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George Egerton

Un episodio chileno1

El año nuevo contaba con solo dos amaneceres, el sol ardiente brillaba y danzaba sobre las olas y sacaba destellos a los herrajes de los barcos a vapor que se mecían sobre el oleaje interior y tiraban enérgicamente de las cadenas de sus anclas en la bahía de Valparaíso. Frente a un gran trasatlántico había una fragata holandesa que estaba de paso, y el Blanco Encalada, que había visto muchas batallas, saludaba a su camarada de nombre irlandés, el O’Higgins. Las casas brillaban blancas a medida que subían por la escarpada colina detrás de la ciudad, y la tierra ardía con color ocre dondequiera había algún espacio.

En la ciudad, la misa matinal favorita llegaba a su fin en la iglesia de Los Padres Franceses. En un país donde toda mujer es verdaderamente devota y pocos de los hombres jóvenes son creyentes, la congregación estaba, por necesidad, casi exclusivamente compuesta por mujeres. Había algunas excepciones: el viejo don José María Salamanca, quien fuera el más notorio donjuán de su tiempo, se había vuelto devoto en su decrepitud y, desde su silla de ruedas cerca de la puerta, en los intervalos de su asidua dedicación a “forjar su alma”, contemplaba con avidez a las jóvenes2 que entraban y salían.

A primera vista, la multitud arrodillada, observada desde atrás, parecía un tanto desalentadora: todas las figuras estaban vestidas de negro uniforme, todas las cabezas y hombros envueltos en un manto cuyas telas iban desde la hogareña lana de llama hasta el más costoso crepé de China. Sin embargo, una vez acostumbrado el ojo, un detalle de postura, un giro de cabeza, una vuelta del peinado bajo el manto o una línea del cuello y de los hombros, hacía reconocible a una novia o amiga.

No había coro, pero las notas del magnífico órgano, invocado a cantar sus melodías por una mano maestra, se elevaba divinamente a través del gran edificio oscuro, transportándolo a uno fuera de la penumbra hacia el magnífico altar en el extremo, lleno de luces estrelladas y flores fragantes, tallados raros y lámparas colgantes plateadas y doradas. El incienso se mezclaba persistentemente con el balbuceo líquido de oraciones y exclamaciones susurradas.

El sacerdote oficiante desapareció con su séquito de acólitos vestidos de blanco, el órgano estalló en una melodía casi profana de compases alegres, las cabezas inclinadas se levantaron como si hubieran sido tocadas todas a la vez, y la iglesia se llenó con el chasquido de sedas y el movimiento de mujeres que se aprestaban a salir del templo; y desde la oscuridad sombría, un mar de rostros, con ojos brillantes y labios carmín, como corazones de flores con pétalos negros, brotó ante el espectador.

Muchas de las bellas devotas hacían una concesión a este mundo eternamente seductor, a la carne y al demonio, vistiendo una mañanita de color primoroso, cuya manga adornada de encaje asomaba coquetamente bajo el manto sombrío, mientras la mano de su dueña sostenía una alfombra para arrodillarse. Con tobillos delicados, pies pequeños en zapatos elegantes y enaguas con adornos de encaje, incluso el uniforme prescrito por las regulaciones de la iglesia no carecía de atractivos.

Dos muchachas, en el primer primor de su juventud, salieron con la multitud, atendidas de cerca por una anciana con un desteñido manto negro. La más baja era rellenita como una perdiz alimentada con maíz, y un rubor damasco brillaba sobre su piel morena; su cabello negro crecía en forma de “pico de viuda” en su frente baja, y estaba dispuesto en patillas3 sobre sus sienes. Sus ojos negros, más bien pequeños, brillaban vivazmente, su barbilla era pesada y su nariz grande, pero su ancha boca roja mostraba unos dientes de exquisita blancura, y unos hoyuelos se ocultaban y aparecían cuando reía, y reía a menudo, enfatizando su alegría con los gestos de una pequeña mano bronceada y una muñeca absurdamente pequeña, alrededor de la cual las cuentas de coral y plata y la cruz que pendía de su rosario, se convertían en una eficaz pulsera temporal. Sus pies y tobillos eran como los de un elfo, su manto ajustado con tal arte (pues es un arte) que la delgadez redondeada de su cintura y las generosas curvas de su busto aparecían simplemente acentuadas, no ocultas. Pícaramente ingeniosa, delicadamente voluptuosa y de quince años.

Su compañera era del tipo opuesto: pies más grandes, extremidades más largas, figura llana y sin forma, con una gracia indomable en cada movimiento, tez clara y anémica, espolvoreada con diminutas pecas de color miel oscuro; rasgos vivaces e irregulares; ojos hundidos y dispuestos de manera extraña, que cambiaban de color, destellando verdes bajo una luz, y amarillo ajerezado bajo otra; aquellos ojos verdes que han sido alabados y cantados por los poetas españoles en todas las claves. El borde de encaje en su manto de crepé lanzaba reflejos sobre su flequillo dorado, de rojo cobrizo cuando lo atrapaba el sol, lo que la volvía irresistible en una tierra donde una de cada dos mujeres es un estudio pictórico en negro o pardo. También corría cálida sangre chilena por sus venas, aun cuando sus rivales la llamaban la gringuita; y aunque gringo es un término que connota cierto desdén, tenía la gracia, la simpatía rápida, el temperamento que nunca es, ni por azar, un componente significativo de un sajón puro, y ella era la joven más coqueta del puerto.

Las muchachas charlaban alegremente, saludando a mucha gente que conocían mientras caminaban.

Una mujer alta, vestida con un manto y un traje de cachemira azul pálido, pasó junto a ellas con la cabeza inclinada.

–¡Qué curioso! ¿Quién será? –preguntó Betty, la del cabello color bronce.

–¡Oh, si es María Concepción Buñoz! Está haciendo una promesa –mostrando hoyuelos y dientes mientras sonreía con deliciosa malicia–, una promesa con la esperanza de mantener a Enrique fiel, una promesa en azul virginal.

–¡No!… ¿Verdad? –dijo incrédulamente.

–Bueno –con un gracioso encogimiento de hombros–, eso me dijeron a mí. Enrique se enamoró de esa chica Bunsted. ¡Pfft! –chasqueando la lengua–. ¡Una gringa estirada, toda rosada y blanca como una caña de azúcar, y tan antipática, Jesú, María! Ni una pizca de gracia, pero una billetera, ¡oh la la! ¡Pobre María Concepción! El año pasado, cuando estaba comprometida con José Martínez, hizo una manda, tres veces siete, durante veintiún días, vestida en café, imagínate –con un expresivo flirteo de dedo y ceja–, café con leche: ¡marrón! ¡Con su color y piel!

–¡Jamás! –rio Betty, abriendo los ojos incrédulos–. ¡No puede ser!

–Es verdad, te prometo que lo hizo; durante el carnaval además. Por supuesto que él cruzó los Andes de inmediato, por negocios. ¿Qué esperaba? Es bastante vieja, ya tiene casi veinticinco. Puede abandonar la esperanza. El amor es para la juventud. ¡La juventud es para los jóvenes! –lo dijo con ese amor por el proverbio que pertenece a su raza y a lo despiadado de sus años.

Entraron en un pequeño parque, custodiado en la entrada por dos hermosos pumas de mármol, botín de alguna conquista peruana. El juego de fuentes gorjeaba y fluía; el denso perfume de muchas flores permeaba el aire seco; los colibríes se lanzaban como joyas volantes dentro y fuera de las campanas atrompetadas del floripondio; las pasifloras se entrelazaban, pálidas en comparación con las exuberantes flores de los cactus; las bellísimas palmeras brindaban sombra a los asientos. Un apuesto hombre de uniforme saludó a las chicas con una reverencia exagerada, retorciendo su enorme bigote. Sus atrevidos ojos negros las siguieron con aprecio interesado, mientras Don José, empujado en su silla de ruedas por un muchacho mestizo vestido de lino blanco, se detuvo para gritar:

–¡Buenos días, coronel, buenos días! Mirando a las niñas, ¿eh? ¡Ah! –con un suspiro melancólico–. ¡Lo que es ser joven! Yo lo fui alguna vez (risas). Carmencita es simple, pero espiègle,4 aah –cerrando sus ojos–; tan simpática la niña: ¡esos tobillos, y esa figura tan menuda! Su nariz se topó con su barbilla ondulante y sus ojos opacos centellearon traviesamente. ¡Aah, si tan solo uno pudiera ser joven dos veces!

El coronel rio, diciendo:

–Caramba, claro, pero a cada quien su gusto, Don José; por mi parte, prefiero a la señorita Betty. ¡Qué ojos! ¡Por Dios, conmueven pecaminosamente al hombre. ¡Qué cabello, qué desdén! ¡Magnífica, inigualable! Es verdad que su figura no está formada, como un potro de pura sangre; pero espere un poco. Los cadetes deliran por ella; es objeto de culto entre ellos. El domingo, tres o cuatro de esos idiotas estuvieron parados bajo la lluvia, frente a su puerta, durante horas, con la esperanza de vislumbrar sus pícaros ojos. ¡Oh, juventud! ¡Oh, alegría! ¡Viene tan solo una vez, y tiene botas de siete leguas5 para escapar de nosotros!

Habiendo llegado a la otra puerta, las muchachas llamaron a la anciana.

–Queremos dar una vuelta por la Calle Victoria, Juanita –deteniéndose en el apelativo cariñoso con énfasis persuasivo–; solo una vuelta, para comprar chocolates.

La anciana vaciló.

–Tú también fuiste joven una vez, ¿no? Debiste tener muchos pretendientes. Tan simpática que es Juanita, ¿no, Carmen? Además tengo un retazo de satín que no necesito; alcanza justo para un delantal.

El anciano rostro, como un trozo de gamuza arrugada, sonrió radiante mientras las niñas, sin esperar objeciones, tomaron la ancha calle con hermosos edificios blancos y se dirigieron hacia la plaza, donde la banda tocaba el himno nacional. Sus mejillas se ruborizaron y sus ojos se iluminaron. Grupos de mujeres con mantos, oficiales con uniforme naval y militar, y civiles con trajes livianos de corte inglés, atestaban las aceras. El murmullo de los faldones de seda, el golpeteo de los pequeños tacones y las suaves voces se mezclaban con la música, el bullir del verano y el distante llamado del mar. La naturaleza misma parecía conspirar para contribuir a la atmósfera de despreocupada alegría que hacía que uno se sintiera amablemente dispuesto hacia cada hombre o mujer desconocidos con el que se encontraba. En tal clima, en medio de ese entorno, uno pierde el sentido de las realidades sombrías, la carga de la responsabilidad que parece pesar sobre el espíritu en la atmósfera más gris del norte de Europa. Las mañanas son alegres, con reuniones, intrigas inocentes y los chismes íntimos y sabrosos del país, donde la risa asoma siempre por encima del hombro de las lágrimas, y donde los sentimientos no son menos profundos por mostrarse tan ingenuamente en la superficie; donde la gente vive en un volcán de sentimiento nacional que puede tornar los amores de hoy en los enemigos de mañana, ante la repentina erupción de una disputa militar o naval.

Una campana sonó con descaro, y un carro de bomberos pasó a toda velocidad, seguido de un segundo; dos de los bomberos levantaron sus manos hacia sus relucientes cascos en señal de saludo, y las chicas sonrieron amistosamente al reconocer en ellos al hijo de un importante banquero y al editor de un popular periódico.

–Qué buenmozo es Alfredo, ¿no? Y tan alegre –comentó Betty.

En Chile, todo joven, sin importar su clase social, debe registrarse para hacer el servicio en la marina, el ejército o como bombero, por lo que una alarma llamaba desde sus escritorios o deberes a banqueros, fiscales o médicos.

El trote de los caballos sobre los aborrecibles guijarros redondos como riñones petrificados que cubrían las calles, se añadía a otros sonidos, a medida que las niñas con trajes ingleses y que chilenas de amplias faldas regresaban de su cabalgata matutina. Una mujer del campo, con un delicado traje de cachemira, llegó galopando por una calle lateral, sentada en su montura chilena como si ella y su corcel fueran uno. Un enorme sombrero panameño de paja oscurecía aún más su rostro moreno y el grueso nudo de su cabello negro azulado; aros de oro colgaban de sus orejas; llevaba una gran cesta de huevos en su brazo izquierdo, y manejaba las riendas de su chúcaro caballo con la calma de quien estuviera sentada en una mecedora. Se escuchaban voceríos de variada especie. El pollero daba gritos mientras conducía un par de mulas cargadas de canastos frente a él y, cuando se detenía, las moscas zumbaban sobre las llagas de las ancas del animal. Su grito se mezclaba armoniosamente con la voz chillona y lastimera de un joven que vendía duraznos frescos y maduros. Los vendedores de leche se quedaban con sus vacas en la puerta y sacaban la medida que les pedían de las ubres lavadas de sus bestias pacientes. Un turco6 con un fez escarlata y pantalones anchos, ojeaba a los transeúntes con astucia y una sonrisa indescifrable en su rostro oscuro, mientras se apoyaba en el dintel de la puerta de su bazar. A primera vista, este parecía consagrado a la venta de objetos sacros: costosos crucifijos de marfil; rosarios exquisitamente tallados, hechos de piedras datileras del Líbano; misales resplandecientes; relicarios y cruces de madera del Valle del Carmelo.7 Curiosamente, el comercio de objetos sagrados se limita en Chile a los turcos, pero ninguna joven entra a un bazar sin chaperona, pues tienen mala reputación.

Dos jóvenes, magníficamente ataviados con atuendo de huaso, llegaron galopando alrededor de la plaza. Llevaban enormes espuelas de plata y sus singulares cajas de estribos de madera estaban magníficamente talladas. Sus ponchos, tejidos con sedas de colores vivos, tenían una textura finísima; los sombreros de Panamá que cubrían sus gallardas cabezas morenas no podían comprarse ni siquiera al precio de treinta sombreros en Lincoln & Bennetts.8 Con un tirón, frenaron a sus caballos sobre sus ancas y se quitaron ostentosamente sus sombreros; las muchachas sonrieron con recatada elegancia y reprimieron sus risas mientras continuaban caminando.

–Ah, con que ahí estaban, en una fiesta de equitación en la hacienda del tío de Julio. ¡Qué buenmozo es Julio y qué simpática la sonrisa de Samuel,9 no es cierto, niña! Ahora nos vamos a casa.

Compraron unos caramelos para su caminata de regreso y saludaron a un grupo de santiaguinas que iba a bañarse al mar. Estas eran más estiradas que las porteñas de Valparaíso, que tienen más libertad, quizás dado su componente inglés. Las muchachas rechazaron una invitación a comer helados en la famosa tienda de la esquina de la calle San Juan de Dios, y se apresuraron a irse a casa, ya que para ellas el evento del día había terminado. Se detuvieron ante una puerta enrejada de hierro en una calle tranquila. La campana atrajo a un niño que las hizo entrar. La casa misma estaba más atrás, al final de un gran jardín, sombreado con muchos árboles, higueras antiguas y eucaliptos verde-grises; pasifloras y rosas adornaban la terraza que rodeaba la casa. La pequeña cocina estaba separada, y en ella, Rosalía, una mujer mestiza, con una larga trenza de pelo grueso como la cola de una yegua y piel marchita como papel Kraft10 arrugado, reinaba en medio de pintorescas cacerolas de cobre y curiosas ollas de barro rojas y negras, de las que emanaba un apetitoso aroma a cazuela (una sopa para el desayuno) y puchero con sabor a ají, pimentones verdes y choclo fresco.

Betty se volvió hacia el niño, un enano tosco y atrofiado, con cabeza de gnomo, piel llena de oquedades y brillantes ojos verdes con pestañas rizadas –su única belleza, puesto que sus grandes orejas aleteaban y su labio superior, extraordinariamente largo, le había ganado el sobrenombre de “Boquimuelle”.11

–¿Dónde está la Señora?

–La Señora está hablando con Lisa. Trajo las sábanas limpias, y –con una mueca indescriptible– un escándalo sin igual, Jesú, María, increíble…

–Eso es todo; te puedes ir –dijo Betty, con un ademán imperioso. Las muchachas intercambiaron miradas interrogantes mientras subían por el sendero, sacándose sus mantos. La diferencia en el desarrollo de sus cuerpos era aún más notoria cuando se las veía en sus mañanitas de muselina.

La aguda voz de Lisa se escuchaba a través de la ventana francesa del dormitorio de la Señora, que daba a la veranda; pilas de delicadas prendas de batista atadas en cuadrados de tarlatana de alegres colores yacían en el suelo. La Señora, una gruesa anglo-chilena, vestida con un camisón y una bata de batista bordada, se reclinaba en una mecedora, riendo hasta que las lágrimas corrían por sus rosadas mejillas, ante el malicioso fin de una historia a expensas de una conocida.

En Chile, la lavandera a menudo ocupa un puesto peculiar: toma el lugar de una revista de sociedad. Lisa es una famosa raconteuse,12 con el genio creativo de un Boccaccio; no hay compromiso roto, sabroso escándalo de club o casa que ella no pueda relatar con deleite. El advenimiento del lavado se convierte, por una paradoja caprichosa, en la señal para el lavado de todos los trapos sucios de otros establecimientos. En respuesta a una mirada de advertencia de la Señora, la lavandera cambió hábilmente de tema, y saludó a las jóvenes con halagadora cortesía. Se sabía que Lisa podía mandar un mensaje o deslizar una nota.

–Buenos días, Lisa, ¿qué se cuenta? ¿Alguna historia interesante?

Ella sacudió la cabeza con una astuta expresión de arrepentimiento, y las chicas salieron corriendo entre risas.

Unos momentos después, se escuchó el alegre sonido de un piano que tocaba la chispeante música de la ópera La gran vía,13 que por entonces causaba furor. “¡Pobre chica!” (la canción de la costurera) resonaba en la profunda y dulce voz de Carmen, junto con el sonido de sus uñas en el dorso de una mandolina que acompañaba el piano de Betty. De pronto, alguien tocó el acompañamiento en guitarra en el jardín vecino; las muchachas corrieron a la ventana. Un mirador en forma de torreón se vislumbraba a través de los árboles y la banda dorada del gorro de un cadete brillaba entre las hojas que ocultaban parcialmente la ventana.

–Es Juan, Betty, ¡qué feo y estúpido es ese tipo! ¡Tan chinchoso! ¡Como si alguien lo fuera a mirar! ¡Qué presumido! La ventana se deslizó, aparecieron tres bandas de oro y una flor roja cayó revoloteando.

–¡Pero si es Samuel! ¡Ay! Si lo viera la tía. ¡Qué diablo de chiquillo! –exclamó Betty, con ojos centelleantes–. No le tiene miedo a nada. No dejes que nos vea; ¡apártate!

–Me gustan todas, me gustan todas,

Me gustan todas en general;

Pero esa rubia, pero esa rubia,

Pero esa rubia me gusta más14

–se escuchó la voz del muchacho.

–¡Shht! ¡La tía lo va a escuchar, el muy estúpido!

Betty golpeó su pie con impaciencia, y sus grandes ojos centellearon con ira.

–¿Cómo se le ocurre venir acá, cantando eso tan estúpido y vulgar? ¡Más encima, en frente de ese gordo copuchento y presumido de Juan! Me las va a pagar. No lo voy a mirar, ni siquiera una vez, durante la banda de esta tarde. Le haré ojos a Enrique. Me basta con mirarlo, con mirarlo a medias, y me sigue como un perro –dijo, chasqueando los dedos con énfasis.

–¡Ves, te lo dije, escucha a la tía!

Corrió al piano, y martilló un ejercicio de Czerny15 con vigorosa fuerza de los bajos.

–¡Betty, Rosalía, Pancho! ¿Dónde está la Señorita? –irrumpió la tía, con sus tobillos gordos y desnudos asomando por debajo de su negligé, mientras se inclinaba por sobre la veranda.

–¡Betty! –gritó.

–¡Sí, tía, estaba ensayando! ¿Qué pasa?

–¡Ensayando! ¡Qué excusa más patética! Ensayando tus ojos; ojos grandes de gata más encima. No me vengas con que no incentivas a esos cadetes impertinentes. Sé que lo haces; ¡eres muy atrevida! Voy a quejarme por ellos con el Director. ¿Es que me van a pasar a llevar en mi propio jardín? ¡Qué insolencia! ¡Qué barbaridad! Las muchachas han cambiado desde mi época: mensajitos, coquetería, miradas lujuriosas. ¡Con razón Lisa tiene tantos escándalos que contar! ¡El domingo –y no piensen que no me di cuenta– había cuatro mirando la casa boquiabiertos toda la tarde, como lechones aferrados!

–¡Pfft! –respondió Betty, arqueando su labio–. No los incentivo, y ¿qué importa si lo hago? ¡Una es joven solo una vez!

Una tormenta de palabras pasó como remolino por la casa, una de esas repentinas ráfagas de pasión que atraviesan una casa chilena como un simún, sobre las que los sirvientes toman partido y prolongan en la cocina, y que hacen que un extraño piense que se producirá un distanciamiento irrevocable. Betty rumió su ira durante todo el mediodía, y por la tarde la había llevado a su punto de ebullición.

Los ojos negros de Carmen parpadearon con placer malicioso mientras observaba a Betty prepararse para la conquista; una última mirada a sí misma en el espejo la había convencido de que la muselina amarillo maíz con pequeñas tiras de encaje de Valenciennes y un sombrero francés con claveles de color rojo sangre, habían añadido todo lo que había en el arte para realzar el encanto de su fea figura espiègle. Se veía más terminada que Betty, pues el desarrollo de la figura de niña-mujer de esta última se notaba más en su traje de tarde.

Caminaron alrededor de un parque minúsculo, detrás de una joven chaperona. En la primera vuelta, Betty pasó junto a Samuel O’Byrne sin darse cuenta; en la segunda, inclinó su pícara nariz una fracción de pulgada; en la tercera, miró, con el alma en sus ojos, por sobre el hombro de Samuel al enamorado Enrique. El apasionado vals de la banda, la sensual languidez del verano, el ardor en ojos y mejillas, la admiración mal disimulada de los hombres, pusieron a cada mujer en alerta, preparadas para la conquista. Un poco más tarde, cuando Betty se sentó a comer helado de vainilla con gourmandise16 no disimulada, una voz detrás de su silla susurró, medio burlona, medio suplicante:

–Está enojada conmigo, señorita Betty: ¿qué hice?

–¡Olvidar un tanto sus modales, por lo pronto, señor!

–enfatizando este título.

–¡Ah, señorita, mil perdones, lo digo para ser ceremonioso. ¡Bueno! –había una agitación furibunda en la voz del muchacho y Carmen apretó su pequeño pie sobre el de Betty en señal de advertencia. Esta última se inclinó lanzando una mirada cautivadora por debajo de sus párpados al hombre con uniforme de teniente. El joven se aprestó desde detrás de la silla y saludó formalmente, diciendo, con los labios blancos:

–¡Adiós, señorita Carmen, adiós, señorita Smith!

–¡Eres demasiado coqueta, Betty, eso es lo que eres!

–gritó la chica más pequeña, chasqueando sus delicados dedos enguantados con desdén. –Ahora se va a ir a la Calle Maipú, una calle de dudosa reputación; ¡pobre joven, tan buenmozo, tan enamorado!

–¡Y a mí qué me importa! –espetó Betty desdeñosamente–. Me cansas; tan tonta que eres, con tu “tan buenmozo”, “tan simpático”. ¿Por qué no te lo quedas? Me cansé; le voy a pedir a Elvira que nos lleve a casa.

En la esquina de la plaza, uno de los grandes carruajes alquilados pasó velozmente junto a ellas y vislumbraron un rostro espiègle rodeado de un manto adornado de encaje, rostro que miraba al de un muchacho con la cara sonrojada y que llevaba una gorra de banda dorada en la parte posterior de su cabeza.

–¡Viste, te lo dije, Betty! ¡Y con esa Mariquita, más encima!

Betty se encogió de hombros con impaciencia, pero permaneció en silencio durante todo el camino a casa.

Dos semanas después, cuando la penumbra púrpura había caído con la brusquedad que pasa del día a la noche sin transición alguna, como en obediencia instantánea a un susurro mágico, y la luz plateada de la luna blanca inundaba la noche con un brillo que hacía que las sombras cayeran abruptamente, como si las hubiera arrojado la luz eléctrica, podía verse a las dos chicas sentadas en los escalones de la veranda en el jardín de la tía de Betty. Estaban cortando rebanadas de una enorme sandía, sacando mordiscos en forma de medialuna desde el corazón rosado. Los ojos de Betty brillaban extrañamente, como los de un leopardo color miel oscuro; de hecho, se parecía mucho a uno, con su cabello brillante y su vestido de noche con rayas amarillas y cafés.

–¿Has sabido algo de O’Byrne? –preguntó Carmen.

–Me ha escrito tres veces. Lo he perdonado, pobre niño, pues lo hizo por mí. Esta sandía está deliciosa.

Sobre la veranda, una mancha roja opaca ardía como un ojo encendido, revelando dónde brillaba el carbón del brasero; todas las hojas colgaban inmóviles en el aire fresco de la noche; la exhalación pesada de muchas flores añadía una nota de deliciosa languidez; el viejo jardín parecía meditar; un lugar silencioso y encantado, en medio de los sonidos lejanos de las olas, la música de baile y las suaves voces ardorosas. La ventana se deslizó hacia atrás en la torre de vigilancia entre los árboles del jardín vecino.

–Psst –siseó Betty–. ¡Pancho! ¡Psst! –volteando su rostro extrañamente iluminado hacia la veranda. Un movimiento, una forma contrahecha se deslizó hacia la barandilla y la cara de gnomo del chico de la casa se asomó como una gárgola grotesca; la luz blanca intensificaba su sonrisa maliciosa y sus extraños ojos.

–Demonio impertinente –musitó Betty, añadiendo a viva voz–, la Señora, ¿dónde está, niño? ¿Está dormida?

–La Señora duerme, duerme profundamente, señorita; su licorera está vacía.

–Eso es todo.

La cabeza desapareció. El carbón de leña ardía vivamente de nuevo y cuando los ojos se acostumbraban a la penumbra, uno podía ver que el chico yacía boca abajo sobre su estómago y avivaba las brasas con su boca. Una pequeña tetera silbaba de modo somnoliento, y a su lado había un mate con bombilla. Algo se agitaba en el gran árbol: un destello de oro en la luz plateada. Los ojos de Betty bailaron en forma extraña; su mano temblaba levemente mientras cortaba una nueva rebanada de sandía, de modo que el jugo goteaba por sus dedos. Carmen sonrió indulgentemente, curvando las comisuras de su boca, y se acercó a ella. Un ruido más fuerte, un crujido, y la forma de un muchacho se balanceó ligeramente desde la rama más baja, y cayó al suelo y a la sombra.

–Psst, psst –agudo como el chirrido de los saltamontes tropicales, y luego, muy suavemente–: ¡Señorita Betty!

¿Cómo describir a Betty cuando volteó su rostro iluminado por la luna, con su contorno amorosamente sombreado en la penumbra plateada? Con sus grandes ojos, de pupilas negras de emoción, con la inconsciencia de la feminidad, su boca temblorosa de ternura y poder consciente, se deslizó hasta el escalón más bajo.

Carmencita agitó su diminuta mano oscura en un saludo amistoso y, tomando su guitarra, entonó suavemente una canción de amor. Las notas sensuales, anhelantes, como caricias susurradas, atravesaron dulcemente la noche. Carmen reclinó su cabeza oscura en el marco de encaje blanco de su mantilla, y cerró sus ojos soñadoramente. Ella no participaba en este juego, era el turno de Betty; pero de seguro llegaría su momento, el amor no siempre podía ser atraído o asegurado por la belleza.

El muchacho avanzó con ojos ansiosos y se arrodilló a los pies de Betty, posando sus labios sobre su mano. Sus brazaletes de plata, con muchos amuletos colgando de ellos, tintinearon cuando ella apartó su mano.

–¡Te he traído un nuevo chiche, Betty, para la suerte!

–sacó de su bolsillo un pequeño corazón de oro con letras y lo amarró a uno de los anillos de plata; su mano tembló cuando tocó su muñeca.

–¿Qué me darás tú, Betty? ¿Un mechón de tu cabello, tu maravilloso cabello, un embrujo dorado, como el tesoro enterrado de los incas? Déjame deshacerlo.

Alzó su mano, sin despegar sus ojos del extraño rostro de la muchacha, y deslizó la cinta ágilmente hacia abajo por la trenza, deshaciéndola amorosamente y extendiéndola sobre sus hombros en un cúmulo rojizo.

–¡Aah!

Respiró con agitación y susurró con voz ronca:

–Eres como una bruja de ámbar, un leopardo dorado, ¡oh, Betty!

Se acercó y escondió el rostro en su vestido; ella tocó suavemente su cabeza inclinada, allí donde el cabello se aparta de las sienes (que puede ser para una mujer la parte más amada de la cabeza de un hombre). Él alzó su rostro y su mirada la sobresaltó; ella se encogió involuntariamente, y ante eso el muchacho se sonrojó y pareció herido; ella tocó el dije en forma de corazón con sus labios.

–Es muy bonito, Samuelito –haciendo hincapié en el diminutivo cariñoso–. Lo guardaré por siempre.

–Y mi mechón de cabello –tomando un bucle y besándolo–. Puedo…

–No esta noche, amigo, quizás en otra ocasión.

Luego, viendo que su mirada se nublaba, murmuró:

–Dame tu mano, Samuel, te daré algo a cambio.

Tomó su mano, larga, nerviosa, bellamente formada, con uñas fuertes; la de ella era grande y tosca en comparación. Por encima de ellos, Carmencita tocaba una zamacueca con una cadencia pintoresca, con una voz aguda y dulce de mujer, y las mismas estrellas parecieron vibrar como respuesta; el sirviente silbaba melodiosamente, marcando el compás con los dedos de una mano sobre el dorso de la otra. Betty abrió la palma del joven, se inclinó y le dio un beso; luego cerró sus dedos, como para encerrarlo dentro y, juguetonamente, volvió a poner la mano del joven sobre su otra mano.

–¡Dios, Betty, qué tierna puedes ser, y qué amorosa!

–No; debes quedarte donde estás, no te acerques. ¡Mira qué alta está la luna! Me pregunto qué piensa el anciano que habita en ella!

–¡Que la juventud es gloriosa, y el amor y la noche son las mejores cosas en el mundo!

–Tal vez –dijo Betty.

–Betty, querida…

–Sí.

–No te enojes más; no sabes cuánto poder tienes, me enloquece; y luego hiero y entristezco a madre, pobre, noble y buena madre… Y Betty, en verdad sí te importo…

–¡Psst! –desde la veranda. La zamacueca se detuvo abruptamente y Carmen comenzó de pronto a cantar la “Canción de alarma” del centinela de una popular ópera bufa.17 Betty se sobresaltó, sus ojos brillaban como los de un gato sorprendido, y susurró con urgencia:

–Mi tía, ay, chiquillo, estamos perdidos; tienes que volar…

–Sí, si es que tú… –con el ceño fruncido temerariamente– me dices que tú…

–Sí, sí, por supuesto; buenas noches, ay, ándate, mi querido, mi buen Samuel…

Ella se deslizó hacia la sombra del árbol y el muchacho la alcanzó y posó sus labios contra su mejilla cuando ella corrió sus labios a un lado, y la sostuvo un segundo, casi con un sollozo. Un momento más tarde, cuando la tía llegó con sus regaños por la veranda y se asomó por la balaustrada, rezongando por el rocío y el frío de la noche, y farfullando sobre las virtudes de la agüita de tilo como cura para la influenza y el fenómeno de la brisa que hacía crujir las hojas del árbol sombrío, Betty comía sandía tranquilamente; los hombros regordetes de Carmen temblaban con la risa contenida, y el gnomo hacía muecas al dios de la luna a espaldas de la señora tía.

El agua corría por las calles, pues había llegado la lluvia; y el río que pasaba por la ciudad, una calzada seca y áspera en los meses cálidos, era un turbulento torrente amarillo barroso que, cargado de basura, se precipitaba hacia el mar.

En las calles desiertas no había ni música alegre, ni caballos cabalgando, ni personas riendo. La mesurada marcha de pies, el crujido de mosquetes, el estruendo apagado de los cañones en la costa, las duras palabras de mando mientras un oficial transportaba a sus hombres desde la calle principal a una lateral y el triste tañido mortuorio de campanas desde las iglesias, eran los únicos sonidos.

Las pocas tiendas abiertas tenían sus postigos echados; muchas de las ventanas y puertas de las casas tenían barricadas protectoras –los tablones llenos de balas mostraban cuán sabiamente. La ciudad sufría el desgarro de una guerra civil.

La reja del jardín de Betty se entreabrió cuidadosamente y la figura espectral de la radiante gringuita del verano se asomó para mirar de arriba a abajo la calle desierta; el gnomo iba detrás de ella. Cerraron cuidadosamente la reja con candado y apresuraron el paso, manteniéndose pegados a las murallas. En la esquina cerca de la Iglesia de las Carmelitas había un charco de sangre en la sombra del pórtico, junto a un gorro naval y un guante blanco. Betty se estremeció y se santiguó, y siguió a paso rápido mientras el sonido de una descarga retumbaba desde una plaza cercana. Se detuvieron en la puerta de una calle silenciosa, tocaron el timbre dos veces y golpearon a la puerta; se oyeron pasos por el pasillo que se detuvieron dentro para escuchar.

–¡Soy Betty, ay, abre la puerta!

La puerta se abrió y ella se deslizó dentro, seguida del chico. Una mujer corpulenta, de cabello blanco, con vestigios de una singular belleza, abrazó a la niña, y la amonestó por su osadía en aventurarse por las calles.

–Ay, no podía quedarme más tiempo; ha sido terrible. Echo tanto de menos a Carmen; las horas se arrastran, y la tía, como sabe, está a favor de la Armada. Balmaceda lo sabe; ella les dio dinero para ayudarlos. Ahora está encerrada en su pieza con Rosalía y la anciana Buñoz. No me atreví a entrar, tuve miedo; Pancho salió y me trajo las noticias, pero el suspenso es terrible. Dijo que Alfonso… –vacilando.

–Sí, lo han herido, aunque superficialmente; estamos todos en el patio.

Salieron al patio central al que dan las habitaciones y las oficinas de la casa.

Un joven con la cabeza vendada estaba sentado lustrando su revólver, mientras otro fumaba. Carmen y dos niñas con los ojos enrojecidos estaban deshilando lino para hacer vendajes. Todas chillaron en un español alborotado y corrieron a saludarla.

–Ay, Betty, qué bueno que viniste; imagínate que la mitad de los cadetes de rango superior están implicados: Julio, Sánchez y Samuel están del lado de la Armada, por supuesto. Ese gordo de Juan desertó y se cambió de bando. Dicen que están entre los cabecillas, veintiuno en prisión, y que quizás van a fusilarlos.

–No se atrevería.

–Ay, sí lo haría; nada es demasiado bajo para esos militares sinvergüenzas.

La campana tañó dos veces.

–Es la Lucía18, pobre niña, ¡ay, Señor de mi alma, qué días tan desdichados! Se fue al hospital con vendajes. Todo es tan caro, además. Tuve que mandarle unas joyas a la señora Morris; ella le presta plata a todo el mundo. Si esta batalla continúa le va a hacer buenas dotes a sus dos horribles niñas; no obtendrían maridos sin ellas.

Una muchacha entró corriendo, arrancando su manto; mientras irrumpía, su rostro expresivo se convulsionó y las lágrimas corrieron por sus mejillas:

–¡Ay, mamá, imagínese la infamia, la desgracia! Está fusilándolos sin siquiera un juicio. Lo vi yo misma. ¡Ay, fue terrible! Algunos dicen que fueron veinte, otros, que fueron cuarenta; veinte esta mañana, y esto es Chile, ¡ay, lo podría matar yo misma! ¡No sería asesinato! ¡Con mis propias manos, como Charlotte Corday!19 ¡Bruto, bestia, advenedizo!

–¡Shh, Lucía, Dios santo, cálmate!¡Nunca se sabe quién está escuchando! ¡Vas a hacer que nos registren la casa! ¡Qué terrible para las pobres madres! ¡Ay, esos pobres muchachos valientes!

Los pasos pesados y el clamor de voces apagadas hicieron que las chicas se apresuraran a entrar a una de las habitaciones delanteras para mirar a través de las persianas venecianas. Un segundo después estaban gritando, con una repentina transición a la alegría:

–¡Es ese gordo tonto de Federico Edwards!20 Mira, está sobre una mula con sus pies atados bajo la panza. ¡Ay, está en piyama y, Dios mío, es calvo, completamente calvo, como un huevo! Debe haber usado tupé. Imagínense, no más baño de agua de flor de naranja ahora; no más calcetines elegantes, ¡pobre Federico! Es demasiado divertido. ¡Mamá, venga a ver!

–No. Vengan a tomar desayuno, niña. No es gran cosa, pero uno tiene que comer; quizás aún necesitemos de nuestras fuerzas, ¡ay de mí!

En una habitación en el segundo piso de una casa antigua en una avenida lateral cerca de la plaza, la madre de Samuel O’Byrne paseaba por el piso retorciéndose las manos. Tenía treinta y cinco años y todavía era una mujer encantadora, a pesar de su vestido negro y su rostro triste. Hija de una de las familias españolas más antiguas y orgullosas, se había casado por amor a los dieciséis años. Un año después, el estallido de la guerra con Perú trajo la separación y luego la noticia de la muerte de su esposo, un oficial gallardo al frente de una gallarda tripulación, atrevido, impetuoso, tierno, un verdadero hijo de chileno-irlandés.

Ella había dejado su casa grande, juntando todo lo que podía invertirse para una renta anual, y con Inés, una fiel sirviente mestiza, se había retirado a una vida de monotonía frugal, esperando a que el pequeño que él le había dejado luchara por salir adelante. Había reprimido sus lágrimas y contenido su dolor, porque habría sido dañino para aquella pequeña alma que llevaba dentro, y había esperado meses de triste pesar, con destellos de anticipación esperanzadora. De pronto, una mañana, llegó un hijo pequeño. Ella lo consagró a la Virgen y lo vistió, a su niño bonito, con los colores de Nuestra Señora, azul y blanco, durante siete años.

Joven, hermosa, con apenas dieciocho años, rechazó a todo posible pretendiente, hasta que no llegaron más; llevaba los colores sombríos de una viuda y se dedicaba exclusivamente a su hijo, a su hijito. Qué orgullosa estaba el día que lo llevó a la Escuela Naval; cómo juntó y juntó, deshaciéndose de encajes y joyas, una por una, para mantener a su muchachito a la par con los Lyons y Edwards, los ricos anglochilenos con dinero y los hidalgos de sangre más viejos. Él se había vuelto más como su padre cada año, la había amado con ternura, había recibido premios cada año y ahora, lleno de promesa, con apenas dieciocho años, le decían que corría peligro.

Si tan solo pudiera alejarlo, si tan solo pudiera hacer algo. Ayer, la viuda Ana Gómez, pobrecita, se había arrodillado ante Balmaceda, había inclinado su cabeza blanca a sus pies, pero sus hijos fueron fusilados al anochecer.

–¡Ay, es demasiado cruel! –gimió ella con lágrimas que la cegaban mientras caminaba.

La puerta se abrió; un grito:

–¡Madre, querida madrecita, mi madrecita! –Entró, el color vivaz de sus mejillas estaba atenuado, pero mantenía la cabeza erguida y sus ojos centelleaban sombríamente. Inclinó la cabeza al recibir su abrazo.

–No se preocupe, madrecita, tal vez no esté escrito que yo sea uno de los desdichados; pero si lo está, es tan solo lo que mi padre habría hecho. Espero morir –su voz se quebró– tan valientemente como el pobrecito Gómez. No ha desayunado, madre; deme un poco de chocolate caliente y siéntese a acompañarme.

La sentó en una silla e hizo como que comía, mientras la obligaba a beber, con tierna solicitud. El ruido de pisadas en el patio de abajo le hizo inclinar la cabeza con labios temblorosos y presionar la cabeza de su madre contra su pecho, mientras se paraba junto a su silla:

–Consuela a Betty, madre, dígale que pensé en ella; dele algo que haya sido mío…

Los pasos cautelosos subieron por la escalera; un fuerte golpe seco; se abrió la puerta y un oficial con uniforme militar entró a la habitación, seguido de cerca por cuatro hombres. El oficial la saludó gravemente, dio un paso adelante y apoyó la mano sobre el hombro del muchacho. La madre se puso de pie de un salto, interrumpiendo su orden de arresto con la absurda acusación de traición, y arrojó sus brazos sobre el muchacho, estrechándolo contra sí.

–Lo siento, señora, pero debo cumplir con mi deber. El joven sonrió con desprecio, diciendo:

–Deber hacia un advenedizo que quiere arruinar a Chile. ¡Qué extraño sentido del deber!

–No voy a discutir contigo, Samuel O’Byrne. Mis órdenes son dispararte donde te encuentre. –Un grito estremecedor de la madre lo interrumpió–. Para evitar darle a esta señora más dolor del necesario, es mejor que vengas con calma. Estoy apurado.

–Bueno, por lo menos déjame despedirme de mi madre a solas. Te doy mi palabra –con fiereza, mientras el otro vacilaba–. Eso por lo menos no se ha puesto nunca en duda.

–Te doy cinco minutos.

Dio un paso hacia la puerta, ordenó a sus hombres que salieran, se inclinó de espaldas a la habitación y encendió un cigarrillo.

–No me lo haga más difícil, madrecita –le suplicó el muchacho–, pues es tan difícil cuando uno está empezando recién la vida, y una vida tan alegre. No deje que deshonre a mi padre ni a usted; rece por mí, madrecita, y deme su bendición.

Un sollozo estrangulado ahogó su voz:

–Ay, lo peor es para usted, noble, buena, querida madre; lo que más me importa, ahora que ha llegado el momento, es dejarla; ojalá hubiera sido un mejor hijo.

Se arrodilló a sus pies, y ella lo bendijo entre sollozos; luego ella lo sostuvo entre sus brazos con la agonía de un amor torturado.

–Se acabó el tiempo –dijo el oficial, con voz ronca.

–Estoy listo –dijo el joven, con voz baja y, tomando un cigarrillo de la mesa, lo prendió, quizás no tanto para demostrar su valentía, sino como una forma de evitar mirar a su madre a los ojos. Ella gimió y se precipitó hacia adelante, para darle un pequeño crucifijo de plata. El muchacho lo tomó y murmuró con voz vacilante:

–Manténgase lejos de la ventana. Ay, amada madre mía, arrodíllese y rece por mí.

Cada paso que resonaba al tocar las escaleras le robaba un año de vida a la mujer en la habitación. La vieja Inés irrumpió con un gemido y se arrojó al suelo con las manos sobre las orejas, sacudiéndose con gritos de ira y dolor. La madre se arrodilló bajo la ventana con ojos angustiados, sosteniendo una cruz en sus manos; y abajo, en la plaza, el muchacho se erguía de espaldas a la pared, con el cigarrillo apagado entre sus labios blancos. Cuando los hombres formaron fila, levantó su gorra y gritó: “¡Viva, Chile!” y luego, levantando la pequeña cruz hacia sus labios, miró arriba, y cayó hacia delante, acribillado a balazos.

Había revueltas en una calle cercana y el capitán aprestó a sus hombres a ayudar a sus camaradas que habían sido puestos en apuros por un batallón de marinos. La madre y la vieja Inés bajaron y cargaron al muchacho dentro, como habían hecho otras madres en otras plazas ese día.

Y cuando llegó la medianoche del día siguiente y los relojes de la ciudad indicaban la hora, mientras el tañido incesante de la campana de muerte lamentaba la pérdida de la flor de la juventud chilena, el recuerdo de Samuel el alegre, el guapo, el valiente, arrojó una sombra sobre tres casas.

Abajo, en la calle Maipú, tras las persianas cerradas de una habitación estridente, cargada del aroma de pastillas prendidas, Mariquita rasgueaba sin entusiasmo su guitarra, pues los tiempos eran difíciles ahora que los hombres jugaban a la guerra y el pan era caro. Pero no era su estilo ahorrar o tomarse las cosas a pecho, pues sin filosofía difícilmente podía hacerlo.

–¡Ay de mí, qué triste mi vida! –suspiraba– pero no tiene sentido llorar por las rosas marchitas.

Se fijó una flor en el pelo y sus ojos verdes brillaron tanto más seductoramente bajo el contorno de rizadas pestañas, largas como las de una yegua, gracias a los rastros dejados por sus lágrimas fugaces y apasionadas. Se había puesto un poco de rubor para ocultar su palidez; y el barbero francés bajito que había visitado su casilla había ornamentado su cabello oscuro con las más elaboradas trenzas y rizos para consolarla, ¡la pobrecita! Así, al poco rato, sus pequeños pies de niña, con sus ridículas zapatillas de satín escarlata, golpeaban al son de un fandango. Pues Mariquita era joven, y los hombres no son más que hombres, y la sangre fluye rápidamente en noches tropicales, y la luna no brilla ni un ápice más débil aunque observe numerosas tragedias. Además, la calle Maipú palpita con átomos pasionales, porque es un reino en el que el trono está disponible para cualquier Príncipe con una llave dorada; y si Mariquita, mientras observaba el brazalete con la M. de perlas en su delgada muñeca oscura, susurró una oración al buen Jesú, María y José por el descanso del alma del donante, del querido muchacho, y luego se giró con un aleteo de su hermoso abanico para saludar a un coronel del ejército de Balmaceda, bueno, ella había hecho todo lo que estaba al alcance de su naturaleza.

Y abajo, en la casa de la señora tía, Betty y Carmen habían llorado amargamente mientras trenzaban una gran corona blanca para poner sobre su tumba; y entretanto comían dulces y hablaban sentimentalmente, y sus pequeños corazones semidespiertos sufrían intensamente, llenos de tierno arrepentimiento. Pero más tarde, cuando se asomó la luna, encontró a Betty sonriendo mientras dormía, con las mejillas con hoyuelos, soñando con el amor y el bosque verde, porque la mujer en ella aún no había sido tocada. Este episodio no había sido más que la caricia de un rayo de sol, el ardor del gran fuego aún no había llegado. Pues cuando el encanto sin nombre de la juventud aún está sobre una joven, y sus senos todavía son como brotes blancos medio abiertos, y los sentidos solo se agitan inquietos, despiertos solo a medias, y el embrujo místico de lo desconocido meramente susurra en la sangre, el corazón realiza viajes de exploración en muchas vertientes antes de embarcarse en el gran torrente fatal que lo engulle para siempre.

Pero, en la habitación de invitados de la casa solitaria, con el sonido del mar que azotaba contra el banco de arena con la monotonía de un canto fúnebre, el muchacho yacía sobre su féretro. Su chaqueta azul estaba rígida donde se había derramado la sangre que brotaba de su corazón; una banda dorada estaba tristemente manchada y una sombra azul desfiguraba una sien; pero para sus observadoras, los jóvenes labios fijos parecían sonreír. Las luces de cera ardían en enormes candelabros de plata y acentuaban el contorno de las extremidades blancas del Cristo en la cruz, del recipiente con sal y del jarrón de agua bendita. La madre estaba arrodillada a su lado, meciéndose hacia adelante y hacia atrás, canturreando para sí misma en su dolor: «¿Fue para esto que cargué contigo durante meses de dolor, acunándote bajo mi corazón, hijo único de mi alma? ¿Fue para esto que sacrifiqué juventud, amor y vida, y me sumergí en la tierra de las temibles sombras, como si la carga de tu destino pesara sobre mí, incluso antes de que te asomaras a la vida? ¡Mi hijo, mi pequeño! ¡Malditas sean las guerras! ¡Somos nosotras, las madres, las que siempre sufrimos más, siempre, siempre! La más amarga de las cargas del mundo pesa sobre nuestros hombros. ¡Gloria o derrota, ambas nos traen lágrimas! ¡Mi niño, mi niñito! Mi vida ha terminado; el cordón que une mi alma con la tuya es demasiado fuerte para que yo viva cuando tú estás muerto. Tenía celos, Samuelito, de todas las mujeres que te sonreían. He rezado de rodillas para conquistar el odio que surgió en mi corazón al pensar en la que te robaría de mi lado, que acurrucaría tu querida cabeza sobre su pecho, como yacía sobre el mío, cuando eras todo mío. ¡Rezaba para que pudiera vivir para encontrarte de nuevo en tus hijos, mi niño, mi niñito!».

Así gemía en su dolor, con ojos insomnes, mientras Mariquita dormía con las mejillas sonrojadas por la pasión, y Betty soñaba con dulces visiones de juventud. Pues el amor del hombre por una mujer es grande; pero el deseo de posesión es el centro de su fuerza; y el amor de la mujer hacia el hombre oscila como el mar sobre las olas de su propia emoción, gritando sin cesar: «¡Ámame, ámame por siempre!». Pero el amor materno de una mujer inmaculada por el hijo de su alma es más fuerte que el amor del hombre, más tierno que el amor de la mujer; porque no pide nada a cambio: ¡solo da, da, da, como el océano da sal, sabor y sanación!

Y cuando amaneció, y las velas ya se habían apagado, la madre todavía estaba arrodillada con el frío de la mano de su hijo muerto helándole su corazón.

Rebeldes de fin de siglo

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