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Las ideas actúan

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La necesidad de reconstruir la historia de las ideas en América Latina y la consideración de cómo hacerlo son cuestiones espinosas y urgentes para la filosofía continental1.

La filosofía latinoamericana ha sido marginada por su ensayismo, a la vez que se la ha encerrado en el rubro de pensamiento sociológico, de teoría política, de historicismo o de reproducción de pensamientos ajenos. Estas interpretaciones ignoran la elaboración de un pensamiento que recoge diversas tradiciones, no sólo aquéllas elaboradas en Europa, y que razona ordenando una práctica política, lo cual coincide con las teorías feministas. Esto es, las interpretaciones contrarias a la filosofía latinoamericana desconocen un pensamiento que teoriza partiendo de las formas que adquieren los comportamientos inter-intra-subjetivos en un contexto histórico, jurídico y cultural determinado por la conquista, la esclavización africana, las migraciones europeas y la minoración de los pueblos indígenas2.

Plantear en este ámbito una historia de las ideas filosóficas feministas latinoamericanas encarna un doble reto. Implica el reconocimiento de la historicidad de las ideas feministas en un ámbito cultural en su mayoría occidentalizado, pero no central (y en buena medida resistente a esa occidentalización) y, a la vez, la idea de que el feminismo debe situarse como una teoría política de la alteridad, tanto en su etapa emancipadora, cuando las mujeres piden ingresar en condiciones igualitarias en la historia del hombre, como en su etapa de liberación y reivindicación de la diferencia, cuando las mujeres cuestionan y se separan del modelo del humanismo masculino planteado como universalmente válido. Una alteridad cuyo discurso primario ha ido de: «Existo, luego, hombre, debes reconocerme», hasta: «Existo, luego existen otras mujeres que van a reconocer mi autoridad y tu reconocimiento, hombre, ya no me valida ni me es suficiente».

El primer reto, el del ámbito de desarrollo del feminismo latinoamericano, es en particular arduo. El feminismo es en sí un movimiento internacional e internacionalista. Sus ideas nunca han sido consideradas específicas de un grupo o de un ambiente; aunque sea bastante obvio que ciertas experiencias han marcado la historia del movimiento: las vividas por las sufragistas en Gran Bretaña y Estados Unidos durante el siglo XIX, y en la Europa continental, Inglaterra y Estados Unidos durante el siglo XX. Estas experiencias han generado y han sido influidas por teorías que abrevaban en pensamientos de fuerte raigambre local. El liberalismo inglés del siglo XIX influyó en la teoría igualitaria del feminismo decimonónico. Esta pasó fácilmente a la organización feminista estadounidense, que hizo de los derechos al voto, a la propiedad, a la educación y a la tutela de los hijos, los caballos de batalla del feminismo angloparlante. Sin embargo, el individualismo feminista no sirvió para la teorización del primer feminismo alemán, de orientación socialista, que veía en la mujer obrera una víctima del sistema capitalista liberal; ni para los colectivos de mujeres italiano, español o latinoamericano, enfrentados al catolicismo y, más tarde, al fascismo y la represión militar.

En la segunda mitad del siglo XX, las formas de reunión y las expectativas que cifraron en ellas las mujeres —sobre todo en su división, posterior a la década de 1970, entre feministas «igualitarias», o feministas demandantes de una igualdad con el hombre, y feministas radicales o de la diferencia sexual, que reivindicaban su autonomía de las teorías y las organizaciones masculinas— tenían mucho que ver con sus condiciones de vida occidentales de posguerra. Las feministas latinoamericanas se sintieron de alguna manera en deuda con los movimientos europeo y estadounidense de liberación de las mujeres, sea porque éstos habían precedido sus manifestaciones, sea porque retomaron (o rechazaron) el discurso de exportación del modelo del feminismo de las demandas que les impuso la Organización de las Naciones Unidas en México, cuando en 1975 inauguró la Década de la Mujer.

Así, se vieron obligadas a definir su práctica a partir de los dos modos de ser feministas que se manifestaban en Europa y Estados Unidos, pero los vivieron en formas particulares, ligadas a sus historias nacional y continental, a su ubicación étnica y a su participación política, generando interpretaciones muy particulares de la autonomía, ininteligibles sin un análisis del cómo y desde dónde se ubicaban las feministas frente a la realidad. Con seguridad, como lo notaron Julieta Kirkwood, Asunción Lavrín y Urania Ungo, en los inicios del movimiento de liberación como durante la etapa emancipacionista, las latinoamericanas nunca fueron tan visiblemente radicales como las europeas y estadounidenses, sea porque el mandato de ser dignas y decentes les era imperativo para obtener el reconocimiento de las corrientes políticas progresistas3, sea por la represión interiorizada o porque las costumbres machistas las exponían a una violencia inmediata y brutal. No obstante, en América Latina, tanto desde la perspectiva teológica cristiana como filosófica, en la década de 1960, se estaba pensando una política de la liberación entendida como proceso de construcción del sujeto político crítico, un sujeto individual comprometido con su comunidad, intrínsecamente atado a ella, pero consciente y autoconsciente. Las feministas no se sentían parte del movimiento filosófico de la liberación que surgió en Argentina en 1973 porque no pertenecieron a él (y en el norte del subcontinente probablemente ni lo conocieron). Sin embargo, actuaron en el mismo territorio y en el mismo tiempo, en contacto con él, y lo influyeron tanto como fueron influidas por la idea de poder revelar su propia identidad al plantearse y buscar respuestas a cuestiones determinadas por su propia realidad.

Las ideas feministas latinoamericanas han sido doblemente influidas por corrientes feministas y de liberación de las mujeres europeas y estadounidenses, y por la idea latinoamericana de que la liberación es siempre un hecho colectivo, que engendra en el sujeto nuevas formas de verse en relación con otros sujetos. Las feministas transformaron estas influencias en instrumentos aptos para explicarse la revisión que estaban —y están— llevando a cabo de las morales sexofóbicas y misóginas latinoamericanas4, tanto mestizas como las de los pueblos indo y afrolatinoamericanos contemporáneos. Éstas son morales atravesadas por el catolicismo y la maternidad solitaria y obligatoria, por la resistencia a la dominación cultural, por la veneración del padre ausente, por el lesbianismo satanizado y por la idealización de valentías femeninas de cuño masculino (las guerrilleras, las cacicas, las dirigentes políticas de partidos fuertemente patriarcales).

Las críticas a los conceptos y categorías europeas y estadounidenses han acompañado toda la historia del pensamiento en América Latina, porque es imposible recuperar universales (fueran ideas o signos) para interpretar sociedades en donde no hay una unidad política de base para que todas estas figuras y voces de la política se estampen y adquieran impacto social y manifestación. Cada tema que se enfrenta en lo conceptual fragmenta las categorías interpretativas por la complejidad de los problemas concretos.

En el ámbito latinoamericano, la política feminista ha transitado, y constantemente transita en todos los sentidos, de una lucha por la emancipación a la afirmación de una diferencia positiva de las mujeres con respecto al mundo de los hombres y a la «teoría de género». De esta manera confronta tanto las experiencias políticas de izquierda, con algunos de cuyos planteamientos económicos, políticos y ecológicos coincide, como los retos que los criterios de la globalización económica y las políticas de las agencias internacionales de financiamiento presentan a su autonomía. Las ideas filosóficas feministas que se nutren de los avatares del movimiento, a la vez que los planteamientos generados en otras regiones del mundo, han llevado al feminismo latinoamericano a buscar en su seno las diferencias vitales que lo componen, sin que ninguna de sus corrientes haya sugerido jamás considerarse un «algo» distinto del feminismo.

A principios del siglo XXI, el feminismo latinoamericano reivindica unos orígenes históricos que impulsan sus formas actuales y sus propósitos colectivos: a) como movimiento libertario que enfrenta el sexismo disparador de la subordinación de las mujeres, típico de la década de los setenta; b) como movimiento social en construcción, que empieza a estructurarse en organismos no gubernamentales y en asociaciones para trabajar con y para las mujeres, en ocasiones presionando al estado, común en los ochenta; c) como movimiento identitario, organizado desde la diversidad de demandas y de pertenencias de las mujeres, preocupado por su visibilidad y presencia en el espacio público, mayoritario en los noventa.

Esta homogeneidad originaria, más pretendida que real, ha estallado en una multiplicidad de posiciones ético-políticas: a) sobre la necesidad de un nuevo orden civilizatorio sexuado, que cuestione el humanismo falocrático y excluyente que legitima el capitalismo como sistema hegemónico; b) sobre la interlocución de las mujeres con los estados y con las instancias regionales e internacionales; y c) sobre las formas de una política, un derecho y una economía informadas por la diferencia sexual.

La actual diversidad de posiciones se explicitó por primera vez abiertamente en 1993 en Costa del Sol, El Salvador, durante el VI Encuentro Feminista de América Latina y el Caribe. Sin embargo, la reivindicación de las particularidades de dicha explicitación en América Latina no fue radical, pues seguía confundiendo la liberación de las mujeres con su mayor presencia y visibilidad en el ámbito público y, por lo tanto, no implicó un análisis de la realidad mixta, femenino-masculina-transexual-hermafrodita, del mundo que no identificara la liberación de las mujeres con su mayor visibilidad. Todas las corrientes que se expresaron en El Salvador, aunque enfrentadas en términos éticos y culturales sobre la forma de hacer política, tenían la mirada puesta en la actuación pública, relegando la reelaboración simbólica de los ámbitos de los afectos, la sexualidad y la corporalidad, como espacios sociales en transformación por los efectos de la hermenéutica feminista del poder, a una nueva intimidad protegida, despolitizada, doméstica.

Se debe recordar que, en las dos décadas anteriores, los colectivos de mujeres de Latinoamérica no habían pensado su actuación feminista de manera unívoca, aunque se acogieran a la construcción de un solo movimiento. De ninguna manera, en El Salvador se expresaba por vez primera la diferencia entre concepciones del feminismo en América Latina. Desde la década de los setenta, pero sobre todo después del Primer Encuentro, en 1981, en Bogotá, fue notoria la pugna entre un feminismo de izquierda que profesaba su cercanía con partidos y guerrillas y un feminismo de mujeres que reivindicaban la más plena autonomía de las organizaciones políticas masculinas y de los sistemas de pensamiento androcéntricos y que, al enfrentamiento con el estado y con los hombres, anteponían la construcción de relaciones entre mujeres. En esta pugna tuvo lugar la visibilización de las feministas lesbianas que, debido a su necesidad político-individual de reconocerse en una sexualidad liberada de los patrones reproductivos, nunca obviaron los temas que las militantes de izquierda consideraban «burgueses»: las relaciones entre mujeres, la referencia al cuerpo como espacio de territorialización de sus demandas, y la sexualidad como elemento de las identidades de cada persona en relación con su capacidad de comunicación social.

En el Chile devastado por la dictadura pinochetista, Julieta Kirkwood y Margarita Pisano5, desarrollaron una visión política de la autonomía feminista que cuajó en el lema: «Democracia en el país, en la casa y en la cama». Inmediatamente antes, la práctica feminista de la autoconciencia —que llevó a muchas latinoamericanas a reflexionar sobre su identidad femenina, cuestionando el acondicionamiento al que fueron sometidas y asumiendo lo colectivo, lo social y lo político implícitos en la dimensión personal— convivió con prácticas más «militantes», propias de mujeres de izquierda que nunca salieron de sus partidos y de progresistas que no pasaron por la autoconciencia, pero que se reivindicaban autónomas con respecto a las organizaciones políticas masculinas y privilegiaban el trabajo con mujeres de los sectores populares.

Como bien dijo la cubana Aralia López en el panel «Feminismos y filosofía», durante el IX Congreso de la Asociación Filosófica de México6, el feminismo no es un discurso hegemónico, pues tiene tantas corrientes como las que pueden surgir de las experiencias de los cuerpos sexuados en la construcción de las individualidades. El feminismo es el reconocimiento de una subjetividad en proceso, hecha de síes y de noes, fluida, que implica la construcción de formas de socialización y nuevos pactos culturales entre las mujeres. Aunque, según la doctora López, en América Latina existe una separación tajante entre la militancia feminista y la academia —lo cual no comparto, debido a la relación entre la elaboración de un pensamiento alternativo y las construcciones de los sujetos femeninos—, al hablar de las subjetividades que se construyen desde la totalidad de las concepciones filosóficas del propio ser mujer, estaba afirmando la historicidad de las diferencias feministas en el continente y la existencia de identidades complejas.

Desde sus inicios, el feminismo latinoamericano estuvo preocupado por definir límites indefinibles: ¿eran feministas las mujeres de las organizaciones que se reunían al margen (o en las orillas) del movimiento popular urbano, los sindicatos, las agrupaciones campesinas? Acusaciones y retos mutuos fueron lanzados por mujeres contra las mujeres que se negaron a considerar feministas a las que se organizaban alrededor de los valores familiares (pobladoras, madres de desaparecidos políticos, etcétera) y contra aquellas que las consideraron parte de un único movimiento de las mujeres, haciendo invisible la radicalidad feminista.

Esta diatriba toca la matriz de la originalidad del feminismo latinoamericano, es decir, el hecho de que vincula siempre la contingencia política y económica del subcontinente con sus ideas y marca hasta tal punto su origen y desenvolvimiento, que sus ecos permean las ideas acerca del papel de las mujeres en la sociedad y se reviven en la separación reciente entre las feministas de lo posible, o institucionalizadas, y las feministas autónomas o utópicas7. Sólo Amalia Fischer y, en menor medida yo, sostuvimos constantemente que no importan los sectores que conforman el movimiento, sino las ideas que lo atraviesan y lo constituyen y que son estas ideas las que dan coherencia a la actuación feminista, las que sostienen esta actuación precisamente como tal.

Por ello, hemos llegado a expresar desde principios de los 1990 que la institucionalización del movimiento (lo que algunas llaman «posfeminismo») no sólo es fruto de un oportunismo económico (con lo cual coincidimos con las feministas autónomas), sino que engendra el peligro real de la profesionalización de algunas feministas, hecho que las convierte en profesionales de las especificidades del género femenino y de la mediatización de las demandas femeninas. Estas mujeres dejaron de ser feministas (algunas nunca lo fueron) para convertirse en «expertas en asuntos públicos de las mujeres», especialistas en diálogo con las organizaciones políticas de cuño masculino nacionales e internacionales. Fue un asunto de primera necesidad que perdieran su radicalidad y que, además, desacreditaran el activismo y las bases sociales del feminismo como sujetos de la construcción de las demandas económicas, políticas y culturales de las mujeres.

Estas expertas no practican el diálogo entre mujeres —perdiendo así la capacidad de interesarse y «leer» sus demandas políticas reales, muchas veces expresadas oralmente y en la acción—, así como no estudian los escritos y las reflexiones tendientes a una verdadera reforma epistémico-cultural feminista. La mayoría de ellas son hijas vergonzantes del feminismo, convertidas en agentes de la globalización, que es el sistema de transculturización propio del mercado de las ganancias que define el capitalismo contemporáneo, y que hace una aparente apología del «respeto a las diferencias», mientras no pongan realmente en riesgo lo que el sistema necesita para perpetuarse. En realidad, la globalización tiende a estandarizar la diversidad, impidiendo que surjan espacios de coincidencia entre los sujetos colectivos diferentes, porque teme las construcciones alternativas, los ejes de reflexión que no controla, las rupturas de las reglas de su juego.

Amalia Fischer escribe que occidente solamente respeta aquello que es como él y respeta la diferencia del otro sólo cuando es derrotado: «Vuélvete como yo y respetaré tu diferencia ». Eso es lo que hacen las expertas con respeto al feminismo: traducen algunas demandas ya canonizadas de igualdad de derechos entre los sexos en una falsa demostración de que el sistema toma en consideración a las mujeres8.

Ahora bien, entre el feminismo latinoamericano y las expertas hay un conflicto de fondo, ya que éstas responden al sistema de globalización que descansa en el lucro, la gran economía de mercado y el consumo. No es sólo por cierta fidelidad a las ideas marxistas que las feministas latinoamericanas han tendido al análisis de clases y al análisis antropológico para verse en una desgarrada identidad de mujeres en conflicto con, y por, la pertenencia de clases, etnias y distintos sistemas de valores. La propia realidad y el inicial conflicto entre las feministas que a principios de los sesenta se encontraban en la búsqueda de sí mismas han originado dicha tendencia. Éstas han provocado también que el interés por la ética haya sido central para la teoría feminista latinoamericana: la idea de justicia social ha recorrido tanto la hermenéutica del derecho como la afirmación de un modo de pensar y de pensarse desde la denuncia de la doble moral sexo-social.

Una indignación ética recorre los análisis que la filósofa mexicana Graciela Hierro presenta en sus escritos acerca del modo en que la hegemonía masculina proporciona la sanción moral a la dominación masculina sobre las fuerzas físicas, económicas e intelectuales9. Igualmente de cuño ético es el afán de la abogada costarricense Alda Facio de incorporar a las mujeres en lo humano, porque «entender que las mujeres somos tan humanas como los hombres es entender que la violencia y discriminación contra nosotras es una violación a los derechos humanos»10. A su vez, en 1994 las feministas autónomas organizaron un seminario sobre ética y feminismo para «construir mi estar en el mundo, mi personal libertad en su relación con la libertad y la buena vida de mis congéneres humanas»11. Finalmente, el pensamiento sobre los derechos humanos de las mujeres ha postulado la prioridad de una ética histórica sobre la filosofía especulativa, denunciando la manipulación metafísica de la moral en términos parecidos a los de Nietzsche cuando mostraba que el vínculo que liga la «voluntad de verdad» con los valores éticos nunca es inocente. Si para Nietzsche toda filosofía es una ética más o menos disfrazada12, para algunas teóricas de los derechos humanos de las mujeres la reflexión jurídica está informada por una ética que jerarquiza los valores según los sexos y que precede a toda elaboración descriptiva y demostrativa de la realidad13.

El feminismo latinoamericano debe entenderse como proyecto político de las mujeres y como movimiento social, a la vez que como teoría capaz de encontrar el sesgo sexista en toda teorización anterior o ajena a ella. «El feminismo es tanto el desarrollo de su teoría como su práctica, y deben interrelacionarse. Es imposible concebir un cuerpo de conocimientos que sea estrictamente no práctico», escribió Julieta Kirkwood en 198714.

La historia de las ideas feministas latinoamericanas está ligada al quehacer político de sus autoras o de sus predecesoras: mujeres que transitaron de la Revolución Mexicana a los nacionalismos, de las dictaduras a las formas de gobierno validadas por elecciones, de las democracias pasivas en términos de participación en las decisiones económicas y políticas a la crítica al caudillismo (disfrazado bajo el epíteto anglo-castellano de «liderazgo») y a las jerarquías de la política tradicional.

En estos transcursos, el pensamiento feminista latinoamericano ha creado significaciones distintas, y a veces opuestas, a las de la dominación masculina15, manteniendo su autonomía de las ideologías de los partidos políticos y de los estados, exigiendo igualdad de derecho a la expresión del propio ser entre mujeres y hombres, planteando el libre ejercicio de las sexualidades y la crítica a la heterosexualidad normativa16.

Cuando en 1997 la filósofa española Celia Amorós planteó que el feminismo debería entenderse como un proyecto emancipador de las mujeres, como «un tipo de pensamiento antropológico, moral y político que tiene como su referente la idea racionalista e ilustrada de igualdad entre los sexos», o no debería llamarse feminista17, sólo una corriente estuvo de acuerdo con la primera afirmación, pero todas rechazaron la conclusión última. En América Latina las mujeres que reivindican su derecho a la igualdad, las que cuestionan el concepto de igualdad por no aceptar el modelo sobre el que deben construirla, las lesbianas organizadas, las teólogas, las ecofeministas18, y aun las políticas interesadas exclusivamente en la mejora inmediata de las condiciones de las mujeres mediante una reivindicación de la equidad frente a la ley, todas se definen a sí mismas feministas, aunque agreguen calificativos que «aligeran» esa etiqueta general.

El nombre no está en juego, pues. En los noventa, las latinoamericanas que asumieron una «perspectiva de género» en sus estudios sin asumirse como feministas fueron pocas y, en la mayoría de los casos, empleadas de organismos internacionales o de agrupaciones sociales ligadas a las iglesias, a los partidos políticos y a algunos sindicatos. Sólo en Cuba, en Dominicana y en Paraguay hubo organizaciones de mujeresperiodistas, legisladoras, enfermeras, médicas, economistas y abogadas que se definían feministas entre sí, pero que se escudaron en «las perspectivas de género» para pelear por la obtención de beneficios legales, patrimoniales y laborales para las mujeres, que temían no lograr si se definían públicamente como feministas, debido al rechazo que la liberación de las mujeres provoca en los ámbitos gubernamentales. En general, las mujeres que se niegan a reconocerse feministas no lo son en realidad.

A principios de este siglo XXI, algunas feministas llamaron la atención sobre la reconquista del imaginario por parte del capitalismo globalizador, demostrando que era capaz de transformar los juegos, el empleo, el amor y aun el debate académico en un campo de batalla. En las universidades públicas, así como en los colectivos y en los grupos de mujeres, las feministas podían asumir o alejarse de la categoría «género» para estudiar la realidad, pero escogerla o no las subsumía, en: a) la aceptación de un mundo binario ligado dramáticamente a la jerarquización de los sexos en el imaginario y en la realidad social; o b) el rechazo a una categoría que ata a las mujeres al poder ejercido por y desde el colectivo masculino, impidiendo una identidad humana desligada de la competencia o de la complementariedad con la masculinidad, entendida esta última como una lógica de superioridad y, por ende, de dominio.

En la actualidad, ninguna corriente feminista latinoamericana considera la «cuestión de género», o la afirmación de la «diferencia sexual», o la «política de las mujeres», o la «crítica a la heterorrealidad»,19 perspectivas ajenas a la teoría general de su movimiento que puedan abarcarse desde fuera del análisis de la corporalidad y de la sexualidad. Sin embargo, algunas se cuestionan la existencia del movimiento feminista como tal, es decir, un algo común a las mujeres en el que confluyen las posiciones diferentes y en el que se reconocen las mujeres, jóvenes y no, que quieren acercarse a una reflexión sobre sí mismas y a una acción desde sí mismas. Con cuidado: no dudan de que existan voces feministas críticas, aun muy radicales, ni tampoco un discurso reivindicativo de las mujeres en los ámbitos institucionales. Riñen con la idea de que el feminismo hoy siga siendo un movimiento, una fuerza grupal y semianónima, capaz de influir en la cultura del momento. Muchas de ellas se cuestionan acerca de lo que explícitamente me ha preguntado sólo un hombre, Eugene Gogol: «¿Por qué el feminismo ha dejado de ser un movimiento emancipador?»20. Sin la carga de liberación y reivindicación contenida en la idea de emancipación, manejada por este hegeliano libertario, muchas mujeres no se sienten atraídas por el feminismo.

Durante toda la década de 1990 asumir una de las dos perspectivas feministas en pugna significaba no coincidir con las otras y, en algunas ocasiones, combatirlas como herejías, como desviaciones de un canon que se intentaba precisar una y otra vez.

Desde principios de siglo, en cambio, empezaron a surgir voces que plantean que nunca una sola categoría puede explicar «la situación de las mujeres», porque dicha «situación» no es una ni corresponde a todas en cada ámbito de su vida.

La política de las mujeres es un todo complejo que no puede descalificar ninguna expresión de las mujeres en diálogo entre sí, sobre todo cuando el hecho de estar en contacto crea relaciones de reconocimiento y autorización de las mujeres por otras mujeres, lejos de cualquier idea de representación o liderazgo, y rompe barreras de edad, nivel profesional, así como construye pensamientos no binarios. En palabras de la psicóloga colombiana Marta Cecilia Vélez Saldarriaga, a principios del siglo XXI se empieza percibir en el feminismo algo nuevamente irreverente, creativo, naciente, móvil y pujante: el deseo de la mujer, «que no es más que deseo de saber» lo fundante y fundacional de lo humano, pese al racionalismo, las técnicas, las ideologías y los dogmas21.

No obstante, considerar la pujanza de esta pluralidad como una voluntad de abandonar la práctica masculina de la custodia de los saberes de las «expertas», con las que se identifica una parte del feminismo institucional, y abandonar asimismo la política de demandas a los poderes instituidos en nombre de formas dialogadas y libres del modelo masculino de hacer política, corresponde más al deseo de algunos colectivos que a una realidad.

Se puede afirmar, como sucede en Centroamérica, que las políticas públicas, tal y como fueron gestionadas en las dos décadas anteriores, fracasaron porque no dieron cabida a la autoridad que las mujeres habían logrado entre sí. Aún más, fueron irrelevantes porque relegaron los logros de las mujeres a la condición de «concesiones» de las instituciones públicas. Sin cambiar sus actitudes, las «dirigentes» feministas siguen planeando «agendas», «organigramas», etcétera, para actuar frente a un estado nacional cada vez más débil; antes, temieron visualizar que no hay peor escollo para la democratización de la vida que los criterios económicos del neoliberalismo; tampoco fueron capaces de reducir su activismo para darse el tiempo de escuchar las definiciones de la realidad que provienen de las voces de otras mujeres que, a final de cuentas, las desconocen como sus representantes. También pueden recogerse las voces que afirman que el feminismo de las políticas públicas, por su falta de crítica al sistema, ya no inspira confianza a las mujeres, pues ha vuelto a ubicarlas en el horizonte de la complementariedad con el hombre, alejándolas unas de otras para insertarlas en talleres mixtos de reflexión y obligándolas a reconocer la labor crítica de los hombres sobre su masculinidad.

Pero, aunque no se trata sino de tendencias percibidas en situaciones muy diversas, también están manifestándose posiciones ubicadas en el tiempo social propio de las mujeres que se consideran a sí mismas radicalmente feministas dentro de los grupos de resistencia civil contra la globalización capitalista (en Brasil, Venezuela, Colombia, México), contra el asesinato de mujeres y niñas por el único motivo de ser mujeres (en México y Guatemala), contra la falta de paz en Colombia (Tercas por la Paz, Mujeres de Negro, Ruta Pacífica de las Mujeres), contra las relaciones racistas de cosificación de las mujeres negras (en Brasil y Dominicana), y de los movimientos de dignificación de las y los indígenas en México, Bolivia, Guatemala y Ecuador.

El peligro, ahora, radica en la posibilidad de perder la autonomía lograda en el mundo mixto. Sin embargo, como dio a entender la filósofa argentina Diana Maffía en el seminario «Feminismos latinoamericanos. Retos y perspectivas», organizado por el Programa de Estudios de Género de la Universidad Nacional Autónoma de México en abril de 2002, las feministas están descubriendo que no quieren someterse a la violencia subliminal de la asignación de espacios para expresarse, pues están liberándose de la definición externa de las identidades de género, sexuales y raciales, y ejerciendo su libertad de ser ellas mismas en todos los ámbitos, tanto autónomos como mixtos.

Ideas feministas latinoamericanas

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