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Introducción

La sociedad mexicana ha dado un paso trascendente en su historia: ha adoptado la legalidad como fuente de toda legitimidad. Desde luego, no puede decirse que esta decisión colectiva abarque a la totalidad de la sociedad, pero sí a sus núcleos y tendencias predominantes. Este cambio se refleja no solamente en la esfera de la política, sino en otras muchas dimensiones. Es un paso de consecuencias importantes para la economía, la sociedad y la cultura: habrá que modificar viejas estructuras y evidenciar fórmulas de acción que tuvieron legitimidad en el pasado pero que tenderán a desaparecer por ser incapaces de adaptarse a esta nueva circunstancia histórica.

En el libro que el lector tiene en sus manos se aborda el impacto actual —y probablemente futuro— de este fenómeno en el sistema político, particularmente en lo que denominamos constitucionalidad. Como es natural, este impacto se produce en múltiples niveles y dimensiones de los procesos político, económico, social y cultural. Ejemplo de ello son las batallas por una mejor regulación económica del Estado, la creciente creación de organizaciones en la sociedad civil o la aparición de manifestaciones identitarias de las «minorías» (mujeres, jóvenes, personas con capacidades diferentes o preferencias sexuales distintas a las tradicionales).

La democratización del sistema político se ha producido dentro de un proceso más abarcador, la búsqueda del principio de legalidad. A pesar de los problemas de diversos tipos que las circunstancias nacionales e internacionales han causado en la sociedad mexicana, el principio de legalidad como fuente de legitimidad se ha inscrito en los diferentes ámbitos de acción colectiva.

El siglo xx mexicano estuvo dominado por el autoritarismo político fundamentado en una Constitución formulada en 1917,[1] bajo las condiciones sociopolíticas de una revolución social en que los grupos triunfantes impusieron con su victoria una nueva legalidad, la misma que fue transformada posteriormente de manera drástica entre 1928 y 1933; luego, se continuó desarrollando sin modificar su sentido esencial hasta que se inició el último cuarto de siglo.

Aquella Constitución de 1917 reflejaba en su convulso preámbulo las dificultades políticas de las que había emergido.

El C. Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado del Poder Ejecutivo de la Nación, con esta fecha se ha servido dirigirme el siguiente decreto: Venustiano Carranza, Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Encargado del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos Mexicanos, hago saber:

Que el Congreso Constituyente reunido en esta ciudad [Querétaro] el 1.º de diciembre de 1916, en virtud del decreto de convocatoria de 19 de septiembre del mismo año, expedido por la Primera Jefatura, de conformidad con lo prevenido en el artículo 4.º de las modificaciones que el 14 del citado mes se hicieron al decreto de 12 de diciembre de 1914, dado en la H. Veracruz, adicionando el Plan de Guadalupe, de 26 de marzo de 1913, ha tenido a bien expedir la siguiente Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que reforma la de 5 de febrero de 1857.

En febrero de ese año, el licenciado Manuel Aguirre Berlanga, subsecretario interino de Gobernación del Gobierno provisional de Venustiano Carranza, la firmó para promulgarla.

El documento era un instrumento para crear un gobierno presidencialista fuerte, pero, a la vez, contenía disposiciones que favorecían, al menos en las reglas escritas, el equilibrio de poderes, un sistema de justicia robusto y un federalismo equilibrado.

Empero, luego de promulgarse la Constitución se abrió una década de inestabilidad e ingobernabilidad que culminó, entre 1928 y 1933, cuando se intervino la Constitución con cirugía mayor para eliminar de ella sus equilibrios democráticos y abrir paso a un sistema presidencialista sustentado en un partido hegemónico.

En las páginas que siguen se presentan varias facetas de la evolución del sistema político mexicano a partir de esa Constitución. Se trata de un estudio en dos tiempos: en uno se recogen las transformaciones de la Carta Magna entre 1928 y 1933, que fueron la piedra angular del edificio autoritario y del sistema presidencialista de partido hegemónico; en el segundo se dibuja la transformación democrática del sistema electoral y de partidos. Luego se procede a una comparación de ambos estudios con la finalidad de extraer las consecuencias del problema central identificado, a saber, que la democratización política operada desde 1977 para modificar el autoritarismo y transitar hacia un sistema democrático cohabita de manera conflictiva con las reglas autoritarias establecidas en la Constitución en el primer periodo referido arriba, y que, sin una transformación de dichas reglas, la precaria democracia mexicana está condenada a involucionar y a entrar en contradicción con el rasgo que señalamos arriba: la expectativa social de construir un sistema cuya legitimidad derive de la legalidad y no del arbitrio intermitente de poderes de hecho.

Esta obra se inició hace varios años en el contexto de una investigación sobre los empresarios y la política en México (Valdés, 1997). En ella descubrí una constante en la historia vigesémica de este sector social, consistente en una presión creciente para conseguir que el poder político realizara cambios en el marco constitucional. Sus baterías se dirigieron principalmente hacia aquellas disposiciones de la Carta Magna que limitaban «derechos» empresariales o asignaban al Estado amplias facultades en el desarrollo económico o un papel protector, gestor o promotor de los derechos de grupos corporativos que supuestamente representaban sectores sociales en desventaja.

Partiendo de esta constatación, que fue documentada en el libro citado, llevé a cabo observaciones más amplias sobre las manifestaciones ideológicas de distintos sectores sociales y actores políticos en relación con el mismo problema. Cada vez con más frecuencia he ido hallando un cambio y una creciente controversia entre lo que esos actores postulan como intereses propios, la evolución de las políticas públicas y los elementos definitorios de los acuerdos políticos más o menos explícitos en la Constitución y en la ideología del Estado.

El trabajo anterior me llevó a realizar las primeras incursiones en el tema de la «reforma del Estado» (Valdés, 1993). Al analizar los cambios operados por la Administración del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-94) bajo la cobertura de aquella expresión, descubrí que las reformas así instrumentadas operaban una doble contradicción en la política nacional. Por una parte, alteraban el equilibrio constitucional, pues el presidente hacía uso de sus poderes reformadores de la Carta Magna basándose en una amplia mayoría priísta y el consenso del Partido Acción Nacional. Por la otra, la tensión generada por este desequilibrio era sometida a sordina, con el reforzamiento del control político y el hábil aliento de una liberalización política que no se concretaba en una verdadera reforma democrática. Ese fue el sentido primordial de la perestroika sin glasnost del salinato y constituyó un escudo protector contra el balance de fuerzas no admitido por el «sistema» (en concreto, «caído») en las elecciones presidenciales de 1988.

No obstante, en 1994 se produjeron varios «accidentes» no contemplados por esta dirección política. El levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, el asesinato de varias personalidades de la vida pública —la principal de ellas, Luis Donaldo Colosio, candidato presidencial del PRI— y la drástica crisis económica que azotó al país en 1995 llevaron al grupo dirigente a pactar una democratización expresada en la legislación electoral de 1996, que condujo al fin de la mayoría absoluta del PRI y a un régimen competitivo de partidos con alternancia en todos los puestos de elección popular.

Desde entonces, las disfuncionalidades del régimen político mexicano en su conjunto y la incapacidad de las fuerzas políticas para responder al reclamo de instaurar un Estado democrático de derecho que supere las fórmulas preexistentes han dominado la vida política mexicana. En su centro está la contradicción, moral y políticamente irresoluble, que existe entre las reglas del régimen instaurado por el Partido Nacional Revolucionario, bajo la dirección de Plutarco Elías Calles, y las normas de competencia democrática y pluralismo inauguradas en 1996. Sin una transformación profunda del «callismo» constitucional la democracia mexicana no trascenderá una de las limitaciones que le impone su pasado.

Este trabajo tiene una historia larga y, como todos los relatos, ha acumulado deudas en sus casi doce años de existencia. A riesgo de no ser justo, quiero agradecer a quienes en un momento o en otro, individual o institucionalmente, me apoyaron en esta empresa. Karina Ansolabehere, Jorge Balmaceda, Moisés Pérez Vega, Alba María Ruibal, Citlali Villafranco y Gisela Zaremberg me asistieron en distintos momentos en la elaboración de bases de datos, preparación de bibliografías y, desde luego, compartiendo conmigo sus observaciones y críticas, las cuales redundaron en sucesivas revisiones de las ideas y el texto. Agradezco a Karina Valencia que haya compartido sus bases de datos sobre las finanzas públicas para penetrar en el acertijo financiero del federalismo después del año 2000 y a Diego Reynoso el acceso a su base de datos sobre elecciones locales.

Un agradecimiento especial va para el David Rockefeller Center for Latin American and Caribbean Studies de la Universidad de Harvard y su entonces director, John Coatsworth, por su hospitalidad en el año académico 1997-98, en donde disfruté de un año sabático y de extraordinarias condiciones para la investigación y el diálogo académico. La Universidad Nacional Autónoma de México y la Fundación Harvard en México me asistieron con una beca para poder realizar esa estancia. Entre los muchos ámbitos académicos en los que expuse algunas de las ideas que contiene este libro, agradezco en especial a Claudio Lomnitz por su hospitalidad en su seminario de la New School for Social Research de Nueva York, donde pude compartir con él y sus estudiantes avanzados algunas de las principales tesis. También me beneficié de los comentarios de los miembros del Seminario de Sociología del Derecho que coordina Antonio Azuela en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, así como de mis estudiantes de los seminarios de tesis doctoral «Economía política de las instituciones», «Estado, cambio normativo y actores políticos» y «Estado de derecho en las democracias latinoamericanas», impartidos sucesivamente en la Sede Académica de México de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales entre 1996 y la actualidad.

A Roger Bartra e Ilán Semo les agradezco haber leído el manuscrito y hecho agudas observaciones que traté de recoger en la medida de lo posible. Varios de los temas discutidos con ellos han sido la inspiración para trabajos ulteriores que verán la luz después de la publicación de este libro.

En agosto de 2000 tuve la oportunidad de discutir varios de los temas relacionados con la reforma del Estado con los miembros de la Comisión para la Reforma del Estado, convocada por el presidente electo Vicente Fox, y con su coordinador Porfirio Muñoz Ledo.[2] Debo un reconocimiento especial a Gregorio Castillo Porras, cuya asistencia fue invaluable a la hora de organizar los Foros para la Revisión Integral de la Constitución realizados en el Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana en 2001, y a los casi 2.000 participantes que hubo en ellos, entre los que se contaban autoridades de diversas instituciones de los órdenes federal, estatal y local, así como académicos e intelectuales.[3] La impresionante cantidad de propuestas surgidas en esos foros para transformar el Estado mexicano, pero, sobre todo, la coincidencia de la abrumadora mayoría de los participantes en la pertinencia de una reforma integral de la Constitución que la actualice a las necesidades de la democracia y de los problemas actuales de la sociedad mexicana reafirmaron mi convicción de que existe una voluntad colectiva, aún difusa y hasta informe, pero ampliamente extendida de reinventarnos como país más que de reeditar artefactos que nos trajeron estabilidad y conformidad, aunque también pesadillas. Esta reinvención transitará por el imperativo de reconocer la legitimidad únicamente donde se satisfacen las condiciones de la legalidad y de una justicia constitucional en construcción, que habrá de ir cambiando las bases arbitrarias del ejercicio del poder, de la impunidad y de la emisión de la legalidad que nos obsequió el autoritarismo, predominante en la mayor parte de nuestra vida independiente. Debo a los participantes en esos foros un aprendizaje extenso y profundo de los temas constitucionales y de los problemas para aplicarlos, a los que la presente obra no puede referirse en toda su magnitud.

Dos lectores anónimos revisaron el trabajo haciendo críticas y sugiriendo cambios que fueron de utilidad en la revisión final. A ellos también va mi agradecimiento. Muchos de los aciertos que puede tener esta obra se deben indudablemente a ellos, mientras que los errores de hecho o de interpretación son de mi exclusiva responsabilidad.

Al final, pero no en último lugar, a mi esposa Claudia y a mi hija Natalia debo un insustituible aliento intelectual y afectivo, sin el cual me hubiera sido imposible llevar este trabajo a término.

En las condiciones actuales cada vez más preocupantes de México, la disyuntiva entre profundización de la democracia o involución autoritaria se presentarán más temprano que tarde. Espero que esta modesta contribución pueda ayudar a la reflexión sobre su grave trascendencia para el futuro de los mexicanos.

Subyace en este trabajo la convicción de que la democracia representativa en el mundo está en pañales; le pesan demasiado sus ropajes dieciochescos y decimonónicos. Además, su evolución sufrió en el siglo xx severos estancamientos, atrasos y regresiones debidas al comunismo y el fascismo, ambos formas del totalitarismo, y los diversos autoritarismos en los que América Latina, Asia y África llevamos la delantera (sin excluir a España, Grecia y Portugal).

La democracia representativa se encuentra en una etapa de desarrollo incipiente y tiene por delante una gama enorme de posibilidades inexploradas a las que hay que abrirse. Una forma de cerrarse es quedarse fijos en la dicotomía entre formación de mayorías frente a fidelidad de la representatividad o democracia representativa frente a democracia directa, cualquiera que sea el lado que se escoja. Es como quedarse encerrados en los mismos términos de la discusión a la que dieron origen Jean Jacques Rousseau y Alexander Hamilton.

La representación no excluye la participación o intervención, y menos si tomamos en cuenta las tecnologías de la comunicación. En el ámbito de la democracia representativa, el mundo ha avanzado sobre todo hacia sistemas que incrementan la calidad de la representación y la proporcionalidad de la misma. En ellos, la representación proporcional tiende a ser preferida y preferible a la regla de la mayoría. Buena parte de los sistemas parlamentarios son ejemplares en el asunto y tienden a coincidir, curiosamente, con situaciones de mayor igualdad y desarrollo. Existe una correlación significativa entre una mayor representación proporcional del electorado en los órganos legislativos y ejecutivos de gobierno y la solución de grandes problemas sociales como el desempleo y la distribución de la renta nacional. Se puede objetar que esta es una correlación y no una causalidad, pero antes de la objeción vale más prestar atención al asunto de fondo.

A medida que la representación política refleja más y mejor la diversidad de preferencias sociales, se produce una mayor negociación política sobre los temas de importancia para el cuerpo social. En las sociedades muy heterogéneas, aproximarse a esta situación es altamente favorable para modificar situaciones de pobreza, extrema desigualdad, exclusión, discriminación y formación de poderes particulares sin control que medran con la debilidad de la gran mayoría de los ciudadanos.

La regla ausente

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