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1. El fin de la sociedad de clases

Es indispensable medir las desigualdades y denunciar aquellas que chocan con nuestros principios de justicia y amenazan la cohesión social, el sentimiento de vivir en una misma sociedad. Por regla general, la crítica de las desigualdades se concentra en las más “obscenas”, que oponen el 1 o el 0,1% de los más ricos al resto, o bien que marcan una separación entre los más pobres y el resto de la sociedad. Desde el punto de vista de la moral, las políticas económicas y la supervivencia del planeta, son decisivas las grandes desigualdades y la concentración de la riqueza, en la medida en que rigen las estrategias de las empresas muy grandes y eluden a los Estados. Desde el punto de vista sociológico y político, el conjunto de las desigualdades y su naturaleza importan mucho más.

En efecto, las grandes desigualdades no deben hacer olvidar las “pequeñas”, las que resultan importantes para los individuos que se cruzan o se evitan en el flujo banal de la vida social, en el trabajo, en la escuela, en la calle y en los transportes. Nos sentimos legítimamente escandalizados por las fortunas de Bernard Arnault o Bill Gates, pero es probable que esas desigualdades parezcan abstractas por su propia magnitud y nos irriten menos que aquellas que nos distinguen de nuestros colegas mejor pagos por igual trabajo, de los residentes de un barrio “demasiado chic” o de los trabajadores protegidos por algunos “privilegios”: todas esas “pequeñas” desigualdades que experimentamos directamente y que irrigan nuestras relaciones sociales.

En este caso, la amplitud de las desigualdades tiene menos importancia que su carácter, la manera en que nos llevan a definirnos y a definir al prójimo, la incubación o formación de la sensación de injusticia, las estrategias desplegadas para combatirlas y a menudo para defenderlas. En efecto, si las grandes desigualdades se combaten, las “pequeñas” se defienden de mejor grado, sobre todo cuando nos favorecen.

De los estamentos a las clases sociales

Hay que mencionar el régimen estamental y las castas porque en el seno de nuestra modernidad subsisten sus huellas. En ese régimen de desigualdades, las diversas posiciones sociales se atribuyen a los individuos en el momento de nacer y de manera definitiva. Se nace campesino o noble, como se nace libre o esclavo. Salvo que uno se convierta en sacerdote o compre un título de nobleza, la filiación dicta un destino totalmente programado.

En ese sistema, no solo son desiguales las posiciones sociales, también lo son (y fundamentalmente) los individuos que las ocupan. Estos no tienen la misma “naturaleza”, la misma “sangre”, la misma dignidad ni el mismo valor. Ese régimen de desigualdades es de carácter “holista”, ya que la posición ocupada en los estamentos y las castas rige por completo las conductas de los individuos: estos no eligen su trabajo, sus alianzas matrimoniales ni sus maneras de vestir y creer.[5] La sociedad decide por ellos.

Dado que los estamentos y las castas separan a individuos a quienes se considera ontológicamente desiguales, dentro de su marco los conflictos sociales siempre tienen una dimensión religiosa, ya que ponen en entredicho un orden querido por Dios. Son un desorden o la respuesta a un desorden. Para que la burguesía medieval rompiera el orden de las castas, hizo falta que la teología le hiciese un lugar en el cielo, que inventara el purgatorio, y luego, que la teología protestante inventara el ascetismo intramundano y la predestinación. La creación de una subcasta, como la de los indios de la América hispana reducidos a la esclavitud, fue una cuestión tanto teológica como económica: había que justificar esa esclavitud.

El régimen de castas y estamentos sufrió un proceso de erosión a causa del ascenso gradual de las burguesías urbanas, el poderío del Estado, la ruina de las pequeñas noblezas, el desmoronamiento de las comunidades tradicionales. Por último, las revoluciones del Iluminismo hicieron que las sociedades del Antiguo Régimen sufrieran un vuelco radical y tendieran a transformarse en sociedades compuestas por individuos iguales. Sin embargo, más de dos siglos después de las revoluciones democráticas que destruyeron los marcos jurídicos y religiosos del régimen estamental, aún subsisten pesadas herencias de este.

Las leyes Jim Crow[6] recuerdan que los Estados Unidos, después de la abolición de la esclavitud, preservaron durante mucho tiempo un sistema de castas y de segregación de “razas”. Desde ese punto de vista, puede considerarse que el racismo biológico no es solo una invención de la Inquisición española, empeñada en desenmascarar a los judíos o “criptojudíos” que “pasaban por” conversos: es un producto de la modernidad, porque en ella la naturaleza es la única que puede reemplazar el nada igualitario orden querido por Dios. A pesar de la abolición del régimen estamental, también las mujeres quedaron asignadas a la naturaleza y la reproducción, mientras que los hombres se consagraban a la producción y la razón: ellas no accedían a todos los derechos universales –en especial, a la ciudadanía– ni a los estudios y las profesiones reservados a los hombres. En cuanto a los colonizados, se los encerró en el estatus de subcasta, aunque la colonización se haya efectuado en nombre de los valores universales de la libertad y la igualdad.

Como demuestra Philippe d’Iribarne, ni siquiera la Revolución de 1789 abolió por completo las barreras del rango y el honor; más que borrarla, democratizó la “lógica del honor”.[7] El miedo a la impureza, al mal casamiento, a la corrupción infligida por los subalternos no desapareció en las sociedades democráticas, que pese a todo proclaman la igualdad como pináculo de sus valores.

Aún hoy, muchas de las desigualdades que abordamos en términos de discriminaciones y estereotipos pueden comprenderse como las “supervivencias” de una sociedad de estamentos y castas. Si bien esta ya no tiene marco legal, la prohibición de franquear las barreras subsiste más de lo que podría creerse. En “Un corazón sencillo” de Flaubert, Félicité, después de haber criado y amado a los hijos de la familia, queda a la deriva en su destino de criada inútil. Jamás será de la familia, tampoco lo será Louise en Canción dulce de Leïla Slimani, un siglo y medio después.

En términos generales, no basta con trabajar juntos para comer en la misma mesa en el comedor, tomar una copa juntos, verse por fuera de la oficina y el taller. Las barreras invisibles del origen social y cultural, el color de la piel, el sexo y el nivel educativo funcionan como fronteras, a veces infranqueables.

El régimen de clases

A pesar de todo, las revoluciones democráticas e industriales inauguraron un nuevo régimen de desigualdades, el de las clases sociales, nacido del encuentro de dos grandes revoluciones. La “providencia democrática” instaura la igualdad y la libertad de todos. La abolición de las barreras estamentales hace que los individuos ya no tengan impedimentos para cambiar de posición en la escala de las desigualdades, el prestigio y el poder. Pero si la destrucción del régimen estamental redunda en una sociedad integrada por individuos libres e iguales, una sociedad fundada sobre la voluntad general y el contrato –no sobre la tradición y lo sagrado–, esa revolución es ante todo política. No inaugura por sí sola un nuevo régimen de desigualdades. Sigue habiendo ricos y pobres, rentistas y trabajadores, campesinos, artesanos, comerciantes y burgueses, propietarios y proletarios, pero no es aún una sociedad de clases.

Para eso, hace falta que, en el marco democrático, se instale un nuevo tipo de economía, un nuevo modo de producción: el de la Revolución Industrial. El régimen de clases sociales se construye en torno a la formación de la clase obrera miserable y el surgimiento de una clase de industriales capitalistas. Como ya nadie se define esencialmente por su nacimiento y su rango, la posición en la división del trabajo se torna central. Y es aún más esencial porque las desigualdades siguen siendo extremadamente fuertes, a la vez que se despliegan en un marco político y moral que afirma la igualdad de todos.

Está claro que, en el apogeo del desarrollo industrial en Europa Occidental, la mayoría de la población no pertenece ni a la clase obrera ni a la de los capitalistas. Si bien Marx destacaba el preeminente e ineluctable enfrentamiento entre proletarios y capitalistas, no dejaba de enumerar una docena de clases en Las luchas de clases en Francia. Más adelante, Max Weber trazaría una distinción entre las clases, definidas por las relaciones de producción, y los grupos, definidos por el poder y el prestigio; pero, a su juicio, el régimen de clases sería el de las sociedades industriales.

Este régimen de desigualdades es moderno en más de un concepto. En él las posiciones sociales se definen por el trabajo, la creatividad humana, y no por la tradición y el orden teológico-político. También es moderno porque, si bien las desigualdades de clases chocan con el principio democrático de la igualdad de los individuos, no se eliminan. Se las impugna en nombre de la igualdad democrática. Las clases sociales nacen pues del encuentro contradictorio entre la igualdad democrática y la división del trabajo capitalista. Más aún, son la expresión del conflicto entre esas dos dimensiones. Por este motivo, el régimen de clases va más allá de las fábricas y las grandes concentraciones industriales.

Las clases sociales se convierten en “hechos sociales totales”, un “concepto total”, como decía Raymond Aron. El régimen de clases es una manera de leer las desigualdades sociales, porque la sumatoria de las clases da un conjunto. Las posiciones en las relaciones de producción determinan los ingresos, los modos de vida, las relaciones con la cultura, las representaciones de la vida social y la oposición entre “nosotros” y “ellos”. En ese sentido, no hay clases sin conciencia de clase, sin la articulación de una entidad para sí y una oposición a la clase dominante.

El postulado de una sobredeterminación de las actitudes, las conductas y las representaciones por la posición de clase adquiere una consistencia tal que, durante un largo período, los sociólogos procurarían poner en relación posiciones sociales objetivas con actitudes subjetivas, a fin de “verificar” la existencia de las clases sociales. En Francia, esta manera de comprender las desigualdades se encarnó en Pierre Bourdieu, para quien el capital económico determina “en última instancia” las otras formas de capital.

Combates por la igualdad

El régimen de clases parece aún más robusto porque terminó por estructurar la representación política. Tras la oposición entre conservadores y liberales, clericales y modernos, monárquicos y republicanos, todos ellos definidos por su relación con el Antiguo Régimen, la representación política se construyó alrededor de los conflictos de clase, alrededor de la oposición entre los representantes de los trabajadores y los de la burguesía. En todas partes se establecieron izquierdas y derechas que supuestamente representaban clases, sus intereses y su visión del mundo.[8] En todas partes, parecía que los obreros y sus aliados votaban a la izquierda y que la burguesía y sus aliados votaban a la derecha.

En la sociedad industrial, el régimen de clases sociales tuvo su expresión en movimientos sociales y sindicatos orientados hacia un modelo de justicia social que apuntaba a reducir las desigualdades entre las posiciones sociales, por medio de los derechos sociales, el Estado de bienestar, los servicios públicos y las transferencias sociales. Ese modelo de justicia invitaba menos a desarrollar la movilidad social en nombre de la igualdad de oportunidades que a reducir las desigualdades entre las posiciones sociales y entre los lugares ocupados por los individuos en la división del trabajo.[9]

Si la movilidad social se desarrollaba, era porque la igualdad social ganaba terreno, pero la movilidad no era el primer objetivo de la justicia. El combate por la igualdad social era legítimo porque se tenía a los individuos por fundamentalmente iguales, pero también porque la sociedad debía devolver a los trabajadores una parte de las riquezas producidas, de las que la explotación capitalista los había despojado.

Los derechos sociales fueron ante todo los de los trabajadores y sus familias, protegidos contra los efectos de la enfermedad y el desempleo, y que, en nombre de su trabajo, conquistaban un derecho a la salud, el descanso y la jubilación. En la sociedad salarial, los derechos de los trabajadores se convirtieron progresivamente en derechos sociales universales.[10] Gracias a la acción de los partidos y sindicatos, y bajo el efecto de las huelgas y movilizaciones, las desigualdades se redujeron de manera notoria, sobre todo cuando el crecimiento permitió transferir riquezas hacia los trabajadores y los más pobres, sin que la situación de los ricos se degradara. En definitiva, en el siglo XX las desigualdades sociales se redujeron porque eran ante todo desigualdades de clase.

Tanto más allá de la tradición marxista, la lectura de las desigualdades sociales en términos de clase terminó por imponerse. ¿Cuáles eran las dimensiones de clase del Estado, la educación, la cultura, los esparcimientos, el consumo? No era cuestión de solo trazar una correlación entre posiciones de clase, prácticas y representaciones colectivas, sino de mostrar cómo contribuían esas prácticas (y las instituciones) a la formación y la reproducción de un orden que desbordaba con mucho las fábricas y los consejos de administración.

Cuando este tipo de análisis predominaba en Francia, en las décadas de 1960 y 1970, las clases sociales funcionaban como un explicandum y un explicans, a la vez aquello que hay que explicar y lo que explica lo que hay que explicar: las clases explican las conductas y las conciencias de clase que, a su vez, explican las clases. El influjo de esta representación era tan poderoso que las otras desigualdades quedaban en un segundo plano y terminaban incluso por desaparecer en beneficio exclusivo de la desigualdad que importaba, la desigualdad de clase. Los migrantes se veían menos como desarraigados discriminados que como trabajadores superexplotados; las desigualdades impuestas a las mujeres eran las de las trabajadoras y las esposas de trabajadores, y parecía darse por descontado que su igualdad pasaría solo por el trabajo.

En cierta medida, las clases sociales podían considerarse instituciones a las cuales se acoplaban representaciones de la sociedad, identidades y significaciones comunes. Suscitaban un orgullo en los individuos víctimas de las desigualdades, atribuían causas a las injusticias sufridas, escribían relatos colectivos, proponían utopías y memorias de combates. En el régimen de clases, las pruebas individuales estaban inscriptas en apuestas colectivas, en cierto sentido, anónimas.

Para que esas “instituciones imaginarias” funcionaran, se convirtieron en “realidades” por acción de las asociaciones, los sindicatos, los representantes locales electos, los suburbios con alcaldes “rojos” (como sucedía en la periferia parisina), los movimientos de educación popular, los movimientos deportivos, etc. En la Europa industrial, las desigualdades de clase se cristalizaban en mundos sociales dominados y explotados, pero mundos que ofrecían a los individuos dignidad y capacidades de resistencia.

De los explotados a los inútiles

La cuestión no es saber si hay clases sociales. Sigue habiéndolas, sobre todo clases dirigentes que tienen una fuerte conciencia de sí mismas, de sus intereses y de su identificación con las “leyes” de la economía liberal. Lo que se nos plantea es saber si el régimen de clases sigue estructurando las desigualdades sociales y si enmarca las representaciones e identidades de los actores.

La situación actual, paradójica, lo es más por el hecho de que se caracteriza a la vez por la profundización de las desigualdades y el declive del régimen de clases. En no pocos aspectos, esta coyuntura histórica no deja de recordar la de la primera mitad del siglo XIX, época en la que surgían nuevas desigualdades al tiempo que se agotaba la sociedad del Antiguo Régimen. La cuestión social era la del pauperismo y las clases peligrosas, pero no todavía la de la “clase” obrera.

El agotamiento del régimen de clases es una de las consecuencias de las mutaciones del capitalismo mundial. Las sociedades industriales capitalistas se habían formado dentro de sociedades nacionales (más exactamente, dentro de sociedades nacionalizadas, protegidas por fronteras y derechos aduaneros y dirigidas por Estados soberanos que imponían culturas nacionales), pero la globalización cambió las cosas. Las clases obreras europeas y estadounidenses están ahora sometidas a la competencia de los trabajadores de los países emergentes, peor pagos e igualmente calificados, mientras que las antiguas burguesías industriales se han convertido en potencias financieras. En vez de la idea de un proceso de globalización homogénea, puede preferirse la noción de “capitalismo inconexo”, uno caracterizado por la separación y la tensión entre las diferentes esferas de la actividad económica, los mercados financieros, la gobernabilidad de las empresas, los lugares de producción y el consumo.

Si bien la clase obrera nunca tuvo la unidad que se le atribuye, en gran medida el trabajo obrero se transformó con el sistema de producción justo a tiempo, las relaciones directas con los clientes, las tecnologías inteligentes y la multiplicación de los estatus, mientras que en sectores enteros, como la construcción y las obras públicas, aún predomina la movilización de la fuerza física. Poco a poco la producción industrial deja de lado el taylorismo en beneficio del lean management, pero los empleos de servicios, por su parte, están cada vez más taylorizados. En promedio, actualmente los empleados ganan menos que los obreros.

En las grandes empresas, la relación social industrial cambió de índole. Si en épocas pasadas el propietario también era el jefe, presente en su fábrica y su castillo, como los maestros de herrerías, hoy el jefe ya no es necesariamente el propietario. Cuando las empresas cierran, ya no es inusual que se embargue a los ejecutivos para que el propietario, a menudo un grupo financiero, se dé a conocer y se manifieste. Las “formas particulares de empleo” (designación eufemística para los contratos de duración determinada y los contratos de interinato) pasaron del 3,4% en 1983 al 10,5% en 1998 y al 12% en 2012. Con la uberización de las actividades aparecen trabajadores autónomos, dependientes de un solo cliente o de la plataforma que les envía clientes, y clientes conminados a juzgar la calidad del servicio prestado. Los cuentapropistas son más pobres y frágiles que los obreros. ¿Cómo situar a esos “independientes dependientes” en una estructura de clases?

En definitiva, se yuxtaponen varios sistemas productivos. Unos participan directamente en la globalización de los intercambios y el desarrollo de las tecnologías de punta, mientras que otros permanecen en mercados nacionales y nichos locales. Una parte de los trabajadores, importante en Francia, se desempeñan en los servicios públicos, donde, si bien están protegidos, sufren como los demás las nuevas formas de gerenciamiento. El personal de salud de los hospitales públicos está bajo ese control, tal como sucede con los obreros, pero no enriquece a nadie.

Por último, una parte creciente de la población se enfrenta al desempleo, la precariedad del trabajo ocasional y el trabajo en negro, cuando no está por completo excluida.[11] Hoy en día, los más pobres son “sin clase” o underclass. No son tanto explotados como relegados, “inútiles”.

La salida del régimen de clases

Incluso si se piensa que las clases siguen existiendo, el sistema de clases estalla. La misma clase social se difracta en una serie de mercados económicos y mercados laborales. La vieja división entre los obreros no calificados y los obreros profesionales es sustituida por un estallido de las calificaciones y los estatus: lo que constituía la unidad de la clase obrera parece cada vez más incierto.

No mucho tiempo atrás, los sociólogos buscaban las desigualdades “detrás” de las clases sociales; en cambio, ahora algunos de ellos buscan las clases sociales, principios de unidad, “detrás” de las desigualdades. Así como antes hablábamos de clases sociales, estructura, explotación y estratificación funcional, hoy en día hablamos de desigualdades, en plural. Los trabajos sobre las desigualdades han tenido un crecimiento explosivo en Francia y todos los demás países.[12] Se han multiplicado porque las antiguas clases sociales ya no pueden definirse por la sumatoria más o menos estable de desigualdades. Se puede ser obrero y haber estudiado hasta pasados los 20 años, ser el compañero de una empleada, vivir y consumir como las clases medias, o bien provenir de un país pobre, tener un empleo agotador y precario, residir en un barrio de “viviendas sociales” de los suburbios o vivir en un barrio considerado como un “gueto”.

Esta dispersión de las condiciones de vida se acentúa debido a lo que Olivier Galland designa “desestandarización de las trayectorias”. La trayectoria típica –estudios, trabajo, matrimonio, trabajo, jubilación– sufre en gran medida un cambio radical a causa del largo período de espera hasta conseguir un empleo estable, las idas y vueltas entre el empleo, el desempleo y los estudios, la formación tardía de la pareja, las separaciones, los nuevos matrimonios y las familias ensambladas, las largas jubilaciones y la prolongada vejez. Ahora bien, todas esas trayectorias biográficas son factores considerables de desigualdad; para convencerse, basta con ver la proporción de familias monoparentales entre los pobres.

El estallido del régimen de clases abre el espacio de las desigualdades a la multiplicación de los grupos; de estos, ninguno puede definirse verdaderamente como una clase social. A la dualidad de proletarios y capitalistas y la tripartición de las clases altas, medias y bajas, se han sumado nuevos grupos: los ejecutivos y los creativos,[13] los cosmopolitas móviles y los locales inmóviles, los incluidos y los excluidos, los estables y los precarizados, los urbanos y los rurales, las clases populares y la underclass, etc. A esas dicotomías, definidas más a menudo por la relación con el cambio que por una posición jerárquica, conviene sumar la distinción cada vez más predominante entre los nacionales y los migrantes, los mayoritarios y los minoritarios, las edades y las generaciones, los hombres y las mujeres.

Ahora bien, todas estas distinciones afectan directamente el régimen de clases sociales. Por ejemplo, los trabajadores inmigrantes con vocación de ser trabajadores “como los demás” son gradualmente percibidos como minorías. Cuantas más minorías hay en las sociedades (o, en todo caso, cuanto más se ven), más restrictivas y reservadas a los semejantes son las solidaridades y más fuertes parecerían ser las desigualdades sociales.[14]

Clases populares, en plural

El tema de la sociedad de consumo parece haber pasado de moda. Sin embargo, pese a que el consumo masivo, como tal, no ha reducido las desigualdades, sí ha afectado profundamente las barreras entre las clases. Para valerme de las palabras de Edmond Goblot, los “niveles” han sucedido a las “barreras”. Antes unos estaban privados de los bienes de los cuales otros disponían –automóviles, electrodomésticos, televisores, vacaciones–; en cambio, desde los años sesenta todos o casi todos acceden a ellos.

Esto no engendra una vasta clase media informe y homogénea, porque una jerarquía fina de niveles de consumo sustituye a las viejas barreras de clase. Se distinguen menos los hogares con auto y los hogares sin auto que los tipos de auto, su precio y su categoría. Se distinguen menos quienes salen de vacaciones y quienes no salen que quienes acampan en sitios agrestes y quienes esquían o tienen una casa a orillas del mar.

Si bien esta gradación socava las barreras de clase y favorece la homogeneidad de los modos de vida, exacerba los procesos de distinción, cuando la posición social se expone sin cesar a través del consumo. Las clases altas buscan continuamente los signos de su distinción, mientras que las clases bajas tratan de apropiárselos. Así, como bien saben todos los “creativos” del negocio de la publicidad, lo que ayer era “distinguido” se torna “vulgar” hoy, no bien las categorías inferiores se lo apropian.

Con esos procesos, las desigualdades cambian de índole: ya no marcan una oposición entre “nosotros” y “ellos”, sino que se distribuyen a lo largo de una escala fina y sutil del prestigio asociado al consumo. Una escala que atraviesa las propias clases sociales, porque cada uno debe distinguirse tanto de su vecino como de los miembros de otra clase. Las clases populares, en plural, reemplazan a la clase obrera en singular.[15]

Se puede observar el mismo mecanismo en ámbitos a priori alejados del consumo. Si el mundo juvenil de las décadas de 1950 y 1960 estaba tenazmente escindido entre una juventud que trabajaba al final de los estudios obligatorios y una juventud que proseguía sus estudios en el lycée o la universidad, la masificación escolar trasladó las desigualdades al seno mismo de la escuela. Hoy en día, casi el 80% de los jóvenes de 20 años está escolarizado, pero las desigualdades oponen los establecimientos escolares, las especializaciones, las formaciones elegidas, las lenguas estudiadas: sin excepción, estos elementos disfrutan de un prestigio bien consolidado. Tal como en el consumo, la masificación puede exacerbar el sentimiento de desigualdad, porque uno no se compara con quienes están más alejados, sino con quienes están relativamente cerca.

Para retomar las palabras de Edgar Morin, constataremos que el consumo de masas desencadenó un “cracking cultural”. Donde había moléculas sociales integradas –las clases–, reveló una multitud de átomos cada vez más pequeños. En otros términos, el consumo multiplicó los públicos, sin que estos abarquen posiciones de clase: los jóvenes, los no tan jóvenes, los urbanos, los rurales, los aficionados al fútbol, los aficionados a la música, etc. Y dentro de esos públicos, en especial, se multiplican las tribus y subtribus en función de sus esparcimientos, sus gustos y sus estilos. Basta con observar a un grupo de estudiantes secundarios para calibrar la tiranía de las marcas y los looks, el peso del conformismo y la expansión de las tribus juveniles.[16] De igual manera, cuando las pantallas, las redes y los canales se multiplican, los públicos proliferan y, en gran medida, se individualizan, ya que cada cual compone su propio programa en afinidad con quienes le son cercanos.

Así, la teoría misma de la distinción cae en el descrédito. Si bien Bourdieu postuló que la escala de los gustos culturales era isomorfa con las jerarquías sociales, la sociología del consumo actual pone en evidencia lógicas “omnívoras”. Los individuos componen sus propios gustos con préstamos de los diversos registros de la cultura: a alguien pueden gustarle a la vez la ópera, el rap, el fútbol y los reality shows.[17] ¡Y lo chic que puede ser! Por eso, se busca una distinción respecto de una categoría social inferior, a la vez que se afirma una singularidad con respecto a la escala convencional de las distinciones.

Trastornos en la representación

Las clases existen y existirán mientras haya movimientos de clase, partidos de clase y electorados de clase. En la materia, las conductas individuales y las acciones colectivas nunca fueron tan claras como lo postulaba la teoría.

Sin embargo, incluso si se cree que los sindicatos son la expresión de intereses de clase, eso no exime de constatar (como es debido) que en la actualidad su base es sumamente reducida, a menudo replegada en el sector público, y que como, precisamente, sindicatos tienen peso porque la ley aún les asigna un papel importante. Hablan y actúan en nombre de trabajadores que por lo general no están sindicalizados o lo están dentro de empresas públicas y administraciones que les otorgan un gran papel en la gestión de las carreras, la organización del trabajo, el manejo del comité de empresa. Esta debilidad puede lamentarse, pero estamos lejos de una representación de clase, a excepción de las situaciones dramáticas de cierres de fábricas y planes de despidos masivos en que los sindicatos son la voz de asalariados desesperados.

Desde hace cincuenta años, las cuestiones expresadas por los nuevos movimientos sociales ocupan el espacio de las luchas y los debates públicos: las luchas de las mujeres, las reivindicaciones de los estudiantes, los motines de los jóvenes de los suburbios, los combates ecologistas, los movimientos antirracistas, las defensas de los derechos culturales e incluso las protestas de los grupos identitarios o tradicionalistas. Todas esas movilizaciones animan el debate público, imponen cuestiones políticas de suma importancia, suscitan la adhesión de grandes sectores de la opinión pública y no pocas aversiones.

Sin embargo, aun con la retórica de la “ampliación” de la lucha de clases, es difícil ver en ellos movimientos de clase. Sigue siendo grande la distancia entre los movimientos feministas y la condición de las obreras y empleadas, aun cuando estas estén dominadas a la vez como mujeres y como asalariadas poco calificadas. Familiarizados con un discurso de clase, los movimientos estudiantiles apenas ponen en entredicho el modo de selección escolar de las futuras clases dirigentes y parecen muy alejados de los principiantes y de los alumnos de los colegios técnicos y profesionales. Los ecologistas suelen ser hostiles a las instalaciones industriales que los obreros ven con buenos ojos, pero defienden a los osos que suscitan la hostilidad de los ganaderos. En síntesis, la convergencia de las luchas no está a la vuelta de la esquina.

Con aún más claridad, resulta difícil interpretar el voto como la expresión de una conciencia de clase. Las clases populares no solo votan menos, sino que ya no votan mayoritariamente a los partidos que proclaman representarlas. En materia de voto, la edad, el sexo, el nivel educativo y el lugar de residencia pesan más que la clase. Es cierto que los obreros y empleados tienen pocas probabilidades de sentirse representados: constituían el 20% de los diputados en 1946, el 2,6% en 2012 y el 4,6% en 2017, cuando son el 50% de la población. Incluso en los medios masivos, pese a ser más populares, solo un 15% de los personajes pueden identificarse con las clases populares.[18] Y aun así, a menudo se los ridiculiza.

Mientras el campo de las desigualdades se extiende, el régimen de clases se retrae y la palabra “clase” se convierte en un marcador político y nada más. Basta con que todas las desigualdades se atribuyan a una causa única, la globalización capitalista, las finanzas o el neoliberalismo, para que todo se convierta en un asunto de clases y de lucha de clases. Pero en ese caso, al estar en todas partes, las clases sociales terminan por no estar en lugar alguno.

[5] Louis Dumont, Homo hierarchicus. Essai sur le système des castes, París, Gallimard, 1966 [ed. cast.: Homo hierarchicus. Ensayo sobre el sistema de castas, Madrid, Aguilar, 1970], y Fanny Cosandey, Le rang. Préséances et hiérarchies dans la France d’Ancien Régime, París, Gallimard, 2016.

[6] Con este nombre se designa a aquellas normas de contenido racista sancionadas a partir de mediados del siglo XIX en los Estados Unidos y cuyo objetivo era segregar a las personas descendientes de africanos en espacios, locales o medios de transporte públicos.

[7] Philippe d’Iribarne, La logique de l’honneur. Gestion des entreprises et traditions nationales, París, Seuil, 1989.

[8] Los Estados Unidos escapan a esta tendencia en razón de una industrialización tardía, pero más aún porque, en una sociedad de inmigración, la tensión entre los grupos ya instalados y los recién llegados desplaza la brecha entre clases hacia las comunidades.

[9] François Dubet, Les places et les chances. Repenser la justice sociale, París, Seuil, col. “La République des idées”, 2010 [ed. cast.: Repensar la justicia social. Contra el mito de la igualdad de oportunidades, Buenos Aires, Siglo XXI, 2011].

[10] Robert Castel, Les métamorphoses de la question sociale. Une chronique du salariat, París, Fayard, 1995 [ed. cast.: Las metamorfosis de la cuestión social. Una crónica del salariado, Buenos Aires, Paidós, 1997].

[11] Robert Reich, L’économie mondialisée, París, Dunod, 1993 [ed. cast.: El trabajo de las naciones, Buenos Aires, Javier Vergara, 1993].

[12] Olivier Galland y Yannick Lemel, Sociologie des inégalités, París, Armand Colin, 2018, y Jan Pakulski y Malcolm Waters, The Death of Class, Londres, Sage, 1996.

[13] Luc Boltanski, Les cadres. La formation d’un groupe social, París, Minuit, 1982, y Richard L. Florida, The Rise of the Creative Class. Revisited, Nueva York, Basic Books, 2012 [ed. cast.: La clase creativa. La transformación de la cultura del trabajo y el ocio en el siglo XXI

La época de las pasiones tristes

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