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I. ANÁLISIS MORAL

La moral estudia, en términos generales, lo que es “correcto” y lo que es “incorrecto”, lo que es “deseable” y lo que es “indeseable” en el ámbito de la organización social.

No todas las decisiones ni todos los comportamientos poseen valor moral. La decisión de estudiar filosofía en lugar de estudiar economía no es, por ejemplo, “correcta” o “incorrecta”, ni tampoco “deseable” o “indeseable”.

En términos generales, poseen relevancia moral las decisiones y los comportamientos que se encuentran relacionados, de forma sustantiva, con los intereses vitales que las personas tienen o deben tener respecto de las condiciones que garantizan una “vida social aceptable” (Murphy y Coleman, 1990, p. 69). Por tanto, poseen relevancia moral las decisiones y los comportamientos que afectan, de una u otra forma, la vida, la integridad, la libertad, la propiedad, la dignidad, etc.

Las personas, en general, muestran tendencias uniformes respecto de la valoración moral de ciertas decisiones o comportamientos. Así, por ejemplo, las personas, en general, consideran que es correcto y deseable decir la verdad, cuidar de los niños y de los ancianos, y ser solidarios con las personas vulnerables; y que es incorrecto e indeseable mentir, maltratar a los niños y a los ancianos, y ser indolentes con las personas vulnerables.

Existen, por supuesto, discrepancias. Algunas personas consideran que es incorrecto que las mujeres aborten, cualquiera sea la circunstancia que las afecte. Otras personas consideran que no es incorrecto que las mujeres aborten si son víctimas de violación. Y otras personas consideran que no es incorrecto que las mujeres aborten si toman la decisión de hacerlo sin coacción alguna, sean o no víctimas de violación.

Aun cuando existan discrepancias respecto de la valoración moral de ciertas decisiones o comportamientos, las personas no renuncian a su tendencia natural (i) a realizar juicios de valor, y, (ii) a actuar en función del resultado de tales juicios.

Las categorías antes mencionadas (“correcto”, “incorrecto”, “deseable” e “indeseable”) son abstractas. Las personas aplican esas categorías en función de una amplia gama de factores: emociones psicológicas, razonamientos lógicos, creencias culturales, etc.

Existen dos discursos sobre la moral. El primero es positivo y describe los juicios morales que los grupos sociales efectúan. Estos juicios son, a determinados niveles45, cambiantes, en tanto dependen de factores como la cultura, el entorno y el tiempo. El segundo es normativo y describe los juicios morales que los grupos sociales deben efectuar en función de consideraciones de orden racional. Estos juicios también son cambiantes, en la medida que dependen del mérito de tales consideraciones.

II. DISCURSO POSITIVO

Desde una perspectiva positiva, la moral se proyecta sobre todas aquellas conductas que los integrantes de una organización social realizan (mostrar compasión) o evitan realizar (causar daños) para preservar las condiciones mínimas aceptables de una vida grupal. La moral, por tanto, involucra códigos de conducta esenciales que los integrantes de una organización social observan en un momento determinado para garantizar la estabilidad de la vida grupal.

Así entendida, la moral es una fuente de reglas, que interactúa con otras dos fuentes de reglas creadas por la organización social: la ley y la religión.

La ley y la moral suelen coincidir en ciertos ámbitos. Por ejemplo, las normas legales que imponen sanciones a quienes asesinan encuentran su justificación en la necesidad de reforzar, a través de la actuación del aparato estatal, el cumplimiento de un deber moral esencial: no causar daño. Sin embargo, existen casos en los que la ley ignora toda consideración moral. Por ejemplo, las normas legales que establecen la responsabilidad objetiva de las personas o de las empresas no solo no refuerzan el cumplimiento de deber moral alguno, sino que además soslayan un elemento crítico del juicio moral: el análisis del mérito o demérito de la conducta realizada46.

La religión y la moral también suelen coincidir en ciertos ámbitos. Por ejemplo, las reglas religiosas y morales imponen el deber de no mentir. Sin embargo, la religión y la moral presentan dos diferencias fundamentales. Primera: la religión no se agota, como la moral, en la generación de guías de comportamiento; la religión constituye una “filosofía de vida” animada por entidades supra naturales y por eventos del pasado. Esas entidades y esos eventos justifican la existencia de reglas permanentes, constantes, que han de ser aceptadas y cumplidas al margen de la razón o de la emoción. La religión abarca la esfera social e individual, sus reglas han de ser observadas tanto cuando la persona interactúa con otras, como cuando la persona actúa consigo misma. Segunda: la religión (desafortunadamente en no pocos casos) condena comportamientos moralmente aceptables o admite comportamientos moralmente inaceptables: algunas religiones condenan el intercambio sexual entre personas del mismo sexo, mientras que otras religiones permiten el matrimonio de un adulto con un menor de edad.

A pesar de que los códigos de conducta que impone la moral varían de grupo en grupo, es posible aceptar la idea de que existe cierta estructura común, de carácter universal, al nivel más abstracto posible (el de los “principios”).

En las obras de los pensadores británicos de los siglos XVII y XVIII, es posible descubrir los primeros esfuerzos sistemáticos en describir cómo se forman aquellos códigos de conducta.

Según Francis Hutcheson, Earl of Shaftesbury, John Locke, David Hume y Adam Smith, la moral deriva, no de la razón, sino de la emoción. En otras palabras, los juicios morales, que establecen qué es lo “correcto” y lo “incorrecto”, lo “deseable” y lo “indeseable”, no se basan en el análisis racional de las circunstancias de cada caso, sino más bien en la reacción emocional que tales circunstancias generan. Cuando se produce una situación “injusta”, las personas se indignan, no porque esa situación sea, en términos racionales, nociva para la sociedad, sino porque sienten empatía con la víctima47 (Himmelfarb, 2005, pp. 25-33).

Existen, ciertamente, ciertas diferencias entre las ideas de estos pensadores.

Hutcheson y Shaftesbury, por ejemplo, piensan que los sentimientos morales son innatos; que las personas nacen con la capacidad de sentir compasión por la víctima o de sentir admiración por el virtuoso. Locke, Hume y Smith, por el contrario, piensan que los sentimientos morales no son innatos, sino adquiridos en el tiempo, en función de la experiencia y la cultura (Himmelfarb, 2005, pp. 25-33).

Hume, por ejemplo, piensa que los sentimientos morales son “pasivos”, en la medida que surgen de forma automática ante la ocurrencia de una situación determinada. Si B presencia el dolor de C por el fallecimiento de C1 (su hijo), B sentirá de inmediato empatía por C. Smith, por el contrario, piensa que los sentimientos morales son “activos”, en la medida que surgen, no de forma automática ante la ocurrencia de una situación determinada, sino de la apreciación de las circunstancias que producen tal situación. Si B presencia el dolor de C por el fallecimiento de C1, B no sentirá empatía por C si conoce que C1, criminal confeso, fallece a causa de una acción de legítima defensa de D (su víctima) (Rasmussen, 2017, p. 91).

Quizás la diferencia más relevante entre las ideas de estos pensadores británicos radica en el valor moral que asignan a las consecuencias de las acciones. Hume piensa que las personas aprueban, de manera natural, todas las cualidades que generen utilidad. Por lo tanto, el concepto de utilidad ha de guiar el juicio de valor moral. Esto significa que, en el ámbito moral, la acción X será correcta si produce utilidad e incorrecta si produce de sutilidad. Smith no niega la relevancia de la utilidad; no obstante, piensa que el concepto de utilidad no puede, per se, guiar el juicio de valor moral. En su opinión, es preciso, también, atender a las razones y a las circunstancias. Esto significa que, en el ámbito moral, la acción X será deseable o indeseable en función de (i) las consecuencias que produzca (utilidad / de sutilidad); (ii) las razones que la expliquen; y, (iii) las circunstancias que la rodeen (Rasmussen, 2017,

pp. 96-98).

La idea de que la moral está constituida por “sentimientos” se encuentra revitalizada, aunque con otros alcances, por obra de la biología evolutiva, de la psicología social y de algunas otras disciplinas afines.

Jonathan Haidt y Craig Joseph48 consideran que, así como las personas poseen un sentido del gusto que, de forma innata, les permite distinguir cinco sabores (ácido, amargo, dulce, salado y umami), las personas poseen un sentido moral que, de forma innata, les permite realizar juicios morales. Esto no implica que las personas no recurran a argumentos racionales. Esos argumentos, empero, solo justifican ex post los juicios morales que realizan de forma instintiva (Graham et al., 2011, p. 368).

La moral, desde esta perspectiva, se explica por la existencia de un estado psicológico de naturaleza innata, que activa de manera automática determinadas respuestas ante la presencia de determinados estímulos. Las respuestas en cuestión se basan en el sentido de lo “correcto” y de lo “incorrecto”; y pueden consistir (i) en una acción positiva, como socorrer a una persona vulnerable; o, (ii) en una acción negativa, como inhibirse de dañar a una persona vulnerable.

Existe una discusión entre psicólogos, filósofos y biólogos acerca del alcance del dominio moral. Algunos consideran que el dominio moral está conformado por un solo valor fundamental (“no ocasionar daño”, “actuar con justicia”, “respetar los derechos”). Los juicios morales que las personas realizan se basan en ese valor. Otros, por el contrario, consideran que el dominio moral está conformado por diversos valores fundamentales, construidos a lo largo del proceso evolutivo. Los juicios morales que las personas realizan se basan, cuando menos, en alguno de esos valores (Graham et al., 2011, p. 367).

La evidencia sugiere que el dominio moral se encuentra conformado por diversos valores fundamentales, que responden a los diversos desafíos adaptativos del proceso evolutivo. Estudios antropológicos demuestran de forma consistente que en todas las culturas se encuentran presentes, cuando menos, cinco supra-categorías morales, cinco valores fundamentales, que, como el sentido del gusto o la estructura gramatical, se transmiten genéticamente (Graham et al., 2011, p. 369).

Esas supra-categorías, esos valores fundamentales son: protección, corrección, autoridad, lealtad y puridad.

El origen de los valores indicados puede ser explicado de la siguiente forma. Por razones de orden natural, los desafíos adaptativos del proceso evolutivo premian la adopción de algunos comportamientos y castigan la adopción de otros comportamientos. Así, los grupos que fomentan la protección, la transparencia, el respeto, la lealtad y la higiene tienen más opciones de sobrevivir que los grupos que fomentan (o, en todo caso, que permiten) el abuso, el engaño, la subversión, la traición y la inmundicia (Haidt y Joseph, 2007, pp. 381 y ss.)49.

La idea de que los valores en cuestión son observados de manera constante a lo largo de miles de años, hasta quedar grabados en los genes humanos, parece plausible. En la vida real, las personas primero emiten un juicio moral y luego intentan justificar ese juicio con algún criterio de orden racional. La idea en cuestión parece explicar esta forma de actuar de las personas.

Debido a que los valores indicados se encuentran en la psiquis de las personas de manera innata, éstas, de forma automática e instintiva, consideran que es inmoral: que el padre agreda al hijo (violación al valor protección), que una parte oculte información a la otra (violación al valor corrección), que el hijo agreda al padre (violación al valor autoridad), que un cónyuge sea infiel al otro (violación al valor lealtad), que se practique el canibalismo consentido, el intercambio sexual entre hermanos, etc. (violación al valor puridad).

Los factores culturales juegan un rol crucial al momento de definir dos elementos críticos en el proceso del juicio moral. El primero determina qué valores son los más trascendentales. El segundo determina qué conductas representan cada uno de los valores en cuestión. En el mundo occidental, el valor “corrección” es más importante que el valor “autoridad”. Empero, en el mundo musulmán, el valor “autoridad” es más importante que el valor “corrección” (insultar a un clérigo puede ser penalizado con castigos físicos). En el mundo occidental, el valor “corrección” obliga a las personas a no otorgar preferencia a sus familiares en el ámbito laboral (si el gerente general de la compañía contrata a su hermano como proveedor, los accionistas pueden removerlo por violar las normas sobre conflictos de interés). Empero, en el mundo oriental, el valor “lealtad” obliga a las personas a otorgar preferencia a sus familiares, incluso en el ámbito laboral.

Sea cual sea la explicación del origen, naturaleza y alcances de los juicios morales, es claro que aquellos no son necesariamente racionales. En muchos casos, los juicios morales poseen racionalidad. Por ejemplo, el juicio moral que condena el asesinato o el robo es racional en tanto desincentiva pérdidas que pueden socavar las bases de la organización social. Pero el juicio moral que repudia el intercambio sexual entre hermanos no es racional per se, en tanto no desincentiva pérdidas que pueden socavar las bases de la organización social50.

III. DISCURSO NORMATIVO

Desde una perspectiva normativa, la moral comprende todas aquellas conductas que los integrantes de determinado grupo han de realizar o evitar realizar, bajo ciertas condiciones, en su condición de agentes racionales.

A diferencia de la perspectiva positiva, la perspectiva normativa se ubica en el plano del deber ser. Ese plano requiere, inevitablemente, la definición de un “fin supremo”, que permita construir el juicio racional de lo permitido y de lo prohibido.

Existen dos aproximaciones esenciales en el plano normativo51. Una privilegia la utilidad, el bienestar (utilitarismo); otra privilegia la autonomía (deontologismo). Ambas son creaciones de los pensadores más influyentes de la Ilustración. Ambas se encuentran vigentes. Ambas influyen en el diseño la regulación legal, en especial, la que se aplica al mundo contractual.

IV. BIENESTAR SOCIAL

Para entender el utilitarismo, es preciso situarse en el contexto histórico en el que surge. La Europa occidental de los siglos XVII y XVIII es testigo de dos revoluciones trascendentales en la historia de la humanidad: la revolución científica y la revolución filosófica (Ilustración).

La primera defiende la idea de que la naturaleza se encuentra gobernada por un “orden estricto de leyes dinámicas”; y el convencimiento de que el hombre, a través de las matemáticas y de la observación empírica, puede descubrir esas leyes y entender el funcionamiento del universo. Esta idea anima la realización de notables esfuerzos intelectuales y científicos que intentan hallar respuestas alternativas a las que ofrecen los textos sagrados; respuestas que se sustenten, no en narrativas supra naturales, sino en comprobaciones empíricas52.

La segunda defiende la idea de liberar a la filosofía de la teología con el fin de promover (i) el desarrollo y el progreso sobre la base de la ciencia y de la razón; y, (ii) la transformación política que garantice derechos fundamentales universales53.

Estas dos revoluciones inician la transformación del temperamento y de la actitud de la sociedad occidental. Los valores morales construidos en función de los textos sagrados dan paso a los valores morales construidos en función de la reflexión y de la razón. Las personas virtuosas no son aquellas que aceptan sumisamente el sufrimiento, la pobreza y las limitaciones54; sino, por el contrario, aquellas que se rebelan contra esos estados, aquellas que luchan por obtener placer, riqueza, progreso y derechos55. Las personas virtuosas no son aquellas que se limitan a obedecer sin cuestionar el orden establecido, sino, por el contrario, aquellas que desafían ese orden con el fin de buscar otro más justo.

David Hume e Immanuel Kant describen, con fuerza y lucidez, el nuevo temperamento y la nueva actitud de la sociedad occidental:

“And as every quality which is useful or agreeable to ourselves or others is, in common life, allowed to be a part of personal merit; so no other will ever be received, where men judge of things by their natural, unprejudiced reason, without the delusive glosses of superstition and false religion. Celibacy, fasting, penance, mortification, self-denial, humility, silence, solitude, and the whole train of monkish virtues; for what reason are they everywhere rejected by men of sense, but because they serve to no manner of purpose; neither advance a man’s fortune in the world, nor render him a more valuable member of society; neither qualify him for the entertainment of company, nor increase his power of self-enjoyment? We observe, on the contrary, that they cross all these desirable ends; stupefy the understanding and harden the heart, obscure the fancy and sour the temper. We justly, therefore, transfer them to the opposite column, and place them in the catalogue of vices; nor has any superstition force sufficient among men of the world, to pervert entirely these natural sentiments. A gloomy, hair-brained enthusiast, after his death, may have a place in the calendar; but will scarcely ever be admitted, when alive, into intimacy and society, except by those who are as delirious and dismal as himself”

(Hume, 1751, p. 219)

“Ilustración significa el abandono por parte del hombre de una minoría de edad cuyo responsable es él mismo. Esta minoría de edad significa la incapacidad para servirse de su entendimiento sin verse guiado por algún otro. Uno mismo es el culpable de dicha minoría de edad cuando su causa no reside en la falta de entendimiento, sino en la falta de resolución y valor para servirse del suyo propio sin la guía de algún otro. Sapere aude! ¡Ten valor para servirte de tu propio entendimiento! (…) Pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tantos hombres continúan siendo con gusto menores de edad durante toda su vida, pese a que la Naturaleza los haya liberado hace tiempo de una conducción ajena (haciéndoles físicamente adultos); y por eso les ha resultado tan fácil a otros el erigirse en tutores suyos (…) El que la mayor parte de los hombres (incluyendo a todo el bello sexo) consideren el paso hacia la mayoría de edad como algo harto peligroso, además de muy molesto, es algo por lo cual velan aquellos tutores que tan amablemente han echado sobre sí esa labor de superintendencia. Tras entontecer primero a su rebaño e impedir cuidadosamente que esas mansas criaturas se atrevan a dar un solo paso fuera de las andaderas donde han sido confinados, les muestran luego el peligro que les acecha cuando intentan caminar solos por su cuenta y riesgo. Más ese peligro no es ciertamente tan enorme, puesto que finalmente aprenderían a caminar bien después de dar algunos tropezones; pero el ejemplo de un simple tropiezo basta para intimidar y suele servir como escarmiento (…) Mediante una revolución acaso se logre derrocar un despotismo personal y la opresión generada por la codicia o la ambición, pero nunca logrará establecer una auténtica reforma del modo de pensar; bien al contrario, tanto los nuevos prejuicios como los antiguos servirán de rienda para esa enorme muchedumbre sin pensamiento alguno. Para esta ilustración tan solo se requiere libertad y, a decir verdad, la más inofensiva de cuantas pueden llamarse así: el hacer uso público de la razón en todos los terrenos.”

(Kant, 1784, 2019, p. 88-90).

Si en esta nueva realidad los textos sagrados no pueden proporcionar criterios válidos que sustenten la teoría moral de la acción humana, ¿cómo construir esa teoría?, ¿qué elemento ha de sustentarla?

La Ilustración británica no tarda en responder a esta pregunta: la teoría en cuestión ha de ser construida, ha de ser sustentada, en función de un elemento que corresponda a la naturaleza de las personas. De todas las características que poseen las personas, la capacidad (natural) de sentir placer y dolor es, para los pensadores británicos, la que las define en términos morales. Por tanto, esos pensadores consideran que la finalidad suprema de la moral ha de ser la obtención del placer y la supresión del dolor. Nace de este modo el utilitarismo.

La formulación más articulada y seductora del utilitarismo se encuentra contenida en las obras de Jeremy Bentham y de John Stuart Mill56. En términos generales, la teoría defendida por estos filósofos morales aboga por la obtención de “la mayor felicidad posible para la sociedad” (Murphy y Coleman, 1990, p. 72; Letwin, 1998, p. 146).

La tesis utilitarista supone que la moralidad de las acciones ha de ser evaluada en función de las consecuencias que generan: felicidad, placer; infelicidad, dolor. Dichas consecuencias, sin embargo, no han de ser consideradas de acuerdo con la perspectiva individual sino más bien de acuerdo con la perspectiva social.

El utilitarismo reconoce que cada acción puede generar beneficios (felicidad, placer) a unas personas e imponer costos (infelicidad, dolor) a otras. Por tanto, la moralidad de cada acción dependerá de si los beneficios que genera superan a los costos que impone. Obviamente, a la luz del discurso de igualdad que propugna la Ilustración, el utilitarismo considera que el bienestar de una persona es tan importante como el bienestar de las demás57. Por consiguiente, la moral ha de velar por la creación del mayor bienestar posible, al margen de cualquier tipo de consideración distributiva (Schofield, 2009, p. 64; Schultz, 2017, p. 67).

El principio rector del utilitarismo puede ser resumido de la siguiente manera: “De todas las acciones que puedes realizar, elige la que tenga la tendencia de generar el mayor beneficio al menor costo”58. Es irrelevante, para estos efectos, la forma en la que se distribuye el beneficio. En consecuencia, si la opción A genera una ganancia de $200 a ser distribuida entre 2 personas y la opción B genera una ganancia de $180 a ser distribuida entre 18 personas, el utilitarismo exige elegir la opción A, a pesar de que la opción B beneficia a un mayor número de personas (Harris, 2007, p. 124; Schofield, 2009, p. 63).

Examinemos, en primer lugar, el pensamiento de Bentham expuesto en una de sus obras más influyentes: “An Introduction to the Principals of Morals and Legislation” (1780).

Bentham59 parte de una premisa simple: las personas, por designio de la naturaleza, están sometidas a dos sensaciones que gobiernan tanto sus pensamientos como sus acciones, a saber: el placer y el dolor. En base a la constatación de que las personas se encuentran “sometidas” a tales sensaciones, Bentham postula que el juicio moral ha de estar guiado por un único principio: el “principio de la utilidad” (Bentham, 1780, p. 1)60.

Según Bentham, “utilidad” es la propiedad que tiene un objeto cualquiera (i) para generar placer, bienestar o felicidad; o, (ii) para suprimir dolor, infortunio o infelicidad (Bentham, 1780, p. 2). En la medida que cada persona determina en qué consiste el placer y en qué consiste el dolor, la “utilidad” es una función de las preferencias individuales61.

De conformidad con el principio de la utilidad, toda acción humana ha de ser aprobada o desaprobada, en términos morales, en función de los efectos que genere. Si, de acuerdo con la tendencia general62, la acción X incrementa la felicidad, entonces esa acción tiene valor moral. En cambio, si, de acuerdo con la tendencia general, la acción Y reduce la felicidad, entonces esa acción no tiene valor moral (Bentham, 1780, p. 3).

Bentham sostiene que el principio de utilidad puede ser aplicado con el fin de determinar la moralidad (i) de las acciones que afectan a una persona y (ii) de las acciones que afectan a la comunidad. Bentham aclara que la comunidad no es más que un “cuerpo ficticio”, pues se reduce a los integrantes que la conforman. Por tal razón, cuando se analiza el bienestar de la comunidad X, ha de tomarse en consideración únicamente los intereses de las personas que conforman tal comunidad (Bentham, 1780, p. 3).

Bentham reconoce que, en el plano de la comunidad, una acción puede tener tantos efectos positivos (beneficios) como efectos negativos (costos). En otras palabras, en el plano en cuestión, una acción puede incrementar el bienestar de algunas personas, pero reducir el bienestar de otras personas. En tal escenario, ¿cómo ha de juzgarse el valor moral de la acción? Según Bentham:

“An action then may be said to be conformable to the principle of utility, or, for shortness sake, to utility (meaning with respect to the community at large) when the tendency it has to augment the happiness of the community is greater than any it has to diminish it”

(Bentham, 1780, p. 3).

En consecuencia, una acción será moralmente valiosa, en términos sociales, solo si los beneficios que ha de generar, de acuerdo con su tendencia general, son mayores a los costos que ha de imponer, de acuerdo con tal tendencia.

Bentham señala que los efectos positivos y negativos de las acciones no solamente están compuestos por ganancias y pérdidas de orden monetario; tales efectos también están compuestos por ganancias y pérdidas de orden emocional. Así, Bentham considera que son fuente de placer, por ejemplo, tanto la acción de goce corporal como la acción de piedad o benevolencia; y que son fuente de dolor, por ejemplo, tanto la sensación de privación material como la percepción de tener mala reputación (Bentham, 1780, pp. 33 y 34)63.

Bentham también señala que para analizar el valor moral de una acción solamente han de considerarse factores cuantitativos. Estos factores son: (i) la “intensidad”; (ii) la “duración”; (iii) la “certeza”; (iv) la “proximidad”; (v) la “fecundidad”; (vi) la “puridad”; y, (vii) la “extensión”64 (Bentham, 1780, p. 29). Todo factor cualitativo ha de ser excluido, pues el placer y el dolor de B tiene exactamente la misma relevancia que el placer y el dolor de C, D, E, etc. Por tanto, lo único que resulta relevante es la cantidad de placer que se genera y la cantidad de dolor que se elimina, al margen de su distribución65.

La teoría de Bentham es objeto de diversas críticas. Tres son especialmente relevantes. ¿Es posible sacrificar la libertad de las personas bajo la condición de que los beneficios excedan a los costos? Si la obtención del placer es el “fin moral supremo”, ¿qué diferencia a las personas de los animales? ¿Es razonable considerar que, en los hechos, las personas realizan un análisis ex ante de los costos y beneficios de sus acciones? (Sandel, 2009, pp. 37 y 41).

John Stuart Mill66 intenta superar todas esas críticas en las páginas de dos obras que serán fundamentales para el pensamiento libertario: “On Liberty” (1859) y “Utilitarianism” (1863).

En “On Liberty”, Mill formula y defiende el principio esencial de la filosofía libertaria: la necesidad de que el Estado y la organización social respeten la libertad de las personas, de forma que estas tengan la posibilidad de realizar todas las acciones que consideren apropiadas, siempre que no ocasionen daños injustos. En base a este principio, el Estado y la organización social solo pueden interferir y afectar la libertad de las personas para evitar que se produzca un daño injusto:

“The sole end for which mankind are warranted, individually or collectively, in interfering with the liberty of action of any of their number, is self-protection. That the only purpose for which power can be rightfully exercised over any member of a civilized community, against his will, is to prevent harm to others. His own good, either physical or moral, is not a sufficient warrant. He cannot rightfully be compelled to do of forbear because it will be better for him to do so, because it will make him happier, because, in the opinion of others, to do so would be wise, or even right. These are good reason for remonstrating with him, or reasoning with him, or persuading him, or entreating him, but nor for compelling him, or visiting him with any evil in case he do otherwise”

(Mill, 1859, 2001, p. 13)

Establecido el principio fundamental que reconoce la necesidad de respetar la libertad de las personas (en ausencia de daño injusto), Mill reconcilia ese principio con la filosofía utilitarista de Bentham. Así, sostiene que la necesidad en cuestión descansa en la obtención de un beneficio:

“It is proper to state that I forego any advantage which could be derived to my argument from the idea of abstract right, as a thing independent of utility. I regard utility as the ultimate appeal on all ethical questions; but it must be utility in the largest sense, grounded on the permanent interest of man as a progressive being”

(Mill, 1859, 2001, p. 14)

Mill es, pues, tajante en rechazar la idea de que la necesidad de respetar la libertad de las personas se sustente en alguna consideración moral distinta de la que defiende el utilitarismo: la obtención de un beneficio.

Para Mill, las personas progresan, mejoran, cuando fortalecen sus facultades mentales y morales. Estas facultades, al igual que los músculos, requieren ser ejercitadas de forma continua, requieren ser empleadas sin interrupción; de lo contrario, se atrofian, se debilitan y eventualmente se convierten en atributos sin valor.

¿Cómo se ejercitan las facultades mentales y morales? Decidiendo, optando, actuando por uno mismo; en suma, ejerciendo la libertad sin interferencias:

“The human faculties of perception, judgment, discriminative feeling, mental activity, and even moral preference, are exercised only in making a choice. He who does anything because it is the custom makes no choice. He gains no practice either in discerning or in desiring what is best. The mental and moral, like the muscular powers, are improved only by being used. The faculties are called into no exercise by doing a thing merely because others do it, no more than by believing a thing only because others believe it. If the grounds of an opinion are not conclusive to the person’s own reason, his reason cannot be strengthened, but is likely to be weakened, by his adopting it: and if the inducements to an act are not such as are consentaneous to his own feelings and character (where affection, or the rights of others, are not concerned) it is so much done towards rendering his feelings and character inert and torpid, instead of active and energetic.

He who lets the world, or his own portion of it, choose his plan of life for him, has no need of any other faculty than the ape-like one of imitation. He who chooses his plan for himself, employs all his faculties (…)”

(Mill, 1859, 2001, p. 55)

Si las personas progresan cuando logran el fortalecimiento de sus facultades tanto mentales como morales, y si tal fortalecimiento se obtiene a través del ejercicio constante de las facultades en cuestión, entonces se hace necesario garantizar la libertad sin interferencias. Solo de ese modo será posible alentar el desarrollo de las personas y de la sociedad:

“Having said that the individuality is the same thing with development, and that it is only the cultivation of individuality which produces, or can produce, well-developed human beings, I might here close the argument: for what more or better can be said of any condition of human affairs than that it brings human beings themselves nearer to the best thing they can be? or what worse can be said of any obstruction to good than that it prevents this?”

(Mill, 1859, 2001, p. 59)

En consecuencia, la libertad sin interferencias se justifica en los beneficios que genera, en las consecuencias positivas que produce: fortalecimiento de las facultades mentales y morales de las personas.

En “Utilitarianism”, Mill realiza una defensa organizada de la tesis central de Bentham contra cada una de las críticas efectuadas al utilitarismo.

Mill reconoce que el valor de un placer depende tanto de un factor cuantitativo como de un factor cualitativo. En consecuencia, no todos los placeres tienen el mismo valor:

“It is quite compatible with the principle of utility to recognize the fact that some kinds of pleasure are more desirable and more valuable than others. It would be absurd that, while estimating other things, quality is considered as well as quantity, the estimation of pleasures should be supposed to depend on quantity alone”

(Mill, 1863, p. 11)

Para Mill, los placeres del intelecto, de la emoción y de la imaginación, son más valiosos que los placeres sensoriales:

“It is better to be a human being dissatisfied than a pig satisfied; better to be a Socrates dissatisfied than a fool satisfied. And if the fool, or the pig, are a different opinion, it is because they only know their own side of the question. The other party to the comparison knows both sides”

(Mill, 1863, p. 14)

En consecuencia, Mill rechaza la idea de que el utilitarismo solamente valore los placeres sensoriales y, por tanto, asimile a las personas con los animales. El utilitarismo, según Mill, exalta todos los placeres, aunque asigna mayor valor a los placeres del intelecto, de la emoción y de la imaginación.

¿Cómo determinar si un placer es más valioso que otro en términos cualitativos?

Mill considera que las preferencias subjetivas son las que determinan si es que un placer es superior a otro en términos cualitativos. Si una persona está familiarizada con dos placeres, el placer A y el placer B, y prefiere al primero sobre el segundo, entonces el placer A es más valioso para esa persona:

“If I am asked, what I mean by difference of quality in pleasures, or what makes one pleasure more valuable than another, merely as a pleasure, except its being greater in amount, there is but one possible answer. Of two pleasures, if there be one to which all or almost all who have experience of both give a decided preference, irrespective of any feeling of moral obligation to prefer it, that is the more desirable pleasure”

(Mill, 1863, p. 12)

Luego de sustentar la idea de que la existencia de placeres con distintos valores no resulta incompatible con los principios del utilitarismo, Mill enfrenta otro problema: el del cálculo de los efectos de las acciones. Su objetivo es descreditar la crítica que señala que las personas, antes de realizar una acción determinada, no tienen información ni tiempo para efectuar el cálculo de los beneficios y de los costos de dicha acción, tal como lo exige la tesis de Bentham.

Mill empieza el ataque contra la crítica en cuestión con una comparación ingeniosa:

“(…) defenders of utility often find themselves called upon to reply to such objections as this – that there is no time, previous to action, for calculating and weighing the effects of any line of conduct on the general happiness. This is exactly as if any one were to say that it is impossible to guide our conduct by Christianity, because there is no time, on every occasion on which anything has to be done, to red through the Old and New Testaments”

(Mill, 1863, p. 33)

Así como el cristiano no requiere ex ante revisar los textos sagrados a fin de determinar si es que una acción es correcta o no; el utilitarista tampoco requiere ex ante efectuar el cálculo de los beneficios y costos a fin de determinar si es que una acción es correcta o no.

Deslegitimada la crítica indicada, Mill ofrece una solución de sentido común al problema del cálculo de las consecuencias de las acciones. Según Mill, las personas, a lo largo del tiempo y en base a la experiencia, logran obtener conocimientos sobre las tendencias de las acciones, sobre los efectos posibles de las acciones. Tales conocimientos dan forma a las reglas morales que las sociedades aplican:

“(…) there has been ample time, namely, the whole past duration of the human species. During all that time, mankind have been learning by experience the tendencies of the actions; on which experience all prudence, as well as the morality of life, are dependent”

(Mill, 1863, p. 33).

Si las personas actúan en base a esas reglas morales, sus acciones tenderán a generar más beneficios que costos. Si las personas deciden decir la verdad, deciden actuar de forma honesta, entonces, generalmente, obtendrán resultados consecuentes con el “principio de la utilidad”67:

“(…) mankind must by this time have acquired positive beliefs as to the effects of some actions on their happiness; and the beliefs which have thus come down are the rules of morality for the multitude, and for the philosopher until he has succeeded in finding better”

(Mill, 1863, p. 34)

En consecuencia, las reglas morales vigentes constituyen guías que permiten anticipar las consecuencias de las acciones. Las personas, por lo tanto, no requieren efectuar cálculo alguno de beneficios y costos antes de realizar una acción específica. Las personas simplemente requieren (i) analizar si la acción en cuestión corresponde o no a una regla moral vigente; y, (ii) actuar de forma consecuente (Himma, 1998, p. 462).

Mill reconoce que las relaciones interpersonales presentan un alto grado de complejidad debido a la existencia (natural) de consideraciones o valoraciones en conflicto. Por tal razón, Mill considera que ningún credo moral puede ser absoluto; las personas deben tener un margen de discreción que les permita atemperar la rigidez de las reglas morales y establecer excepciones con la finalidad de obtener, en cada caso concreto, el mayor beneficio posible:

“There exists no moral system under which there do not arise unequivocal cases of conflicting obligation. These are the real difficulties, the knotty points both in theory of ethics, and in the conscientious guidance of personal conduct. They are overcome practically with greater or with less success, according to the intellect and virtue of the individual (…) if utility is the ultimate source of moral obligations, utility may be invoked to decide between them when their demands are incompatible”

(Mill, 1863, p. 36)

En consecuencia, las reglas morales no poseen un valor absoluto. Estas reglas son solo guías o señales, construidas en base a la experiencia, que muestran caminos hacia la felicidad. Las personas pueden ejercer sus capacidades mentales con el fin de hallar otros caminos, más cortos, más seguros, hacia la facilidad (Himma, 1998, p. 462). Surge de este modo el principio normativo que autoriza a inaplicar una regla moral si tal cosa conduce a un resultado más beneficioso.

A pesar de que sus obras presentan diferencias relevantes frente a las de Bentham, Mill reafirma la tesis central del utilitarismo: la acción moralmente correcta es aquella que genera la mayor felicidad, el mayor placer, para la sociedad:

“According to the Greatest Happiness Principle, as above explained, the ultimate end, with reference to and for the sake of which all other things are desirable (whether we are considering our own good or that of other people), is an existence exempt as far as possible from pain, and as rich as possible in enjoyments, both in point of quantity and quality; the test of quality, and the rule for measuring it against quantity, being the preference felt by those who in their opportunities of experience, to which must be added their habits of self-consciousness and self-observation, are best furnished with the means of comparison. This, being, according to the utilitarian opinion, the end of human action, is necessarily also the standard of morality; which may accordingly be defined, the rules and precepts for human conduct, by the observance of which an existence such as has been described might be, to the greatest extent possible, secured to all mankind; and not to them only, but, so far as the nature of things admits, to the whole sentient creation”

(Mill, 1863, p. 17)

Las ideas de Mill difieren de las ideas de Bentham en dos aspectos. Primero: rechazan la posibilidad de que una acción pueda vulnerar la libertad de las personas con la condición de que los beneficios excedan a los costos. En la medida que dicha libertad es, per se, beneficiosa, una acción que la vulnere será, por definición, perjudicial. Segundo: aceptan la posibilidad de que los placeres tengan diferentes valores en función de un criterio cualitativo basado en preferencias de orden subjetivo.

Si bien las obras de Bentham y Mill muestran algunas diferencias, es posible considerar que el utilitarismo brinda un enfoque unitario basado en las siguientes ideas:

Primero: la moralidad de la acción se sustenta en las consecuencias que produce y no en la naturaleza de la acción en sí68.

Segundo: la acción es moralmente valiosa si es que los beneficios que genera exceden a los costos que impone69.

Tercero: la noción de beneficio (utilidad, ventaja) es amplia, en la medida que incluye todo lo que (i) genera o incrementa la felicidad (placer, satisfacción), o, (ii) elimina o disminuye el dolor.

Cuarto: la noción de costo (pérdida, desventaja) también es amplia, en la medida que incluye todo lo que (i) causa o incrementa el dolor; o, (ii) elimina o disminuye la felicidad.

Quinto: el análisis beneficio-costo ha de considerar los impactos materiales (positivos o negativos), así como los impactos emocionales o morales (positivos o negativos) que generan las acciones. Si B obtiene un beneficio material a través de la acción X y esa acción implica un trato cruel hacia C, será preciso determinar si tal beneficio es superior al costo que implica afectar la sensibilidad moral de C (víctima) y de E, F y G (terceros que sienten empatía por la víctima). Por consiguiente, es posible que una acción “abusiva”, “injusta” reduzca el bienestar social general, a pesar de que genere algún beneficio material (Murphy y Coleman, 1990, p. 73; Shavell, 2004, p. 596).

A pesar de los cambios introducidos por Mill, el utilitarismo del siglo XIX no encuentra paz, pues acepta el valor moral de una acción que ocasione pérdidas (que no afecten la libertad individual) a una o más personas. Mientras tal acción genere más beneficios que costos, su valor moral es incuestionable.

La idea de que una acción sea moralmente correcta aun cuando ocasione daños a una persona sigue generando críticas. Esas críticas, sin embargo, pueden ser superadas mediante la aplicación de una teoría concebida en el seno de la Escuela de la Economía del Bienestar, según la cual una acción es eficiente si incrementa el bienestar de una persona sin afectar el de otra persona.

V. DIGNIDAD INDIVIDUAL

El utilitarismo encuentra un rival colosal en la obra de Immanuel Kant70.

Kant no niega la capacidad de las personas de sentir placer y dolor, pero rechaza la idea de que aquella capacidad determine su relevancia moral. Para Kant, las personas son moralmente relevantes por su condición de criaturas libres, por su capacidad de establecer sus propios fines. Es esa condición, esa capacidad, y no la de sentir placer o dolor, la que diferencia a las personas de las demás especies. En consecuencia, la moral no ha de velar por la promoción del bienestar (social), sino por el respeto de las personas como criaturas libres, capaces de fijar los objetivos que definan el sentido de su existencia (Murphy y Coleman, 1990, p. 77; May, 1994, p. 137).

La libertad, según Kant, implica autonomía. Esta autonomía presenta dos “expresiones”: una negativa y otra positiva. La primera supone que la persona no está subordinada a otra, no está sujeta al control de otra. La segunda supone que la persona puede tomar decisiones por sí misma, a fin de definir (i) los fines que desea obtener (ser filósofo o pianista), y, (ii) los medios que desea emplear (recibir educación formal o aprender con la práctica) (Kant, 1785, 2016, p. 166).

Kant considera que cada persona, en su condición de criatura racional y libre, solo puede estar sujeta a las normas que establezca para sí misma. La moral, en consecuencia, no procede de una fuente heterónoma, esto es, de la voluntad de alguna autoridad (divina, estatal); sino más bien de una fuente autónoma, esto es, de la voluntad personal (y racional) de decidir hacer lo correcto (Kant, 1785, 2016,

p. 147).

La teoría moral de Kant se basa en tres supra-categorías: (i) moralidad, (ii) razón y (iii) autonomía. Veamos cómo Kant construye, en las páginas de “Grundlegung zur Metaphysik der Sitten” (1785)71, el discurso moral de la dignidad individual.

Kant parte de una premisa fundamental: la única cosa realmente buena en el mundo es la buena voluntad. Ni los bienes ni los talentos son buenos por sí mismos. El dinero puede ser bien utilizado o mal utilizado, dependiendo de la buena o la mala voluntad de la persona que realice la acción72. El coraje también puede ser bien utilizado o mal utilizado, dependiendo, otra vez, de la buena o la mala voluntad de la persona que realice la acción73.

La buena voluntad no es buena por las consecuencias que genere; la buena voluntad es buena por sí misma:

“La buena voluntad no es tal por lo que produzca o logre, ni por su idoneidad para conseguir un fin propuesto, siendo su querer lo único que la hace buena de suyo (…)”

(Kant, 1785, 2016, pp. 80 - 81)

Incluso si la buena voluntad se encuentra despojada de la fuerza necesaria para producir consecuencias, aquella es buena por sí misma:

“Aun cuando merced a un destino particularmente adverso, o a causa del mezquino ajuar con que la haya dotado la naturaleza madrastra, dicha voluntad adoleciera por completo de la capacidad de llevar a cabo su propósito y dejase de cumplir en absoluto con él (no porque se haya limitado a desearlo, sino pese al gran empeño por hacer acopio de todos los recursos que se hallen a su alcance), semejante voluntad brillaría pese a todo por sí misma cual una joya, como algo que posee su pleno valor en sí mismo. A ese valor nada pueda añadirle ni mermar la utilidad o el fracaso”

(Kant, 1785, 2016, p. 81)

¿Qué es la buena voluntad? La buena voluntad es la voluntad de cumplir el deber moral por el deber en sí. ¿Qué hace que la voluntad sea buena voluntad? La razón.

Kant reconoce que las personas poseen instintos naturales y capacidad de razonamiento. Los instintos naturales están programados para satisfacer las necesidades (para generar placer o para evitar dolor). La capacidad de razonamiento, por el contrario, está programada para limitar la influencia de los instintos, para evitar un gobierno sin control por parte de estos últimos.

La capacidad de razonamiento actúa sobre la voluntad de la persona, no para permitir que tal voluntad logre la satisfacción de las necesidades (obtención de placer o eliminación de dolor), sino para permitir que tal voluntad sea buena en sí misma:

“(…) la razón no es lo bastante apta para dirigir certeramente a la voluntad en relación con sus objetos y la satisfacción de todas nuestras necesidades (…), fin hacia el que nos hubiera conducido mucho mejor un instinto implantado por la naturaleza; sin embargo, en cuanto la razón nos ha sido asignada como capacidad práctica, esto es, como una capacidad que debe tener influjo sobre la voluntad, entonces el auténtico destino de la razón tiene que consistir en generar una buena voluntad en sí misma (…)”

(Kant, 1785, 2016, p. 84).

El deber moral, según Kant, es el acto requerido por la ley moral. Este deber se proyecta tanto de forma interna como de forma externa. Esto implica que toda persona tiene tanto un deber moral respecto de sí misma, como un deber moral respecto de las demás personas.

Kant advierte que las personas pueden cumplir el deber moral por distintos motivos: (i) el deseo de evitar alguna de las consecuencias negativas derivadas del incumplimiento de tal deber (p.e. reproche social); o, (ii) el deseo de obtener alguna de las consecuencias positivas derivadas del cumplimiento de tal deber (p.e. admiración social). Para Kant, empero, la acción conforme al deber moral solo posee valor moral en la medida que sea realizada en consideración al deber en sí (Kant, 1785, 2016, p. 89). Imaginemos que el deber moral X exige realizar la acción X1. Si B realiza la acción X1 para evitar la condena que provocará el incumplimiento del deber moral X o para lograr el reconocimiento que provocará el cumplimiento del deber moral X, entonces B actúa por “inclinaciones”. En tal caso la acción X1 no posee valor moral. Eso no significa que tal acción sea moralmente reprensible. Solo significa que carece de valor moral74. En cambio, si B realiza la acción X1 en consideración al deber moral X, tal acción sí posee valor moral:

“El valor moral de la acción no reside, pues, en el efecto que se aguarda de ella, ni tampoco en algún principio de acción que precise tomar prestado su motivo del efecto aguardado. Pues todos esos efectos (…) podrían haber acontecido también merced a otras causas y no se necesitaba para ello la voluntad de un ser racional, único lugar donde puede ser encontrado el bien supremo e incondicionado. Ninguna otra cosa, salvo esa representación de la ley en sí misma, que solo tiene lugar en seres racionales, en tanto que dicha representación, y no el efecto esperado, es el motivo de la voluntad, puede constituir ese bien tan excelente al que llamamos bien moral (…)”

(Kant, 1785, 2016, p. 92).

Kant se pregunta qué características ha de tener un deber para que resulte valioso por sí mismo, al margen de las consecuencias que genere.

Para responder a esta pregunta Kant distingue dos tipos de imperativos: (i) hipotéticos y (ii) categóricos. Los primeros prescriben la acción X para obtener el resultado Y. Los segundos, en cambio, prescriben la acción X por sí misma, sin referencia a un resultado (Y, etc.) (Kant, 1785, 2016, p. 114 y ss.).

Los imperativos hipotéticos son contingentes y variables; no son buenos por sí mismos; son buenos en función de la necesidad de obtener resultados. Por ejemplo, el imperativo “beber agua” encuentra su razón de ser en la necesidad de obtener un resultado: “calmar la sed”. Dicho imperativo es bueno en tanto se encuentre pendiente la obtención del resultado indicado. Si la sed es calmada, el imperativo “beber agua” deja de ser bueno, deja de ser requerido (Mackie, 2000, p. 31).

Los imperativos categóricos, por el contrario, son absolutos y constantes; son buenos por sí mismos; no dependen de la necesidad de obtener resultados. Por ejemplo, el imperativo “decir la verdad” encuentra su razón de ser en sí mismo y no en la necesidad de obtener algún resultado. Ese imperativo es bueno siempre. Si la persona es sincera en T+1, el imperativo “decir la verdad” no deja de ser bueno, no deja de ser requerido en T+2 ni en T+100 (Mackie, 2000, p. 33).

En la medida que el imperativo categórico supone que la acción prescrita es buena por sí misma, al margen de cualquier resultado, solo ese imperativo resulta valioso por sí mismo. Por ende, un deber es valioso por sí mismo solo si es conforme a un imperativo categórico (Kant, 1785, 2016, pp. 114 y 115).

¿Cuáles son los imperativos categóricos? ¿Cómo hallarlos?

Kant considera que los imperativos categóricos han de ser hallados a través del ejercicio de la razón. Es esta, y no los sentidos instintivos, la que se encuentra preparada para determinar lo bueno, lo valioso por sí mismo:

“(…) bueno, en términos prácticos, es lo que determina la voluntad mediante las representaciones de la razón, por ende, no por causas subjetivas, sino objetivas, o sea, por principios que sean válidos para cualquier ser racional”

(Kant, 1785, 2016, p. 113).

Como la razón no puede ser subjetiva, contingente, particular; como la razón requiere ser objetiva, necesaria, general, los imperativos categóricos han de ser “universales”, esto es, válidos para todas las personas. Esta reflexión conduce a Kant a concluir que los imperativos categóricos requieren cumplir la siguiente condición:

“Obra como si la máxima de tu acción pudiera convertirse por tu voluntad en una ley universal de la naturaleza”

(Kant, 1785, 2016, p. 126).

Nace de esta manera la “Fórmula de la Ley Universal”.

La fórmula indicada tiene la misión de asegurar que los imperativos categóricos, hallados a través de la reflexión racional, prescriban acciones universales, armónicas, no contradictorias, aceptables por sí mismas75.

¿Cómo pueden las personas concluir que un imperativo es deseable per se? Según Kant, a través del empleo del criterio de no contradicción, las personas pueden concluir si el imperativo X es categórico y, por tanto, valioso por sí mismo. Ese criterio exige realizar el siguiente ejercicio: (i) identificar la acción y el fin deseado; (ii) imaginar una organización social en la que todas las personas realicen tal acción; y, (iii) determinar si en esa organización es posible obtener tal fin.

Existen dos posibles resultados: (i) que en la organización social en la que la acción tiene la condición de “ley universal” resulte posible lograr el fin deseado; o, (ii) que en la organización social en la que la acción tiene la condición de “ley universal” no resulte posible lograr dicho fin. Si ocurre lo primero, la acción cumple con la “Fórmula de la Ley Universal” y, por tanto, puede ser objeto de un imperativo categórico. Si ocurre lo segundo, la acción no cumple con la fórmula en cuestión y, por tanto, no puede ser objeto de un imperativo categórico (Korsgaard, 1996, p. 79)76.

Veamos, con un ejemplo propuesto por el propio Kant, cómo se aplica el criterio de la no contradicción.

Imaginemos que B se encuentra en una situación financiera delicada y que, por tal razón, necesita obtener con urgencia $100. Imaginemos, además, que B solicita a C un préstamo de $100 bajo la promesa falsa de repago en T+10. Confiando en la seriedad de dicha promesa, C accede a otorgar el préstamo indicado. Imaginemos, finalmente, que B no efectúa el repago.

En un mundo en el que la acción efectuada por B (solicitar un préstamo bajo la promesa falsa de repago) tenga la condición de “ley universal”, ¿podrá B obtener el fin deseado (recibir $100)? La respuesta es, evidentemente, negativa. En efecto, en ese mundo ninguna persona estará dispuesta a otorgar un préstamo a B (ni a C o D), pues su promesa de repago será, por definición, al igual que cualquier otra promesa de repago, falsa. En la medida que las personas no aceptan otorgar préstamos bajo promesas falsas de repago, la universalización de la acción antes indicada no permitirá a B obtener el fin deseado.

La realización de una promesa falsa de repago, por tanto, no cumple con la “Fórmula de la Ley Universal”, por lo que no puede ser objeto de un imperativo categórico (Korsgaard, 1996, p. 92).

La “Fórmula de la Ley Universal” tiene la función de asegurar, mediante la aplicación de un proceso de reflexión abstracto, que los deberes no sean contingentes, variables; sino más bien absolutos, constantes y, por tanto, valiosos por sí mismos. Esa fórmula, empero, no proporciona criterio sustantivo alguno que, a priori, defina el sentido que ha de tener cada posible acción. En otras palabras, esa fórmula no proporciona criterio sustantivo alguno que, a priori, requiera que la acción X presente la cualidad Y para poseer valor moral (al margen de que el fin deseado con tal acción pueda ser obtenido siempre).

¿Existe un criterio sustantivo que defina el sentido que ha de tener cada acción posible?

Kant responde que sí:

“Suponiendo que hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de leyes bien definidas, ahí es donde únicamente se hallaría el fundamento de un posible imperativo categórico (…) Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional existe como un fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad, sino tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo como en las dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado siempre al mismo tiempo como un fin”

(Kant, 1785, 2016, p. 137).

Esta declaración sobre la naturaleza (racional) de la persona, conduce a Kant a concluir que los imperativos categóricos requieren cumplir una condición adicional:

“Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un simple medio”

(Kant, 1785, 2016, p. 139).

Nace, de esta manera, la “Fórmula de la Humanidad”.

La “Fórmula de la Humanidad” (también denominada “Fórmula del Fin en Sí Mismo”) contiene dos preceptos diferentes, pero complementarios. Primero: “siempre tratar a las personas como fines en sí mismos”. Segundo: “nunca tratar a las personas como si fuesen simples medios (para obtener algo)”.

El primer precepto exige reconocer la autonomía de cada persona. Captura la idea de que cada persona tiene una prerrogativa natural y exclusiva: definir las finalidades que desea alcanzar. Toda acción que afecte a una persona ha de ser, por lo tanto, consecuente con una finalidad que racionalmente resulte aceptable para esa persona. En tal sentido, si B realiza una acción que afecta a C para obtener una finalidad que racionalmente no resulte aceptable para C, entonces B viola este precepto, pues no trata a C como “fin en sí mismo” (O’Neill, 1989, p. 113; Markovits, 2004, p. 1425).

El segundo precepto prohíbe afectar la dignidad de cada persona. Captura la idea de que, a diferencia de las cosas, ninguna persona está “disponible” para las demás. Cada persona posee inteligencia y voluntad. En base a estos atributos, cada persona forma su propia visión acerca del mundo; las demás han de respetar esa visión. Toda acción que afecte a una persona ha de ser, por lo tanto, realizada con el consentimiento de esa persona. En tal sentido, si B realiza una acción que afecta a C en base a una decisión que racionalmente no resulte aceptable para C, entonces B viola este precepto, pues trata a C como “simple medio” (O’Neill, 1989, p. 113; Markovits, 2004,

p. 1425).

Utilicemos, nuevamente, el ejemplo propuesto por Kant, a fin de entender cómo operan los preceptos de la “Fórmula de la Humanidad”. En el ejemplo indicado C otorga un préstamo de $100 a B porque confía en la promesa (falsa) de repago. El instinto moral permite ensayar una conclusión: la acción realizada por B es moralmente condenable. La “Fórmula de la Humanidad” permite confirmar tal conclusión.

En efecto, la acción de B es inmoral porque no es racionalmente posible que C comparta la finalidad perseguida por B: apropiarse de $100 (violación del primer precepto). Por otro lado, la acción de B es inmoral porque no es racionalmente posible que C se encuentre de acuerdo con la decisión adoptada por B: obtener el préstamo en base a una promesa falsa de repago (violación del segundo precepto).

La “Fórmula de la Humanidad”, ciertamente, no impide obtener beneficios de las demás personas. Todos los días millones de personas se benefician de los alimentos producidos por otras personas, de la vestimenta confeccionada por otras personas, de los aparatos fabricados por otras personas, etc. La fórmula en cuestión solo impide obtener beneficios de las demás personas en la medida que éstas sean tratadas únicamente como “simples medios”.

Si B compra alimentos producidos por C, B no trata a C como “simple medio” sino como “fin en sí mismo”. En efecto, C tiene la capacidad de realizar juicios racionales y, por lo tanto, de definir sus propias finalidades. Si C decide producir y vender alimentos, C ejerce su autonomía, su libre determinación. La compra efectuada por B permite que C alcance una “finalidad elegida”. Por consiguiente, la compra en cuestión supone que B trata a C como “fin en sí mismo”.

Si, en cambio, B toma directamente los alimentos antes indicados, esto es, sin la voluntad de C o en contra de la voluntad de C, C no alcanza “finalidad elegida” alguna. En este caso, por lo tanto, B trata a C como “simple medio” y no como “fin en sí mismo”.

Con el reconocimiento de que cada persona posee, por el hecho de existir, los atributos de autonomía y dignidad, Kant coloca las bases conceptuales que le permiten rechazar la idea de que la moral procede de una fuente heterónoma.

En efecto, la idea de que cada persona debe observar preceptos morales establecidos por una fuente diferente e independiente de su propia voluntad, resulta radicalmente incompatible con el principio que reconoce que cada persona es un “fin en sí mismo”.

Imponer a una persona preceptos de fuente heterónoma supone desconocer su juicio, su razón, su voluntad; supone inequívocamente tratar a esa persona como “simple medio” y no como “fin en sí mismo”.

Por eso, reprochando los enfoques del pasado sobre la moral, Kant declara:

“No resulta sorprendente que, si echamos una mirada retrospectiva hacia todos los esfuerzos emprendidos desde siempre para descubrir el principio de la moralidad, veamos por qué todos ellos han fracasado en su conjunto. Se veía al hombre vinculado a la ley a través de su deber pero a nadie se le ocurrió que se hallaba sometido solo a su propia y sin embargo universal legislación, que solo está obligado a obrar en conformidad con su propia voluntad, si bien ésta legisla universalmente según el fin de la naturaleza”

(Kant, 1785, 2016, p. 145).

La única forma de que el principio que reconoce que cada persona constituye un “fin en sí mismo” tenga la condición de imperativo categórico supone abrazar la siguiente conclusión: los preceptos morales solo pueden emanar de la voluntad racional de cada persona.

Por tal razón Kant declara:

“La moralidad consiste, pues, en la relación de cualquier acción con la única legislación por medio de la cual es posible un reino de los fines. Esta legislación tiene que poder ser encontrada en todo ser racional y tiene que poder emanar de su voluntad (…)”

(Kant, 1785, 2016, p. 147).

“La autonomía de la voluntad es aquella modalidad de la voluntad por la que ella es una ley para sí misma (independientemente de cualquier modalidad de los objetos del querer). El principio de autonomía es por lo tanto éste: no elegir sino de tal modo que las máximas de su elección estén simultáneamente comprendidas en el mismo querer como ley universal”

(Kant, 1785, 2016, p. 157).

Finalmente, Kant revela la relación entre moralidad, razón y autonomía.

No es libre la persona que toma una decisión (“no defraudar”) para obtener el resultado requerido por una necesidad (“evitar la condena de la sociedad”), pues esa persona no elige el fin. La necesidad de obtener el resultado en cuestión encuentra su causa en el deseo, en la emoción o en el instinto; mas no en la buena voluntad. La decisión de obedecer un imperativo hipotético es producto del condicionamiento, de la constricción del deseo, de la emoción o del instinto.

Es libre, por el contrario, la persona que toma una decisión (“no mentir”) para cumplir un deber moral (“no mentir”) en base a la consideración de que eso es lo correcto, pues esa persona sí elige el fin. La voluntad de cumplir un deber moral encuentra su causa en la razón, y no en el deseo, en la emoción o en el instinto, de la persona en cuestión.

La decisión de observar un imperativo categórico obedece, en consecuencia, a la razón, que se abstrae de toda circunstancia para lograr que la voluntad se aleje del campo magnético del deseo, de la emoción o del instinto (Kant, 1785, 2016, p. 158).

La teoría filosófica de Kant se distancia, de forma notable y notoria, de la teoría filosófica de Bentham y Mill. A diferencia de esta última teoría, aquélla propugna que las decisiones de las personas han de ser respetadas con independencia de las consecuencias que generen, aun cuando los costos excedan a los beneficios.

Si cada persona tiene la capacidad natural de tomar decisiones racionales, entonces cada persona ha de determinar su destino (fin) y ha de optar por la forma en la que intentará realizarlo (medio)77. Por tanto, resulta moralmente aceptable que una persona tome la decisión de sufrir la pérdida X. En cambio, no resulta moralmente aceptable obligar a esa persona a sufrir la pérdida en cuestión. Por ejemplo, resulta moralmente aceptable que B decida ser parte de un experimento médico doloroso y riesgoso con el fin de hallar una vacuna que permita poner fin a una pandemia; pero no resulta moralmente aceptable obligar a B a someterse al experimento en cuestión, a pesar de que los resultados puedan beneficiar a millones de personas, al menor costo posible.

VI. CONTRATOS

6.1. Incremento del bienestar

Los contratos son moralmente valiosos porque permiten que las partes obtengan recursos capaces de generar placer o de reducir (o incluso eliminar) dolor. Un contrato que otorga acceso a un concierto de música es moralmente valioso porque ese concierto genera bienestar emocional o espiritual. Un contrato que otorga acceso a un tratamiento médico es moralmente valioso porque ese tratamiento reduce sufrimiento físico y emocional (causado por la enfermedad). En cualquier caso, el nivel de bienestar se incrementa.

En el caso de los contratos onerosos (compraventa), ambas partes incrementan sus niveles de bienestar en la medida que reciben los recursos que más valoran. C decide transferir a B el recurso X a cambio de $100 porque C prefiere obtener el dinero en lugar de conservar el recurso. Del mismo modo, B decide adquirir de C el recurso X a cambio de $100 porque B prefiere obtener el recurso en lugar de conservar el dinero. Efectuada la transacción, ambas partes incrementan sus niveles de bienestar.

En el caso de los contratos gratuitos (donación), ambas partes igualmente incrementan sus niveles de bienestar. C decide transferir a B $100 porque prefiere colaborar solidariamente con B en lugar de conservar el dinero. De la misma manera, B decide recibir de C $100 porque prefiere obtener el dinero en lugar de conservar la (natural) actitud de autonomía y suficiencia.

Efectuada la transacción, B incrementa su bienestar porque obtiene un recurso valioso sin entregar otro a cambio. C también incrementa su bienestar porque satisface una necesidad moral propia: el imperativo (emocional) de ser solidario con B.

Desde un enfoque utilitarista, los contratos son moralmente deseables por dos razones: (i) porque permiten incrementar el nivel de bienestar de las partes; y, (ii) porque permiten sostener en el tiempo el desarrollo y la expansión de los mercados.

B puede lograr el incremento de su nivel de bienestar tomando directamente el recurso X de C. Ese efecto, empero, no será sostenible en el tiempo, en la medida que D también puede lograr el incremento de su nivel de bienestar tomando directamente los recurso X/Y de B. Si C y B pueden perder sus recursos en cualquier momento, a pesar de que deseen conservarlos, ¿tendrán incentivos para invertir en la generación de riqueza?

El incremento del nivel de bienestar social solo es sostenible en el tiempo si las personas generan recursos de manera constante. Para que tal cosa ocurra, es imprescindible que el sistema legal otorgue derechos de propiedad, pues esos derechos permiten la conservación indefinida de los recursos producidos o adquiridos. Un sistema basado en derechos de propiedad impide que B tome directamente el recurso X de C y, por tanto, incentiva a B a negociar con C.

Los contratos permiten obtener recursos en armonía con los derechos de propiedad. Si C transfiere por contrato el recurso X a B, C ejerce su derecho de propiedad sobre ese recurso78. Por consiguiente, la adquisición del recurso X por parte de B genera incentivos para producir y, por tanto, para generar riqueza. Esto significa que el incremento del nivel de bienestar de B generado por el contrato celebrado con C es sostenible en el tiempo.

Los contratos, en consecuencia, permiten reasignar los recursos producidos para generar el mayor beneficio posible para las partes y para la sociedad.

6.2. Ejercicio de la libre determinación

Los contratos son moralmente valiosos porque permiten a las partes ejercer su libertad, su autonomía y, por tanto, reafirmar su dignidad.

La dignidad individual consiste en poder decidir dos aspectos centrales de la existencia: (i) qué es lo que se desea ser o hacer; y, (ii) cómo se logra ser o hacer lo que se desea.

Una persona puede desear consagrar su existencia a la filosofía o al arte. Imaginemos que B desea ser filósofo y que C desea ser pianista. Para que logren sus respectivos propósitos, B y C necesitan adquirir conocimientos de otros. B necesita tomar clases de diversos cursos de filosofía y C necesita tomar clases de diversos cursos de música. Imaginemos, empero, que B y C no desean recibir educación formal sino más bien emprender la aventura del aprendizaje por cuenta propia. Incluso en este supuesto extremo, B y C requieren adquirir recursos de otros. B necesita, cuando menos, acceder a las obras de los filósofos que construyen esta disciplina; de lo contrario, ¿cómo podrá distinguir la filosofía utilitarista de la filosofía deontológica? Del mismo modo, C necesita, cuando menos, acceder a una guitarra; de lo contrario, ¿cómo podrá ejecutar acordes, reproducir escalas o crear armonías? Ciertamente, es posible que en los hechos B y C tomen los recursos que necesitan (libros, guitarra) de forma unilateral, sin el consentimiento de sus propietarios. Esto, sin embargo, implicará tratar a estos últimos como simples medios, vulnerando el primer precepto de la “Fórmula de la Humanidad”.

La realidad demuestra que incluso en los supuestos más extremos, en los supuestos en los que las personas deciden intentar ser o hacer lo que desean a través de la aventura del aprendizaje por cuenta propia, no es posible ignorar la necesidad de obtener recursos de terceros.

Los contratos permiten obtener esos recursos. Los contratos, por lo tanto, conceden a las personas una posibilidad valiosa: acceder a lo que necesitan para ser o hacer lo que desean. Sin la posibilidad de obtener los recursos necesarios para convertirse en filósofo o en músico, B y C no podrán ser las personas que desean ser, ni podrán realizar la actividad a la que desean consagrar su existencia. Solo una sociedad que les otorgue la posibilidad de acceder a los recursos indicados, les permitirá ejercer plenamente su condición de seres dignos.

Al brindar acceso a aquellos recursos requeridos para obtener las finalidades propias, los contratos reafirman los preceptos de la “Fórmula de la Humanidad”.

En efecto, los contratos transfieren recursos solo en la medida que los propietarios así lo deseen. Si B y D acuerdan intercambiar una colección de libros de filosofía medieval por una suma de dinero, la entrega de tal colección y de tal suma se realiza porque los propietarios de esos recursos así lo desean. B no despoja a D de la colección de libros, ni D despoja a B de la suma de dinero. Por tanto, los contratos son consistentes con el precepto moral que prohíbe tratar a las personas como “simples medios”.

Los contratos, por otro lado, suponen que una parte pone sus medios a disposición de la otra, que adquiere un derecho preferente sobre dichos medios. C desea adquirir una guitarra para realizar ejercicios musicales. E desea vender una guitarra para obtener los fondos que le permitan realizar un viaje de meditación a la India. C y E acuerdan intercambiar la guitarra por una suma de dinero.

Tan pronto el contrato es celebrado, E y C pierden libertad sobre la guitarra y la suma de dinero, respectivamente. En efecto, a pesar de seguir siendo propietario de la guitarra, B no puede disponer libremente de ella. De la misma manera, a pesar de seguir siendo propietario de la suma de dinero, C no puede disponer libremente de ella.

¿Por qué razón C y E aceptan limitar sus libertades?

C acepta limitar su libertad respecto de cierto recurso (suma de dinero) en beneficio de E porque E acepta limitar su libertad respecto de otro recurso (guitarra) en beneficio de C. Cada uno reduce un aspecto de su libertad, pero a cambio amplía otro aspecto de su libertad (Nelson, 2008, p. 99). C renuncia a la suma de dinero, pero obtiene acceso a la guitarra. Con este recurso puede empezar a practicar una disciplina que definirá su existencia: la música. E, por su parte, renuncia a la guitarra, pero obtiene acceso la suma de dinero. Con este recurso puede empezar a practicar una disciplina que definirá su existencia: la meditación.

Los contratos constituyen instrumentos de cooperación. C y E acuerdan entregar recursos que permiten la realización de sus respectivas finalidades. C deja de ser propietario de la suma de dinero para que E pueda lograr la finalidad que persigue. E, por su lado, deja de ser propietario de la guitarra para que C pueda lograr la finalidad que persigue. En la medida que la cooperación de C y E es voluntaria, las limitaciones a las libertades que impone responden a la forma en la que C y E conciben su existencia en el mundo. Por consiguiente, los contratos son consistentes con el precepto moral que exige tratar a las personas como “fines en sí mismos”.

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45 Como veremos más adelante, a un nivel macro, todas las sociedades construyen los mismos principios morales. Por esta razón, se considera que, al igual que la gramática, la moral tiene una estructura universal.

46 Existe otra diferencia fundamental entre la ley y la moral: mientras la ley puede ser aplicada a través del aparato coactivo del Estado; la moral, bajo circunstancia alguna, puede ser aplicada a través del aparato en cuestión.

47 Tanto Hume como Smith consideran que si bien el juicio moral es emocional, aquél requiere ser efectuado desde la perspectiva de un espectador imparcial, sin conexión con las personas o las circunstancias del caso concreto.

48 Jonathan Haidt, Craig Joseph y Jesse Graham son fundadores de la escuela de psicología social que intenta explicar el origen y la evolución del razonamiento moral en función de los desafíos del proceso evolutivo.

49 “Morality evolved as a solution to the problem of cooperation (…) Morality is a set of psychological adaptations that allow otherwise selfish individuals to reap the benefits of cooperation” (Greene, 2013, p. 23).

50 Existe un experimento que indaga las razones por las que las personas consideran inmoral el intercambio sexual entre hermanos. Un primer grupo argumenta que tal intercambio es inmoral debido a que un eventual embarazo creará el riesgo de malformación genética. Un segundo grupo argumenta que tal intercambio es inmoral debido al impacto emocional que causará a los padres y familiares. El conductor del experimento explica (i) que el embarazo no se producirá (la mujer tomará anticonceptivos); y, (ii) que los padres y familiares no tomarán conocimiento del hecho (el intercambio se llevará a cabo en un lujar muy lejano). A pesar de conocer estas nuevas variables, ambos grupos siguen considerando que el intercambio sexual entre hermanos es inmoral. En otras palabras, aun cuando no existan “efectos negativos”, el intercambio en cuestión es moralmente rechazado.

51 Una tercera aproximación es la que descansa en la idea de la virtud. Según esta aproximación, la moralidad de la acción depende del carácter (virtuoso) del sujeto que la realiza. Por tanto, resultan irrelevantes tanto la naturaleza de la acción (aproximación deontológica) como las consecuencias de la acción (aproximación utilitarista). Esta tercera aproximación, basada en las enseñanzas de Platón y Aristóteles, domina en el campo de la filosofía moral hasta la irrupción de la Ilustración.

52 En 1687 Isaac Newton publica “Philosophiae Naturalis Principia Mathematica”, acaso la obra más importante de la historia moderna. En esta obra Newton presenta una teoría general del movimiento y del cambio, capaz de explicar y predecir, a través de tres fórmulas matemáticas no muy complejas, el movimiento de todos los cuerpos en el universo. En palabras de Harari: “(…) anyone who wished to understand and predict the movement of a cannonball or a planet simply had to make measurements of the object’s mass, direction and acceleration, and the forces acting on it. By inserting these numbers into Newton’s equations, the future position of the object could be predicted. It worked like magic”. (Harari, 2015, p. 255).

53 En la Edad Media reinan dos tipos de autoridad: la religiosa y la gubernamental. La primera otorga a los líderes de la Iglesia Católica el derecho absoluto y exclusivo de interpretar y ejecutar la Biblia (en ese entonces, el texto más importante de la humanidad). La segunda otorga a los reyes el derecho absoluto y exclusivo de dirigir el destino de sus súbditos. En este contexto, tres brillantes pensadores reclaman la existencia de un tercer tipo de autoridad: la científica. Francis Bacon, Galileo Galilei y René Descartes, sin desconocer la existencia de las otras autoridades, se proponen demostrar que el universo se rige por dos textos: (i) el libro de Dios (Biblia) y (i) el libro de la naturaleza. Mientras el primero contiene las leyes de la moral, el segundo contiene las leyes del funcionamiento mecánico del universo. A través de la aplicación de las matemáticas, la observación y la experimentación estos tres precursores del pensamiento científico buscan descubrir estas últimas leyes e instalar un tercer tipo de autoridad, que no solo permita acelerar el progreso de la humanidad sino también combatir los abusos cometidos por los otros dos tipos de autoridad.

54 Según San Agustín, los tres grandes pecados son: (i) libido dominanti (desear poder); (ii) conscupiscentia (desear sexo); y, (iii) avaritia (desear riqueza).

55 Esta visión no es, ciertamente, disruptiva en términos históricos. Con diferentes discursos, Aristóteles, Seneca y Cicerón, por ejemplo, proclaman que la virtud no es incompatible con la riqueza.

56 Diversos filósofos que preceden a Bentham y Mill postulan, aunque de forma no sistemática, la idea de que el juicio moral ha de responder al objetivo natural de incrementar el placer y reducir el dolor: (i) William Paley (“Principles of Moral and Political Philosophy”); (ii) John Locke (“Essay Concerning Human Understanding”); (iii) Francis Hutchenson (“An Inquiry Concerning the Original of Our Ideas of Beauty and Virtue”); y, (iv) David Hume (“A Treatise of Human Nature”).

57 “Happiness is what matters, and everyone’s happiness counts the same. This doesn’t mean that everyone gets to be equally happy, but it does mean that no one’s happiness is inherently more valuable than anyone else’s” (Greene, 2013, p. 170).

58 El utilitarismo presenta dos versiones sobre el procedimiento que ha de seguirse para determinar la moralidad de una acción determinada. La primera versión, denominada “utilitarismo de la acción”, propone que la moralidad de la acción X sea evaluada en función de las consecuencias (positivas o negativas) concretas que produzca tal acción. La segunda versión, denominada “utilitarismo de la regla”, propone que la moralidad de la acción X sea evaluada en función de las consecuencias (positivas o negativas) que produzca, no tal acción, sino más bien una regla general que permita su realización constante. Bajo la primera versión, la acción de torturar a B (sospechoso de terrorismo) será moral si produce más beneficios que costos; y será inmoral si produce más costos que beneficios. Bajo la segunda versión, la acción de torturar a B no será moral, será inmoral per se, pues una regla general que permita su realización constante (torturar a C, D, E, F, G, etc.) produce, por definición, más costos que beneficios (Harris, 2007, pp. 126 – 128).

59 Jeremy Bentham (1748 – 1832) nace en Londres, en el seno de una familia adinerada. A los tres años empieza a estudiar latín. A los quince años se gradúa de abogado y a los diecisiete años obtiene su maestría en leyes (Queen’s College – Oxford University). Su profundo desencanto con el sistema legal inglés lo anima a renunciar al ejercicio de la profesión y a emprender un programa ambicioso de reforma legal y social basado en la creación de la riqueza. Su producción literaria es extensa y compleja. Su interés por el progreso es conmovedor. En su deseo por mejorar las condiciones de vida social, (i) escribe sobre economía, filosofía del derecho, filosofía moral, filosofía política; (ii) colabora con diversos gobiernos en proyectos de reforma constitucional, civil y penal; e (iii) incursiona en el mundo de los inventos (calefacción, aire acondicionado, etc.). Sus obras son publicadas en Rusia, Francia, Polonia, España, Portugal, Grecia y diversos países latinoamericanos. Napoleón confiesa ser admirador de su tratado sobre derecho civil y penal, mientras que Bolívar prohíbe que ese tratado sea lectura obligatoria en las escuelas de leyes de la Gran Colombia. Por su enorme contribución a la reforma legal y social, es aclamado por José del Valle (influyente político de Guatemala) como “Legislador del Mundo”. En sus últimos días se pregunta de qué manera, una vez muerto, puede ser útil a la sociedad. Piensa en ofrecer su cuerpo para que sirva de objeto de estudios anatómicos, pero finalmente toma la decisión de preservar su cuerpo para que sea exhibido públicamente. Aparentemente esa decisión es motivada por su deseo de cuestionar, con un mensaje permanentemente visible, la superstición religiosa imperante en la época, que condena la disección de los cuerpos e impide el avance de la medicina. Actualmente es posible encontrar al fundador del utilitarismo en los pasillos de la University College London.

60 El “principio de la utilidad” es formulado por Bentham en una obra previa: “A Fragment on Government” (1776). En esta obra Bentham no solo articula un ataque devastador al sistema legal inglés (al que califica como caótico, impredecible, injusto e irracional) sino que además proclama que solo la “utilidad” puede justificar la coerción de naturaleza legal. “A Fragment on Government” es inicialmente publicada bajo anonimato. Su notable repercusión provoca que Jeremiah Bentham, padre orgulloso, revele la identidad del desafiante y articulado escritor.

61 “As happiness, according to Bentham, was the sum of pleasures, the principle of utility was nothing but an injunction to maximize pleasure. Since Bentham himself emphasized that this was what every man anyway tried to do, the principle of utility did not impose anything on anyone. At most, it was a counsel of prudence. It told men to count alternatives and future consequences against the immediate satisfaction before them, to make certain that there were not sacrificing a greater to a lesser pleasure, but nothing more. It did not even sanction hedonism, for Bentham made it plain that when he advocated maximizing pleasure, he did not mean by pleasure anything more than the satisfaction of whatever desires one might feel” (Letwin, 1998, pp. 142-143)

62 Bentham no sugiere analizar los efectos concretos de cada acción específica sino solamente los efectos ideales de cada acción específica de acuerdo con su “tendencia general”. Probablemente Bentham se encuentre influenciado por la teoría cognitiva expuesta años atrás por David Hume en “A Treatesy of Human Nature” (1738). Según el empirista escocés, mientras las proposiciones matemáticas y las proposiciones lógicas pueden ser objeto de “conocimiento cierto”, los hechos solo pueden ser objeto de “conocimiento probable” en base a la experiencia.

63 Bentham afirma que las personas siempre actúan motivadas por una razón. Generalmente actúan para experimentar placer (“self-regarding motive”), pero a veces actúan para que otras experimenten placer (“sympathetic motive”) o dolor (“antipathetic motive”). En ningún caso, pues, actúan sin “interés”. Siempre obtienen alguna “utilidad”. Las personas que sienten empatía obtienen un beneficio emocional derivado del placer que otras experimentan, mientras que las personas que sienten antipatía obtienen un beneficio emocional derivado del dolor que otras experimentan. Por lo tanto, los efectos de las acciones no solo están compuestos por ganancias y pérdidas de orden material.

64 Bentham propone un algoritmo (“felicific calculus”) para calcular el nivel de eficacia de una acción (que produzca placer o que produzca dolor). Ese algoritmo opera con los factores indicados. La “intensidad” mide la fuerza de la acción. La “duración” mide la proyección temporal de la acción. La “certeza” mide la probabilidad de la acción. La “proximidad” mide la distancia temporal de la acción con relación al presente. La “fecundidad” mide la capacidad de la acción de producir efectos similares subsecuentes. La “puridad” mide la capacidad de la acción de no producir efectos contrarios subsecuentes. La “extensión” mide la proyección material de la acción.

65 “(…) each individual’s well-being affects social welfare in a symmetric manner, which is to say that the idea of social welfare incorporates a basic notion of equal concern for all individuals” (Kaplow y Shavell, 2002, p. 25). “Utilitarianism claims to offer a science of morality based on measuring, aggregating, and calculating happiness. It weights preferences without judging them. Everyone’s’ preferences count equally (Sandel, 2009, p. 41).

66 John Stuart Mill (1806 - 1873) nace en Londres, en el seno de una familia adinerada. Su padre, James Mill, famoso filósofo, economista e historiador escocés, decide educarlo en casa bajo la tutoría compartida de tres maestros: los amigos James Mill, Jeremy Bentham y Francis Place. Inicia sus estudios a muy temprana edad: griego a los tres años y latín a los ocho años. Concluye su primera obra (sobre el derecho romano) a los once años. Culmina sus estudios de química, zoología, lógica y matemáticas en Francia a los catorce años. A causa del rigor académico de sus tutores, sufre un colapso nervioso a los veinte años. Durante un lapso prolongado vive en estado de depresión. No obstante, logra publicar obras sobre lógica, filosofía moral, filosofía política, política económica, economía, religión y poesía. La interacción (primero amical, luego amorosa) con Harriet Taylor resulta decisiva para su recuperación emocional y su vasta e influyente producción literaria.

67 Algunos autores consideran que Mill es fundador del “utilitarismo de la regla” al sostener la idea de que los efectos de una acción deben ser determinados en función a su correspondencia con las reglas morales.

68 Como indicamos en páginas anteriores, el utilitarismo propone dos métodos para determinar los efectos (positivos o negativos) que producen las acciones. De acuerdo con el “utilitarismo de la acción”, los efectos en cuestión se determinan en función de la acción concreta (p.e. “torturar al sospechoso X”). De acuerdo con el “utilitarismo de la regla”, los efectos en cuestión se determinan en función de la acción convertida en regla general (p.e. “torturar a todos los sospechosos”).

69 Poco después de que oficiales de inteligencia logran decodificar el sistema de comunicación Nazi (denominado “Enigma”), Winston Churchill tiene la oportunidad de salvar las vidas de los residentes de la ciudad de Coventry, enviando una alerta que los proteja del bombardeo programado por la fuerza aérea Nazi. Churchill decide no enviar la alerta en cuestión para no revelar el descubrimiento de Enigma por parte de las fuerzas aliadas. Churchill supone que mantener en secreto el descubrimiento en cuestión eventualmente salvará más vidas. Este es, probablemente, uno de los ejemplos más dolorosos de la aplicación del razonamiento utilitarista (en su versión “utilitarismo de la acción”).

70 Immanuel Kant (1724 - 1804) nace en Konigsberg (Prusia) en el seno de una familia modesta y religiosa. Se educa en un ambiente estricto que privilegia el estudio del latín y de la religión. Ingresa a la Universidad de Konigsberg a los dieciséis años. Es designado profesor asistente en su alma mater a los treinta y un años. Recibe una retribución variable en función del número de alumnos inscritos en sus cursos. Se convierte pronto en un profesor muy popular, ofreciendo clases de hasta veinte horas semanales en materias tan disímiles como lógica, ética, metafísica, derecho, antropología y geografía. Inicialmente se encuentra interesado en la obra y en el pensamiento de Newton, por lo que sus primeros trabajos se centran en la formación y evolución del sistema solar. La lectura de las obras de Hume y de Rousseau despierta su interés en la filosofía moral. Publica su primera gran obra (“Critica de la Razón Pura”) a los cincuenta y siete años. Publica textos dedicados a la filosofía, la metafísica, la lógica, la ética, el derecho, la historia, la antropología y la religión.

71 Esta obra ha sido traducida al castellano bajo el título de “Fundamentación para la Metafísica de las Costumbres”.

72 El dinero puede ser utilizado para socorrer a los necesitados, pero también para corromper a las autoridades. Por tanto, el dinero es un bien instrumental; no es intrínsecamente bueno.

73 Un policía con coraje puede ser capaz de sacrificar su vida por los demás; pero un terrorista con coraje puede ser capaz de realizar los más horrendos crímenes. Por tanto, el coraje es una virtud instrumental; no es intrínsecamente bueno.

74 Kant diferencia la acción “conforme al deber moral” de la acción “con valor moral”. La primera es la que cumple un deber moral por alguna razón diferente al deber en sí. La segunda es la que cumple un deber moral por el deber en sí. Por ejemplo, si B evita un daño a C para obtener una recompensa, su acción es conforme al deber moral. Pero si B evita un daño a C porque considera que eso es lo correcto, su acción tiene valor moral.

75 “The principle asserts that (…) agents need only to impose a certain sort of consistency on their actions if they are to avoid doing what is morally unacceptable. It proposes an uncompromisingly rationalist foundation for ethics” (O’Neill, 1989 pp. 81 y 82).

76 Existen tres diferentes interpretaciones sobre el alcance del criterio de no contradicción. La primera supone que el criterio exige que la acción no genere una contradicción lógica en caso de convertirse en “ley universal”. La segunda supone que el criterio exige que la acción no genere una contradicción teleológica en caso de convertirse en “ley universal”. La tercera supone que el criterio exige que la acción no genere una contradicción práctica en caso de convertirse en “ley universal”. La contradicción lógica implica que la universalización de la acción X genera un estado de cosas en el que esa acción resulta inconcebible en términos conceptuales. La contradicción teleológica implica que la universalización de la acción Y genera un estado de cosas en el que esa acción resulta concebible en términos conceptuales; no obstante, su realización conduce a resultados inconsistentes con su naturaleza. La contradicción práctica implica que la universalización de la acción Z genera un estado de cosas en el que esa acción resulta concebible en términos conceptuales; no obstante, su realización no conduce a resultado alguno. Si bien el texto de la obra de Kant permite las tres interpretaciones, aquélla que exige una contradicción práctica parece estar alineada a la perfección con la idea de que el juicio moral representa un ejercicio autónomo de racionalidad. Como indica Korsgaard: “The Practical Contradiction Interpretation allows us to sketch an explanation, in terms of autonomy, of why conformity with the Formula of Universal Law is a requirement of reason (…) The rational will, regarding itself as a causality, models its conception of a law on a causal law. As rational being you may take the connection between a purpose you hold and an action that would promote it to be a reason for you to perform the action. But this connection must be universalizable if the reason is sufficient. Only in this case have you identified a law. If universalization would destroy the connection between action and purpose, the purpose is not a sufficient reason for the action. This is how, on the Practical Contradiction Interpretation, the contradiction in conception test shows an immoral maxim to be unfit to be an objective practical law. As an autonomous rational being, you must act on your conception of a law. This is why autonomy requires conformity to the Formula of Universal Law” (Korsgaard, 1996, p. 102).

77 Kant denomina “dignidad” a este estado moral especial que otorga la capacidad de definir (i) el destino propio y (ii) las formas de realizarlo.

78 Existe una diferencia entre propiedad como “titularidad” y propiedad como “derecho real”. La propiedad como “titularidad” está representada por la relación de pertenencia o correspondencia entre un sujeto de derechos y un derecho subjetivo. Esa relación permite que el sujeto en cuestión pueda disponer del derecho indicado. La propiedad como “derecho real” está representada por la más amplia gama de atribuciones sobre un recurso (uso, disfrute, modificación, destrucción).

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