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Prefacio

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Perdoname, Miguel, por hacerte padecer tan injustamente…

EL ESTRUENDO PROFUNDO Y QUEJUMBROSO del trueno hizo temblar la tierra. El monte macabro se iluminó, tan fugazmente, como el relámpago se ramificó en el cielo iracundo.

Toda la hondonada era azotada por el sórdido viento intempestivo, y por una copiosa lluvia que arreciaba de lado a todo lo que se alzara más de un metro sobre el suelo inasequible. Enormes matas de pasto se levantaban arrastradas por las gigantescas raíces de los árboles podridos, rendidos ya ante la furia de la tormenta. Pasos sigilosos, pasos jóvenes y silenciosos transitaban los herbazales ancianos de sendas borradas por yerbas envenenadas y espinosas que cortaban sus pies suaves de piel tersa y llena de vida, sangrando la voluntad servil de la hermosa jovencita.

Corría entre el barro y los árboles que caían a los lados del camino, entre los truenos más poderosos que haya oído jamás; ciega por la negra oscuridad; iluminada por la eterna brevedad del relámpago. Corría apretando el manto contra su pecho con una mano y con la otra, se sostenía la capucha, empapada hasta los huesos y sangrando de los dos talones que las sandalias dejaban al descubierto. Corría temblando de miedo, aunque podría haber estado temblando de frío. Corría y maldecía, y cuando se cansaba de blasfemar contra el dios, auguraba que algo malo estaba por suceder.

Se detuvo en medio de la oscuridad, perdida en la densidad de la noche y esperó desesperada por la iluminación. Y sintió primero su llegada estrepitosa, cuando un trueno quebró el cristal velado del cielo, y luego, la iluminación llegó a sus ojos como un trazado blanco entre las fluviales nubes del diluvio, enseñándole al fin la cabaña de las señoras, muy cerca de la oquedad del monte.

Tanto más arreciaba la tormenta, tanto más se esforzaba por llegar a la cabaña; tanto más soplaba el vendaval, más herejías profería a los cielos, “maldito sea el tiempo”. Inclinada ya hacia adelante, empujaba contra las fuerzas superiores (siempre hay fuerzas superiores, lo sabía perfectamente) esperanzada por la corta distancia que la separaba de su destino. Cuando parecía que un viento huracanado la iba a echar a volar, una corazonada le soltó la mano de la capucha que le descubrió el rostro hermoso y su larga y rojiza cabellera, y se la arrojó firme en la busca de un ancla fortuita, así como debe ocurrir para ser leyenda, tomó en el arrojo desesperado la aldaba de metal helado que custodiaba la puerta de entrada de la cabaña. El azote, aunque no lo hizo, pareció ser clemente un instante para dejarla penetrar al hogar impasible de las señoras.

Se quitó el manto oscurecido por las gotas sombrías y lo dejó desparramado por el suelo. Su jovencísima silueta se onduló envuelta en un alto vestido de novia blanco y maltrecho, pero con los vestigios del más alto de los linajes. Caminó temerosa por el interior de la casa sin poder distinguir nada más que un fuego tibio en la profundidad de la cabaña. Continuó caminando hasta que distinguió de dónde provenía esa amarillenta luminosidad. Se detuvo frente a un fuego que hervía el contenido burbujeante de una gran olla de hierro, y creyó que la cabaña se veía demasiado pequeña desde afuera para el largo pasillo que había recorrido por dentro. Sintió la respiración pesada de una persona; luego, un susurro; y después, el último trueno que sumió el temporal. No se tardó entonces el silencio que se alzó sobre todo el mundo; solo que era roto allí dentro por una risa sofocada que venía de algún lugar más allá de la olla efervescente. Finalmente, sintió que las había encontrado:

—Escuché que fue por Zeus y que él se entregaría sin pelear. Y creo que después de chillar lo hizo —dijo señalando hacia el techo.

—Nosotras también lo oímos —dijo una voz multiplicada como el eco de un abismo—. Sí , querida, la respuesta es sí… para lo que deseabas saber, la respuesta es que vendrá también por vos y por nosotras…, y en el final, irá por todos. Pero ahora que conocés la respuesta, concedenos vos una respuesta a nosotras.

—Pero yo no soy un oráculo como ustedes…

—No es necesario serlo para responder, lo que contestes será, ante todo, una decisión. Verás, queremos saber qué será de vos cuando venga (creo que ya lo sabés, ¿sino a qué viniste?): ¿qué harás, la más joven entre las jóvenes, cuando él venga? ¿Te entregarás como lo hizo el de allá arriba, sin esgrimir defensa alguna más que un berrinche de niño? ¿O harás algo como nosotras tres? —de la oscuridad apareció una anciana que iluminaba, débilmente, la sala con el fuego fatuo de una antorcha.

La novia maltrecha se estremeció de repente por esa aspereza que le llegaba de la voz triplicada, por la profundidad ahuecada y ronca que penetraba sus oídos y la erizaba de miedo, porque sabía que ese sonido peculiar, esas vibraciones secretas eran imposibles de desentrañar, pues conocía que la esencia de sus voces era semejante al verdadero motivo de sus intenciones.

—No quiero entregarme, no quiero dejar de ser el joven premio de los héroes. Además, ustedes saben lo que deberíamos hacer… Siempre saben qué hacer. Conocen todos los secretos ocultos. ¿Solo debería seguirlas y hacer lo que me pidan y nunca envejeceré, no es cierto, señoras?

—Si así lo creés, así sucederá. Vení a escuchar nuestra idea primigenia —la voz triple reveló a sus hablantes, y dos señoras más se aparecieron en la negrura del recinto, una portando una vela encendida en un cuenco de piedra y otra portando un farol que ablandaba las duras sombras del lugar—, seguinos al interior de este laberinto.

Caminaron hacia el fondo de la cabaña juntas, tan juntas que en la lejanía parecieron unirse en un mismo cuerpo tricéfalo, profundas en la sombra, las señoras desaparecieron. La jovencita no dudó en seguirlas a la negra infinidad.

El Coloso del Tiempo

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