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CAPÍTULO UNO

La excavación de una tumba

Era en los días más apagados,

con los cielos más encapotados,

cuando más extrañaba a su padre Cenicienta.

Lo habían enterrado en la parte trasera.

Bajo una lápida gris pedernal

en los campos donde Letargo corría,

donde las ortigas y los zarzales

a las amapolas daban paso.

Había visitado su sepultura

cada vez que oportunidad tenía.

Letargo, su fiel montura,

la acariciaba con el hocico

mientras caminaba a su costado.

Su único amigo.

Su única familia.

Montaba a Letargo sobre los grises campos,

de las tierras de su padre

los últimos saldos,

con vestidos de harapos heredados,

se sentía liberada.

Aferrada a la encanecida crin

avanzaban sobre el rastrojo

de los cultivos desamparados.

Letargo no era tan raudo

como alguna vez había sido.

Era más su galope

un dolorido trote

que veloz recorrido,

¡más renguear

que acelerar!

Los huesos

de su alguna vez musculoso lomo

en Cenicienta se encajaban con dolo,

pero ella necesitaba montarlo

una

última

vez.

Desde los límites del campo

ella podía ver el sinuoso

y polvoso camino que conducía

a Villasombría.

Un encantador pueblo

mucho tiempo atrás

que ahora se asentaba enconado…

olvidado.


Mientras acariciaba de Letargo su gris pelaje,

notó cómo su aliento

salía en bocanadas largas y marchitas,

cómo se sacudían sus costillas,

cómo sus piernas antes fuertes se estremecían.

“¡Está bien, Letargo, descansaremos ahora!”

Letargo relinchó agradecido.

Aunque si hubiera podido

hasta la luna plateada por ella habría corrido.

Cuando emprendían el retorno

de Cenicienta la mirada

quedó enganchada,

conmocionada,

atraída

por la vieja mansión abandonada

en la cima

de la colina.

Una mansión con cinco torres,

extendidas como dedos

levantándose de una palma.

A un tiempo terrible

y hermosa.

A un tiempo agarre y puño.

¡Tocotoc tocotoc!

¡Tocotoc tocotoc!

¡Tocotoc tocotoc!

Los caballos

eran más grandes que cualquiera

que jamás hubiera visto Cenicienta.

Más negros que sus párpados

a la hora de las pesadillas.

Galopaban por el sinuoso camino

que a la mansión conducía

en lo alto de la colina.


Había tres

grupos de seis

cada caballo tirando

un carruaje diferente

a cualquier cosa que Cenicienta

hubiera antes visto.

Los carruajes

eran bajos

muy

bajos.

Le recordaban algo

que ella no podía precisar.

Y coloreaban un negro profundo

que se negaba a reflejar

del sol su ocaso.

Detrás del último carruaje

una voluta,

una nube

se fue elevando,

dirigiéndose hacia Cenicienta y Letargo

como un oscuro presagio.

Letargo intentó un relincho

que salió como un chirrido.


“Está bien, Lenti.”

La nube se acercó

como un enjambre

de murciélagos.

Cenicienta podía sentir

cómo su corazón comenzaba

a acelerarse.

Debajo de ella,

en los músculos de Letargo empezaba

una lenta contracción.

“Por favor, Lenti, sólo por mí, una vez más.

Mostrémosles el significado de la velocidad.”

Cenicienta hundió sus talones

en el huesudo costado de su caballo,

y de inmediato sintió una punzada de contrición.

Pero en él se agitó

un recuerdo,

una sombra

de su antiguo yo.

Y por el más breve de los instantes,

sintió de la juventud el pulso

zumbando en sus venas.

Al galope se alejaron,

y de murciélagos la nube

atrás dejaron.


“¡Epaaaaaaaa!”

exaltada gritó Cenicienta.

Pero en cuanto el grito dejó sus labios,

Letargo comenzó a bajar el paso,

a temblar

a tropezar

a parar.


Zombicienta

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