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PRÓLOGO

Armand Mattelart

«Marx missed the communications bus.» De tanto repetirse, esta sentencia inapelable emitida por Marshall McLuhan ha tendido a convertirse en matriz de opinión. A lo cual respondió Jean Baudrillard hace tiempo, comentando uno de los libros del autor canadiense: «Un libro brillante y frágil. Simplemente carece de la dimensión histórica y social que haría de él algo más que un “travelling” mitológico sobre las culturas y su destino». Del contexto histórico y social en el que se construyó y sigue constituyéndose el pensamiento inspirado por el marxismo sobre las «comunicaciones» trata precisamente el presente libro del profesor Francisco Sierra.

MEDIOS DE COMUNICACIÓN Y DE TRANSPORTE

Para el autor de El capital, el establecimiento de los medios de comunicación –entendidos en un sentido amplio– es indisociable de la construcción del moderno mercado mundial, toda vez que la transformación de todo el capital en capital industrial engendra la circulación (perfeccionamiento del sistema monetario) y la rápida centralización de los capitales. No son, piensa Marx, los instrumentos de comunicación los que en ese mercado de dimensión planetaria son indiferentes a las barreras religiosas, políticas, nacionales y lingüísticas, sino las mercancías. Creer lo contrario equivale a situar la realidad cabeza abajo, a metamorfosear a los individuos en cosas y a las cosas en seres animados. Es decir, sumirse en el fetichismo. La forma mercantil es la forma general de intercambio. El lenguaje universal es el lenguaje de las mercancías, el precio. Todo se vende, todo se compra; el lazo común es el dinero, medio simbólico y mediador por excelencia, perpetuum mobile. La naturaleza de este agente de comunicación por antonomasia es la de ser transfronterizo.

Marx se refiere a los «medios de comunicación, de circulación y de transporte» como fuerzas que, al «aniquilar el espacio por el tiempo» aseguran las condiciones físicas del intercambio. Sobre su impacto, el ejemplo que sigue es paradigmático: «La aparición de los ferrocarriles –escribe en 1879– ha sido le couronnement de l’oeuvre [en francés], la coronación de la obra en los países en los que la industria estaba más desarrollada. Inglaterra, Estados Unidos, Bélgica, Francia, etc. Al llamarles “coronación de la obra”, entiendo que (junto con los barcos de vapor para el tráfico marítimo y el telégrafo eléctrico) han sido, a fin de cuentas, el medio de comunicación que corresponde a los modernos medios de producción; también quiero decir que han sido la base de enormes sociedades por acciones y que, al mismo tiempo, han constituido un nuevo punto de partida para todas las compañías bancarias. En resumen, han impulsado el auge, insospechado, de la concentración del capital, y han acelerado poderosamente la actividad cosmopolita del capital de préstamo, aprisionando así al mundo entero en una red de fullería financiera y de endeudamiento recíproco, forma capitalista de la fraternidad “internacional”».

Ya en el Manifiesto comunista (1848), Marx y Engels habían vislumbrado los retos planteados por el surgimiento de los «medios de producción e intercambio masivos»:

Como consecuencia del perfeccionamiento rápido de los instrumentos de producción y gracias al mejoramiento incesante de los medios de comunicación, la burguesía precipita en la civilización incluso a las naciones más bárbaras. Obliga a todas las naciones, so pena de correr a su perdición, a adoptar el modo de producción burgués; les fuerza a importar a casa lo que se llama la civilización; dicho de otra manera, hace de ellas naciones de burgueses. Construye un mundo a su imagen.

Pero, a la vez, Marx y Engels reconocen que el crecimiento de los medios de comunicación bajo tutela de la gran industria favorece la organización de los obreros en una clase y, por ende, en partido político: «Toda lucha de clases es una lucha política […]. Y la unión que los burgueses de la Edad Media, con sus caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios modernos, con los ferrocarriles, la llevan a cabo en unos pocos años». Cuando Marx habla de «las condiciones materiales del transporte» se refiere a las rutas, los canales, los puertos, los túneles y los puentes.

Como escribía Henri Lefebvre en la década de los sesenta: «Marx no era sociólogo, pero hay una sociología en Marx». El modo de comunicación y de circulación, tal como aparece en su obra, abarca al conjunto del «movimiento de las mercancías, de las personas, de la información y del capital». Verkehr, la palabra indeterminada de la lengua alemana que emplea, remite bien al sentido amplio de la palabra «comercio», bien en el sentido de «relaciones sociales». Si se pretende buscar en su obra la huella del vocablo «comunicación» en un sentido actual, hay que incluir todas las formas de relaciones de trabajo, intercambio, propiedad, conciencia social, relaciones entre individuos, grupos, naciones y Estados. Del mismo modo que Marx cree en la determinación social de las técnicas de comunicación, así se adhieren los discípulos del filósofo del industrialismo, C. H. de Saint-Simon, a una concepción determinista de estas últimas, pidiéndoles que rehagan el mundo: «Todo por el vapor y la electricidad». De hecho, son de los primeros en erigir la figura de la red en fundamento de una ideología mesiánica, siendo las redes de comunicación consideradas como creadoras del nuevo vínculo universal.

MASS COMMUNICATION RESEARCH

«La comunicación para lo que sirve, en primer lugar, es para hacer la guerra.» La primera pieza del dispositivo conceptual de la corriente estadounidense de investigación sobre los medios de comunicación de masas es un estudio monográfico publicado en 1927 por Robert K. Merton sobre el impacto del uso masivo de la propaganda durante la guerra de 1914-1918. En esa primera guerra total, los medios de difusión se han vuelto instrumentos indispensables para la «gestión gubernamental de las opiniones», según la fórmula consagrada en aquel entonces. Y, si se la estudia, una vez el conflicto terminado, es con la secreta esperanza de extraer lecciones para la gestión en tiempos de paz.

No es sino después del segundo conflicto mundial cuando la mass communication research, conocida como sociología funcionalista, se formaliza y entra en el organigrama académico. De entrada, sus pioneros la valorizan contraponiéndola a lo que estiman que es la «tradición europea» encarnada, según ellos, por los «sociólogos del conocimiento», tales como Durkheim, Mannheim, Marx y Engels. Lapidarios son sus juicios sobre esta tradición. Escribe Merton, uno de sus pilares: «El norteamericano sabe de lo que habla, y eso no es mucho; el europeo no sabe de lo que habla y eso es mucho». Y también: «El europeo imagina y el norteamericano mira; el norteamericano investiga a corto plazo, el europeo especula a largo plazo». El resto del texto sigue en la misma dirección bipolar. Al carácter vago del método histórico, a la especulación y los juicios de valor que caracterizarían a la sociología del viejo mundo, la mass communication research opone la seguridad de las técnicas de encuesta y de análisis del «contenido manifiesto». Vale decir «la descripción objetiva, sistemática y cuantitativa del contenido de la comunicación». La «función» clave de este tipo de investigación es «vigilar el entorno, revelando todo lo que podría amenazar o afectar al sistema de valores de una comunidad o de las partes que la componen».

Ante la arrogancia de la visión empirista, los filósofos Theodor Adorno y Max Horkheimer, de la Escuela de Frankfurt, replican: «El esfuerzo por atenerse a datos ciertos y seguros, la tendencia a desacreditar cualquier investigación sobre la esencia de los fenómenos como “metafísica”, amenazan con obligar a la investigación social empírica a restringirse a lo no esencial, en nombre de lo válido y de lo incontrovertible. Por lo demás, con demasiada frecuencia le son impuestos a la investigación sus objetos por los métodos disponibles, en lugar de adecuar los métodos al objeto mismo». Lo que, por su parte, el norteamericano C. W. Mills le critica a la nueva doxa es que desvía la ciencia social hacia la ingeniería social y se limita a responder al dominio del «triángulo del poder» (monopolios, ejército y Estado). La alternativa, piensa este sociólogo de la Universidad de Columbia, no puede encontrarse sino en la «imaginación sociológica», título de una de sus obras publicadas en 1959. Lo que implica apoyarse sobre un marxismo que vuelve a conectar la problemática de la cultura con la del poder, la subordinación y la ideología. En cuanto a Herbert Marcuse, autor de The One-Unidimensional Man [El hombre unidimensional] (1964), hace referencia a los objetivos del funcionalismo en los términos siguientes: «Tratar de obtener un equilibrio entre los deseos de sus compradores y las necesidades de los negocios y de la política».

En las décadas de los sesenta y los setenta, marcados por las controversias sobre las estrategias de desarrollo, los investigadores latinoamericanos ponen a su vez al desnudo el funcionalismo y su corolario, las teorías de la modernización aplicadas a la difusión de las innovaciones, tanto en los procesos de reforma agraria, en las campañas de alfabetización como en las políticas de planificación familiar. Su diagnóstico es que esta pareja de teorías no hace sino traducir una visión unívoca del progreso que, en la práctica, se confunde con el marketing de productos.

En los mismos decenios, en Europa, el auge de la teoría semiológica de los «mitos contemporáneos», según la expresión de Roland Barthes, entre los cuales se encuentran las repercusiones de las comunicaciones de masas, va de la mano del estudio de los procesos ideológicos, la ideología, los subtextos, los segundos significados. En estos contextos se descubre o redescubre toda una vertiente de un marxismo heterodoxo que la sociología funcionalista norteamericana de los medios se esfuerza en negar, bloqueada como está en el examen del «contenido manifiesto» de los mensajes de la comunicación de masas, como si fuera una relación algo transparente. La referencia a la ideología conduce a la temática de la hegemonía, formulada en la década de los treinta por el teórico marxista italiano Antonio Gramsci. Aunque comparte la idea de Marx y Engels de que «las ideas dominantes son también en todas las épocas las ideas de la clase dominante», Gramsci se dirige a las mediaciones a través de las que opera esta autoridad y esta jerarquía e incorpora el papel de las ideas y de las creencias como soporte de alianzas entre grupos sociales. La hegemonía aparece fundamentalmente como una construcción del poder a través de la conformidad de los dominados con los valores del orden social, con la producción de una «voluntad general» consensual. Tal noción gramsciana empuja a la investigación a prestar atención a los medios de comunicación de masas.

POR UN MATERIALISMO CULTURAL

«La infraestructura y la superestructura forman un bloque histórico», afirmaba el propio Gramsci. Disociar la base material de las superestructuras sería como separar los huesos de la carne y de la sangre. Separar a la una de la otra es entender la superestructura (sistemas políticos, derecho, creación cultural) como una mera expresión, un mero «reflejo», de la base económica. Marx también, en su pensamiento, se niega a escindir los elementos de un todo complejo. Los imbrica.

En el transcurso del tiempo, la interpretación mecanicista y unívoca del esquema base/superestructura va a revelarse como una fuente de malentendidos que tendrán repercusiones muy concretas en la posición adoptada por las fuerzas de izquierda en la lucha de clases. A fortiori, en los procesos revolucionarios y otros momentos específicos de la construcción del proyecto de socialismo, se subestimará la importancia de la batalla ideológica, especialmente en los campos de la cultura, la vida cotidiana y, desde luego, en el manejo de la comunicación. Se condenarán las experiencias que, al intentar modificar las relaciones sociales antes de que las fuerzas productivas estén lo suficientemente desarrolladas, se atrevan a llevar el nivel de conciencia popular más allá de las bases reales de su existencia social. El hecho de partir del fenómeno comunicativo para plantear los interrogantes de un proceso será interpretado como una tentativa de «autonomizar una instancia superstructural». Una tentativa de inflar una perspectiva –la comunicacional– que hará olvidar las cuestiones del poder material.

Se pudo comprobar en Chile –verdadero laboratorio político, social y cultural bajo el gobierno de la Unidad Popular (1970-1973)– cuando, a finales de 1971, a la salida de Para leer el pato Donald –escrito por Ariel Dorfman y por mí– una franja de la izquierda no escatimó sus críticas so pretexto de que «había otras prioridades para el país». Y eso tuvo lugar pese a que habíamos anunciado previamente el libro como un instrumento claramente político ya que, entre otras cosas, denunciaba la colonización cultural común a todos los países latinoamericanos. La respuesta de Héctor Schmucler a estas críticas, en su prólogo a la edición continental del libro (1972), es de lo más clara: «La ideología, pues, no se ofrece como un terreno epifenoménico donde “también” (pero más tarde) debe librarse una batalla, según lo afirma una izquierda mostrenca y desanimada. La revolución debe concebirse como un proyecto total aunque la propiedad de una empresa pueda cambiar de manos bruscamente y el imaginario colectivo requiera un largo proceso de transformación. Si desde el primer acto el poder no se postula como cambio ideológico, las buenas intenciones de hacer la revolución concluirán inevitablemente en una farsa». Ya que se cierra el advenimiento posible de nuevos modos de acción y pensamiento. Un cierre al amparo del cual el determinismo económico le ha preparado el camino al dogma.

Para salir de la sumaria antinomia, tanto los cultural studies como la economía política de la comunicación han intentado buscar nuevas herramientas teóricas para pensar la comunicación y la cultura a partir de sus condiciones materiales. Es así como detrás de la idea de «materialismo cultural», propuesta por Raymond Williams, subyace una concepción de la cultura definida como un universo de sentido, pero a la vez como una realidad sometida a procesos de producción y circulación, capaz de producir efectos en las correlaciones de fuerzas sociales. La realidad académica, sin embargo, es que esta figura relevante de los cultural studies fue uno de los únicos en intentar –de forma consecuente– la integración de la dimensión económica de la cultura y de los medios. Un cierto tipo de pensamiento marxista que, confesaba en Marxism and Literature [Marxismo y literatura] (1977), «en lugar de producir una historia cultural material, produjo una historia cultural dependiente, secundaria, “superestructural”». El escaso interés manifestado por parte de los estudios culturales acerca de las aportaciones de la economía, más orientados hacia el tropismo textual y más inspirados por el Marx historiador-sociólogo que por el Marx economista, no pudo sino hipotecar el proyecto del materialismo cultural. El descuido económico será objeto, esporádicamente, de una confrontación intelectual entre los cultural studies y una economía política de la comunicación y de la cultura para que un enfoque interdisciplinar de la cultura no pueda pasar por encima de esta. Como subrayó Nicholas Garnham a finales de la década de los setenta –es decir, muy temprano en la propia evolución de ambas corrientes–, el legítimo rechazo del «reduccionismo económico» no puede justificar el defecto inverso. La «autonomización idealista del nivel ideológico» lleva a considerar a los bienes culturales como simples portadores de mensajes y a descuidar la existencia y el funcionamiento de las industrias culturales, del mundo social organizado de sus productores. Las tensiones no impidieron a ambas disciplinas luchar en contra de las derivas y los efectos propios de su institucionalización y explorar las posibilidades de otras articulaciones entre visiones divergentes, de manera que se preservara un proyecto crítico atento a los desafíos sociales y políticos de lo cultural.

De la comunicación, las teorías y los análisis, muchas veces no han retenido sino su dimensión retórica y discursiva. Y de los modos de comunicación, su dimensión simbólica y no su vertiente física. Lo que se ha llamado recientemente el infrastructural turn o materialist turn en los media, communication and cultural studies parece querer cambiar ese panorama. Y varias investigaciones interdisciplinares ya atestiguan este giro. La idea es redefinir la comunicación y restituirle su dimensión material, extendiendo el concepto mismo, es decir, incluyendo las formas materiales de las comunicaciones que caracterizan al siglo XXI (el transporte, las nuevas movilidades, por ejemplo). De manera que emerja una representación del modo de comunicación y de circulación de las personas, de la información, de las mercancías y del capital que rompa con el mediacentrismo, el tropismo occidental y el presentismo cultural. Todos sesgos que, según David Morley –figura mayor de los cultural studies– no han parado de gravar la investigación crítica sobre los medios y la comunicación.

Si del presente libro emana tal fuerza epistemológica es porque el profesor Francisco Sierra ha sabido, en su lucidez, evitar estos sesgos.

REFERENCIAS

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