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en busca de un donante

Ilan llegó a mi servicio anunciado por una reunión médico familiar a la que fui llamado. En la oficina de un colega y buen amigo de una clínica de Santiago nos encontramos él, sus abuelos y yo. Los padres, Jessica y Gianfranco, estaban de vacaciones fuera del país e intentaban conseguir el primer vuelo que los trajera de vuelta a Chile. El motivo de todo: después de varios días en que su abuela notaba que su nieto no estaba bien y el pediatra descubrió moretones sospechosos en su cuerpo, la guagua de nueve meses había sido diagnosticada de leucemia mieloide aguda y querían conocer mi opinión. El diagnóstico estaba claro, pero aún faltaban estudios para detectar o descartar alteraciones genéticas que podrían tener las células leucémicas que cambiarían el pronóstico y también el tratamiento. De todos modos había que iniciar quimioterapia, ver cómo respondía, confirmar que no hubiera marcadores genéticos de mal pronóstico y seguir con el tratamiento. Sin embargo, si cualquiera de los malos presagios se daba, tendríamos que pensar en trasplantarlo. Y ahí comenzaba la dificultad: Ilan era hijo único y, en 1992, no teníamos en Chile acceso a donantes que no fueran familiares. El sueño de los registros de donantes y bancos de sangre de cordón umbilical, todavía era lejano y si él necesitaba un trasplante, no tenía opción.

Decidieron trasladar a Ilan a nuestro servicio y que comenzara ahí su tratamiento. Cuando llegaron los papás conocí a dos personas jóvenes que iniciaban recién su vida con su único hijo. Ambas familias inmediatamente se cuadraron en torno a ese niño que parecía concentrar toda la atención y todo el amor del clan. Ilan recibió su primera quimioterapia y debió permanecer en el hospital por casi 30 días. Su madre no lo dejó ni un momento de los treinta días a pesar de que se fue cargando de frustración y cansancio.

Si para una familia completa el diagnóstico de leucemia en uno de sus niños es devastador, para una pareja es, quizá, aún más extremo. He visto arreglos de todo tipo: la mamá acompaña a su hijo en el día mientras el papá trabaja y, en la noche, él duerme con el hijo de ambos mientras ella vuelve a la casa a ver a los demás niños e, idealmente, descansar un poco. En otros casos la madre no quiere separarse de su cachorro amenazado y el padre resuelve parte de lo que queda pendiente y sus redes colaboran con lo demás. Las fórmulas son tantas como los pacientes, pero en todas sucede lo inexorable: la vida de la pareja sufre mientras el niño está hospitalizado. Lo tradicional, y más optimista, es pensar que estas tragedias tienden a acercar a las familias. Yo he visto lo contrario. El estrés por la cría en peligro demanda, desde la más profunda naturaleza, toda la atención materna y podría relatar pocos casos más claros de una mamá que abandona cada rincón de su vida por acompañar a su niño, que el de Jessica con Ilan.

Cuando los recibimos, yo ya era capaz de reconocer los signos de cansancio en una persona encerrada durante semanas en una habitación de hospital con un niño enfermo. Uno de los más claros es la irritabilidad que manifiestan contra enfermeras y médicos. Tuvimos discusiones acaloradas en algunas oportunidades y yo le pedí muchas veces que por una sola noche dejara a Ilan a cargo de su papá o su abuela, pero su negación siempre fue rotunda.

En algún momento el calvario cedió. El examen de médula ósea salió bueno, el niño estaba en remisión y los estudios genéticos confirmaban que su leucemia no tenía marcadores de mal pronóstico. Pudieron irse a su casa, conscientes de que podíamos seguir el tratamiento con quimioterapia y de que, si recaía, no había más alternativa que un trasplante para salvar a Ilan.

Jean Dausset vivió su infancia en la ciudad de Biarritz, en el país vasco francés. Su padre, médico igual que él, ejercía en el hospital de Bayona y convenció a su hijo cuando ya vivían en París, que entrara a estudiar medicina. Antes de graduarse estalló la Segunda Guerra y Dausset tuvo que abandonar sus estudios por un largo periplo por el norte de África. Destinado en Tunisia, tuvo su primer encuentro con la hematología a cargo de administrar transfusiones de sangre a numerosos soldados en una época en que esta práctica era muy rudimentaria, especialmente en el frente de batalla. Las reacciones que experimentaban algunos soldados a transfusiones en teoría compatibles le harían cuestionarse que otros mecanismos decidían la aceptación o rechazo de tejidos ajenos, lo que podría tener una enorme relevancia en el trasplante de órganos.

De vuelta en París, y antes de comenzar su carrera de científico, fue activista y empujó la reforma radical que sufrieron los hospitales de París de entonces y terminaron en la alianza entre estos y las universidades. Después de una breve estadía en Boston, en el hospital parisino de Broussais, Dausset se dedicó plenamente a buscar los anticuerpos contra glóbulos blancos que podían explicar el rechazo de tejidos.

En 1958, exponiendo el suero de tres pacientes a glóbulos blancos de otro individuo descubrió el primer anticuerpo aglutinante que nombró con las iniciales del apellido de los donantes, MAC. Era una época de gran actividad en el campo de la inmunohematología en que todos esperaban realizar importantes descubrimientos y Dausset con su grupo se adelantaron a todos al descubrir el primer antígeno humano que producía el rechazo de tejidos y que él nombró Hu-1. Esto sentó los cimientos del descubrimiento de lo que más tarde se denominó el sistema HLA (Antígenos Leucocitarios Humanos). Por este trabajo sería reconocido con el Premio Nobel de Medicina en 1980.

De esos modestos inicios hasta hoy, en que reconocemos más de 13.000 antígenos de histocompatibilidad, el avance ha sido fruto del trabajo colaborativo de miles de personas que fueron lentamente desenredando la madeja de un sistema que ha sido mucho más complejo de lo esperado. Sin embargo, este trabajo tenía un fin ineludible: hacer que la medicina del trasplante de órganos y tejidos fuera exitosa y permitiera salvar miles de vidas de pacientes necesitados.

Un día en el hospital los padres de Ilan pidieron hablar conmigo. Fue ella quien me lo planteó directamente: ¿concebir otro hijo serviría para trasplantar a Ilan si era necesario? Fue la primera de muchas veces en que padres me plantearon esta inquietud, especialmente cuando no teníamos la posibilidad de un donante no emparentado. En esa oportunidad les contesté desde la intuición. Si bien ellos eran una pareja joven y su proyecto de familia contemplaba más niños, todo indica que, desde que surge la intención de tener un hijo hasta que nace, pasa un año en promedio y ese plazo era muy largo si el hermano recae. Además, la probabilidad de compatibilidad en estos casos es uno de cada cuatro y, si las cosas no salían como las planeaban, además de un esfuerzo en vano, tendrían que sumar al cuidado de Ilan, el de un recién nacido.

Poder concentrar los cuidados en un solo hijo es, en estos casos, una garantía de atenuar las posibilidades de sufrimiento. Porque cuando hay más hermanos, esos niños sanos no solo sufren por el hermano o hermana enfermo, sino que durante meses también notan que su mamá ha desaparecido detrás de él, que el papá está trabajando o yendo al hospital y la familia rápidamente se desintegra. Si a eso se suma una guagua en el momento de mayor necesidad de apego y lactancia, la solución puede ser peor que el problema, salvo que ese niño venga con la buena noticia de la compatibilidad.

Me hacía cierta gracia cuando yo contaba esta historia y muchas personas encontraban desafortunado que un niño fuera concebido para este propósito específico. En lo personal, encontraba maravilloso que un hermano llegara al mundo con una misión tan inmediata y trascendental como salvarle la vida a otro. Muchos niños -decía John Lennon- nacen fruto de una botella de güisqui un sábado por la noche. Había otros motivos ahora.

Les comenté todo eso y en adelante la decisión les correspondía enteramente a Jessica y Gianfranco. Ella me aclaró que no quería opiniones, sino estadísticas, que la decisión estaba tomada. Dos meses más tarde me comunicaron que estaba embarazada.

El tratamiento de Ilan ya había pasado a una fase de mantención y ella acudía al centro de oncología a que su hijo se realizara exámenes y recibiera medicamentos. Paralelamente, el embarazo avanzaba sin incidentes y cuando comenzó a acercarse la fecha de parto, nos preparamos para poder recolectar la sangre del cordón umbilical, que ya entonces era reconocida como una fuente útil y suficiente de células madre para un niño pequeño.

El parto fue por cesárea y nació una niña sana y linda, que no tenía idea alguna de la misión con que había llegado. Recolecté personalmente la sangre y la envié al laboratorio para que fuera criopreservada y se mantuviera en un sueño profundo a -196 ° C.

Al día siguiente hicimos el examen de compatibilidad. Era 100% igual. Teníamos la donante, teníamos la sangre de cordón. Nos tocaba decidir si usarla ahora o esperar una posible recaída. Nos asustaban los efectos del trasplante en el niño y de las secuelas a largo plazo que debería enfrentar a consecuencias de la quimioterapia preparatoria y la posibilidad de la enfermedad de injerto versus huésped. Finalmente, y de común acuerdo, elegimos esperar.

Afortunadamente para Ilan la enfermedad no volvió. Tuve la suerte de ser invitado a una ceremonia que su comunidad hizo para su sexto cumpleaños en que a Ilan se le permitió tocar el libro sagrado de la Torá en la sinagoga y luego a una fiesta muy emotiva en la que Jessica contó cómo esa experiencia le había cambiado la vida, dándole armas que antes no tenía y que mucha gente que poco conocía la tenía ahora como un referente. Habían escapado del infierno, sentían.

Pero el cáncer construye caminos subterráneos, corroe incluso a quienes creen haberse librado. Jessica y Gianfranco tuvieron cuatro hijos a quienes siguieron cuidando unidos a pesar de que finalmente se separaron en términos poco amistosos. ¿Sucumbieron por la traumática experiencia que tuvieron con Ilan y cómo develó aspectos ocultos de cada uno que los hicieron incompatibles? Nunca lo sabré con certeza, aunque sospecho que nada de eso puede ser inocuo. A Ilan, en cambio, la última vez que lo vi fue cuando estudiaba medicina, estaba ya muy cerca de graduarse y lucía esa gallardía de quien tiene toda la vida por delante.

Lamentablemente, y como todos suponen, el camino del cáncer no está sembrado solo de finales felices.

Susana tenía seis años y una forma crónica de leucemia mieloide que podía estar larvada por mucho tiempo pero que inevitablemente se convertiría en una forma aguda y en poco tiempo terminaría con su vida. A menos que recibiera un trasplante.

Como Ilan, la niña también era hija única, y aunque en ese tiempo ya teníamos acceso a bancos con sangre de cordón, contaban todavía con muy pocos donantes. Por mucho que buscamos, el esfuerzo fue en vano. Entonces, y como su situación podría extenderse por largo tiempo, sus padres me plantearon nuevamente la inquietud: ¿y si tenemos otro hijo? La diferencia era que ellos no tenían en sus planes tener más niños, no todavía. De todos modos, les contesté lo mismo que a los papás de Ilan. Con el éxito de su caso como antecedente, y luego de pensarlo un tiempo, decidieron buscar un nuevo embarazo. Al mes lo habían conseguido.

En los años 60 y 70 los antígenos de compatibilidad fueron derivados de las reacciones del suero de personas que habían recibido numerosas transfusiones y de mujeres multíparas, a un panel extenso de células humanas en cultivo. La dificultad inicial mayor era que cada grupo de investigadores poseía sueros con diferentes especificidades que reaccionaban de manera diferente y fue necesario un trabajo de colaboración internacional permanente para ir completando las piezas del puzle. Pocas áreas de la medicina se han desarrollado gracias a la generosa colaboración de tantos investigadores.

Quizá por un golpe de fortuna, como podemos decir cuando la naturaleza se apiada y nos simplifica el trabajo, muchos investigadores comprobaron que todos estos antígenos de compatibilidad eran parte de un complejo genético único que llamaron HLA. En 1980 la tecnología permitió buscar la ubicación de los genes HLA alineados en el cromosoma 6. Esto confirmaba a un nivel molecular que este complejo se transmite en bloque y que cada persona contiene dos “haplotipos” o mitades que hereda del padre una y de la madre otra. Esto tiene varias consecuencias:

•Dos hermanos del mismo padre y madre tienen un 25% de probabilidades de ser completamente iguales, un 50% de ser medio iguales (“haploidénticos”) y un 25% de ser completamente distintos.

•Siendo la diversidad genética del sistema HLA tan vasta, es muy poco probable que dos personas que no son hermanos sean compatibles. Esta realidad es la justificación para la creación de registros de donantes donde la inscripción de millones de personas puede dar la posibilidad de encontrar donante a aquellos que no los tienen en la familia

•Los “alelos” (mitades) se distribuyen en la población según la etnia de las personas y se transmiten siguiendo migraciones, ocupaciones y conquistas. Es más fácil encontrar donantes en personas de la misma población, lugar geográfico y origen genético. Desde que comenzamos a buscar donantes no emparentados para pacientes chilenos en registros y bancos de sangre de cordón umbilical (capítulo 4), casi el 100% de nuestros donantes han sido de Estados Unidos o de Europa, en partes iguales. Una proporción importante de los donantes de Estados Unidos son de origen latino y algunos de americano nativo. Dentro de Europa los países que más donantes han aportado han sido Alemania y España y casi todos ellos han sido de origen europeo puro. Solo una vez un paciente tuvo una donante africana y nunca hemos encontrado a alguien compatible en registros asiáticos.

Cuando las complejidades del sistema HLA se fueron desvelando, el nivel de definición de la compatibilidad fue adquiriendo mayor relevancia clínica en trasplante. A diferencia de los trasplantes de órgano sólidos, como riñón, hígado, pulmón, corazón o páncreas, para los que en general basta con que donante y receptor tengan el mismo grupo sanguíneo, en el trasplante de médula es diferente: la compatibilidad HLA tiene que ser completa o casi completa. Si la sangre del donante no reconoce al paciente como igual lo va a atacar produciendo la más temida complicación del trasplante: la enfermedad de injerto contra huésped. Por esta razón esta área de trasplante fue la más tardía en desarrollarse y solo se pudo hacer cuando las bases de la histocompatibilidad estuvieron bien definidas: para hermanos a finales de los años 50, para donantes no emparentados, a principios de la década del 80 y para donantes “medio iguales” a partir de los 90.

Susana, afortunadamente, se mantuvo estable y el embarazo de su madre también. Al acercarse el parto, dispusimos todo para recolectar la sangre del cordón umbilical de su nuevo hermano que nació en una maternidad pequeña en una mañana de junio. Como todo estaba orientado a recolectar la mágica sangre de cordón, los médicos de la madre decidieron hacer una cesárea electiva a la que asistimos dispuestos a ello. El parto fue sin incidentes, el obstetra tomó el cordón umbilical con la placenta todavía dentro, pinchó una vena del cordón y la sangre fluyó roja y tibia a un recipiente que contenía líquido anticoagulante.

Mientras el doctor ayudaba en la colección y apartaba el útero con la placenta aún dentro para conseguir un flujo generoso y una exitosa colección, ocurrió algo imprevisto. La matrona que había recibido a la guagua lo puso en la mesa radiante lo comenzó a limpiar y notó algo anormal. Las orejas estaban implantadas muy bajas, el cuello era corto y tenía dos protrusiones laterales que daban la impresión de alas. La mandíbula estaba un poco retraída y finalmente los ojos aparecían rasgados. Llamó al obstetra, quien lo examinó, y su ojo experto concluyó rápidamente que tenía el síndrome de Down. Todo el ambiente de alegría por este niño que venía a salvar a su hermanita se trizó. La noticia para los padres fue devastadora.

La enfermedad de Down ocurre en uno de 800 partos y especialmente en mujeres mayores de 35 años. La madre de Susana y del recién nacido tenía apenas 29. Había ahora dos flancos abiertos y nadie se explicaba cómo se concentraba así la mala fortuna. Fortalecidos, quizá, por la enfermedad de Susana, sus padres recibieron el golpe con hidalguía, aunque inevitablemente apenados. Quedaba todavía determinar si el esfuerzo había valido la pena.

Al día siguiente hicimos el examen de compatibilidad. Las probabilidades ganaron esta vez. Los hermanos no eran compatibles.

Quedó suspendida entonces cualquier esperanza de sanarla. Nos dedicamos a cuidarla por el tiempo que le quedara vivir. Susana murió un año después en su casa, acompañada por todos quienes la querían. Su hermanito que, según me contó la doctora que la había diagnosticado y siguió en contacto con sus padres, llenó la vida y la casa, y se convirtió en el centro y la alegría de la vida familiar. Esa maravillosa noticia me permitió darle consuelo a la pena que siempre llevé tras la muerte de Susana y la amargura que me provocaba la crueldad del destino con gente tan buena.

Y es una crueldad que, a ratos, parece incansable.

José Tomas tenía una enfermedad congénita por la cual no producía glóbulos blancos neutrófilos, que funcionan como primera barrera de defensa contra infecciones por bacterias y hongos. Los niños afectados tienen infecciones oportunistas recurrentes, especialmente pulmonares, que pueden ser graves y, eventualmente, les pueden causar la muerte.

Era 1997 y la sobrevida promedio de los niños que la padecían era de pocos años, sobre todo si no respondían a un medicamento llamado Filgrastim que estimula la producción de los neutrófilos y en grandes dosis sirve a muchos niños con esta enfermedad a mantenerse al menos sin infecciones graves. Pero este no era el caso. José Tomas había pasado casi la mitad de los tres años de su vida hospitalizado a pesar del medicamento. La única solución era, en efecto, un trasplante.

Sus padres, Carmen Gloria y Tomas, me vinieron a ver. Tenían cinco hijos con los que prácticamente les garanticé que alguno debía ser compatible con José Tomas. Hicimos los exámenes y cuando recibimos los resultados fue un balde de agua fría. Ninguno era compatible. Quizá peor aún, tres eran idénticos entre ellos, pero ninguno con José Tomas. El panorama era desalentador porque, nuevamente, nuestra única opción era recurrir a bancos extranjeros de sangre de cordón.

Se los propuse como única solución y les conté también que nuestra experiencia era escasa, aunque esperanzadora. Habíamos realizado cuatro procedimientos a esas alturas. Dos de ellos habían sido exitosos. Lo pensaron por un breve momento, me dieron las gracias, pero pensaban que era muy riesgoso y, como eran gente de fe, esperarían que Dios les mostrara el camino que debían tomar. En el intertanto, seguirían combatiendo las infecciones que fueran afectando a José Tomás.

Fue poco tiempo después que me enteré de que esperaban su sexto hijo, algo que había ocurrido sin ellos estar, precisamente, buscando un donante. Me alegré entonces y después, cuando me pidieron que asistiera al parto para que recolectáramos sangre del cordón umbilical del nuevo integrante de la familia.

Cuando iniciamos el programa de trasplante en 1989, nuestro laboratorio determinaba los HLA con un kit comercial que tenía un panel de células humanas que reaccionaban con distintos antígenos HLA del suero de los pacientes y donantes. Actualmente ha sido reemplazada por técnicas de biología molecular y secuenciación de los genes HLA. Aun así, nuestra tecnología era suficiente para determinar la compatibilidad entre hermanos, pero no podía ser usada para donantes no emparentados. No teniendo otras alternativas de donantes en ese momento, la relación con el laboratorio de HLA era muy cercana. El análisis (“tipificación”) estaba a cargo de una bióloga con la manteníamos comunicación fluida. Ella sabía lo que estaba en juego si el o los hermanos del niño eran compatibles o no: la posibilidad de vida versus la muerte por la enfermedad. Ella era la primera que conocía esta realidad. Yo temía su llamada, a tal punto que en un momento diseñamos una clave que ella transmitía a mi beeper: 1 si, 0 no. Cuando recibía este mensaje quedaba clara la alternativa.

¿Por qué este sistema es tan importante para definir el éxito o fracaso de un trasplante? ¿Y si conocemos este mecanismo, podemos hacer algo para utilizarlo en provecho? La respuesta inmune es un proceso muy delicado que determina nuestra identidad biológica y distingue entre yo y los demás. Las células inmunes detectan proteínas ajenas (antígenos) y arman una respuesta bélica que nos permite mantenernos sanos entre el ejército inconmensurable de microorganismos que viven fuera y dentro de nosotros. Gracias a este sistema podemos sobrevivir en la jungla microbiana. Pues bien, uno de los ejes centrales de esta respuesta es la comunicación entre los distintos tipos de células (linfocitos, macrófagos) que identifican la proteína ajena y levantan el ejército para controlar la infección o rechazar el tejido ajeno. Los antígenos HLA están en el meollo de la comunicación intracelular actuando como moléculas de anclaje que permiten a la célula procesar la información y decidir por dónde atacar. Si las células son de distinto origen (donante y receptor) ese anclaje no se realiza y la respuesta inmune o no ocurre o se dispara sin control. Esto lleva a que un trasplantado puede tener su sistema inmune a la vez activado y deprimido. Es complejo navegar estas aguas en las que concurren tantos factores externos e internos. Y en el centro del huracán estas pequeñas proteínas producidas por el sistema HLA. Los que trabajamos en este campo nos tomamos la compatibilidad muy seriamente y la disponibilidad de cada vez más donantes más compatibles se traduce en mejores oportunidades para los pacientes.

La hermana de José Tomás nació en 1997 y la sangre fue recolectada con la placenta dentro del útero hasta que se expulsó. Nació una niña sana que podría ser la respuesta a las oraciones de esta familia. Habría para eso que hacer los exámenes de rigor. La suerte estaba de su lado. Esa guagua era 100% compatible con su hermano. La llamaron Milagros y nosotros nos preparamos para hacer un trasplante.

Al evaluar nuestros recursos confirmamos que el volumen de sangre recolectada era adecuado. El problema era que la cantidad de células obtenidas estaba en el límite de lo aconsejable. No quisimos apresurarnos y decidimos esperar que Milagros creciera un poco para extraer además médula ósea. Lo hicimos cuando ella tenía apenas cinco meses y se convirtió en el donante más pequeño con el que he realizado este procedimiento.

Utilizando lo recolectado en ambas instancias, finalmente trasplantamos a José Tomás, conscientes de que, a diferencia de los niños con leucemia, si el injerto prendía, él estaría curado. Para no interrumpir la lactancia conseguimos que Carmen Gloria se quedara con ambos niños en la misma habitación del hospital donde fue realizado el trasplante. Esa posibilidad fue muy importante para la mamá porque no tuvo que tomar decisiones innecesarias. Pudo seguir cuidando a su guagua, las enfermeras tenían una muñeca a la que sacar a pasear y Carmen Gloria aprovechaba de dedicarse a José Tomás.

La sangre de cordón umbilical y la médula ósea de un niño pequeño son dinamita y su poder regenerativo es inmenso. En apenas quince días el injerto de José Tomas ya estaba funcionando y aparecieron los glóbulos blancos neutrófilos, confirmando la cura. Los niños eran muy compatibles y apenas tuvo enfermedad de injerto versus huésped. Los padres estaban infinitamente agradecidos porque todo se había dado de la mejor manera y habían transitado desde un pronóstico sombrío con muy pocas opciones, a un futuro optimista, seguros de que José Tomás estaría bien, que Dios estaba con ellos y con su hijo. Nuestro paciente se fue a casa sin todas las precauciones de contagio que lo limitaban antes del trasplante y por algunos días no tuvo complicaciones. Pero eso no duraría.

A los pocos días Carmen Gloria notó que la orina de José Tomás estaba teñida de sangre y se alarmó cuando comenzó a ver coágulos y a sentir dolor. Lo hospitalizamos inmediatamente, enfrentados a una complicación frecuente después de un trasplante: la cistitis hemorrágica, es decir, una irritación severa de la vejiga urinaria que rompe el revestimiento interno de la misma y sangra de manera difusa. Hasta entonces el culpable era uno de los medicamentos que usamos en el trasplante llamado ciclofosfamida, cuyos productos de desecho irritan la vejiga, pero más tarde se descubrió que estaba asociada a un virus denominado BK que causa este sangrado urinario con coágulos. La uretra de un niño es muy estrecha y los coágulos les duelen mucho al salir. Como el sangramiento es incesante, el dolor es permanente y son pocas las cosas que se pueden hacer para tratarlo.

La vida de José Tomás se convirtió en un calvario mucho peor que la enfermedad de la que se había curado. Ahora lloraba y gritaba de dolor de manera continua. Hicimos todas las maniobras médicas que teníamos a disposición para diluir la orina, usamos sondas vesicales, altas dosis de analgésicos de todo tipo, pero no conseguíamos el resultado que buscábamos. La desesperación de Carmen Gloria sentada día y noche al lado de su hijo adolorido fue en aumento y la frustración inmensa de no encontrar alivio la obligó a salir del hospital e ir a cuidar a sus otros hijos. Para el personal, tratar a un niño con tanto dolor y enfrentar a una madre enrabiada fue tan duro que en algún minuto la dirección del hospital me pidió que lo trasladara a otro centro. Les expliqué que eso era, en realidad, imposible.

La solución definitiva nos la dio un urólogo. Operó a José Tomás para abrir una incisión en su abdomen y la pared de la vejiga con lo que consiguió exponerla al exterior y así salieran orina, sangre y coágulos. Por fin José Tomas pudo descansar. La presión de todos comenzó a bajar. El padre asumió todo el cuidado mientras la situación se resolvía y después de varias semanas el urólogo pudo cerrar el abdomen para que el niño se fuera de alta.

José Tomas y Milagros son dos niños sanos y tengo sus fotos de viaje en mi colección. Pero las últimas veces que vi a esa mamá tenía una tristeza lejana en los ojos, de alguien que se había roto, de algo que no pudo recomponer. Tiempo después supe que el matrimonio se había separado, algo poco esperable en una familia tan unida y creyente y hasta el día de hoy pienso que esos meses en la clínica produjeron una grieta que no pudieron superar.

Sobre hombros de gigantes

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