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PRIMERA PARTE

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¿Acaso sigue habiendo historias posibles, historias para escritores? Si no deseas contar cosas sobre ti mismo, universalizar tu ego de una manera romántica o lírica, si no sientes la necesidad de hablar de tus esperanzas ni de tus derrotas, ni de relatar con absoluta veracidad tus relaciones con las mujeres (como si la sinceridad pudiera trasponer ese asunto a lo universal y no más bien hacia lo médico, o hacia lo psicológico en el mejor de los casos); si no deseas eso, sino retirarte discretamente, salvaguardar con cortesía el ámbito de lo privado, enfrentarte al tema como el escultor a sus materiales, trabajando y desarrollándolos, e igual que los clásicos, intentas no desesperarte enseguida aunque apenas puedes negar el puro dislate que va apareciendo por todas partes, entonces escribir se vuelve más complicado y solitario, más absurdo incluso, porque una buena nota en la historia de la literatura no te interesa (¿a quién no le han puesto buenas notas, cuántas chapuzas no han recibido alguna vez un galardón?), los requerimientos del día son más importantes. Sin embargo, también aquí se plantea un dilema y una situación de mercado desfavorable. La vida ofrece mero entretenimiento: cine por la noche, la poesía de los periódicos por poco más de un franco, pero socialmente hablando se reivindican las almas, las confesiones, la veracidad nada más y nada menos, los valores elevados, las moralejas, las máximas morales útiles, hay que superar o corroborar siempre algo, unas veces el cristianismo, otras la desesperación habitual, o sea, literatura en resumidas cuentas. Ahora bien, si un autor se niega en redondo y cada vez con mayor obstinación a producir eso porque tiene muy claro que el motivo de su escritura está en sus manos, que está en su consciente y en su inconsciente en una proporción dosificada según cada caso particular, que se halla en sus creencias y en sus dudas, de acuerdo, pero también opina que justamente por eso no le incumbe para nada al público y decide entonces que ya es suficiente con lo que escribe, con lo que redacta, con aquello a lo que da forma, que le basta con mostrar la superficie como aperitivo y sólo esa superficie, trabajar en ella y sólo allí, y que en lo restante hay que mantener la boca cerrada sin comentar ni andar cotorreando al respecto. Alcanzado ese conocimiento, se quedará perplejo, titubeará, no sabrá qué hacer, será algo inevitable. Irá creciendo en su interior la sospecha de que no hay nada más que contar; abdicar se convertirá entonces en una opción a tener en cuenta; puede que sigan siendo posibles algunas frases, pero en general se producirá un viraje hacia la biología para concebir (al menos intelectualmente) esa explosión de la humanidad, esos miles de millones en ascenso, esos úteros que proveen incesantemente, o hacia la física, hacia la astronomía, rendir cuentas por una simple cuestión de geometría sobre la estructura en la que vamos dando vueltas por el universo. El resto, para las revistas ilustradas, para Life, Match, Quick y para Sie und Er: el presidente, en una burbuja de oxígeno; el tío Bulganin, en su jardín; la princesa con su comandante de avión, que es un manitas y sabe hacer de todo, los grandes del cine y sus caras de dólar, reemplazables, pasados de moda, de los que apenas se habla ya. Frente a todo esto, la rutina diaria de un fulano cualquiera, en mi caso de Europa occidental, de Suiza para ser exactos, el mal tiempo y la coyuntura económica, las preocupaciones y los fastidios, los disgustos de carácter privado, pero sin relación con lo mundano, con el desagüe de lo zafio y lo absurdo, con esa exhibición de las necesidades. El destino ha huido del escenario en el que se representa para ponerse al acecho tras los bastidores, fuera de la dramaturgia en vigor; en un primer plano todo se convierte en accidente, las enfermedades, las crisis. Incluso la guerra depende de que los cerebros electrónicos auguren su rentabilidad; pero aunque no sea así, las calculadoras funcionan, sólo las derrotas siguen siendo matemáticamente posibles. ¡Ay, si se llegasen a producir manipulaciones ilícitas en los cerebros artificiales! Pero hasta esto resulta menos penoso que la posibilidad de que se afloje un tornillo, de que una bobina se desajuste, de que un pulsador reaccione equivocadamente, que se produzca el fin del mundo por un cortocircuito, por un fallo técnico. Así que ya no hay ningún Dios amenazador, ninguna justicia, ninguna fatalidad como en la Quinta Sinfonía, sino accidentes de tráfico, roturas de diques como consecuencia de un defecto de construcción, la explosión de una fábrica de bombas atómicas provocada por un ayudante de laboratorio distraído, máquinas incubadoras mal ajustadas. Es a este mundo de las averías al que nos conduce nuestra carretera. En sus polvorientos arcenes, junto a las vallas publicitarias con anuncios de zapatos Bally, de Studebaker, de helados, y junto a las estelas conmemorativas de las víctimas de accidente, sigue habiendo alguna historia posible donde la humanidad se mira todavía en el espejo de una persona normal, donde la mala suerte se extiende sin querer hacia lo universal, donde se hacen visibles los platillos de la balanza de la justicia, quizás también de la clemencia vista por casualidad, reflejada en el monóculo de un borracho.

La avería

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