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Introducción

Nuevas desigualdades, nuevas iras

El espíritu de la época es de pasiones tristes. Con el pretexto de librarse del discurso biempensante y lo políticamente correcto, se puede acusar, denunciar, odiar a los poderosos o los débiles, los muy ricos o los muy pobres, los desempleados, los extranjeros, los refugiados, los intelectuales, los expertos. Apenas más veladamente, se desconfía de la democracia representativa, acusada de incapaz y corrupta, de estar lejos del pueblo, sometida a los lobbies y llevada por las riendas de Europa y las finanzas internacionales.

Iras y acusaciones que tiempo atrás pasaban por indignas tienen ahora carta de ciudadanía. Invaden internet. En gran cantidad de países, encontraron expresión política con los nacionalismos y los populismos autoritarios. Y la oleada sigue creciendo, tanto en Gran Bretaña como en Suecia, tanto en Alemania como en Grecia. La cuestión social, que aportaba un marco a nuestras representaciones de la justicia, parece disolverse en las categorías de identidad, nacionalismo y miedo.

Este ensayo aspira a comprender el papel de las desigualdades sociales en el despliegue de esas pasiones tristes. Mi hipótesis es que las iras, los resentimientos y las indignaciones de nuestros días encuentran su explicación no tanto en la amplitud de las desigualdades como en la transformación del régimen de desigualdades. Si bien estas parecían inscriptas en la estructura social, en un sistema percibido como injusto pero relativamente estable y legible, en nuestros días se diversifican y se individualizan. Al decaer las sociedades industriales, se multiplican y cambian de carácter, de modo que transforman profundamente la vivencia que tenemos de ellas.

La estructura de las desigualdades de clase se difracta en una sumatoria de pruebas individuales y sufrimientos íntimos que nos llenan de ira y nos indignan, sin que de momento tengan otra expresión política que el populismo.

La percepción de las desigualdades

No faltan explicaciones para estos cambios. En su mayoría, exponen que las transformaciones del capitalismo, la globalización, el derrumbe de la Unión Soviética, la crisis de 2008 y el terrorismo sacudieron a las sociedades industriales, nacionales y democráticas. Los gobiernos nada pueden contra las crisis y las amenazas. Los trabajadores poco calificados están sometidos a la competencia de los países emergentes, convertidos en las fábricas del mundo.

Para la mayor parte de los analistas, el neoliberalismo (definido con bastante vaguedad, por lo demás) se muestra como la causa fundamental de esas transformaciones e inquietudes. La oleada neoliberal no solo destruiría las instituciones y a los actores de la sociedad industrial, sino que impondría un nuevo individualismo que quiebra las identidades colectivas y las solidaridades, y hace trizas la civilidad y el dominio de sí. En síntesis, “estamos en crisis” y “antes estábamos mejor”.

La atención prestada a la transformación de las desigualdades no debe inducir a subestimar su incremento o, para mayor exactitud, el agotamiento de la larga tendencia a su reducción que marcó décadas de posguerra. En todas partes, el percentil más acaudalado de la población se enriqueció y captó la mayor parte del crecimiento. Mientras en 1970 el 1% más rico recibía el 8% de los ingresos en los Estados Unidos, el 7% en Gran Bretaña y el 9% en Francia, en 2017 su parte ascendió al 22% en los Estados Unidos y el 13% en Gran Bretaña (pero se mantuvo en el 9% en Francia).[1] Las desigualdades se agravan en beneficio de los ingresos muy altos, los del capital y los de los salarios muy elevados.

Se fortalecen aún más si se tienen en cuenta los patrimonios. Tras un prolongado período de reducción de la parte del patrimonio respecto de los salarios entre 1918 y 1980, los patrimonios se tomaron revancha. Debido al débil crecimiento, los intereses del capital y el precio de las propiedades crecen ahora con mayor rapidez que los salarios.[2] Los muy ricos se han vuelto tan ricos que se separan del resto, cuando la gran mayoría de la población tiene la sensación de que su situación se degrada.

Si bien el desempleo puede considerarse una desigualdad intolerable, en Francia las desigualdades de ingreso crecen, pero sin asistir a una escalada “explosiva”. Según los datos del Insee (Institut National de la Statistique et des Études Économiques [Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos]) de 2014, el índice de Gini (que mide la amplitud de las desigualdades) pasa de 0,34 en 1978 a 0,28 en 1999 y 0,31 en 2011. Sin embargo, entre 2003 y 2007, el 10% más pobre se llevó el 2,3% de la riqueza adicional, mientras que el 10% más rico obtuvo el 42,2%. Como en todas partes, el aumento de los salarios muy altos explica esas diferencias[3] y, más aún, explica las desigualdades patrimoniales, porque el 10% más rico es dueño del 47% del patrimonio, y el percentil superior, del 17%. De todos modos, la pobreza (definida como la percepción de un 60% del ingreso medio) ha retrocedido un tanto. Entre 1970 y 2016 la población pobre pasó del 17,3 al 13,6%.

Desde hace casi treinta años, alrededor del 80% de los franceses creen que las desigualdades aumentan, aun en períodos en que no es así. La percepción es que se refuerzan, porque salimos del extenso período en que parecía darse por sentado que las desigualdades sociales se reducirían continuamente, aunque solo fuera por la elevación del nivel de vida. En definitiva, muchas desigualdades crecen, mientras que algunas otras disminuyen. Por lo tanto, sería erróneo establecer una correlación mecánica entre la amplitud de las desigualdades y el modo en que los individuos las perciben, las justifican o se indignan a causa de ellas.

Sufrir “en calidad de”

Nos encontramos en una situación paradójica: la acentuación más o menos fuerte de las desigualdades se conjuga con el agotamiento de cierto régimen de desigualdades, el de las clases sociales constituido en las sociedades industriales. Así como en épocas pasadas las desigualdades sociales parecían inscriptas en el orden estable de las clases y sus conflictos, hoy en día no dejan de multiplicarse las brechas, las segmentaciones y las desigualdades, como si cada individuo estuviera surcado por varias de ellas. En el vasto conjunto que engloba a todos los que no están ni en la cima ni en el fondo de la jerarquía social, las disparidades ya no se superponen de manera tan nítida, tan tajante como poco tiempo atrás, mientras que en tiempos pasados la posición en el sistema de clases parecía acumular todas y cada una de las desigualdades.

En este caso no se trata de una vasta clase media a la cual, sin embargo, dice pertenecer la mayoría de los individuos, sino de un mundo fraccionado según una multitud de criterios y dimensiones. Se constituye así un universo social en el cual somos más o menos desiguales en función de los diversos bienes económicos y culturales de que disponemos y de las diversas esferas a las cuales pertenecemos. Somos desiguales “en calidad de”: asalariado más o menos bien pago, estable o precarizado, poseedor o no de un título educativo, joven o viejo, mujer u hombre, residente de una ciudad dinámica o de un territorio en conflicto, de un barrio chic o de un suburbio popular, solo o en pareja, de origen extranjero o no, blanco o no, etc. A decir verdad, esta lista, infinita, no es una novedad.

En cambio, la multiplicación de los criterios de desigualdad es relativamente poco congruente o “integrada” cuando nos alejamos de los grupos que acumulan todas las ventajas o todas las desventajas. Hay mucha gente entre las familias Groseille y Le Quesnoy.[4] Por lo demás, nuestra nomenclatura social tropieza cada vez con mayores dificultades para designar los conjuntos sociales pertinentes. A las clases sociales y los estratos que dominaban el vocabulario de los sociólogos se agregan sin cesar nociones que ponen de relieve nuevos criterios de desigualdad y nuevos grupos: las clases creativas y las inmóviles, los incluidos y los excluidos, los estables y los precarizados, los ganadores y los perdedores, las minorías estigmatizadas y las mayorías estigmatizadoras, etc.

Por añadidura, cada uno de esos conjuntos está surcado por una multitud de criterios y deslindes, en función de los cuales uno es más o menos igual (o desigual) que los otros. Esa representación y esa experiencia de las desigualdades se alejan gradualmente de las que dominaban la sociedad industrial, en una época en que la posición de clase parecía asociada a un modo de vida, un destino y una conciencia.

La experiencia de las desigualdades

La multiplicación de las desigualdades, y más aún el hecho de que cada cual se ve enfrentado a desigualdades múltiples, transforman profundamente la experiencia al respecto. En primer lugar, las desigualdades se viven como una experiencia singular, una prueba individual, una puesta en entredicho del valor propio, una expresión de desprecio y una humillación. Hay un deslizamiento gradual de la desigualdad de las posiciones sociales a la sospecha de la desigualdad de los individuos, que se sienten más responsables de las desigualdades que los afectan en la medida en que se perciben como libres e iguales en derechos y sienten el deber de afirmarlo.

Por eso, no es sorprendente que el respeto sea la exigencia moral reivindicada con mayor vigor en nuestros días: no el respeto y el honor del rango, sino el respeto debido a la igualdad. Como había intuido Tocqueville, aunque se reduzcan, las desigualdades se viven cada vez más dolorosamente. Su multiplicación y su individualización amplían el espacio de las comparaciones y acentúan la tendencia a evaluarse respecto de quienes están más cerca de uno mismo. En efecto, en este nuevo régimen, las “pequeñas” desigualdades parecen mucho más pertinentes que las “grandes”.

Las grandes desigualdades, que oponen a la mayoría de nosotros al 1% más rico, son menos significativas y nos ponen menos en entredicho que las desigualdades que nos distinguen de las personas con quienes nos cruzamos todos los días. En especial, las desigualdades multiplicadas e individualizadas nunca se inscriben en “grandes relatos” capaces de darles sentido, señalar sus causas y sus responsables, y esbozar proyectos para combatirlas. Pruebas singulares e íntimas, están como disociadas de los marcos sociales y políticos que las explicaban, procuraban razones para luchar juntos y brindaban consuelo y perspectivas.

La distancia entre las pruebas individuales y las apuestas colectivas abre las puertas al resentimiento, las frustraciones, a veces el odio a los demás, para evitar el desprecio de uno mismo. Genera raptos de indignación, pero, por el momento, estas indignaciones no se transforman en movimientos sociales, programas políticos ni lecturas razonadas de la vida social. La experiencia de las desigualdades alimenta a los partidos y movimientos que, a falta de algo mejor, calificamos de “populistas”. Estos, en su esfuerzo por superar la dispersión de las desigualdades, oponen el pueblo a las élites, los franceses a los extranjeros, y establecen una economía moral en la cual el rechazo de los otros y la indignación devuelven al ciudadano desdichado su valor y su dignidad.

[1] Cecilia García-Peñalosa, “Les inégalités dans les modèles macroéconomiques”, Revue de l’OFCE, 153(4): 105-131, 2017.

[2] Thomas Piketty, Le capital au XXIe siècle, París, Seuil, 2013 [ed. cast.: El capital en el siglo XXI, México, FCE, 2014].

[3] Olivier Godechot, Working Rich. Salaires, bonus et appropriation du profit dans l’industrie financière, París, La Découverte, 2007.

[4] Alusión a la película La vida es un largo río tranquilo de Étienne Chatillez, de 1988, que presenta el contraste, en una ciudad del norte de Francia, entre la familia Groseille, padre, madre y seis hijos que viven de las ayudas sociales y en una vivienda social, y la familia Le Quesnoy, católicos practicantes de posición acomodada: el padre es director regional de Électricité de France y la madre divide su tiempo entre la crianza de cinco hijos y las actividades en la parroquia. [N. de T.]

La época de las pasiones tristes

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