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Olive Schreiner

La esposa del sacerdote budista

¡Cúbranla! ¡Qué quieto yace! Se puede ver la figura bajo lo blanco. Uno pensaría que está dormida. Dejen que entre la luz del sol; le gustaba tanto.21 Ella que había viajado tan lejos, por tantas tierras, y que hizo tanto y vio tanto, ¡cómo debe gustarle descansar ahora! ¡Habrá amado algo de forma absoluta alguna vez, esta mujer que fue amada por tantos hombres y tantas mujeres, que dio tanto y nunca pidió nada a cambio! ¿Alguna vez habrá necesitado de un amor que no pudo tener? ¿Acaso nunca fue obligada a soltar algo que sus dedos querían asir con fuerza? ¿Habrá sido realmente tan fuerte como aparentaba? ¿Alguna vez habrá despertado en medio de la noche llorando por algo que no podía tener? ¿Habrán sido suficientes la filosofía y el viaje para ella? ¿Acaso atravesó largos días bajo un peso que la aplastaba contra la tierra? ¡Cúbranla! No creo que le hubiera gustado que nos quedáramos mirándola. En cierto modo, estuvo sola toda su vida. ¡Le hubiera gustado estar sola ahora!… La vida debió haber sido hermosa para ella, o no se vería tan joven ahora. ¡Cúbranla! ¡Vámonos!

* * * *

Hace muchos años en una habitación en Londres, en lo alto de unas escaleras muy largas, un fuego ardía en un fogón. Su luz dejaba ver en las paredes marcas allí donde se habían descolgado cuadros, y las florecillas azules en el papel mural, y la alfombra de fieltro azul en el piso y, a un costado, una mujer sentada junto al fuego en una silla.

La puerta se abrió de pronto, y entró la anciana que cuidaba el vestíbulo del primer piso.

–¿No quiere nada esta noche? –preguntó.

–No, solo espero una visita; cuando partan, me iré.

–¿Ya se llevaron todas sus cosas?

–Sí, solo dejo estas.

La anciana bajó una vez más, pero volvió a subir con una taza de té en su mano.

–Beba esto; le hará bien. Nada mejor que el té cuando uno lleva empacando todo el día.

La joven junto al fuego no agradeció, pero pasó su mano por sobre la de la anciana desde la muñeca a los dedos.

–Me despediré de usted antes de irme.

La anciana avivó el fuego, metió las últimas hullas y se retiró.

Cuando se hubo ido la joven no tocó el té, sino que sacó de su bolsillo una cajetilla plateada de cigarrillos y encendió uno. Por un rato se quedó fumando junto al fuego; luego se levantó y caminó por la habitación de un lado para otro.

Después de pasear por un rato, volvió a sentarse junto al fuego. Lanzó la colilla de su cigarrillo al fuego, y luego volvió a pasearse con las manos detrás de la espalda. Luego caminó hacia su asiento y prendió otro cigarrillo, paseándose nuevamente. De pronto se sentó y dirigió su mirada al fuego; juntó las palmas de sus manos y se quedó mirándolo silenciosamente.

Entonces llegó el sonido de pasos en la escalera y alguien golpeó a la puerta.

Ella se levantó y lanzó la colilla al fuego y dijo sin moverse:

–Entre.

La puerta se abrió para mostrar a un hombre vestido en traje de noche. Llevaba puesto un gabán, abierto por delante.

–¿Puedo entrar? No pude deshacerme de esto a la entrada; ¡no vi dónde dejarlo! –Se quitó el abrigo–. ¿Cómo está? ¡Esto parece un nido de pájaro!

Ella le señaló una silla.

–Espero que no le moleste que le haya pedido que viniera…

–Ah no, estoy encantado. Encontré su nota en el club hace solo veinte minutos.

Él se sentó en la silla frente al fuego.

–¿Entonces realmente se va a la India? ¡Qué fantástico! ¿Pero qué piensa hacer allá? Creo que fue Grey quien me contó hace seis semanas que partía, pero lo tomé como una de esas historias mitológicas que no merecen credibilidad. ¡Aunque no estoy tan seguro! En realidad, nada me sorprendería.

Se quedó mirándola de manera medio burlona, medio interesada.

–¡Ha pasado tanto tiempo desde que nos conocimos! ¿Seis meses, ocho?

–Siete –respondió ella.

–Realmente pensé que estaba tratando de evitarme. ¿Qué ha estado haciendo sola todo este tiempo?

–Ah, he estado ocupada. ¿No quiere un cigarrillo?

Le extendió su cajetilla.

–¿Y usted no tomará uno también? ¡Sé que está en contra de fumar en compañía de hombres, pero podría hacer una excepción en mi caso!

–Gracias. –Ella encendió el suyo y le pasó los fósforos.

–Pero en serio, ¿qué ha estado haciendo sola todo este tiempo? Ha desaparecido completamente de la vida civilizada. Cuando visité a los Graham en la primavera, dijeron que iba a venir, y a último minuto decidió no hacerlo. Estábamos todos muy decepcionados. ¿Qué la lleva a la India ahora? ¿Acaso irá a predicar la doctrina de igualdad social e intelectual a las mujeres hindúes e incitarlas a que se rebelen? ¿Casarse quizás con un anciano sacerdote budista, construir una pequeña choza en la cima de los Himalayas y vivir allí, discutiendo filosofía y meditando? Estoy seguro de que es eso lo que le gustaría. ¡Realmente no me sorprendería si llegara a escuchar que hizo algo semejante!

Ella rio y volvió a sacar su cajetilla de cigarrillos.

Fumaba lentamente.

–He permanecido demasiado tiempo aquí, cuatro años, y quiero un cambio. Me dio alegría ver que tuvo éxito en las elecciones –dijo ella–. ¿Tenía mucho interés en ello, no?

–Ah, sí. Tuvimos que dar una pelea muy dura. Salí bien parado, sabe, aunque no fuera realmente un tema personal. Pero sí una gran preocupación.

–¿No cree –dijo ella–, que se equivocó al mandar esa carta a los diarios? Hubiera reforzado su posición si se hubiera quedado callado.

–Tal vez; así lo veo ahora, pero lo hice siguiendo un consejo. Pese a todo, ganamos, así que todo está bien–. Él se recostó en la silla.

–¿Se siente bien?

–Ah sí; bastante bien; aburrido, ya sabe. Uno a veces no sabe para qué trabaja y se esfuerza.

–¿Adónde va a pasar las vacaciones este año?

–Eh, Escocia, supongo; siempre voy: mis antiguos barrios…

–¿Por qué no va a Noruega? Sería un cambio más drástico y lo repondría más. ¿Recibió un libro sobre el deporte en Noruega?

–¿Fue usted quien me lo envió? ¡Qué gentil de su parte! Lo leí con gran interés. Estuve casi dispuesto a partir en ese mismo minuto. Supongo que es el tipo de vis inertiæ22 que se apodera de uno cuando se empieza a envejecer y que lo manda devuelta al lugar de antaño. Un cambio sería mucho mejor.

–Hay una lista al final de ese libro –dijo ella– de todas las cosas que uno tiene que llevar. Pensé que le ahorraría problemas; se la podría simplemente pasar a su valet, para que le consiga todo. ¿Todavía lo tiene a su servicio?

–Por supuesto. Me es tan fiel como un perro. Creo que nada lo induciría a dejarme. No me deja salir a cazar desde que me esguincé el pie el otoño pasado. Tengo que hacerlo a escondidas. Él cree que no me puedo mantener sobre la montura con un tobillo esguinzado; pero es un buen tipo, me cuida como una madre. –Fumaba de manera silenciosa y la luz del fuego alumbraba su abrigo negro–. ¿Pero para qué va a la India? ¿Conoce a alguien allá?

–No –dijo ella–. Creo que va a ser espléndido. Siempre he tenido mucho interés en el Oriente. Es una vida compleja e interesante.

Él se volvió para mirarla.

–Va en busca de experiencias, dirá, supongo. Nunca he conocido a una mujer que se haya desperdiciado en la forma que usted lo ha hecho; una mujer con sus brillantes atributos y atractivos, dejar que la vida entera se deslice por sus dedos, y no hacer nada con ella. Debería ser la mujer más exitosa de todo Londres. Ah, ya sé lo que va a decir: “No le importa”. Ese es exactamente el punto; simplemente no le importa. Siempre se propone ir en busca de experiencias, ir en busca de todo, pero nunca lo hace. Siempre dice que va a escribir cuando sepa suficiente, y nunca está satisfecha de que sea suficiente. Podría estar haciendo una fortuna de dos mil al año, pero no le importa. ¡Ese es exactamente el punto! Viviendo aquí, enterrándose en un montón de vejestorios. Nunca va a hacer nada. Podría tenerlo todo y lo dejó escapar.

–Ah, mi vida es muy abundante –dijo ella–. Hay solo dos cosas que son realidades absolutas, el amor y el conocimiento, y de ellos no se puede escapar.

Había lanzado la colilla de su cigarrillo y miraba el fuego con una sonrisa.

–Le alquilé estas habitaciones a una amiga mía. –Echó un vistazo a la habitación, sonriendo–. Ella no sabe que le voy a dejar estas cosas aquí. Le van a gustar porque eran mías. El mundo es muy hermoso, a mi parecer… y apasionante.

–Por supuesto. ¿Pero qué se hace con él? ¿Qué se logra en él? Debería sentar cabeza y casarse como otras mujeres, no vagar por el mundo a India, China, Italia y Dios sabe dónde. Está simplemente destruyendo su vida. Siempre está rodeada de toda suerte de personas excéntricas. Si me dicen que algún hombre o mujer es gran amigo suyo, siempre pregunto: “¿Y qué le pasa a este? ¿Habrá perdido su dinero? ¿O acaso su reputación? ¿Tendrá una enfermedad incurable?”. Creo que la única manera de que alguien se vuelva interesante para usted es que lo aqueje alguna dolencia mental o física. Creo que adora los harapos. ¡Que venga y se encierre en un lugar como este, lejos de todos y de todo! Es un error; es una idiotez, por cierto.

–Soy muy feliz –dijo ella–. Verá –dijo, acercándose al fuego con las manos en las rodillas–, lo que importa es que algo lo necesite a uno. No es una cuestión de amor. Cuál es el fin de estar cerca de algo si otras personas podrían servirlo igual de bien que uno. Si ellos lo pueden servir mejor, es puro egoísmo. Es la necesidad de una cosa por la otra la que crea el lazo orgánico de una unión. Usted ama las montañas y los caballos, pero ellos no lo necesitan; entonces ¡cuál es el fin de decir algo acerca de ello! Supongo que la cosa más apasionante en la vida es sentir que algo lo necesita, y entregar en ese momento de necesidad. Las cosas que no lo necesitan a uno, debe uno amarlas a la distancia.

–Ah, pero una mujer como usted debería casarse, debería tener hijos. Se desperdicia con cada mendigo anciano o mujer abandonada o criminal fugitivo que conoce; debe ser muy agradable para ellos, pero es un error desde su punto de vista.

Él tocó la ceniza de su cigarrillo suavemente con la punta de su dedo meñique y la dejó caer.

–Yo pretendo casarme. Es curioso –dijo él, retomando su pose, con un codo sobre la rodilla y su cabeza ladeada hacia adelante, lo que le permitió a ella observar que su cabello castaño de rizos bien cerrados estaba teñido con gris en los bordes– que cuando el hombre llega a cierta edad quiera casarse. No se enamora; no es que planifique algo específico, pero tiene la sensación de que debería tener un hogar con esposa e hijos. Supongo que debe ser el mismo sentimiento que hace que un pájaro construya un nido en ciertos momentos del año. No es amor; es algo más. Cuando era más joven solía despreciar a los hombres que se casaban; me preguntaba por qué lo hacían; tenían todo que perder y nada que ganar. Pero cuando un hombre llega a los treinta y seis sus sentimientos cambian. No es amor, pasión, lo que quiere; es un hogar, es una esposa e hijos. Puede que tenga una casa y sirvientes, pero no es lo mismo. Pensaría que una mujer también sentiría lo mismo.

Ella permaneció silenciosa por un minuto, sosteniendo un cigarrillo entre los dedos; luego dijo lentamente:

–Sí, hay veces que a una mujer le baja un curioso deseo de tener un hijo, especialmente cuando se acerca a los treinta y más. Es algo diferente al amor por una persona específica. Pero es algo a lo que uno debe sobreponerse. Para una mujer, el matrimonio es mucho más serio que para un hombre. Una mujer podría pasar su vida entera sin conocer a un hombre del que podría enamorarse y, si lo conociera, quizás no sería correcto o posible. El matrimonio se ha convertido en algo muy complejo ahora que se ha transformado en algo tan intelectual. ¿No quiere otro? –Le extendió la cajetilla–. Puede prenderlo con el mío. –Ella se inclinó para que él lo prendiera–. Usted es un hombre que debería casarse. No tiene ningún trabajo mental absorbente con el que una mujer pueda interferir; lo completaría. –Ella se recostó en la silla, fumando serenamente.

–Sí –dijo él–, pero mi vida es demasiado ajetreada; nunca tengo tiempo para buscar una, y no tengo interés en la hermosura típica de tintes rosa y blanco que tanto gusta a muchos hombres. Necesito algo más. Si he de tener una esposa tendré que ir a Estados Unidos a buscar una.

–Sí, una norteamericana le vendría bien.

–Sí –dijo él–, no quiero una mujer a la que tenga que cuidar; tiene que ser autónoma y no aburrirme. Usted sabe a lo que me refiero. La vida tiene demasiados problemas como para agregarle la carga de una niña indefensa.

–Sí –dijo ella, parándose y apoyando el codo contra la chimenea–. El tipo de mujer que quiere debería ser joven y fuerte; no necesita ser excesivamente bella, pero tiene que ser atractiva; tiene que tener energía pero no una individualidad tan marcada; tiene que ser principalmente neutra; no necesita dedicarse a usted de manera demasiado apasionada o profunda, pero debe apoyarlo de una manera completamente racional. Debe tener los mismos objetivos y gustos que usted. Ninguna mujer tiene el derecho a casarse con un hombre si tiene que cambiar completamente por él. Puede que lo desee, pero no será nunca para él, con todo su esfuerzo apasionado, lo que otra podría ser para él sin esfuerzo alguno. El carácter primará por sobre todo y eventualmente prevalecerá.

Ella volvió la mirada al fuego.

–Cuando se case no debe casarse con una mujer que lo halague demasiado. Esto siempre indica falsedad en alguna parte. Si una mujer lo ama completamente tanto como a sí misma, lo va a criticar y comprender como a sí misma. Dos personas que van a pasar la vida juntos deben poder mirarse a los ojos y decirse la verdad. Eso lo ayuda a uno en la vida. Encontraría muchas de esas mujeres en Norteamérica –dijo ella–, mujeres que lo ayudarían a triunfar, que no lo hundirían.

–Sí, esa es mi idea. ¿Pero, cómo voy a conseguir a la mujer ideal?

–Salga a buscarla. Vaya a Norteamérica en vez de Escocia este año. Es perfectamente lógico. Un hombre tiene derecho a buscar lo que necesita. Para una mujer es distinto. Esa es una de las diferencias radicales entre hombres y mujeres.

Volvió su mirada al fuego.

–Es la ley de la naturaleza de la mujer y de la relación de género. No hay nada de arbitrario o convencional en ello, no más de lo que hay en que ella tenga que tener un hijo mientras que el macho no. Intelectualmente puede que los dos seamos parecidos. Supongo que si cincuenta hombres y cincuenta mujeres tuvieran que resolver un problema matemático, todos lo harían de la misma manera; mientras más abstractos e intelectuales, más parecidos somos. Mientras más nos acercamos a lo personal y sexual, más nos diferenciamos. Si yo tuviera que representar las naturalezas de hombres y mujeres –dijo ella– con un diagrama, dibujaría dos círculos; el lado derecho de ambos lo pintaría de un rojo fuerte; luego difuminaría el rojo hasta que algún punto del borde de la izquierda se convirtiera en azul en uno y en verde el otro. Ese punto representa el sexo, mientras más te acercas, más se diferencian los discos en su color. Pues bien, si los giras para que los lados rojos se toquen, parecerían ser exactamente iguales, pero si los das vuelta para que la pintura verde y azul entren en contacto, parecerán completamente distintos. Por eso uno ve que los hombres más brutales y sensuales invariablemente creen que las mujeres son completamente distintas a los hombres, una criatura de otra especie; y los hombres cultos e intelectuales creen que somos exactamente iguales. Como puede ver, el amor sexual puede en esencia ser el mismo para ambos; es en la forma de su expresión donde se diferencian. No es culpa del hombre; es la de la naturaleza. Si un hombre ama una mujer, tiene el derecho de tratar de hacer que ella lo ame porque lo puede hacer de forma abierta, directa, sin doblegarse. No hay necesidad de sutilezas, ni rodeos. Para una mujer no es así; no puede tomar ningún amor sino el que se ofrece abierta y simplemente a sus pies. La naturaleza dicta que ella nunca debe mostrar lo que siente; la mujer que le dice a un hombre que lo ama habrá puesto entre ellos una barrera eterna que nunca podrá franquearse; y si quisiera atraerlo sutilmente, usando los medios de una mujer: el silencio, la sutileza, la caída del pañuelo, la visita sorpresiva, la insinuación de que está sorprendida de verlo aunque haya caminado una gran distancia para eso, entonces sería condenada; obtendría el amor, pero lo habría profanado por ganarlo furtivamente; y carecería de valor. Por lo tanto, siempre debe andar con sus brazos cruzados sexualmente; solo el amor que se ofrece a sus pies y ruega que lo acepte es aquel amor que tiene el derecho de aceptar. Esa es la verdadera diferencia entre el hombre y la mujer. Usted puede ir en busca del amor porque lo puede hacer abiertamente; nosotras no, porque tenemos que hacerlo sutilmente. Una mujer siempre debería caminar con los brazos cruzados. Por supuesto que la amistad es diferente. Se está en perfecta igualdad con un hombre en este caso; uno puede pedir que venga a verla a uno, tal como le pedí a usted. Esa es la belleza del intelecto y la vida intelectual para una mujer, con los que suelta un poco los grilletes; por eso evita tan tenazmente el cortejo. Si estuviera muriendo, o haciendo algo del mismo calibre que la muerte, quizás podría… La muerte pesa mucho más para una mujer que para un hombre: cuando uno sabe que va a morir, mira a su alrededor y siente que el lazo de femineidad que la ha quebrado y aplastado toda su vida ya no existe, que no queda sino el ser humano, ya no una mujer, para recibirlo todo en terreno perfectamente parejo. No hay razón por la cual no debería ir a Estados Unidos a buscar una esposa de forma perfectamente deliberada. No tendrá que decir ninguna mentira. Busque hasta que encuentre una mujer que ame completamente, sobre la cual no tenga duda alguna que le aviene a usted más allá del amor, y luego pídale que se case con usted. Debe tener hijos; la vida del hombre viejo y sin hijos es muy triste.

–Sí, me gustaría tener hijos. Con frecuencia pienso, ¿para qué es todo esto, este trabajo, este esfuerzo, si no hay a quién dejárselo? Es una incógnita, ¿supongamos que triunfo…?

–¿Supongamos que consigue su título?

–Sí, ¿de qué me sirve si no tengo a nadie a quien dejárselo? Eso es lo que siento. Es realmente muy extraño estar sentado hablando de esta manera con usted. Pero es tan distinta a otras mujeres. Si todas las mujeres fueran como usted, todas sus teorías sobre la igualdad de hombres y mujeres funcionarían. Usted es la única mujer con la que nunca me doy cuenta de que es mujer.

–Sí –dijo ella.

Estaba de pie, mirando al fuego.

–¿Cuánto tiempo se quedará en India?

–Ah, no volveré.

–¡No volverá! Eso es imposible. Le romperá el corazón a la mitad de las personas aquí si no lo hace. Nunca conocí a una mujer que tuviera tanto poder para capturar el corazón de los hombres como usted, a pesar de esa filosofía que tiene. No sé –sonrió– cómo no caí yo también en su trampa… Hace tres años casi pensé que lo haría…, si no me hubiera atacado siempre de manera tan descontrolada y persistente en cada punto y en cada ocasión posible. Al hombre no le gusta el dolor. Una sucesión de bofetadas le baja los humos. Pero no parece tener el mismo efecto en otros hombres… Estaba ese joven en el campo cuando estuve ahí el año pasado, completamente

ridículo. Usted recuerda su nombre… –Movió sus dedos tratando de recordarlo–.Un gran bigote amarillo, un comandante, ahora está en la costa Este de África; las muchachas descubrieron que siempre iba con una foto suya en el bolsillo, y solía sacar pedazos de papel con su letra y mostrársela a la gente de forma misteriosa. Una noche después de comer casi se bate a duelo con otro hombre porque él la mencionó a usted; parecía estar bajo la impresión de que había algo incongruente entre su nombre y…

–No me gusta hablar de ningún hombre que me haya amado –dijo ella–. Sin importar lo pobre o pequeño de su naturaleza, me ha dado lo mejor de sí. No hay nada de ridículo en el amor. Yo pienso que una mujer debería sentir que todo el amor que se le entrega y que no puede reciprocar es una especie de corona alzada por sobre su cabeza y siempre debe tratar de crecer tan alto como para alcanzarla. No puedo pensar que todo el amor que me han entregado fue derrochado en algo que no lo merecía. Los hombres han sido muy hermosos y me han honrado enormemente. Les estoy agradecida. Si un hombre dice que la ama a uno –dijo ella, mirando al fuego–, con su pecho expuesto frente a uno, dispuesto a que lo hiera si quisiera hacerlo, lo menos que uno puede hacer es extender su mano y ocultarlo a los ojos de la gente. Si fuera un ciervo –dijo ella– y un macho quedara herido por haberme seguido, aunque no pudiera tenerlo como acompañante, me quedaría quieta y rasparía la arena con mi pezuña sobre el lugar donde hubiera derramado su sangre; el resto de la manada jamás sabría que fue herido por seguirme. Cubriría la sangre, si fuera un ciervo –dijo ella, y luego guardó silencio.

De pronto se sentó en su silla y dijo, con la mano frente a sí: –Sin embargo, ya sabe, no pienso de manera tradicional sobre el amor. Yo creo que la persona que es amada confiere el beneficio sobre la persona que ama, pues ha sido tan magnífico y bello ser amada. Yo creo que el hombre debe estar agradecido a la mujer o la mujer al hombre a quien ha podido amar, sin importar si el amor les haya sido reciprocado o si las circunstancias los hayan o no separado. Acarició su propia rodilla suavemente con la mano.

–Bueno, ya es hora de irme –él sacó su reloj–. Es tan fascinante sentarse aquí hablando que podría quedarme toda la noche, pero me quedan dos compromisos todavía. –Él se levantó; ella también se paró y se quedó frente a él mirándolo por un momento.

–¡Qué bien se ve! Creo que ha encontrado el secreto de la eterna juventud. No se ve ni un día mayor que la primera vez que lo vi hace cuatro años. Siempre se ve como si estuviera en llamas y ardiendo, pero nunca lo está, por cierto.

Él la miró desde su altura con una expresión divertida, como quien observa a un niño interesante, o a un enorme perro terranova.

–¿Cuándo la veremos de vuelta?

–Oh, ¡no volveré nunca más!

–¡Cómo que nunca! Por supuesto que debemos tenerla devuelta; aquí es donde pertenece. Ya se cansará de su budista y volverá a nosotros.

–¿No le molesta que le haya pedido que viniera a despedirse de mí? –dijo ella de una manera infantil muy distinta a su determinación cuando discutía algo impersonal–. Quise despedirme de todos. Si uno no se despide se siente inquieto y siente la necesidad de volver. Si uno se despide de todos sus amigos, entonces ya sabe que se acabó todo.

–Ah, ¡pero esto no es un adiós final! Tiene que volver en diez años para intercambiar impresiones… usted sobre su sacerdote budista y yo sobre mi bella norteamericana ideal; y veremos quién tuvo mayor éxito.

Ella rio.

–Siempre veré sus pasos reportados en los diarios, así que no estaremos tan lejos; y tal vez usted oiga sobre mí.

–Sí, le deseo gran éxito.

Ella lo miraba, con los ojos bien abiertos, de pies a cabeza. Él se volvió hacia la silla en la que tenía colgado su abrigo.

–¿No puedo ayudarlo a ponérselo?

–Ah, no, gracias.

Él se puso su abrigo.

–Abroche el botón del cuello –dijo ella–; esta habitación está tibia.

Él se volvió hacia ella, con su gabán y guantes. Estaban parados cerca de la puerta.

–Bueno, adiós. Espero que tenga un viaje muy placentero.

Estaba parado mirándola hacia abajo, envuelto en su gabán.

Ella alzó su mano vagamente en el aire.

–Le quiero pedir algo –le dijo rápidamente.

–Pues, ¿qué es?

–¿Podría, por favor, besarme?

Por un momento se quedó mirándola, y luego se inclinó hacia ella.

Años después nunca pudo decir con certeza, pero siempre pensó que ella alzó su mano y la puso sobre la corona de su cabeza, con una caricia suave y curiosa, parecida al roce de una madre cuando su hijo está dormido y no quiere despertarlo. Cuando miró a su alrededor, ella ya había partido. La puerta se había cerrado silenciosamente. Por un momento se quedó de pie, como una estatua, luego dio un paso hacia la chimenea y miró hacia la rejilla donde yacía una colilla de cigarrillo, luego caminó rápidamente hacia la puerta y la abrió. Las escaleras estaban a oscuras y en silencio. Comenzó a tocar la campana violentamente. La anciana subió. Él le preguntó dónde estaba la señora. Ella respondió que había salido; tenía un taxi esperándola. Le preguntó que cuándo volvería. La anciana le dijo:

–No volverá nunca más. –Ya había partido. Le preguntó dónde había ido. La anciana dijo que no sabía; la señora había dejado órdenes para que todas sus cartas fueran retenidas durante seis u ocho meses hasta que escribiera y mandara su nueva dirección. Él le preguntó si tenía alguna idea de dónde podría encontrarla. La anciana le respondió que no. Él se acercó a un espacio en la muralla que conservaba aún la marca de un cuadro y se quedó parado mirándolo como si el cuadro siguiera colgado allí. Sus labios se apretaron como para dar un largo silbido, pero no salió sonido alguno. Le dio diez chelines a la anciana y bajó las escaleras.

Eso fue hace ocho años atrás.

¡Qué hermosa debió haber sido su vida para que se vea tan joven aún!23

Rebeldes de fin de siglo

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