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Autobiografía: realismo ficticio

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Es imposible presentar la totalidad de mi vida. No sólo no soy consciente de todo lo que ha pasado, de todo lo que soy; ni siquiera sé cómo organizar razonablemente aquello que conozco acerca de mí mismo. Por eso debo elegir, decidir que es relevante para el lector y organizar una historia que no es ficción, pero tampoco es realismo puro. Ese es el cometido de toda narrativa: escoger ciertos sucesos significativos y armar un argumento coherente; no los únicos sucesos significativos, no el único argumento coherente, sino sólo algunos de los tantos posibles.

Crecí en la Argentina de los ‘60 y empecé a entender el mundo en la de los ‘70. Dos experiencias me afectaron profundamente: la economía inflacionaria y la violencia política. Cuando los precios aumentan mensualmente entre un 20 y un 30%, pasan cosas extrañas en la sociedad. Las personas se vuelven sumamente hábiles para negociar la inestabilidad; especialmente si son argentinas (en Venezuela definen al ego como “ese pequeño argentino que todos llevamos adentro”). La sociedad argentina resultó un excelente ejemplo de una paradoja sistémica: comportamientos individuales coherentes y racionales son capaces de generar comportamientos sistémicos incoherentes e irracionales. La inteligencia personal puede perfectamente convertirse en estupidez colectiva. Ingenuamente uno piensa que cuando cada elemento del sistema hace lo mejor posible, el sistema funciona lo mejor posible. No es así.

Uno de los principios fundamentales de la teoría de sistemas es que para optimizar un sistema es necesario sub-optimizar los sub-sistemas y que, si uno intenta optimizar los sub-sistemas terminará sub-optimizando el sistema. Aunque parece un trabalenguas, esto es una intuición fundamental sobre el funcionamiento del mundo. Por ejemplo, consideremos una heladería y tomemos dos de sus sub-sistemas: el departamento de calidad y el departamento de costes. Si la heladería se vuelca hacia la optimización del primero, probablemente los ingredientes sean tan caros que la empresa pierda dinero (si mantiene sus precios) o mercado (si los aumenta proporcionalmente). Si la heladería se vuelca hacia la optimización del segundo, probablemente los ingredientes sean de tan baja calidad que la empresa pierda mercado (si mantiene sus precios) o dinero (si los reduce proporcionalmente). La optimización del sistema implica encontrar el mix de calidad y coste que permita maximizar la rentabilidad. Ese punto de equilibrio se halla, generalmente, en el medio: ni todo calidad ni todo costes.

El problema es que tanto la gente que trabaja en calidad como la gente que trabaja en costes está comprometida con su meta sectorial. Lo normal es apegarse al objetivo local y perder de vista el objetivo global del sistema. Esta dinámica, que se repite en casi todas las organizaciones humanas, se me presentó claramente desde mi más tierna infancia. En la economía inflacionaria argentina, era obvio que cada uno actuaba en forma individualmente racional, haciendo lo mejor que podía para sobrellevar la situación. Pero la racionalidad de la persona se convertía, trágicamente, en locura de la sociedad. Todos hacían “lo correcto” en forma personal, pero el sistema total era un desastre.

Por ejemplo, frente al aumento continuo de los precios, los vendedores generaban sus expectativas asumiendo la continuación de la tendencia alcista. Entonces, incrementaban sus precios en forma inmediata: “Para qué esperar, si ya sabemos que todo va a seguir aumentando; mejor nos adelantamos y subimos los precios ahora mismo, y así quedamos cubiertos”. Los consumidores, que esperaban que los precios aumentaran aún más en el futuro, se apuraban a comprar, aunque fuera carísimo. Estas compras validaban las expectativas de todo el mundo sobre la inflación creciente. La profecía autocumplida se enquistaba cada vez más en la economía del país y en la mente de las personas (Por supuesto, este círculo vicioso tiene “patas cortas” cuando el Banco Central no lo convalida mediante la expansión del dinero y el crédito. Pero “parar la imprenta” en medio de expectativas inflacionarias generalizadas tiene un tremendo efecto recesivo, efecto que puede ser mucho peor que la inflación que pretendía contrarrestar).

Esta brecha entre inteligencia individual e inteligencia sistémica me afectó profundamente y se convirtió en uno de los temas recurrentes a lo largo de mi vida. Más adelante, al trabajar con grandes corporaciones, descubrí que la paradoja de la racionalidad individual y la irracionalidad sistémica es una de las fuentes principales de pérdidas y despilfarro en las organizaciones. Hay una frase de Dilbert (un famoso personaje de historietas que satiriza ferozmente al mundo corporativo) que asegura que “para calcular el coeficiente intelectual (CI) de un equipo de trabajo, es necesario empezar por el participante con el CI más bajo y restarle 10 puntos por cada miembro del grupo”.

El segundo de los principios de la termodinámica sostiene que el universo decae a lo largo del tiempo. La energía se va dispersando y la desorganización crece. El fenómeno se llama “entropía”. La entropía, desgraciadamente, también parece ser el principio operativo de la dinámica de la mayoría de los grupos de trabajo. En vez de crear sinergia, los participantes terminan bloqueándose entre sí. Hasta 1978, la Argentina era famosa en el mundo futbolístico por tener una altísima proporción de estrellas (jugadores de alto desempeño) pero ser incapaz de ganar un campeonato mundial (equipos de bajo desempeño). Esta diferencia entre el rendimiento personal y el rendimiento sistémico siempre me ha fascinado. Me parece sumamente lamentable, casi trágico, que la increíble potencia del ser humano se vea tan recurrentemente dilapidada por estructuras colectivas que impiden que cada uno dé lo mejor de sí. Uno de los objetivos centrales de mi trabajo es proponer estructuras de pensamiento, comportamiento e interacción que potencien (en vez de debilitar) la energía de las personas que componen las organizaciones.

El desperdicio de recursos y energía no ocurre sólo en el plano material; el apego de las personas a su posición (apego que parece ser egoístamente racional), es también la fuente principal del conflicto interpersonal y finalmente del sufrimiento personal. Una de las extrañas coincidencias de mi vida fue el descubrimiento de “las cuatro nobles verdades” del budismo, al mismo tiempo que los problemas de la miopía sistémica.

De acuerdo con la filosofía budista, estas cuatro verdades fueron el contenido de la primera enseñanza de Buda después de su iluminación. La primera verdad, dukkha, afirma que la vida normal del ser humano (y sus organizaciones), está plagada de sufrimiento e insatisfacción (a lo que podemos agregar ineficiencia y despilfarro de recursos). La segunda verdad, samudaya, sostiene que hay una causa o fuente concreta de la cual proviene ese sufrimiento. Las dificultades no son aleatorias, sino consecuencia de ciertos patrones de pensamiento y comportamiento: la ignorancia, el apego, la codicia y el apetito insaciable por satisfacer los deseos del ego. La tercera verdad, nirodha, indica la posibilidad de investigar y extinguir la causa de estas irritaciones. Es posible transformar radicalmente el sistema y eliminar los efectos negativos. La cuarta verdad, marga, implica que hay un camino o forma para alcanzar ese objetivo. Es posible desarrollar una nueva forma de pensar, sentir y actuar que permita al ser humano encontrar felicidad y seguridad, en un mundo donde las únicas constantes son el cambio y la impermanencia.

Gran parte de mi vida ha sido dedicada a transitar este camino, y a invitar a otros a acompañarme. La experiencia temprana del desquicio inflacionario me llevó, muchos años más tarde, a buscar modos de mejorar la efectividad y la calidad de vida de los hombres y las mujeres de empresa. Tal vez parezca un delirio grandioso o ingenuo, pero mi sueño es hacer de este libro una suerte de invitación a tomar conciencia, adquirir cierta sabiduría y trascender las causas de la ineficiencia, el conflicto y el sufrimiento.

***

Me tocó ser adolescente en los años más negros de la Argentina. La escalada de violencia entre la subversión y las Fuerzas Armadas desembocó en la “guerra sucia”. Esa mini-guerra civil fue brutal. Cada uno de los contendientes tenía como objetivo eliminar al otro. El propósito era erradicar definitivamente a quien no compartiera su ideología; eliminar las diferencias haciendo “desaparecer” a los diferentes. Cada lado reclamaba para sí el derecho moral del bien, de la verdad, de los valores supremos de la sociedad y la patria. Cada lado caracterizaba al otro como lo inmoral, el mal, la mentira, el vicio, el extremo degenerado, dispuesto a destruir los verdaderos valores de la Argentina. Esta antinomia validaba todo: bombas que mataban ciegamente, atentados contra familias, campos de concentración, torturas, asesinatos, robo de bebés. No había restricciones. Como en muchas guerras, a pesar de sus oposiciones superficiales, los dos lados tenían perspectivas bastante similares: “Esta es una batalla sin cuartel del bien (nosotros) contra el mal (ellos) y, en esta gesta histórica, todos los recursos son válidos”.

“El fin justifica los medios”. Esa frase demoníaca es un tobogán hacia el infierno. Cuando todo vale, desaparecen los valores. La integridad subordinada al éxito es una contradicción en sus propios términos: o la ética prima sobre la pragmática, o no es ética.

“Desaparecer” a alguien (“chuparlo”, como se decía en la jerga) es el summum de la falta de respeto, la antípoda de la aceptación del otro como legítimo otro. Exterminar la diferencia requiere desconocer el derecho fundamental del otro a existir; desconocer el respeto que merece incluso aquello que no se ajusta a mi cosmovisión. En la Argentina tuvimos la (desgraciada) oportunidad de apreciar las consecuencias últimas de este proceso deshumanizante. Hubo vencedores y hubo vencidos, pero todos resultamos victimizados en el proceso. Víctimas, observadores, aun aquellos que luego fueron juzgados como perpetradores, todos quedamos manchados por esta guerra sucia. Yo también.

Aún tengo pesadillas. Recuerdo que una de las paradas del autobús que tomaba para ir al colegio secundario estaba frente a la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada. Años después, me enteré horrorizado de que en el sótano de ese edificio funcionaba un campo de concentración y tortura. Todavía no puedo creer que pasé por ahí todos los días sin sospechar nada. Aunque “no hice nada malo” siento una especie de culpa. Por conversaciones que he tenido con managers alemanes que pasaron su adolescencia en el horror hitleriano, mi historia es habitual entre aquellos que vivieron en sistemas represivos. Nadie puede mantenerse al margen del karma (palabra en sánscrito que significa “inercia” o “consecuencia de acciones previas”) colectivo.

Vivir la consecuencia máxima de la falta de respeto me sensibilizó en alto grado. Al igual que muchos grupos democráticos que repudiaron la violencia de la guerra sucia, adopté el lema “Nunca más”.

Me comprometí apasionadamente con encontrar formas de interacción que honraran el valor intrínseco de todos los seres. Uno de mis intereses permanentes fue (y es) desarrollar modos de pensamiento y relación que nos permitan coexistir pacífica y hasta sinérgicamente, a pesar de (o más bien, gracias a) nuestras diferencias. Este interés ha sido otro de los hilos conductores de mi vida; no sólo como tarea ética, sino también como actividad de consultoría empresaria.

Al iniciar mi trabajo con compañías norteamericanas descubrí que, aunque en forma atenuada, las semillas de la “guerra sucia” están en el corazón de toda persona. A casi nadie se le ocurre eliminar a sus rivales físicamente, pero casi todos tienen el secreto deseo de eliminar las diferencias; como dice el refrán: o cambiamos a la gente (su forma de pensar) o cambiamos a la gente (quitándola del medio). Esta tendencia es parte de la condición humana, por lo que es imposible erradicarla mediante guerras externas. La única forma de trascenderla es mediante una toma de conciencia y el compromiso con el respeto por el otro. Como dice Alexander Solzhenitsyn, el gran denunciante de los horrores de la Rusia stalinista:

“[Qué fácil sería] si sólo existiera gente malvada allí afuera, cometiendo insidiosamente actos malvados, y si sólo fuera necesario separarlos del resto de nosotros y destruirlos. Pero la línea que separa el bien del mal corta el corazón de cada ser humano, y ¿quién de nosotros está dispuesto a destruir una parte de su propio corazón?”.

La solución no pasa por destruir nada. El problema no está en la naturaleza del corazón, sino en la inmadurez de la conciencia que lo contiene. El deseo de destruir las diferencias nace del miedo atávico e instintivo a ser destruido por ellas. Cuando la persona alcanza un cierto nivel de evolución y se da cuenta de que su seguridad y autoestima no dependen de “poseer la única verdad”, este pánico instintivo a la diferencia queda sobreseído por la aceptación respetuosa –y la bienvenida jubilosa– de la pluralidad.

La paradoja es que las diferencias son potenciales fuentes de problemas o de oportunidades. Cuando se las sabe utilizar, se vuelven un recurso muy poderoso. Por ejemplo, el arquitecto necesita al ingeniero para hacer los cálculos de estructura, y el ingeniero necesita al arquitecto para crear un edificio funcional y bello. Pero cuando la gente no sabe cómo combinar sus diferencias en aras de un proyecto común, las diferencias se vuelven un escollo. Por ejemplo, el arquitecto acusa al ingeniero de ser un esquemático que limita su creatividad, y el ingeniero acusa al arquitecto de ser un delirante que se lo pasa pergeñando quimeras imposibles de construir.

***

Cuando llegó el momento de elegir una carrera universitaria, me incliné por la economía. Siempre tuve gustos eclécticos –me cuesta decidir, dirían mis críticos– y pensé que las ciencias económicas me permitirían combinar mi interés por las ciencias exactas (matemática, estadística, análisis de sistemas), con mi entusiasmo por las ciencias humanas (psicología, historia, sociología).

Durante cinco años asistí a las clases, leí los libros, hice los ejercicios y aprobé los exámenes; consecuentemente, recibí mi título. Aprendí que la vida es una maximización sujeta a restricciones, que la escasez demanda la aplicación racional de recursos y que los sistemas económicos son agrupamientos de agentes individuales que operan en interés propio para satisfacer sus deseos y necesidades. Lo que no aprendí fue por qué la economía argentina era tan desastrosa.

Siempre había querido ser profesor, participar del mundo académico de la investigación y la enseñanza. Como ya no podía quedarme en la facultad como alumno, me postulé a la docencia. Me aceptaron como adjunto de la cátedra Crecimiento Económico. Hay una frase que dice que “quienes saben, hacen; quienes no saben (o saben sólo en forma teórica), enseñan”. Nunca tan apropiada como en mi caso. En mis clases me encontraba repitiendo las teorías que había aprendido, pero seguía sin ver cómo esas teorías podían ayudar a los seres humanos a vivir mejor.

Decidí entonces continuar mis estudios. Mi esperanza era encontrar algún secreto que sólo se les revelaba a quienes hicieran el doctorado en los Estados Unidos. Partí hacia la Universidad de California, Berkeley. Allí, después de tomar un curso sobre desarrollo económico, me di cuenta de que el mundo real era demasiado desordenado para mí. Abandoné toda esperanza de comprender a las personas de carne y hueso y decidí dedicarme de lleno a la economía matemática. Esta teoría es tan abstracta que tiene muy poco que ver con lo que la gente llama “economía”, pero su gran ventaja es que uno puede hacer supuestos ordenados y derivar resultados con gran elegancia lógica. El problema es que al hacer estos supuestos, uno borra el 99% de lo que hace humano al ser humano. Prácticamente, se ocupa de estudiar robots u ordenadores que deciden en forma lógica. Así es como desaparecen las contradicciones propias de la realidad; así es como desaparece también la riqueza de la realidad.

Esta forma de enfrentar la vida está reflejada en un famoso chiste de economistas: tres náufragos –un físico, un químico y un economista– se encuentran en una isla. A su alrededor yacen cientos de latas de atún, pero nada que sirva para abrirlas. Hambrientos, los tres discuten cómo proceder. El físico propone: “Si tomamos una piedra y golpeamos el envase en el ángulo correcto, se abrirá”. El químico argumenta: “Eso llevara mucho tiempo y esfuerzo. Si ponemos los envases en el agua salada, el metal se oxidara y podremos abrirlos fácilmente”. El economista concluye: ¿Para qué hacer tanto lío? Supongamos que tenemos un abrelatas y se acabó el problema”.

El supuesto de racionalidad es tan crítico como inflexible en economía. Usando un término técnico, los modelos no son robustos con respecto a él. Eso quiere decir que si uno relaja el supuesto aunque sea un poquito –la gente es irracional alguna que otra vez– la mayoría de los modelos pierden todo poder de predicción. En esas condiciones es prácticamente imposible obtener resultados significativos. Por eso, los economistas matemáticos han desarrollado una técnica infalible para “ordenar” un mundo donde los seres humanos no se comportan en forma racional: “Supongamos que los agentes económicos son racionales”.

Durante años adopté esa idea y dediqué todos mis esfuerzos a derivar estrategias óptimas para maximizar la utilidad. Aprendí a evaluar riesgos, costes y beneficios, y a tomar decisiones inteligentes. Pero, al final, me encontré en una situación que destruyó completamente mi fe en la racionalidad humana: me enamoré y me casé.

Aún hoy recuerdo la conversación telefónica que tuve con mi padre: “Papá, me voy a casar”, le dije. “¿Estás loco?”, me preguntó. “Absolutamente”, le contesté, “hace falta estar loco para casarse”. Si uno se pone a hacer las cuentas, el coeficiente de riesgo/beneficio no cierra de ninguna manera. Es imposible casarse racionalmente; en especial con la evidencia estadística de los Estados Unidos, donde más del 50% de los matrimonios termina en divorcio (Aun así, más del 75% de estos divorciados vuelven a casarse. No sólo no somos racionales sino que no aprendemos... ¡ni escarmentamos!).

Después de mi boda, me resultaba imposible seguir creyendo en las teorías que estaba estudiando. Si yo, que había pasado siete años trabajando en teoría de la decisión, no podía aplicar las herramientas matemáticas a la decisión más importante de mi vida, ¿qué les quedaba a los pobres diablos que ni siquiera podían resolver un sistema de ecuaciones diferenciales u operar algebraicamente en espacios matriciales? Entré entonces en una etapa de crisis y cuestionamiento: ¿para qué servía lo que estaba estudiando?

Aunque no le pude contestar esta pregunta a la sociedad, encontré una respuesta personal sumamente pragmática (aunque tal vez un tanto cínica): ser doctor en economía matemática me serviría para conseguir trabajo como profesor universitario. Esto podría satisfacer mis necesidades materiales, pero no mis aspiraciones intelectuales y espirituales. Decidí entonces complementar mis estudios con cursos de filosofía. Seguía interesado en entender el pensamiento y el comportamiento de los seres humanos. Pero ya no creía que las teorías económicas fueran el vehículo más fructífero para ello.

Por suerte, Berkeley tenía un estupendo departamento de filosofía y ciencias cognitivas. Encontré allí profesores brillantes que me abrieron nuevos horizontes: filosofía del lenguaje, filosofía de la mente, metafísica, ética, existencialismo, hermenéutica. Temas fascinantes que ocuparon mis últimos años del doctorado. Paradójicamente, estos estudios filosóficos me resultaron muchísimo más prácticos y aplicables que los modelos matemáticos. Por fin comencé a entender cómo organizan los seres humanos sus percepciones, construyen una imagen del mundo y actúan en consecuencia. Más aún: mediante el estudio del lenguaje empecé a comprender cómo la subjetividad se convierte en inter-subjetividad; cómo el “yo” se encuentra con el “tú” y entre los dos aparece el “nosotros”.

¿Cómo es que un grupo de personas desarrolla una interpretación común de la situación en la que se encuentran? ¿Cómo es que la racionalidad individual puede ser integrada y trascendida en una racionalidad sistémica? ¿Qué papel juegan las emociones en la inteligencia? ¿Qué hace que ciertos grupos funcionen con excelencia mientras que otros son un desastre? Estas eran las preguntas que me abrasaban. Pero no son las que le toca investigar a un profesor de economía teórica. Por eso, cuando me aprobaron la tesis y me dieron el título de PhD, salí a buscar trabajo en escuelas de negocios. Lo que nunca me hubiera imaginado es que había una rama de los negocios que lidiaba directamente con todos estos problemas filosóficos: la contabilidad.

Conseguí una posicion en la Sloan Business School, del Massachusetts Institute of Technology (MIT). “Tenemos las más altas recomendaciones suyas”, me dijo el decano, “pero no tenemos puestos en el área de economía. Lo que le podemos ofrecer es trabajo como profesor de contabilidad gerencial y sistemas de información”. “¡Pero yo de eso no sé nada!”, me alarmé. “Estamos dispuestos a darle tiempo para aprender”, me contestó el decano, “nuestra oferta es darle un primer año sabático para aprender lo que necesite en esa área”. “Pero si no enseño, ¿cuánto me van a pagar?” (aunque me gustaba la filosofía no me olvidaba de la economía). “Lo mismo que a los demás profesores de contabilidad y finanzas, exactamente el doble de lo que ganaba como profesor en una escuela de economía”. En ese momento oí la áspera voz de Marlon Brando cuando en El padrino dice: I’ll make you an offer you can’t refuse” (“Te haré una oferta que no puedes rechazar”), y sin más, acepté. “Por ese dinero”, dije medio en broma y medio en serio, “estoy dispuesto a enseñar física nuclear!”.

Durante el primer año me dediqué a hacer un mini-MBA (master en administración de empresas). Asistí como oyente a todas las clases fundamentales. Descubrí así dos cosas: 1) las teorías de la administración son mucho más fáciles que las teorías de la economía matemática, 2) la aplicación de estas teorías a la realidad de la empresa es tan difícil como la aplicación práctica de la economía matemática. Los problemas de la empresa no persisten porque los managers desconozcan la teoría de la administración (cientos de escuelas de negocios, seminarios, consultores y libros se ocupan de mantenerlos a todos perfectamente informados), sino porque esas herramientas teóricas por sí solas no bastan para resolver nada.

Como cualquier otro instrumento, estas herramientas necesitan un usuario capaz de aplicarlas de manera efectiva; un ser humano consciente, que pueda ajustar las ideas generales y abstractas a la situación particular y concreta que enfrenta. El desarrollo de este usuario no es una actividad especulativa o intelectual. Para convertirse en el tipo de persona capaz de operar y liderar de manera efectiva en el mundo de los negocios, uno debe someterse a una disciplina rigurosa, entrenarse como un atleta olímpico o un músico profesional.

Si se observa la actividad de un equipo deportivo o una orquesta, puede verse que destinan el 99% del tiempo a la práctica y sólo el 1% es tiempo de ejecución. El virtuosismo “natural” demostrado en la competencia o el concierto es cualquier cosa menos natural; ha sido construido minuciosamente durante interminables horas de ensayo. Como dijo un famoso músico; cuanto más practico en privado, más “talentoso” me vuelvo en público. Sin embargo, esta proporción se invierte en el mundo de la empresa: el 99% del tiempo (por lo menos) está ocupado por la ejecución, y (con suerte) el 1% queda para la práctica. No es nada sorprendente que el rendimiento de las personas, los equipos y las organizaciones sea tan inferior a su potencial.

Mi desencanto con el manejo de herramientas coincidió con mi encanto con el perfeccionamiento de usuarios. A partir de ese momento, dediqué todas mis energías a la transformación personal y a su manifestación en el management y la actividad empresaria.

Justo en el momento de mi llegada al MIT, Peter Senge acababa de publicar su best-seller La quinta disciplina. Mi admiración por su trabajo me llevó a buscarlo. Nuestra reunión fue un caso típico de amor a primera vista. Inmediatamente descubrimos ideas, intereses, objetivos y valores compartidos. Así comenzó una larga asociación que llega hasta el presente. Peter me invitó a colaborar en el Centro de Aprendizaje Organizacional, un consorcio entre la universidad y empresas, dedicado a la investigación y aplicación de nuevos modelos de liderazgo. Acepté, y me convertí en uno de sus investigadores senior. Allí desarrollé una serie de seminarios que luego co-lideré con Peter para las organizaciones afiliadas. Fue una época exultante. Pero todo tiene su lado oscuro.

Mi entusiasmo por el pensamiento sistémico, la comunicación y el liderazgo se equilibraba con mi desinterés por las clases tradicionales de contabilidad. Mi materia se fue convirtiendo en lo que el centro de estudiantes denominó “el curso de contabilidad más raro del universo”. A partir de mis ideas filosóficas, me resultaba imposible enseñar que la contabilidad “refleja objetivamente” la “verdad externa”. Hace más de 200 años Kant probó definitivamente que lo que llamamos “percepción objetiva” está condicionada por nuestras categorías cognitivas. Después de leer sus argumentos demoledores contra el realismo ingenuo, nadie puede sostener seriamente que la información contable sea independiente del método utilizado para producirla.

Por eso, mi clase no era convencional. En vez de estudiar la contabilidad como una fotografía, la presentaba como una obra de arte, o como un mapa. Todo mapa es una simplificación operativa del territorio, destinada a apoyar las decisiones del navegante. Por eso, antes de dibujar cualquier mapa es crucial preguntar para qué será usado; un mapa hidrográfico es totalmente distinto de uno topográfico, aunque los dos se refieran al mismo territorio. De la misma manera, un sistema de costes para la valuación de existencias dará resultados totalmente distintos de los de un sistema de costes para análisis de rentabilidad, aunque ambos se refieran a los mismos productos. Lo principal es romper la ilusión de “verdad” y entender que el sistema contable es una herramienta interpretativa y no un espejo objetivo de la realidad.

Hay una anécdota de Picasso que pone en evidencia la naturaleza interpretativa de toda “representación”. Un hombre le encargó un retrato de su esposa. Día tras día el artista trabajó con la modelo en su taller. Finalmente, llamó a su cliente para mostrarle la obra terminada. Picasso descubrió la tela, y presentó su versión cubista de la mujer. El hombre, indignado, protestó: “¡Qué es esto! ¡Esta figura no se parece en nada a mi esposa!”. Sacó una foto de su cartera y poniéndola delante de las narices de Picasso exclamó: “¡Aquí está! ¡Así es mi mujer!”. Picasso tomó la foto y con gesto extrañado comentó: “¿Así es su mujer? ¡Qué pequeñita!”.

Toda representación es interpretación, y para tener sentido depende de códigos generalmente implícitos. De hecho, el verbo en inglés make sense (hacer sentido) es sumamente apropiado, ya que el significado de la imagen no es algo “tenido” por la imagen, sino “hecho” por el observador. Esto se aplica por igual al arte, a las ciencias naturales y a la contabilidad. Cada disciplina genera una serie de convenciones que sus participantes usan para plasmar y comunicar sus ideas. Estas convenciones se manifiestan claramente en la cocina, pero al igual que en La fiesta de Babette, la mayoría de los empresarios consumen la información contable en el comedor. Ven los números en una hoja de papel o en una pantalla de ordenador y creen que “si así está escrito, así debe ser”.

Los números esconden la metodología que los subyace. Muy pocas personas pasan a la cocina para comprender tanto su mecanismo de elaboración como los supuestos, a veces descabellados, que se esconden en su seno (Imagino un restaurante con un comedor finamente decorado, pero con una cocina llena de mugre e insectos). Por eso, los reportes adquieren una plus-realía (valor de realidad mayor al que se merecen). Cuando no comprendemos de dónde vienen las cosas, tendemos a verlas como productos y no como consecuencias de procesos. Esto nos lleva a aferrarnos a una perspectiva superficial que impide la comprensión y la comunicación efectiva.

Esta misma intuición es la que llevó a Deming a desarrollar su filosofía de la calidad total. Su argumento fue que, en vez de ver al error como una “cosa a arreglar”, es mucho más positivo interpretarlo como “consecuencia de un proceso fuera de control”. Por eso, en vez de tratar de resolver el defecto, se deben investigar sus fuentes para corregir el mecanismo que lo generó. Así, no sólo se arregla el defecto particular, sino que se mejora el rendimiento general del sistema. Para aprender de los errores es necesario pasar del comedor a la cocina. Cuando uno se siente cómodo recorriendo ese camino, entiende por qué los japoneses afirman que “un defecto es un tesoro”.

En mi clase distinguía dos tipos de contabilidad: la externa y la interna. La primera se ocupa de los informes, enfatiza la técnica y el detalle. La segunda se ocupa de los pensamientos, enfatiza la cognición y el comportamiento. La contabilidad externa (de los ojos para afuera) es necesaria, pero la interna (de los ojos para adentro) es fundamental. Así como los maestros zen preguntan “¿Cuál es el sonido de un árbol que cae en el bosque donde nadie puede oírlo?”, yo preguntaba “¿Cuál es el impacto de un informe contable que cae en un cajón donde nadie puede (o quiere) leerlo?”. Para tener efecto, toda información necesita ser digerida por la conciencia de un individuo. Más aún: los distintos individuos de la organización deben encontrar una interpretación colectiva que integre las interpretaciones individuales.

Para operar en forma armónica, los miembros de una empresa deben acordar objetivos comunes (la misión y visión colectivas) y realidades comunes (la lectura de la situación). Esta realidad común se construye mediante el proceso de comunicación. La comunicación efectiva se basa en información fáctica que legitima las interpretaciones. La contabilidad es, a mi entender, una actividad lingüística que genera soportes interpretativos para estructurar realidades comunes, compararlas con la visión y definir acciones en consecuencia.

Durante esta etapa de mi carrera, la Chrysler me pidió que dictase un seminario. Uno de los ejecutivos que participó era el director del proyecto de aplicación de Activity Based Costing (abc). Esta metodología calcula los costes en forma más razonable que la tradicional: aplica costes indirectos en base a la utilización de los recursos generales en la elaboración de un producto, en vez de calcularlos simplemente en base al contenido de trabajo directo. El ejecutivo se acercó a mí, ya que su situación era exactamente la que había descrito en mi charla: técnicamente, el sistema era una maravilla; prácticamente, un fracaso. El problema era que la gente no usaba la información para mejorar sus operaciones (Y, por supuesto, los resultados no iban a cambiar en tanto las personas no cambiaran su comportamiento). Los managers operativos sospechaban que esa metodología no era más que otro intento de los contadores por controlarlos, y se hallaban en pie de guerra.

El director de Chrysler tenía otro problema muy corriente entre managers que vienen de Áreas “duras” como la ingeniería, la computación, la contabilidad o las finanzas. Durante toda su carrera (incluyendo sus estudios universitarios) su foco principal había sido la disciplina técnica. Sus éxitos y promociones estaban basados en la excelencia demostrada en el desempeño de su función. Pero al ir subiendo de cargo, cada vez tenía menos contacto directo con su profesión y más necesidad de liderar a sus subordinados, que eran quienes realmente manejaban la operación. Esto le resultaba desquiciante, ya que nunca se había preparado para dirigir gente que supiera más que él. Su creencia, basada en ideas del siglo pasado, era que “el jefe es el que más sabe, el mejor operador del equipo”. Y no es así. Hoy es frecuente que hasta la más novata de las secretarias maneje el procesador de textos mejor que su jefe.

El primer ítem de nuestra agenda de trabajo fue entonces la redefinición de su papel como líder. En un equipo excelente, cada persona es la más capaz para hacer lo que hace. Por eso, el micro-management (control detallista) no funciona. El líder necesita aprender que su poder de apalancamiento depende mucho más de su humildad y capacidad para apoyar a sus colaboradores, que de su pericia técnica. Sus competencias básicas son la delegación y el empowerment, la defensa de la visión y el comportamiento coherente con los valores.

Chrysler fue mi primer proyecto de aplicación. Durante los tres años siguientes trabajé con el equipo de abc y con el vicepresidente de finanzas para cerrar el circuito y convertir la información en acción efectiva. Para eso, fue necesario que los contadores abandonaran su rigidez du role y se comprometieran con el mundo de la operación. Una vez que aprendieron el lenguaje de sus clientes, pudieron dialogar de manera efectiva, explicar el funcionamiento del sistema, corregir aquellas cosas que creaban animosidad y transformarse en verdaderos agentes de cambio.

El proyecto de Chrysler me convenció totalmente del papel fundamental del lenguaje en la coordinación efectiva de acciones. No sólo porque permite pasar de la subjetividad (ideas en mi mente) a la intersubjetividad (ideas compartidas), sino porque afecta directamente la capacidad de tener ideas. Hasta que los managers de las plantas automotrices adquirieron el lenguaje de abc, las planillas que recibían les resultaban incomprensibles, carentes de significado y, por lo tanto, invisibles.

No hablamos de aquello que vemos, sino que sólo vemos aquello de lo que podemos hablar.

El lenguaje es un filtro que permite la aparición de ciertas realidades e impide la experiencia de otras. Al igual que el sistema nervioso, el lenguaje “vibra” sólo en cierta frecuencia. Lo que cae fuera de ese rango de longitud de onda, no existe. Por ejemplo, no podemos ver radiaciones infrarrojas ni oír ultrasonidos. De la misma forma, antes de la aparición del lenguaje del control de procesos estadísticos (SPC), nadie podía observar que una línea de montaje estaba “fuera de control”. Esta observación sólo emerge una vez que existe la distinción semántica control/fuera-de-control. Para existir como posibilidad, el análisis estadístico de procesos requiere de un sistema de distinciones (un lenguaje) que lo soporte.

Aunque estas ideas me parecían vitales, a mis colegas más tradicionales les resultaban altamente sospechosas. Si bien los estudiantes me eligieron como “profesor del año” de Sloan y del MIT como un todo, mis colegas me etiquetaron como el “raro del año”. Con mi asociación al grupo de pensamiento sistémico, mi trabajo enfocado hacia la práctica empresaria y mi desinterés por la contabilidad ortodoxa, las tensiones fueron creciendo.

Hicieron eclosión después de iniciar programas de liderazgo para ejecutivos de EDS, General Motors, Chrysler, Shell y otras corporaciones asociadas al Organizational Learning Center del MIT. La experiencia fue tan extraordinaria que le expresé al decano mi deseo de dedicarme enteramente a eso. Su respuesta aún resuena en mis oídos: “Necesitamos que dictes el curso de contabilidad. Además, no es una buena idea para un profesor joven concentrarse en temas revolucionarios. Tómate unos años (diez, más o menos) para establecer tu reputación ampliando alguna de las teorías ya aceptadas y conseguir tenure (un cargo vitalicio de profesor titular). Entonces sí podrás arriesgarte a ser revolucionario”.

En ese momento me convencí de que no tenía futuro en la academia. El plan que me proponía el decano sonaba más a condena que a oportunidad, a prisión más que a visión. Esto desató una segunda crisis. Dejar la economía matemática había sido duro, pero dejar la academia era impensable. Toda mi vida había querido enseñar, había estudiado y trabajado diligentemente 25 años tras ese objetivo, había conseguido un puesto en el MIT (una de las mejores, si no la mejor, universidad del mundo), estaba en la cima de la montaña, finalmente había alcanzado mi sueño; y mi sueño resultó no ser lo que esperaba. Palabras como “abrumado”, “desolado”, “afligido”, “devastado”, no llegan a expresar la profundidad de mis sentimientos. Además, sólo pensar en abandonar la protección del útero institucional me ponía en estado de pánico. Perder mi cargo se me hacía como perder mi identidad.

Esta sensación se reflejaba en la diferencia entre mi business card objetiva y mi business card subjetiva. Mi verdadera tarjeta decía:


Pero en mi conciencia, esta tarjeta aparecía como


Si me marchaba del MIT, ¿qué quedaría de mí? ¿Quién era Fred Kofman, más allá del profesor? Me di cuenta entonces de cuánto de mi identidad estaba basado en mi trabajo, mi posición, mi cargo; qué poco me conocía a mí mismo, cuántos esfuerzos había hecho para justificar mi existencia mediante logros externos. Emprendí entonces un camino de autoconocimiento, de desarrollo de una persona cuya entidad trascendiera las circunstancias de su profesión, sus éxitos y otras contingencias de la vida. Al mismo tiempo, encontré que mi situación no era singular. Cuando contaba esta historia en mis cursos, la mayoría de los managers se sentían identificados y confesaban tener exactamente el mismo miedo. Perder el empleo implica un golpe económico, pero mucho más aterrador es el golpe a la identidad. Este tema de la identidad y la autoestima incondicional se volvió entonces otro de los hilos conductores de mi trabajo.

Me quedé en el MIT seis años. A pesar de la tensión que me ocasionaba perseguir mis intereses no convencionales, la escuela Sloan fue una bendición por la que estaré siempre agradecido. Durante ese tiempo, desarrollé la base de los programas de management y liderazgo que hasta el día de hoy sigo enseñando. También afiancé mis relaciones con las corporaciones a las que ayudaba: poco a poco Fred Kofman iba ganando peso, se convertía en “texto” mientras que el MIT pasaba a ser trasfondo o “contexto”.

* * *

En 1995 recibí una invitación para dar unas conferencias en la Argentina. Invité a Peter Senge a acompañarme (“sobornándolo” con una excursión de esquí). Nuestros seminarios despertaron suficiente interés como para que un grupo de empresas argentinas (Banco Río, CGC, EDS, Molinos, Techint, Telecom) con el auspicio del Instituto Tecnológico de Buenos Aires decidieran clonar el Centro de Aprendizaje Organizacional del MIT y crear un organismo similar en Argentina, bajo mi dirección académica.

Desde entonces, he estado trabajando en los Estados Unidos, Inglaterra, Holanda, México, Brasil, Chile y Argentina. En 1996 dejé el MIT y me mudé a Boulder, Colorado, donde vivo hoy con mi mujer y seis hijos. Mi familia y mis clientes son mis mayores fuentes de aprendizaje y satisfacción. A ellos dedico este libro.

Metamanagement (Principios, Tomo 1)

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