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ОглавлениеCapítulo 1
La relación entre el hombre y la tecnología
1.1. La tecnología como creación del hombre
Desde los tiempos primitivos, el hombre ha creado tecnología para suplir sus déficits frente al medio ambiente. Desde una lanza para cazar, hasta una piel para abrigarse, o el fuego para cocinar sus alimentos, se valió del ingenio para asegurar su supervivencia. Pero al utilizar tecnología, el hombre ha visto modificada su relación con el medio ambiente, ya que el uso de determinada tecnología no es inocua: provoca trasformaciones en el entorno y en el modo de verlo por parte del hombre. Los medios de comunicación son extensiones de capacidades humanas1, es decir, extienden o prolongan capacidades ya existentes en el hombre: por ejemplo, el automóvil puede ser concebido como una extensión del pie, los anteojos como una extensión de los ojos, y así con todos los medios o tecnologías. Entonces, una definición de tecnología que puede sintetizar estos planteos sería la siguiente: “La tecnología es la aplicación del conocimiento científico para la resolución de problemas y para la ampliación de las capacidades humanas”2. En otras palabras lo decía Benedicto XVI: “La técnica atrae fuertemente al hombre, porque lo rescata de las limitaciones físicas y le amplía el horizonte” (Caritas in Veritate, 70).
Ahora bien, para comprender más profundamente las implicancias de la relación del hombre con la tecnología tenemos que recurrir a su raíz etimológica. El concepto “tecnología” deriva de techné, que para los griegos significa “el arte del hacer”, mientras que logos significa “estudio”. Entonces, tecnología es “el estudio del arte del hacer”. Para los griegos, la techné tiene un sentido amplio: comprende no sólo a las materias primas, herramientas y productos, sino también al productor; y no es un mero instrumento, sino que existe en un contexto social y ético en el cual se indica cómo y por qué se producía un valor de uso, es decir, incluye un juicio metafísico3. En cambio, en la Modernidad, y puntualmente a partir de la revolución industrial, se vuelve más importante el producto que el productor o sus patrones éticos, y el eje pasa del sujeto al objeto, del productor al producto4. Esto se puede comprobar fácilmente si pensamos qué significa para nosotros el concepto “tecnología”. Con seguridad, lo primero que se nos viene a la mente es algún producto tecnológico, y sobre todo, algún producto de “última tecnología” (un celular inteligente, una computadora portátil, una tablet). Se pone en evidencia entonces, que nos concentramos en los aparatos y soslayamos todo el proceso de producción y el ingenio que el hombre puso a disposición para producir ese aparato. En otras palabras, se desdibuja la mano del creador.
La Doctrina Social de la Iglesia ha manifestado recurrentemente su parecer sobre estos temas. Juan Pablo II, en su Discurso a los obreros en las oficinas de Olivetti en Ivrea, afirmó: “Como creyentes en Dios, que ha juzgado ‘buena’ la naturaleza creada por Él, nosotros gozamos de los progresos técnicos y económicos que el hombre con su inteligencia logra realizar” (8/04/1990). Mucho antes, los Padres del Concilio Vaticano II, reconocían estos progresos: “El hombre en nuestros días, gracias a la ciencia y la técnica, ha logrado dilatar y sigue dilatando el campo de su dominio sobre casi toda la naturaleza” (Gaudium et spes, 33). Este dominio sobre la naturaleza es un mandato de Dios (Cf. Gn 1, 28) mediante el cual “el hombre será un pequeño creador que volcará sobre la tierra creada por el poder de Dios, su propia imagen humana”5, y en la medida en que esto logra mejores condiciones de vida, es considerado voluntad de Dios (GS, 34), ya que, según el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, “en el fondo, es Dios mismo quien ofrece al hombre el honor de cooperar con todas las fuerzas de su inteligencia en la obra de la creación”. Es más, “La creación que Dios hace del hombre, potencialmente incluye la creación que el hombre puede hacer sobre la tierra”6.
Si bien a los medios de comunicación social se los cuenta entre los “maravillosos inventos de la técnica”7, “cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplía su responsabilidad individual y colectiva” (GS, 33). Este “juicio metafísico” al que aludíamos antes adquiere, en perspectiva cristiana, una dimensión mucho mayor: “toda la actividad humana debe encaminarse, según el designio de Dios y su voluntad, al bien de la humanidad” (GS, 35). En el documento del Consejo Pontificio para la Cultura esto aparece expresado más explícitamente: “la ciencia y la técnica han demostrado ser medios maravillosos para aumentar el saber, el poder y el bienestar de los hombres, pero su utilización responsable implica la dimensión ética de las cuestiones científicas”8. La ética cristiana, entonces, propone encauzar el desarrollo de la tecnología por parte del hombre, quien “no debe disponer arbitrariamente de la tierra, sometiéndola sin reservas a su voluntad, como si ella no tuviese una fisonomía propia y un destino anterior dados por Dios, y que el hombre puede desarrollar ciertamente, pero que no debe traicionar” (Centesimus annus, 37). Al hacerlo, “en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, el hombre suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él” (Ib., 37).
1.2. Las posiciones sobre la tecnología
Siempre ha habido posturas contrapuestas en torno a toda innovación tecnológica. Desde la creación de la escritura hasta Internet podemos encontrar evidencias de personas que se han opuesto a estos avances. Movidas tal vez por el miedo a que el nuevo medio provocara un desequilibrio en el orden de cosas, le adjudicaron rasgos negativos, peligrosos y hasta amenazantes, y lo señalaron como el culpable de todos los males de la sociedad. Esta posición negativa se identifica con el calificativo “apocalíptico”. Por el contrario, los “integrados” son quienes apoyan incondicionalmente los avances que provocan los nuevos medios, y los consideran un factor decisivo en la diseminación de esos avances y sus efectos en la sociedad9. Otro modo de denominar a la primera posición es “tecnofóbicos”, y a la segunda “tecnofílicos”. Estos últimos adscriben a un “imperativo tecnológico”, definido como el “estado en el cual la sociedad se somete humildemente a cada nueva exigencia de la tecnología y utiliza, sin cuestionar, todo nuevo producto sea portador o no de una mejora real”10. Este imperativo tecnológico consiste en una visión particular de la tecnología en la que “se sobredimensionan sus posibilidades y sus características; se le atribuyen rasgos mágicos que proponen un tipo de relación particular: se endiosan las tecnologías, como si fueran los nuevos “becerros de oro” (Cf. Éx 32) que se construyeron los hombres para reemplazar a Dios y hacerlo a su medida, y pareciera que el único garante del progreso social es el avance técnico”11. La tecnología ocupa, entonces, el lugar de Dios, lo que se corresponde con un racionalismo tecnológico o una “ideología tecnocrática” que fuera denunciada por Pablo VI en su Carta Encíclica Populorum progressio, 34 y retomada por Benedicto XVI en Caritas in Veritate, 14 y más recientemente por Francisco, cuando afirma: “en la cultura contemporánea se tiende a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica” (Lumen Fidei, 25).
Una variante de estas posiciones tecnocráticas es la visión neutral de la tecnología, que se puede simplificar del siguiente modo: la tecnología no es ni buena ni mala, depende de cómo se use. Esta supuesta neutralidad sostiene que ella es ajena al ser humano y al contexto en el que se aplica. La tan popular expresión “impacto de la tecnología” está inspirada en esta visión: se ve a la tecnología como algo exterior que en un momento inesperado impacta o colisiona con nuestro mundo, alterando el estado de cosas. Muy por el contrario, no podemos pensarla por fuera de la realidad humana, como algo ajena a sí misma, ya que –como decíamos antes- la tecnología es producto del hacer humano. Tampoco una tecnología puede ser evaluada en términos tan maniqueos y dialécticos como bueno/malo, positivo/negativo y no se pueden separar medios de fines, sino que se trata de un fenómeno mucho más complejo. No podemos mantener con ella una relación unidireccional en la que tenemos el absoluto control de sus efectos. Por el contrario, la tecnología tiene efectos contradictorios e imprevisibles, es decir, su aplicación en un determinado contexto social, puede generar efectos inesperados que pueden ser catalogados como buenos y malos a la vez. Y para ejemplificarlo, podemos pensar en el antibiótico: si bien en un primer momento resuelve el problema de la infección, a largo plazo volverá inmune al virus, es decir, lo fortalecerá para volver a atacar en el futuro12. La instrucción pastoral Aetatis Novae, del Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, lo describía de este modo: “el constante ofrecimiento de imágenes e ideas así como su rápida transmisión, realizada de un continente a otro, tienen consecuencias, positivas y negativas al mismo tiempo, sobre el desarrollo psicológico, moral y social de las personas”13.
La falsa neutralidad de la tecnología ha sido advertida por la Doctrina Social de la Iglesia en la expresión de Juan Pablo II, en su Discurso pronunciado durante el encuentro con científicos y representantes de la Universidad de las Naciones Unidas, en Hiroshima: “Sabemos que este potencial no es neutral: puede ser usado tanto para el progreso del hombre como para su degradación”. Por esta razón, “es necesario mantener una actitud de prudencia y analizar con ojo atento la naturaleza, la finalidad y los modos de las diversas formas de tecnología aplicada”14. Benedicto XVI va más allá y sostiene: “Parece realmente absurda la postura de quienes defienden su neutralidad y, consiguientemente, reivindican su autonomía con respecto a la moral de las personas. Muchas veces, tendencias de este tipo, que enfatizan la naturaleza estrictamente técnica de estos medios, favorecen de hecho su subordinación a los intereses económicos, al dominio de los mercados, sin olvidar el deseo de imponer parámetros culturales en función de proyectos de carácter ideológico y político” (CV, 14).
1.3. La posición relacional sobre la tecnología
Hechas estas consideraciones sobre las distintas posturas tecnocráticas de la tecnología, es momento de proponer una posición superadora que restituya la figura del hombre como artífice y responsable de su entorno, donde los adelantos tecnológicos tienen su lugar destacado pero no determinante. Burbules y Callister –desde una mirada “postecnocrática”- sostienen que no podemos pensar en la tecnología como algo ajeno a nosotros, porque nosotros mismos, como seres humanos, somos tecnología, ya que nos vamos reconfigurando con ella a medida que la usamos15. Es así que proponen una postura “relacional” que da cuenta de este vínculo ambivalente y complejo que mantenemos con los artefactos que fabricamos: nosotros les damos forma pero ellos, a la vez, nos transforman a nosotros. Así lo expresaba Benedicto XVI: “La técnica — conviene subrayarlo — es un hecho profundamente humano, vinculado a la autonomía y la libertad del hombre” (CV, 69). El hecho de que los medios tecnológicos sean extensiones de capacidades humanas implica una gran responsabilidad: no se le puede echar la culpa de los males de la técnica a ella misma sino en todo caso al hombre que utiliza esa técnica con determinados propósitos. Por eso, “la técnica nunca es sólo técnica. Manifiesta quién es el hombre y cuáles son sus aspiraciones de desarrollo, expresa la tensión del ánimo humano hacia la superación gradual de ciertos condicionamientos materiales” (CV, 69). Aquí podríamos citar aquello de Jesús sobre lo puro y lo impuro: “ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre” (Cf. Mc. 7 15). Haciendo una actualización de esta enseñanza podemos decir que, en todo caso, la tecnología amplificará, como si fuera un megáfono, la pureza o la impureza que está en el corazón del hombre.
En segundo lugar, hay que destacar que esta visión “relacional” de la tecnología no sólo habla de las modificaciones que ejerce sobre quienes la usan, sino también de los cambios que los usuarios ejercen sobre la misma. De este modo, el concepto mucho más rico de tecnología da pie a pensar en las apropiaciones que la sociedad va haciendo de ella y en los cambios inesperados que se van generando a medida que las incorpora en sus tareas16. Como dice Castells, “la tecnología es producida por la sociedad y determinada por la cultura”17; esto quiere decir que siempre aparecen usos alternativos a los fines para los que ciertas tecnologías fueron creadas originalmente. Por ejemplo, en el caso de Internet, Juan Pablo II se preguntaba en su mensaje para la XXXVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales: “¿Cómo podemos garantizar que este magnífico instrumento, concebido primero en el ámbito de operaciones militares, contribuya ahora a la causa de la paz?”.
Por último, un tercer aspecto de esta concepción “relacional” de la tecnología que aquí se propone tiene que ver con concebir a estos medios como una forma de relacionarnos con los demás. En otras palabras, estamos hablando de tecnologías de la información y la comunicación porque nos comunican con otros, desempeñando de este modo una función elemental para el ser humano, puesto que “el hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios” (CV, 53). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “la persona humana necesita de la vida social. Esta no constituye para ella algo sobreañadido sino una exigencia de su naturaleza” (CCI, 1879). En la misma línea, el Padre Ricardo sostiene que a imagen y semejanza de la Trinidad, el hombre tiene una profunda identidad relacional: “el hombre es persona en comunidad. Por eso, siendo un ser consciente, el hombre no puede vivir solo. Necesita agruparse, convivir; ser familia y comunidad social”18. A diferencia de otros tiempos de la Iglesia, donde la santidad se desarrollaba como camino ascético-individual, hoy “es el tiempo de la comunicación, de los procesos madurativos de la persona en orden a su convivir existencial, el tiempo de la sensibilización social y de la globalización fraterna de la humanidad” (GS, 76).
1.4. Personalizar el vínculo con la tecnología
La antropología cristiana ofrece un enfoque integral y trascendente de la persona humana (Gaudium et spes, 76) que permite abordar, entre otras cosas, el vínculo con la tecnología. Ya en 1971, Pablo VI hablaba de la centralidad del hombre en estas cuestiones: “Como el hombre mismo es la norma en el uso de los medios de comunicación, los principios morales que a ellos se refieren, deben apoyarse en la conveniente consideración de la dignidad del hombre, llamado a formar parte de la familia de los hijos adoptivos de Dios” (Communio et Progressio, 14). Más adelante, en el documento Ética en las Comunicaciones Sociales, el Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales aconsejaba: “La persona humana y la comunidad humana son el fin y la medida del uso de los medios de comunicación social; la comunicación debería realizarse de personas a personas, con vistas al desarrollo integral de las mismas” (N° 21). Finalmente, Benedicto XVI, en el mensaje para la XLII Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales en 2008 decía que “la búsqueda y la presentación de la verdad sobre el hombre son la vocación más alta de la comunicación social”, y también afirmaba: “son muchos los que piensan que en este ámbito es necesaria una “info-ética”, así como existe la bio-ética en el campo de la medicina y de la investigación científica vinculada a la vida”. De este modo, la antropología cristiana reclama volver a la centralidad del hombre en el uso de las tecnologías, y más particularmente de los medios de comunicación social, para lo cual es necesario restablecer su dimensión ética, para que estén responsablemente al servicio del hombre.
Si bien la antropología cristiana ofrece un marco para comenzar a pensar en la relación con la tecnología, es el mismo hombre quien deberá hacer el esfuerzo para desarrollar un vínculo sano con ella. Por eso, aquí proponemos “personalizar” nuestra relación con la tecnología. Esto implica el “trabajo de la naturaleza” en sus tres dimensiones: física, psíquica y espiritual19. Para ello, es necesario tener en cuenta que nuestra naturaleza humana tiene impulsos, instintos o inclinaciones que debemos reconocer, aceptar y orientar de acuerdo con nuestro querer para ser dueños de nosotros mismos y personalizar nuestra emocionalidad: “de otro modo, yo me subjetivizo en ella. Y vivo, irracionalmente, de acuerdo a los impulsos físicos o afectivos de mi naturaleza”20.
¿Por qué es importante conocer nuestra naturaleza para personalizar nuestro vínculo con la tecnología? Porque para que la tecnología funcione como una extensión humana debe modificar nuestra naturaleza. Siguiendo con la metáfora de McLuhan, el miembro extendido de algún modo sufre un adormecimiento, un entumecimiento, para que la prótesis se interiorice y pueda cumplir su función. Es así que “los efectos de la tecnología no se producen al nivel de las opiniones o de los conceptos, sino que modifican los índices sensoriales, o pautas de percepción, regularmente y sin encontrar resistencia”21. Tal vez la metáfora más clara para explicar este fenómeno la ofrecen Burbules y Callister cuando dicen que por el uso recurrente de una tecnología, los seres humanos tendemos a hacerla “invisible”22. En otras palabras, la usamos tanto que llega un momento en que no nos damos cuenta de que estamos haciendo las cosas utilizando tecnología. Eso sí, cuando se produce una falla, nos percatamos hasta qué punto dependemos de ella. Esto sucede, por ejemplo, cuando se corta inesperadamente el suministro de luz eléctrica, cuando no tenemos señal en el teléfono celular o no podemos conectarnos a Internet. Pareciera que hay algo en nuestra naturaleza humana que tiende a acostumbrarse y acomodarse a las ventajas que nos ofrecen estas tecnologías y, sin darnos cuenta, nos hacemos dependientes al punto que no nos podemos pensar por fuera de ellas. Dicho de otro modo, la tecnología opera cambios no tanto al nivel de la conciencia vigilante, sino en nuestro subconsciente, donde no siempre tenemos el control. Por eso, no es tan importante analizar los contenidos de los medios de comunicación que utilizamos como la relación que establecemos con ellos. McLuhan acuñó en ese sentido una frase que sintetiza esa postura: “el medio es el mensaje”. Esto quiere decir que no son tan importantes los contenidos de la comunicación como los medios que vehiculizan esa comunicación, puesto que estos medios modifican nuestra realidad y la forma de ver el mundo que nos rodea. El mencionado autor, lo graficaba de este modo: “el ‘contenido’ de un medio es como el apetitoso trozo de carne que se lleva el ladrón para distraer al perro guardián de la mente”23. Coincidentemente, Juan Pablo II lo expresaba así: “Esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes, nuevas técnicas, nuevos comportamientos psicológicos” (Redemptoris missio, 37). Se necesita, entonces, atender a los cambios que producen las tecnologías en nuestra naturaleza humana desde sus tres dimensiones. El uso de determinada tecnología no sólo transforma nuestro cuerpo y nuestros sentidos, sino también la forma en que pensamos, nuestra afectividad y la posibilidad de conectarnos con lo trascendente. Se hace necesario educar y trabajar la propia naturaleza para hacer explícito lo implícito, visible lo invisible, teniendo en cuenta, como enseñaba Jesús en la parábola de la cizaña, que el enemigo siembra la cizaña cuando dormimos (Cf. Mt 13, 25). Nuestra tarea consiste en personalizar la propia naturaleza para no dejarnos llevar por sus impulsos desordenados, de los que se aprovecha el tentador para alejarnos de la voluntad de Dios.
Sin dudas, el impulso desordenado de nuestra naturaleza al que debemos prestar mayor atención es nuestra inclinación hacia la falsa omnipotencia humana. Benedicto XVI lo expresó claramente cuando dijo: “el desarrollo tecnológico puede alentar la idea de la autosuficiencia de la técnica, cuando el hombre se pregunta sólo por el cómo, en vez de considerar los porqués que lo impulsan a actuar. Por eso, la técnica tiene un rostro ambiguo. Nacida de la creatividad humana como instrumento de la libertad de la persona, puede entenderse como elemento de una libertad absoluta, que desea prescindir de los límites inherentes a las cosas” (CV, 70). Ubicándonos en el momento de la creación del hombre, podemos imaginar que la técnica, así considerada, vendría a representar el árbol del conocimiento del bien y del mal (Cf. Gn 2,15). Entonces, valiéndose de los avances tecnológicos, el hombre en su búsqueda de omnipotencia se aleja de Dios: “el hombre se ‘endiosa’, se hace dios de sí mismo y obra como no necesitado de Dios (Cf. Gn 3,5) y niega el fundamento de su ser personal que es la vinculación con su Creador”24. La tecnología al servicio de la falsa omnipotencia humana, en lugar de crear comunidad al procurar acercarnos a Dios y a los otros, tiende a centrarnos en nosotros mismos, en la búsqueda del poder, del tener y de la figuración social: “la persona queda reducida entonces, a ser un medio de producción y un instrumento de consumo”25.
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Preguntas para el trabajo personal
Para concluir este capítulo, puede ser útil hacernos algunas preguntas como para comenzar a transitar, a lo largo de estas páginas, un camino de discernimiento sobre nuestra relación con la tecnología:
• ¿Qué posición tengo tomada sobre la tecnología?
• ¿Cómo me relaciono con las tecnologías que uso para comunicarme?
• ¿Me siento dependiente de ellas o me siento con la libertad de dejar de usarlas cuando quiero?
• ¿Qué necesidades nuevas ha creado el uso de determinada tecnología?
• ¿En qué cosas noto que la tecnología me ha modificado?
• ¿Qué impulsos desordenados de mi naturaleza son potenciados por la tecnología?
1. McLuhan, M., Comprender los medios de comunicación. Las extensiones del ser humano, Barcelona, Paidós, 1994.
2. Pedregal, N., Tarasow, F., Tecnologías de la Información y la Comunicación, Buenos Aires, Editorial Stella, 2005, p. 22.
3. Lion, C., “Mitos y realidades en la tecnología educativa”, En: Tecnología educativa: política, historias, propuestas, Buenos Aires, Paidós, 1995, p. 45.
4. Lion, C., op. cit., p. 45.
5. Padre Ricardo, MPD, Yo soy. Meditaciones pastorales sobre la identidad humana, Buenos Aires, Editorial de la Palabra de Dios y Ediciones Paulinas, 2011, p. 108.
6. Padre Ricardo, MPD, Ib., p. 196.
7. Concilio Vaticano II, Decreto Inter Mirifica, 1. Sobre los medios de comunicación Social, 1964.
8. Para una Pastoral de la Cultura, 13, 1999.
9. Eco, U., Apocalípticos e integrados, Barcelona, Lumen, 2001.
10. Mumford, L., The mith of the machine. Vol II: The Pentagon of Power, Nueva York, Harcort Brace Jovanovich, 1970.
11. Albarello, F., Un cambio cultural que impone nuevos desafíos, Revista Cristo Vive ¡Aleluia! N° 182, Mayo-Junio de 2012, p. 19.
12. Burbules, N., Callister, T., Educación: riesgos y promesas de las nuevas tecnologías de la información, Barcelona, Granica, 2000, p. 15.
13. Pontificio Consejo para las Comunicaciones Sociales, Inst. Past. Aetatis Novae, 4. Sobre las Comunicaciones Sociales en el vigésimo aniversario de Communio et Progressio, 1992.
14. Juan Pablo II, Discurso pronunciado durante el encuentro con científicos y representantes de la Universidad de las Naciones Unidas, Hiroshima (25/02/1981), 3: AAS 73, 1981.
15. Burbules, N., Callister, T., op. cit., p. 34.
16. Burbules, N., Callister, T., Ib., p. 23.
17. Castells, M., La galaxia Internet, Barcelona, Plaza & Janés Editores, 2001, p. 51.
18. Padre Ricardo, MPD, op. cit., p. 124.
19. El citado libro del Padre Ricardo, Yo soy. Meditaciones pastorales sobre la identidad humana, desarrolla la propuesta de la personalización de la naturaleza humana en forma integral, orientada al trato fraterno.
20. Padre Ricardo, MPD, Ib., p. 104.
21. McLuhan, M., op. cit., p.39.
22. Burbules, N., Callister, T., op. cit., p. 13.
23. McLuhan, M., op. Cit., p. 39.
24. Padre Ricardo, MPD, Ib., p. 37.
25. Padre Ricardo, MPD, Ib., p. 117.