

para equilibrar esta balanza imposible.

En el intento, reincidimos continuamente.

Nos anuda de pies y ojos, de piojos,

nos anula hasta borrarse la impronta.

¿Será la esencia de la contrariedad?

Reflexiones y taquicardias

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