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1.

ANTECEDENTES Y PREPARATIVOS DEL VIAJE A MÉXICO

DOS ANUNCIOS Y UN VIAJE EXPLORATORIO

En el año de 1944, Pedro Casciaro formaba parte del organismo de gobierno del Opus Dei y era el director de la residencia universitaria la Moncloa, en Madrid. Había obtenido ya el grado de doctor en Ciencias Exactas y, junto con su marcada inclinación hacia la Arquitectura, había desarrollado muchas habilidades para afrontar tareas muy diversas, como las relacionadas con el servicio doméstico. Carmen, la hermana del fundador, ocupada en organizar la comida en el centro de Lagasca, solía acudir a Pedro para que le ayudara en ocasiones especiales. Así ocurrió un día de aquel año, en que el Padre había invitado a almorzar a unos eclesiásticos. El trabajo de aquella mañana fue intenso y Pedro se sintió mal, con dificultades para respirar y fuertes palpitaciones del corazón, que iban en aumento, lo cual le hizo pensar que moriría en aquel trance. Cabe advertir que Pedro era un tanto aprensivo y que, probablemente, aquella situación orgánica estaría aumentada por factores emocionales.

Avisaron a san Josemaría, quien lo conocía mejor que nadie, y después de darle la absolución le advirtió: «No te preocupes, esto no puede ser nada de importancia: tú tienes que ser sacerdote e ir a empezar la labor a un país muy lejano». Era lo último que Pedro esperaba escuchar en aquellos momentos y probablemente debió provocarle tal impresión que su estado cambió radicalmente: la taquicardia desapareció y poco después se encontraba totalmente recuperado. Pedro jamás olvidaría aquel primer anuncio de su futuro destino, que acabaría siendo México.

Dos años después, el 29 de septiembre de 1946, se ordenó sacerdote y recordaba cómo uno de aquellos días, caminando con el Padre,

desde la calle Villanueva hasta la de Diego de León, me dijo abiertamente que «había que brincar el charco» cuanto antes, que después de un tiempo de experiencia sacerdotal en España me mandaría a abrir camino en un país de América.

Después de ese segundo comentario, el fundador pidió a Pedro, en 1948, que emprendiera un largo viaje por varios países americanos —Estados Unidos, Canadá, México, Perú, Chile y Argentina—, con la intención de estudiar en cuál convendría iniciar la labor de la Obra. Estuvo en México del 9 de mayo al 10 de agosto de aquel año: conoció mucha gente, el país le entusiasmó y la Virgen de Guadalupe le produjo un especial impacto, al constatar la enorme devoción que el pueblo le profesaba. A su regreso a España dio cuentas al fundador y no disimuló su especial inclinación por el país que le había atraído especialmente. Y, en efecto, un año después, el 18 de enero de 1949, Pedro llegaría a México para comenzar el trabajo estable del Opus Dei en este país.

Don Pedro tuvo desde el principio una idea central que orientaba toda su actividad: realizar todo como lo había aprendido del fundador o, mejor aún, como el Padre lo hubiera hecho. Y esto explica que, desde su llegada a México, soñara con el día en que san Josemaría viniera a nuestro país y, conforme el tiempo iba transcurriendo, ese deseo cobraba mayor fuerza, también porque quería ver confirmado si el trabajo realizado era lo que él esperaba.

UN DESEO QUE NO PUDO SER

Pedro permaneció en México, como consiliario de la Obra, hasta 1958, año en que se trasladó a Roma. Volvió a nuestro país en 1966, ocupando el mismo cargo, y su deseo de que el Padre viniera a conocer el desarrollo de las labores fue creciendo progresivamente. Hacia 1969, se había desatado una campaña de críticas en la opinión pública contra el Opus Dei, mediante artículos e inserciones pagadas en los principales diarios de la capital y de provincias, que pretendían prevenir al gobierno con la acusación de que la Obra tenía afán de poder temporal e interfería en la política de México.

En aquellas circunstancias, don Pedro hizo un viaje a Alemania y de regreso pasó por Madrid para encontrarse con san Josemaría, quien le dirigió unas palabras significativas sobre su intención de venir a nuestro país:

Álvaro te puede confirmar que habíamos decidido no volver a Roma, sino desde Madrid mismo volar a México; pero ya ves que no es momento oportuno: mi presencia en México ahora os complicaría la labor apostólica; es mejor que ofrezcamos a Dios renunciar al viaje que tanto deseaba y ya verás cómo, pasado un poco de tiempo, me tendréis en México.

EL PELUQUERO DE PERICOS

Un año después, a principios de 1970, José Inés Peiro hizo un viaje a Roma para una estancia breve. En aquella época, el Padre se encontraba muy cansado, tanto por la vida de intensa labor apostólica que había llevado, como por la problemática situación que la Iglesia atravesaba, y que él veía de cerca y le hacía sufrir. Quienes le rodeaban procuraban que descansara, y una de las formas más eficaces para conseguirlo era la convivencia con sus hijos, especialmente cuando le contaban noticias que le alegraban. En su estancia en Roma, José Inés tuvo muchos encuentros de familia con el Padre, en los que le refería, con mucha gracia, aspectos variados de nuestro país, salpicados con anécdotas un tanto originales que lo hacían reír.

Entre aquellas anécdotas, le contó que él procedía de un pueblo pequeño de Sinaloa, llamado Pericos, en el que su padre era como el cacique y donde la gente tenía poca formación cristiana, porque la evangelización había tardado en llegar hasta allá. Después de haber pedido su admisión a la Obra y residiendo ya en Monterrey, fue a visitar a su familia y, aprovechando la estancia, acudió al peluquero del pueblo, su amigo, para que le cortara el pelo. Este le preguntó si estaba enterado del chisme que corría sobre él y, con la intención de tranquilizarlo, añadió que no se preocupara, que él ya había aclarado las cosas. El rumor que circulaba era que se metía de cura, y José Inés asegura que el peluquero le dijo: «¡Gente ignorante! Yo te conozco desde chiquillo, ¿y cómo vas a ser tú, sacerdote, si has pecado tanto?», con lo que había cortado el chisme por lo sano. A san Josemaría le hizo mucha gracia la anécdota y le comentó: «Ese hombre te dijo la verdad, hijo mío, porque tú y yo somos pecadores. Si no fuera por la misericordia de Dios, quién sabe dónde nos encontraríamos en estos momentos».

Tiempo después, cuando el Padre vino a México, encargó a José Inés: «La próxima vez que vayas a Pericos, lleva al peluquero de mi parte algo que le pueda gustar —unos chocolates, unos cigarros, lo que te parezca— y dile que le pido que rece por este pecador».

Cuando José Inés regresó de Roma y nos transmitió lo que había vivido en aquellas jornadas junto al Padre, en las que se notaba su interés tan grande por nuestra nación, las costumbres y tradiciones, la manera de ser de los mexicanos y, sobre todo, su cariño a la Virgen de Guadalupe, concluimos que no estaba lejos su venida a nuestro país, lo cual ocurriría apenas unos meses después.

UN RECADO PARA EL PADRE

Posteriormente, durante la Semana Santa, tuvo lugar en Roma el congreso UNIV para estudiantes universitarios de todo el mundo. Era la primera vez que las universitarias de México participaban. Antes de que salieran, según cuenta Chela García Verdeja, don Pedro les dio un recado para el fundador que ellas llevaron con enorme ilusión. El lunes santo pudieron acercarse a él y Cristina González Castaño le dijo: «Padre, somos mexicanas y traemos un recado: usted le dijo a don Pedro que cuando la región de México estuviera madura, iría a México. Y él le manda decir que ya es el momento». Chela añade que san Josemaría no dio una respuesta concreta pero que don Álvaro, al escuchar aquello, sacó de su sotana una pequeña agenda en la que anotó algo, que no supieron qué fue, pero ellas quedaron satisfechas por haber transmitido el recado.

«Me voy para México»

Don Álvaro del Portillo, que sucedió al fundador al frente del Opus Dei en 1975, contaría en 1977 cuál fue el motivo y el día en que san Josemaría decidió planear el viaje a México:

Corrían momentos muy duros, en los que el Santo Padre se lamentaba constantemente de la tormenta que se abatía sobre la Iglesia: ¡tantos descaminos, tantas almas desorientadas, tantas doctrinas perversas! Nuestro Fundador sufría enormemente ante esa desolación (…). Su dolor era tan grande, que muchas veces, sin espectáculo, lloraba. «A cierta edad —comentaba—, las lágrimas de los hombres queman las mejillas». Le sucedía especialmente al celebrar la Santa Misa, o durante la acción de gracias (…).

En esas circunstancias tan graves y dolorosas de la Iglesia, nuestro Padre reaccionó según su norma de conducta habitual: acudiendo a los medios sobrenaturales, ¡rezando y haciendo rezar! Y un buen día, en Roma, nos anunció de repente: «Me voy a México, a rezar a la Virgen de Guadalupe». Era el 1 de mayo de 1970.

Aquel mismo día, primero de mayo, comenzaba en la Residencia Universitaria Panamericana, en México, la VI Convención de residencias de estudiantes. Jorge Castro, que era miembro de la comisión regional y encargado de seguir aquel evento, se encontraba en la RUP cuando entró una llamada de don Álvaro del Portillo desde Roma —había querido hablar con don Pedro pero, por una confusión en los teléfonos, llamó allí— y Jorge se puso al habla. Don Álvaro le pidió que informara al consiliario que el Padre vendría cuanto antes, y que le acompañarían el propio don Álvaro y don Javier Echevarría. Especificó que deberían gestionarse los permisos de entrada al país (los tres contaban con pasaporte español y en aquella época no había relaciones diplomáticas entre México y España). Jorge se presentó inmediatamente con don Pedro, quien se encontraba hablando con una persona. Después escribiría sobre ese momento:

La noticia de la próxima venida del Padre, tan totalmente inesperada, me impresionó profundamente y fue tanta la emoción que no supe reaccionar externamente (...). Como instintiva reacción para reprimir la emoción que estaba penetrando hasta el fondo del alma, quise proseguir la entrevista interrumpida aparentando que nada había ocurrido. Pero desde ese momento nada pude entender de cuanto me refería mi interlocutor.

Posteriormente don Álvaro nos hizo saber, de parte del Padre, que su viaje tenía un carácter totalmente privado, que no deseaba que hubiera ninguna manifestación pública. Por otra parte, nunca se mencionó cuánto tiempo permanecerían en México.

PREPARATIVOS Y PREVISIONES

Don Pedro solicitó una cita con el presidente Díaz Ordaz, para informarle del viaje, y fue recibido el 6 de mayo por la tarde. El presidente estuvo muy cordial y comentó en tono de broma:

Yo le aseguro que las autoridades mexicanas tendrán el mayor respeto y consideración para Monseñor Escrivá de Balaguer, pero no puedo comprometerme a que la prensa no diga alguna majadería (...); lo de la prensa es cosa suya: rece y haga lo que pueda para que no le molesten. Por mi parte, haga saber a Monseñor que le deseo la estancia más grata posible en nuestra nación.

Cuando el Padre se encontraba ya en México, el presidente le envió una amable y respetuosa carta, augurándole días muy felices en el país.

Ernesto Aguilar Álvarez de Alba se encargó de tramitar todo lo referente a los visados, así como de las gestiones en el aeropuerto, para facilitar el proceso migratorio cuando el Padre llegara. Se guardó discreción sobre el viaje, entre otras cosas para evitar un recibimiento aparatoso que seguramente le desagradaría. La comunicación de la fecha de llegada a México se recibió el 12 de mayo y se preveía que sería el día 14, alrededor de las 10 de la noche, en un vuelo de Aeronaves de México.

Desde el mismo día de la primera llamada telefónica de don Álvaro en la que supimos que el Padre vendría, don Pedro, que se distinguía por su gran —por no decir exagerada— capacidad de previsión, nos reunió a los que vivíamos en la sede de la comisión regional, para distribuir los diversos trabajos, de manera que todo estuviera a punto cuando el Padre llegara.

UNA MANCHA EN LA PARED

Entre las cosas a prever estaba el arreglo de los detalles materiales de la casa, para que no hubiera desperfectos y todo reflejara el cuidado de las cosas pequeñas, que san Josemaría tanto había predicado. A este respecto recuerdo una anécdota que me sucedió y quedó muy grabada. A pesar de que nos habíamos esmerado en el cuidado de aquellos detalles, el mismo día que el Padre llegó, pasó a la terraza del fondo del jardín y detectó una mancha blanca sobre la superficie de piedra oscura de una de las paredes, y nos lo hizo notar delicadamente. A mí se me vino el alma a los pies, después de haber puesto tanto empeño en que no fuera a ocurrir algo así. Luego añadió algo que me sorprendió: que preguntáramos a don Álvaro por la sustancia apropiada para quitar la mancha. Yo pensé para mis adentros por qué tenía que saber de sustancias para quitar manchas, cuando él llevaba responsabilidades tan altas, en el Opus Dei y en el mismo Vaticano donde trabajaba parcialmente. Le preguntamos, nos contestó inmediatamente y fuimos a comprar la sustancia indicada.

Un rato después, Alfonso Monroy y yo nos aproximamos al lugar con una escalerilla para alcanzar la mancha, y resultó que ahí se encontraba san Josemaría conversando con alguien, pero nos dijo que pasáramos, que no lo interrumpíamos. Me subí a la escalera, comencé a tallar con un trapo humedecido por la dichosa sustancia, y la mancha empezó a desaparecer. Por tratarse de un encargo directo del mismísimo fundador —y quizá, sobre todo, porque me estaba viendo realizar aquella operación—, seguí haciendo el trabajo con mucha intensidad, hasta que el Padre me dijo: «Hijo mío, ya déjalo, porque una cosa es quitar la mancha y otra seguir tallando donde ya no existe». De este suceso aprendí dos cosas: la importancia de cuidar los detalles materiales, como medio de santificación —«Has errado el camino si desprecias las cosas pequeñas», había escrito san Josemaría— y la conveniencia de evitar el perfeccionismo, pretendiendo quitar manchas donde ya no las hay.

EL JUGO DE NARANJA

Otra característica del modo de ser de don Pedro, además de su capacidad previsora, eran las ideas un tanto originales que en ocasiones tenía y que solía sostenerlas con mucha seguridad y constancia. Esto, unido a su cariño al Padre, daba lugar a situaciones incluso divertidas. Refiero a continuación un suceso que lo ilustra.

En aquella primera reunión preparativa del viaje, don Pedro indicó que se avisara a la administración que siempre hubiera una jarra de jugo de naranja en la habitación del Padre, porque era muy importante que tomara la mayor cantidad posible para evitar que se enfermara de gripa. Nos llamó la atención la medida, porque era el mes de mayo, el más caluroso en la Ciudad de México, y no había ninguna epidemia. Sin embargo, se transmitió la indicación pero don Pedro, al ver que el Padre tomaba aquel líquido esporádicamente y en pequeñas dosis, comenzó a recomendarle que lo hiciera con mayor frecuencia. No conforme con ello, pasó a ofrecerle personalmente el jugo en diversos momentos y lugares de la casa, hasta que el Padre, con humor, le dijo algo así: «¡ya estoy harto de tanto jugo de naranja!, voy por un pasillo y te me apareces con el jugo, abro una puerta y ahí estás con la bandeja, me aprieto así —y hacía presión con los dedos en un brazo— ¡y me sale jugo de naranja!». Pero esto no impidió que don Pedro se mantuviera firme en su propósito hasta el final.

Mago Murillo y Tete Campero recordaban que el día que el Padre consagró el altar de Ipala, un centro de mujeres en Guadalajara, hacía mucho calor y le preguntaron después de la ceremonia si quería tomar jugo de naranja o prefería un helado, a lo que contestó que «si se apretaba un cachete (y hacía la seña), le saldría jugo de naranja por las orejas». Prefirió el helado.

Recuerdo, como si lo estuviera viendo, que el mismo día que san Josemaría se marchó del país, don Pedro nos comentó con total convencimiento: «El Padre no se enfermó, gracias al jugo de naranja».

RETRASO DEL VUELO

Hasta el día 14 por la mañana, la noticia del viaje no había trascendido, como lo habíamos deseado. Sin embargo, al hacer escala en el aeropuerto de Madrid, un periodista reconoció al Padre y comunicó mediante un telex: «Monseñor Escrivá de Balaguer rumbo a México». A partir de ese momento comenzaron las llamadas telefónicas y la radio repitió abundantemente la noticia en diversas estaciones. A quienes llamaron se les pidió que no fueran al aeropuerto para respetar la privacidad del Padre.

La llegada estaba prevista para las diez de la noche y quienes fueron al aeropuerto a recibirlos salieron con bastante antelación. Pronto se enteraron de que el vuelo tenía un largo retraso provocado por las aeromozas de Aeronaves de México, que habían declarado una huelga en Madrid, y que llegaría hasta las tres de la madrugada. Se regresaron a casa a esperar que transcurriera el tiempo para volver nuevamente al aeropuerto.

Mexicano de corazón

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