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UNA SOLUCIÓN DESESPERADA


De todas las cosas que componen el universo, la más común y la más rara son los neutrinos. Capaces de atravesar la Tierra como una bala atravesaría un banco de niebla, son tan elusivos que medio siglo después de su descubrimiento todavía sabemos menos sobre ellos que sobre cualquier otro tipo de materia que hayamos visto nunca.

Algunos de estos invisibles fuegos fatuos provienen del suelo que hay bajo nuestros pies, pues los emite la radiactividad natural de las rocas, y otros son el resultado de la radiactividad de nuestros propios cuerpos, pero la mayoría de ellos nacieron en el corazón del Sol, hace menos de diez minutos. En solo unos pocos segundos, el Sol ha emitido una cantidad de neutrinos mayor que el número de granos de arena que hay en todos los desiertos y playas del mundo, y mayor que el número de átomos que hay en todos los seres humanos que han existido. Son inofensivos: la vida ha evolucionado bajo esa lluvia de neutrinos.

Los neutrinos pueden pasar a través del Sol casi con tanta facilidad como a través de la Tierra. Pocos segundos después de nacer en el corazón del Sol, esas hordas han salido por la superficie, y han huido al espacio. Si tuviéramos ojos para ver los neutrinos, la noche sería tan brillante como el día: los neutrinos del Sol brillan sobre nuestras cabezas por el día y desde debajo de nuestras camas por la noche, y lo hacen con la misma intensidad.

No solo el Sol, sino también cada una de las estrellas visibles a simple vista, y otras incontables que vemos con los telescopios más potentes, están llenando el vacío con neutrinos. Allá fuera, en el espacio, lejos del Sol y las estrellas, inundan el universo.

Incluso usted los está produciendo. Las trazas de radiactividad del potasio y del calcio de sus huesos y dientes producen neutrinos. Así pues, mientras usted lee esto, está irradiando el universo.

En conjunto, hay más neutrinos que partículas de cualquier otro tipo conocido, y ciertamente muchos más que los electrones y protones que componen las estrellas y toda la materia visible, lo que nos incluye a usted y a mí. En un tiempo se creyó que no tenían masa y que viajaban a la velocidad de la luz; hoy sabemos que tienen una pequeña masa, pero tan diminuta que nadie la ha medido todavía. Todo lo que sabemos es que, si dispusiéramos de unas supuestas balanzas subatómicas, necesitaríamos por lo menos cien mil neutrinos para igualar un solo electrón. Incluso así, y debido a su amplia cantidad, puede que, juntos, superen la masa de toda la materia visible del universo.

Los neutrinos del Sol que lo estaban atravesando cuando usted empezó a leer esto ya estarán viajando hacia Marte y más allá. Dentro de unas horas cruzarán las lejanas fronteras del sistema solar con rumbo al cosmos sin límites. Si usted fuera un neutrino, tendría muchas posibilidades de ser inmortal, y de no tropezar con ningún átomo en miles de millones de años.

Si le preguntara a un neutrino de las profundidades del espacio sobre su historia, es probable que resultara ser tan viejo como el universo. Los neutrinos que nacieron en el Sol y las estrellas, aunque numerosos, son casi unos recién llegados. La mayoría son restos fósiles del Big Bang, y llevan trece mil millones de años viajando a través del espacio, sin que nadie los haya visto.

Los neutrinos están pasando a través de nuestro universo como meros espectadores, como si no estuviéramos aquí. Son tan esquivos que el simple hecho de que conozcamos su existencia es extraordinario. ¿Cómo se revelaron estos fantasmales e invisibles pedazos de la nada? ¿Por qué los necesita la naturaleza? ¿Para qué sirven?

La naturaleza esconde muy bien sus secretos, pero hay pistas; es cuestión de estar preparados para percibirlas y trabajar con ellas. Hace cinco mil millones de años, cuando se solidificó el cóctel de elementos químicos de una supernova y formó las rocas de la Tierra recién nacida, en el interior de esta quedaron atrapados átomos radiactivos. La radiactividad se produce cuando los núcleos de los átomos se transforman de manera espontánea: el granito no es el mismo para siempre. Desde que la Tierra existe, los átomos de uranio y torio de su corteza se han ido transformando en elementos más ligeros, descendiendo por la tabla periódica hasta convertirse en átomos estables de plomo. Y en este cronómetro natural de la radiactividad nacen los neutrinos. Aquí es donde empieza nuestra historia.


RADIACTIVIDAD


El azar desempeña un papel importante en la ciencia, pero para ganar los premios más brillantes no basta con estar en el lugar adecuado en el momento oportuno: además, hay que saber reconocer los dones de la fortuna. Si Röntgen no hubiera mirado por el rabillo del ojo mientras cerraba la puerta de su laboratorio a oscuras en noviembre de 1895, o si no hubiera vuelto a pensar en la luz trémula que había captado su atención durante un instante, no habría descubierto los rayos X. Röntgen descubrió que cuando un flujo de electrones chocaba contra un cristal podía producir unos misteriosos rayos capaces de penetrar la materia sólida, como por ejemplo la piel. Este extraño fenómeno, que permitía ver huesos rotos como sombras en una emulsión fotográfica, fue el inicio de la ciencia moderna de los átomos, e inspiró los trabajos que llevaron al descubrimiento de la radiactividad.

Aquí también intervino la suerte. La novedad de los rayos X revistió un carácter sensacional, y estos fueron el centro de atención cuando la Academia Francesa de Ciencias se reunió el 20 de enero de 1896. En aquella reunión se encontraba Henri Becquerel, quien había conservado el interés de su padre por la fosforescencia, la capacidad de algunas sustancias de brillar tras ser expuestas a la luz, lo que equivale a almacenar radiación. Nadie tenía una idea clara de lo que eran los rayos X, pero se discutió largo y tendido acerca de si estaban relacionados con la fosforescencia que se apreciaba en el cristal del aparato de Röntgen. Becquerel se dio cuenta inmediatamente de que era un enigma hecho a su medida. Tenía algunos cristales fosforescentes que había preparado con su padre unos años antes, por lo que se propuso ver si alguno de ellos emitía rayos X. La muestra era un compuesto que contenía potasio, azufre y uranio.

Ese fue su primer golpe de suerte. El elemento uranio acabó resultando crucial.

Puso la sustancia fosforescente encima de una placa fotográfica, envuelta en papel para protegerla de la luz, y las dejó al sol. La luz del Sol cedió energía al material fosforescente pero no a las placas, así que al revelarlas se entusiasmó al ver una imagen borrosa. Cuando colocó una pieza de metal entre el material y la placa, la silueta de la pieza quedó delimitada con claridad. Su reacción inmediata fue suponer que la luz solar había estimulado la emisión de rayos X, los cuales habían penetrado el papel pero no el metal: de ahí la sombra.

Fue en este punto donde la suerte intervino de nuevo. Llegó el tiempo típico de invierno y, a finales de febrero, París estuvo nublada durante varios días. Sin luz solar, Becquerel no podía dar energía a su muestra. Iba a ser imposible inducir la fosforescencia y, por consiguiente, los rayos X, o eso creía él. Guardó la muestra en un armario esperando un día soleado que no llegaba. Por fin se rindió, y el día 1 de marzo, cansado de esperar, decidió revelar la placa igualmente. Según el testimonio del hijo de Becquerel, Henri quedó estupefacto al darse cuenta de que las imágenes de las siluetas eran incluso más claras que las que obtuviera antes bajo la luz del Sol.[1]

Fuera lo que fuera la radiación, no necesitaba la luz solar. Había aparecido de manera espontánea, sin ninguna estimulación previa. Esto era completamente nuevo. Los rayos X de Röntgen se producían porque una corriente eléctrica proporcionaba energía al cristal. La fosforescencia, porque la luz solar les cedía energía a ciertos materiales. La radiación de Becquerel parecía ser un fenómeno gratuito.

Becquerel había tenido dos golpes de suerte: había usado uranio, que emite radiación sin estimulación previa, y los días oscuros habían sacado a relucir, metafóricamente, el fenómeno. Un tercer golpe de suerte fue no caer en el error de suponer que el oscurecimiento se debía a unas placas de mala calidad. Por supuesto que eso era posible, e incluso probable, por lo que el uso de la pieza de metal fue clave: su silueta demostraba que unos genuinos rayos llegaban desde arriba, y que la imagen de la fotografía no era ningún defecto interno. Esto, por lo menos, no fue suerte, sino un ejemplo de uso meticuloso de la ciencia cuyo resultado fue el descubrimiento de la radiactividad por Henri Becquerel.

Sin embargo, no fue él quien la denominó así (eso llegaría más tarde, con Marie y Pierre Curie), y tampoco tenía ni idea de lo que era. En realidad, la mayoría le hizo caso omiso. Durante los años anteriores habían aparecido varios fenómenos extraños, como la fluorescencia y los rayos X, así que un nuevo tipo de radiación no parecía un hecho demasiado especial. Esta, sin embargo, iba a revelarse como trascendental.


ALFA, BETA, GAMMA


En muchas historias detectivescas, el crimen supuestamente perfecto se resuelve siguiendo alguna pista muy sutil dejada en el lugar de los hechos. Becquerel había hallado un simple borrón en una placa fotográfica, algo tan modesto que muy bien podría haberle hecho caso omiso, pero iba a resultar que, con ese insignificante soplo de radiactividad, la Naturaleza había revelado el camino hacia los secretos de la creación. Por supuesto, ni Becquerel ni nadie más lo sabía o incluso lo sospechaba en aquel momento. Todo lo que tenía era una imagen nebulosa, y el desafío inmediato estribaba en entender su significado.

Marie y Pierre Curie siguieron la pista de la fuente de radiación separando elementos en la pecblenda, una sustancia radiactiva, averiguando qué muestras eran más radiactivas, y refinándolas de manera selectiva hasta que la concentración de radiación aumentó. Como resultado, Marie descubrió un nuevo elemento, el polonio, que era altamente radiactivo. Y mejor aún, también descubrió el radio. Por si hubiera existido alguna controversia sobre la realidad de los fenómenos radiactivos, esta se desvaneció ante el descubrimiento del radio. El radio es tan radiactivo que, al sostenerlo en la mano, se nota el calor que desprende. Este calor demuestra que la radiactividad libera energía de la sustancia de manera espontánea, día tras día. Marie Curie ignoraba, de una manera un tanto ingenua, las implicaciones de ese poder. Pasarían años antes de que se conocieran los efectos de la radiación en el cuerpo humano, y entonces ya era demasiado tarde: Curie ya mostraba síntomas de haber enfermado por la radiación.

El descubrimiento del radio tuvo dos consecuencias importantes. En primer lugar, demostró que la radiactividad, tal como la denominaron los Curie, no se limita al uranio: es una propiedad de la naturaleza por la cual algunos elementos pueden emitir energía de manera espontánea y sin estimulación previa. En segundo lugar, la ciencia ya no tenía que limitarse a estudiar borrones en placas fotográficas, porque la radiactividad del radio era tan potente que sus efectos podían sentirse, medirse y analizarse. Ahora la ciencia podía avanzar a su escrupulosa manera.

La persona que identificó la naturaleza de la radiación y empezó a aprovecharla fue, casi en solitario, Ernest Rutherford. En 1895, como estudiante en su Nueva Zelanda natal, había descubierto cómo detectar ondas de radio varios años antes que Marconi.[2] Rutherford quedó segundo en el concurso para un puesto académico conmemorativo de la Exposición de 1851 y que daba a los recién titulados la posibilidad de continuar sus estudios en el extranjero. Por suerte para él, en lo que acabaría siendo un instante fundacional y decisivo en la historia de la ciencia, el ganador de aquel año, J. C. Maclaurin, decidió quedarse en Nueva Zelanda por motivos familiares. Así que el premio fue para Rutherford, quien en septiembre de 1895 llegó debidamente a Cambridge con la intención de estudiar las ondas de radio. Estos eran sus planes, pero Röntgen acababa de descubrir los rayos X, y Becquerel no había tardado en seguirlo con su descubrimiento de la radiactividad. J. J. Thomson, jefe del grupo, quien a su vez estaba a punto de descubrir el electrón, le sugirió a Rutherford que investigase acerca de esas nuevas radiaciones. Más o menos al mismo tiempo en que se tomó aquella decisión, lord Kelvin, quien por aquel entonces era el científico de referencia, expresó su célebre opinión de que la radio «no tenía futuro».

Así pues, Rutherford se dispuso a desentrañar el intrincado interior del átomo, y le dejó a Marconi la tarea de demostrar que lord Kelvin se equivocaba. Si Rutherford hubiera ocupado el puesto de Marconi en la historia de la radio, quizá serían otros nombres los que habrían quedado unidos a la secuencia de descubrimientos sobre la naturaleza de la radiactividad, el núcleo atómico, la transmutación de los elementos y el poder que reside en el interior del átomo. Todos ellos han quedado asociados a Rutherford. Su primera contribución a esta nueva ciencia estribó en demostrar que la radiactividad ocultaba más sorpresas de las que nadie esperaba. Para empezar, se presentaba en tres formas diferentes.

Una fina lámina de papel es suficiente para detener parte de la radiación casi de inmediato. Parte de ella, porque queda una radiación más penetrante que solo desaparece de manera gradual. Rutherford reveló las distintas formas con sorprendente simplicidad, cubriendo el uranio con finas láminas de aluminio, y añadiendo otras progresivamente. Con las primeras tres láminas halló que la intensidad de la radiación se desvanecía de manera gradual: si la capa de aluminio era más gruesa, penetraba menos radiación. Sin embargo, al añadir más capas, la radiación parecía mantener su intensidad, para disminuir de manera gradual solo después de añadir varias láminas más. Se dio cuenta de que tenía que haber «por lo menos dos tipos distintos de radiación, uno rápidamente absorbido, que por conveniencia será denominado radiación alfa, y otro de un tipo más penetrante, que será denominado radiación beta». Más tarde descubrió una tercera forma, a la cual, como era debido, llamó radiación gamma.

Hoy sabemos que estas tres formas de radiación las causan tres fuerzas diferentes. Estas son, respectivamente, las fuerzas fuerte, débil y electromagnética. Si les sumamos la gravedad, tenemos las cuatro fuerzas fundamentales de la naturaleza, que unen los átomos y la materia, y controlan el funcionamiento del universo. Es extraordinario que Rutherford distinguiera unas de otras en sus más tempranos experimentos atómicos.

Nombrar las cosas da la ilusión de entenderlas pero no es más que clasificarlas. No obstante, es un primer paso importante, que inspira preguntas como la siguiente: ¿qué causa las diferentes propiedades asociadas a los distintos nombres? Las diferencias acabaron resultando literalmente visibles cuando Charles Wilson puso una fuente radiactiva dentro de una «cámara de niebla». En el vapor sobresaturado de la cámara, las partículas con carga eléctrica y en movimiento dejan rastros efímeros. Wilson los describió como «pequeños rizos y mechones de nube». La radiación alfa dejaba trazas gruesas, y las trazas beta eran más finas y ralas, mientras que los rayos gamma no dejaban trazas pero se revelaban al chocar con los electrones de los átomos y poner a estos en movimiento. Los campos magnéticos curvaban las trayectorias, demostrando que las radiaciones alfa y beta, respectivamente, consistían en partículas dotadas de cargas positiva y negativa, mientras que la ausencia de trazas de rayos gamma se debía a que estas no tienen carga eléctrica. Rutherford exclamó que «por fin tenemos un telescopio para mirar dentro del átomo».

Las partículas alfa resultaron ser relativamente masivas y, según sabemos ahora, son componentes de los núcleos atómicos. Consisten en dos protones y dos neutrones estrechamente unidos, y se emiten cuando las fuerzas fuertes que mantienen unido al núcleo atómico son perturbadas. Cuando esto ocurre, el núcleo de gran tamaño de un elemento pesado puede transformarse de manera espontánea en uno más pequeño y algo más ligero, expulsando la partícula alfa. Al tener carga positiva, dicha partícula puede atraer dos electrones con carga negativa y formar un átomo de helio. Ahora sabemos que el helio gaseoso que se ha encontrado en algunas rocas de la Tierra es el resultado de tales transformaciones nucleares.



FIGURA 1. Estelas de partículas en una cámara de niebla. © N. Feather/Science Photo Library.


Rutherford adquiriría fama más tarde por el descubrimiento del núcleo atómico, usando partículas alfa para sondear el átomo.[3] La radiación beta consiste en electrones, pero estos no son los ya existentes en el átomo, sino unos que se han creado[4] a partir de la energía liberada en la transformación nuclear. Este fenómeno es algo parecido a la alquimia.[5] Los rayos gamma son partículas de luz, pero esta no pertenece al arco iris, pues sus longitudes de onda son mucho más cortas que las de la luz visible. Así pues, se habían identificado tres variedades de radiación, pero nadie sospechaba que la de tipo beta llevaba consigo un invitado sorpresa.


E = MC2


En el siglo XVII, Isaac Newton se dio cuenta de la importancia de la energía. Si empujamos algo en ausencia de fricción, empezará a moverse. Si seguimos empujando, acelerará. Newton definió la energía del movimiento, la energía cinética, como proporcional a la magnitud de la fuerza de empuje y a la distancia a lo largo de la cual es empujado el objeto. También era consciente de que la energía podía manifestarse de diferentes maneras. Un cuerpo en lo alto de un acantilado tiene energía potencial; es decir, el potencial para adquirir energía cinética si se cae. La energía potencial es proporcional a la altura sobre cierto nivel de referencia: cuanta más altura, más energía potencial. La aceleración de la caída, por efecto de la gravedad, aumenta la energía cinética a la vez que disminuye la potencial, ya que la suma es constante. Esto es un ejemplo simple de conservación de la energía, y de la transformación de un tipo de energía en otro; en este caso, de potencial en cinética.

La energía puede redistribuirse de muchas otras maneras. En el siglo XIX maduró la termodinámica, que es la ciencia del calor y el movimiento. La energía en forma de calor se puede convertir en energía cinética. El funcionamiento de la máquina de vapor se basa en este principio. Cuando el agua hierve, se convierte en vapor y se expande. Si la expansión se produce en un cilindro cerrado cuyo extremo es un pistón móvil, la presión del vapor puede mover dicho pistón. Si este está unido a una vara, que a su vez está conectada a una rueda, con el punto de conexión lejos de su centro, tendremos como resultado que la rueda girará. De este modo, el vapor puede impulsar trenes de cientos de toneladas, a velocidades superiores a los cien kilómetros por hora.

En el motor de vapor, como sucede con otros incontables ejemplos, la energía pasa de una forma a otra, pero en total se conserva. Este es el primer principio de la termodinámica, sobre el que se basan industrias enteras. Es una de las leyes naturales más profundas y de mayor alcance.

En 1905, coincidiendo con el entusiasmo acerca de la radiactividad, pero sin relación directa con él, Albert Einstein anunció su teoría de la relatividad especial. Su ecuación más famosa, E = mc2, implica una profunda conexión entre energía y masa: la masa (m) y la energía (E) pueden convertirse la una en la otra según un factor gobernado por la velocidad de la luz (c). La ecuación de Einstein expresaba una nueva y profunda manera de almacenar y transferir energía, pero también en este caso se conserva la energía total.

La radiactividad es un ejemplo de aplicación de E = mc2. Cuando la materia que hay en el núcleo de un átomo se reorganiza de manera espontánea, de repente se libera la energía que un momento antes estaba atrapada como parte de la masa original. Puede emitirse como rayos gamma, manifestarse como energía cinética al salir despedidos los pedazos del anterior núcleo (como sucede con la radiación alfa), o convertirse en materia, como le pasa a la radiación beta.

En cuanto a las radiaciones alfa y gamma, las cantidades de energía cuadraban. Sin embargo, en el caso de la radiación beta parecían no encajar. La conservación de energía comportaba un determinado valor para la única partícula emitida con cada desintegración de un núcleo radiactivo. Eso era lo que se observaba con las radiaciones alfa y gamma, pero en 1914 James Chadwick descubrió que la energía de la radiación beta cambiaba de una medida a la siguiente. En vez de ser siempre la misma, la energía de los electrones salientes se encontraba dentro de un intervalo continuo, que oscilaba entre un valor casi nulo y uno máximo.

Niels Bohr, que ya había propuesto el modelo del átomo como electrones «orbitando» alrededor del núcleo central de Rutherford, apoyó con su autoridad una idea radical: que la energía no se conservaba en la desintegración beta.

Esto iba en contra de varios siglos de observaciones, y fue un acto de desesperación. El teórico austríaco Wolfgang Pauli rechazó dicha explicación, y ofreció otra en su lugar. Aventuró que la partícula beta estaba acompañada de una «radiación adicional muy penetrante que consiste en que hay nuevas partículas neutras». Ante tal eventualidad, la energía se conserva pero no la lleva enteramente una sola partícula, sino que la comparten dos de ellas. Según la teoría de Pauli, la partícula visible, la beta, a veces se llevaba toda la energía disponible sin dejarle ninguna a su compañera neutra invisible, y en otras ocasiones la invisible se llevaba parte de la energía, con lo que le quedaba menos a la partícula beta. Como resultado, la energía de la partícula beta visible podía estar en cualquier punto de un intervalo, en lugar de estar limitada a un único valor.

Esa idea suena a conservadora, y encajaba con los hechos, pero en aquel momento no fue recibida con mucho más entusiasmo que la propuesta de Bohr. El motivo estribaba en que se oponía a la visión imperante sobre la naturaleza de los átomos. Por entonces, el rico tapiz de la naturaleza parecía estar compuesto por solo dos partículas: electrones y protones. Esta simplicidad fundamental prometía una hermosa unificación en el corazón de la materia, mientras que el hecho de introducir una tercera partícula, sin más motivo que resolver un rompecabezas esotérico, le parecía injustificado a muchos.


PAULI Y EL NEUTRINO


Pauli nació en Viena en 1900 y destacó por su pensamiento preclaro. Con diecinueve años escribió el mejor libro de texto sobre la teoría de la relatividad especial, que, casi un siglo después, sigue siendo un clásico. A los veintidós años tenía un doctorado y estaba trabajando en los fundamentos de la nueva mecánica cuántica, motivo por el que, tiempo después, recibió el Premio Nobel.

Pauli era también notorio por sus comentarios ácidos sobre el trabajo de otros científicos. Una vez descalificó una idea tan vaga que no se podía contrastar, y por lo tanto carente de utilidad alguna para la ciencia, con el comentario de que no estaba «ni siquiera equivocada». Lo irónico es que esta misma crítica se podría haber esgrimido contra la solución que propuso al misterio de la energía que desaparece en la desintegración beta: después de abogar por la existencia de una partícula invisible, incluso se apostó una caja de botellas de champán a que nadie sería capaz de detectar esa quimera.

Una vez los experimentos de Rutherford habían demostrado que los núcleos atómicos están hechos de partículas constituyentes, la impresión general era que estas consistían en protones y electrones. Así lo creía el mismo Rutherford. El protón era el núcleo masivo en el corazón del átomo más simple, el de hidrógeno, pero se dio cuenta de que las masas de los núcleos de elementos más pesados solo se podían explicar si había, además, alguna partícula neutra de masa similar a la del protón. Rutherford la llamó «neutrón». Imaginó que el neutrón consistía en un protón y un electrón que, de algún modo, estaban estrechamente unidos.

Dicha idea quedó desmontada en 1927, al descubrirse que el electrón y el protón giran sobre sí mismos, y lo hacen siempre a la misma velocidad. El físico Paul Dirac no tardó en ofrecer una explicación teórica de este fenómeno: era consecuencia de la mecánica cuántica y la relatividad.[6] Lo que también se hizo evidente fue que un neutrón no podía ser una combinación de ambos. El motivo tenía que ver con lo que se conocía como la «anomalía del nitrógeno».

Se habían medido las velocidades a las que varios núcleos atómicos giran sobre sí mismos, y estas demostraban que el núcleo de nitrógeno debe contener un número par de constituyentes rotatorios. La química indicaba que un átomo de nitrógeno contiene siete electrones, de modo que su núcleo debe tener siete protones para equilibrar la carga eléctrica. Si eso fuera todo, un núcleo de nitrógeno solo habría tenido la mitad de la masa que tiene en realidad, por lo que se necesitaban siete neutrones. Si los neutrones eran individuales, como los protones, entonces 7 + 7 = 14, y se cumpliría la regla de los números pares. Pero si cada neutrón era en realidad un par, el número total de constituyentes sería 21, que es un número impar. La imagen de Rutherford, un protón y un electrón combinados, simplemente no encajaba con los hechos.

Aquí es donde Wolfgang Pauli entra en el relato, al inventar una nueva partícula neutra que, como pensó al principio, podía resolver dos misterios por el precio de una sola partícula.

Pauli realizó su propuesta en una carta del 4 de diciembre de 1930, cuyo principal propósito era disculparse por no poder asistir a un congreso sobre radiactividad en Tubinga porque «soy indispensable aquí en Zúrich para un baile la noche del 6 al 7 de diciembre». Además de los aspectos sociales, muy esbozados, la carta muestra la naturaleza radical de su propuesta y, a la vez, los conocimientos de aquella época. También ilustra entre líneas la manera en que la ciencia puede avanzar mediante una mezcla de genialidad y confusión.

Pauli empezó con el problema de física nuclear según el cual las propiedades del núcleo de nitrógeno no encajaban bien con la idea de que los núcleos solo están hechos de protones. (A decir verdad, este problema no se limitaba al nitrógeno, pues surgió una anomalía similar con el litio.) Pauli se dio cuenta de que todo se resolvería si se abandonaba el modelo de Rutherford de la combinación protón-electrón y el objeto neutro se consideraba como una sola partícula, idéntica al protón en todos los aspectos excepto por su neutralidad eléctrica. Afirmó que «existen en el núcleo partículas eléctricamente neutras a las que llamaré neutrones». Las describió como unas partículas parecidas a los protones pero sin carga eléctrica, y añadió que «difieren de los cuantos de luz en que no viajan a la velocidad de la luz». El neutrón, dotado de masa y compañero eléctricamente neutro del protón, no tardó en ser descubierto. Lo hizo en 1932 James Chadwick, quien en 1914 también descubriría el comportamiento anómalo de la energía en las desintegraciones beta. Es un constituyente esencial de todos los núcleos (excepto el de hidrógeno, que suele consistir en un único protón). Lo que llamamos isótopos son núcleos con un número dado de protones, lo cual determina el elemento químico, pero con distintos números de neutrones. Así, el uranio 235 y el 238 contienen 92 protones en cada núcleo, y por eso se trata de núcleos de uranio, pero tienen 143 y 146 neutrones respectivamente, con un total de 235 o 238 constituyentes. Hoy en día, al neutrón se le reconoce un papel central en la física nuclear.

Hasta aquí no hay ningún problema respecto al núcleo. Sin embargo, Pauli también afirmó que este mismo neutrón se producía junto al electrón en la desintegración beta. El neutrón moderno es idéntico a su primera propuesta, un constituyente del núcleo atómico. Pero no se trata del misterioso invitado de la desintegración beta, la partícula que ahora llamamos neutrino. No obstante, en 1930 Pauli no sabía nada de esto y llamaba neutrones a ambos, como en la cita que viene a continuación[7] (en sus mismas palabras, pero con «neutrón» entre corchetes cuando se refiere a la partícula que acabaría conociéndose como neutrino):


El espectro beta continuo se volvería comprensible con la suposición de que en la desintegración beta se emite un [neutrón] además del electrón, de tal modo que la suma de las energías del [neutrón] y del electrón es constante. [...] Estoy de acuerdo en que mi solución podría parecer increíble porque esos [neutrones] ya se deberían haber visto si existen realmente. Pero solo con osadía se puede ganar. [...] cada solución de este problema debe ser discutida. Luego, queridas personas radiactivas, miren y juzguen.


Hans Geiger, quien había trabajado con Rutherford en el descubrimiento del núcleo atómico, asistió a aquella reunión. Se dio cuenta de que la solución de Pauli al balance energético de la desintegración beta podía funcionar, y le escribió una carta. Años después, Pauli rememoró su emoción al recibirla, pero no parece que en aquel momento le diera mucha importancia, pues no ha sobrevivido ninguna copia de la carta de Geiger.[8] Es posible que su entusiasmo disminuyera cuando se dio cuenta de que las partículas neutras implicadas en la desintegración beta no podían ser las mismas de su hipótesis sobre los constituyentes nucleares, los neutrones. Las masas nucleares necesitaban una partícula neutra cuya masa fuera igual, o por lo menos muy similar, a la del protón, y que Chadwick estaba a punto de descubrir. Sin embargo, la explicación de Pauli de la desintegración beta requería una partícula neutra que no tuviera ninguna masa en absoluto, o a lo sumo una insignificante.

Pauli insistió en su idea, y vio las respuestas de otros científicos. Les gustaba a pocos, y las opiniones iban de «simplemente equivocada» a «loca».[9] Fue en octubre de 1931, en un congreso en Roma donde habló con Enrico Fermi, cuando las cosas empezaron a encajar.

Según relató Pauli posteriormente, Fermi enseguida «no tardó en expresar un vivo interés por mi idea». Niels Bohr no estaba tan impresionado. A él no le iba lo de inventar nuevas partículas para resolver problemas fundamentales. Había visto las sutiles maneras en que los balances energéticos podían acabar cuadrando en la física atómica, y por lo tanto no veía ninguna razón por la que la conservación de la energía pudiera no ser válida en el mundo todavía más extraño de la física nuclear. Fermi y Pauli discutieron acerca de esto, pero no les gustó. Bohr parecía aceptar alegremente que la carga eléctrica se conservaba en los procesos nucleares, así que ¿por qué no iba a hacerlo la energía? A Fermi le parecía que la idea de Pauli tenía más sentido.

Cuando, en 1932, James Chadwick descubrió que existe realmente un neutrón en el núcleo, pero con una masa grande, fue una buena y una mala noticia. La buena noticia era que Pauli tenía razón, por lo menos respecto al neutrón en el núcleo. La mala noticia era que no podía ser también la partícula ligera que él quería para explicar la desintegración beta. Sin embargo, la aparición del neutrón había incrementado el número de partículas atómicas en un 50 %, y la idea de inventar una nueva partícula ya no se parecía tanto a una herejía.

Una vez que Chadwick había descubierto el nuevo y genuino componente nuclear, Pauli dejó de llamar neutrón a la partícula con la que resolvía el rompecabezas de la desintegración beta. Esta implica una partícula neutra ligera, como sugería Pauli, pero dicha partícula no existía previamente en el núcleo más de lo que un ladrido existe previamente en un perro. Pauli abandonó el término «neutrón» a su debido tiempo, pero no tenía ninguna alternativa en especial. En cambio, Fermi sí la tenía. Para distinguir la partícula neutra ligera que había propuesto Pauli del neutrón masivo, la llamó «pequeño neutrón» o, en italiano, neutrino.

Neutrino

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