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SEGUNDA PARTE

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Accidente, ciertamente inofensivo, pero avería a fin de cuentas: Alfredo Traps1, para llamarlo por su nombre, empleado en el sector textil, de cuarenta y cinco años y todavía lejos de haber alcanzado una gran corpulencia, de aspecto agradable y modales suficientes si bien delatores de un cierto servilismo al filtrarse por ellos algo primitivo, algo de vendedor ambulante. Este tipo un momento antes iba circulando con su Studebaker por una de las grandes carreteras del país, contaba con llegar al cabo de una hora a su domicilio en una ciudad importante, cuando su coche se declaró de pronto en huelga. Simplemente dejó de funcionar.

Allí estaba el vehículo lacado en rojo, desvalido, a los pies de una colina baja por la que serpenteaba la carretera; por el norte se habían formado algunos cúmulos en el cielo, y por el oeste el sol seguía estando alto, casi a punto de comenzar su descenso después de mediodía. Traps se fumó un cigarrillo y a continuación hizo lo que debía. El dueño del taller de coches que finalmente remolcó el Studebaker le contó que no podía arreglar el desperfecto hasta la mañana siguiente, se trataba de un fallo en la junta de la trócola y de la bomba de gasolina. No era cuestión de ponerse a averiguar si aquello era cierto, ni siquiera era recomendable intentarlo; uno se halla a merced de los dueños de los talleres de coches igual que en otros tiempos a merced de los bandoleros y, aún más atrás en el tiempo, de los dioses y de los demonios locales. Demasiado perezoso como para recorrer el camino de media hora hasta la estación de tren y hacer el viaje, algo complicado, aunque breve, de vuelta a casa, con su esposa, con sus cuatro hijos, todos chicos, Traps decidió pasar la noche allí. Eran las seis de la tarde, hacía calor, estaba próximo el día más largo del año, el pueblo a cuyas afueras se encontraba el taller era acogedor, desparramado en unas colinas boscosas, con su iglesia en lo alto de un cerro, su casa parroquial y su antiquísimo roble protegido con imponentes aros de hierro y sólidos refuerzos, todo muy resistente, aseado, hasta los estercoleros frente a las casas de labranza estaban cuidadosamente apilados y organizados. También había por allí una fábrica pequeña y varias tascas y casas de huéspedes. Traps ya había oído hablar de una de aquellas casas en términos elogiosos, pero sus habitaciones estaban ocupadas por un congreso de criadores de ganado menor, y le indicaron una casa en donde de vez en cuando ofrecían alojamiento a la gente. Traps titubeó. Aún era posible regresar a casa en tren, pero lo sedujo la esperanza de vivir alguna aventura, y es que a veces en las aldeas había chicas –tal como había comprobado recientemente en la aldea de Michelines– que sabían apreciar a un viajante textil. Así que con renovadas energías emprendió el camino hacia la casa. Sonaron las campanas de la iglesia. Unas vacas le salieron al encuentro con paso torpe, mugieron. La casa de campo, de una sola planta, se hallaba en el centro de un amplio jardín, con los muros de un blanco deslumbrante, tejado plano, persianas enrollables de color verde, medio tapada por arbustos, hayas y abetos, con flores que daban a la calle, sobre todo rosas, y un hombrecito de avanzada edad con un mandil de cuero entre ellas, posiblemente el dueño de la casa realizando sencillas labores de jardinería.

Traps se presentó y pidió alojamiento.

–¿Cuál es su profesión? –preguntó el anciano, que se había acercado a la valla fumando un Brissago. No superaba en altura la puerta del jardín.

–Empleado en el sector textil.

El anciano examinó a Traps de arriba abajo al modo de los hipermétropes, mirando por encima de unas gafitas sin montura:

–Claro que sí, el señor puede pasar la noche aquí, por supuesto.

Traps preguntó el precio.

–No suelo cobrar nada –aclaró el anciano–. Estoy solo, mi hijo está en los Estados Unidos, me cuida un ama de llaves, la señorita Simone, y me hace ilusión poder alojar de vez en cuando a algún huésped.

El viajante textil le dio las gracias. Estaba conmovido por la hospitalidad y comentó que en el campo no se habían extinguido todavía los usos y costumbres de los antepasados. La puerta del jardín se abrió. Traps miró a su alrededor. Senderos de grava, césped, grandes zonas umbrías y otras iluminadas por el sol.

Cuando llegaron al lado de las flores, el anciano, haciendo unos cortes cuidadosos en un rosal con sus tijeras de podar, dijo que esa noche esperaba visita. Eran unos amigos que vivían en el vecindario, algunos en el pueblo y otros más allá, en las lomas, todos jubilados igual que él, atraídos a aquel lugar por la suavidad del clima y porque allí no soplaba tanto el foehn de los Alpes. Todos ellos vivían solos, eran viudos y estaban ansiosos por vivir cosas nuevas, estimulantes, así que para él era un placer poder invitar al señor Traps a la cena y a la posterior reunión de caballeros.

El viajante se sorprendió. En realidad, su intención era cenar en el pueblo, justo en la famosa casa de huéspedes, pero no se atrevió a rechazar aquel ofrecimiento. Se sentía obligado. Había aceptado la invitación a pasar la noche gratuitamente. No quería quedar como un urbanita maleducado, así que aceptó complacido. El dueño de la casa lo condujo a la primera planta. Una habitación acogedora. Agua corriente, una cama amplia, una mesa, un sillón cómodo, un Hodler en la pared, viejos volúmenes encuadernados en piel en el estante. El viajante textil abrió su maletín, se lavó, se afeitó, se envolvió en una nube de agua de Colonia, se acercó a la ventana, se encendió un cigarrillo. El gran disco solar se deslizaba en su caída hacia las montañas bañando con su luz los hayedos. Hizo un rápido repaso a los negocios de aquel día, el encargo de la Rotacher S. A. que no estaba nada mal, las dificultades con Wildholz, un cinco por ciento le exigía aquel bribón, ¡vaya, vaya!, a ese le retorcería con gusto el pescuezo y lo llevaría a la ruina. Luego, llegaron los recuerdos. Asuntos cotidianos en desorden, un adulterio planeado en el Hotel Touring, la cuestión de si comprarle o no un tren eléctrico a su hijo pequeño (al que más quería él), la cortesía y el deber de telefonear a su esposa, darle el recado de su imprevista ausencia. Sin embargo, no lo hizo. Como tantas otras veces. Ella estaba acostumbrada a esas cosas y de todas formas no le creería. Bostezó, se permitió otro cigarrillo. Vio llegar en formación a tres señores mayores por el sendero de grava; dos iban del brazo, y otro, gordo y calvo, detrás. Saludos, apretón de manos, abrazos, algunas frases sobre las rosas. Traps se apartó de la ventana, se dirigió al estante de los libros. Por los títulos que leyó no cabía esperar sino una velada aburrida: Holtzendorff, El delito de asesinato y la pena de muerte; Savigny, El sistema del derecho romano en la actualidad; Ernst David Hölle, La práctica del interrogatorio. El viajante textil lo vio claro. Su anfitrión era jurista, quizás había trabajado de abogado. Se imaginó una velada con discusiones farragosas, ¿qué sabían los estudiosos de la vida real? Nada, y así hacían las leyes. También se temió que se hablara sobre arte o sobre temas similares, con lo que era fácil que pudiera quedar en ridículo. Bueno y qué, si no tuviera que estar bregando en tantas batallas comerciales, él también estaría al día en asuntos más elevados. Bajó con desgana, estaban todos reunidos en la terraza acristalada abierta que seguía iluminada por el sol, mientras el ama de llaves, de constitución robusta, ponía la mesa al lado, en el comedor. Sin embargo, se quedó pasmado al contemplar la compañía que le aguardaba. Se alegró de que fuera el dueño de la casa quien primeramente le salió al encuentro, ahora casi galano, con sus escasos cabellos cuidadosamente cepillados y con una levita demasiado grande. Dieron la bienvenida a Traps con un breve discurso. Así pudo ocultar él su azoramiento. Murmurando dijo que el honor era suyo, hizo una reverencia, se mostró seco, distante, representó el papel de experto internacional en la industria textil y pensó con nostalgia que inicialmente se había quedado en aquella aldea para buscarse alguna chica. Ese plan se había ido ahora al garete. Frente a él vio a otros tres ancianos que para nada iban a la zaga del estrafalario anfitrión. Como cuervos inmensos llenaban aquel espacio veraniego decorado con muebles de mimbre y cortinas vaporosas; eran vetustos, iban arreglados pero descuidados aunque sus levitas eran de la mejor calidad, tal como constató de inmediato. En el asunto de la ropa había que exceptuar al calvo (de nombre Pilet2, de setenta y siete años, dijo el dueño de la casa, que había comenzado en ese instante con las presentaciones), que ocupaba, estirado y ufano, un taburete a todas luces incómodo a pesar de tener alrededor varias sillas confortables. Iba arreglado en exceso, con un clavel blanco en el ojal y se acariciaba constantemente el poblado bigote teñido de negro; era evidente que estaba jubilado, tal vez un antiguo sacristán que había hecho dinero por un golpe de suerte, o un deshollinador, o posiblemente un maquinista. En comparación con él, los otros dos tenían un aspecto muy desastrado. El uno (el señor Kummer3, de ochenta y dos años), aún más gordo que Pilet, inconmensurable, como compuesto por bultos de grasa, estaba sentado en una mecedora, con la cara de un rojo intenso, una tremenda nariz de borrachín, unos ojos saltones y alegres tras unas gafas doradas, a lo que se añadía, por descuido tal vez, un camisón debajo del traje negro y los bolsillos atiborrados de diarios y de papeles; mientras que el otro (el señor Zorn4, de ochenta y seis años) era alto y flaco, con un monóculo en el ojo izquierdo, cicatrices en la cara, nariz aguileña, melena cana y boca hundida, en resumen: un personaje de otra época que se había abotonado mal el chaleco y llevaba los calcetines desparejados.

–¿Un Campari? –preguntó el dueño de la casa.

–¡Cómo no! –respondió Traps y se sentó en un sillón, mientras que el alto y flaco lo observaba con interés a través de su monóculo.

–¿Va a participar el señor Traps tal vez en nuestra pequeña función teatral?

–Por supuesto que sí. El teatro me encanta.

Los caballeros ancianos sonrieron, menearon las cabezas.

–Puede que nuestra actuación le resulte algo curiosa –señaló el anfitrión con prudencia, casi vacilante–. Consiste en representar nuestras antiguas profesiones.

Los ancianos sonrieron de nuevo, con cortesía, con discreción.

Traps, sorprendido, dijo:

–¿Cómo he de entender eso?

–Bueno –precisó el anfitrión–, en su día yo fui juez, el señor Zorn, fiscal y el señor Kummer, abogado defensor, y lo que hacemos es representar nuestros juicios.

–Ah, caramba –dijo Traps y le pareció una idea aceptable. Puede que aquella velada después de todo no fuera a caer en saco roto.

El anfitrión contempló al viajante con solemnidad. Con voz suave explicó que solían interpretar famosos juicios históricos como el de Sócrates, el de Jesús, el de Juana de Arco o el de Dreyfus, y recientemente también el incendio del Reichstag, y que en una ocasión declararon incapacitado mental a Federico II el Grande.

Traps se quedó admirado.

–¿Y hacen ustedes esas representaciones todas las noches?

El juez asintió.

–Sin embargo, los mejores ejercicios los hacemos en vivo porque suelen provocar situaciones interesantes. Por ejemplo, anteayer estuvo aquí un parlamentario que había pronunciado un discurso electoral en el pueblo y que había perdido el último tren. Lo condenamos a catorce años de reclusión por extorsión y soborno.

–Un tribunal severo –constató Traps en tono divertido.

–¡Por supuesto! –exclamaron satisfechos los ancianos.

–¿Qué papel puedo representar para la función?

De nuevo las sonrisas, ya casi risas.

–Ya tenemos los papeles de juez, de fiscal y de abogado defensor. Son cargos que presuponen un conocimiento de la materia y de las reglas del juego –comentó el anfitrión–. Sólo está vacante el puesto de acusado, pero señor Traps, de ninguna de las maneras debe sentirse usted obligado a participar. Esto quiero dejarlo bien claro de entrada.

El plan de la velada regocijó al viajante. La noche estaba salvada. No iba a ser una exhibición de aburridos sabelotodos, aquello prometía ser divertido. Él era una persona sencilla, sin excesivas dotes intelectuales, sin mayor gusto por la reflexión, él era un hombre de negocios, ingenioso cuando tocaba serlo, una persona que iba a por todas en su sector y a quien, además, le gustaba comer y beber bien, y sentía una cierta inclinación por las diversiones vigorosas.

–Representaré mi papel –dijo–. Es un honor para mí elegir el papel vacante de acusado.

–¡Bravo! –exclamó el fiscal con voz ronca, y se puso a aplaudir con entusiasmo–. ¡Bravo! Así hablan los hombres. A eso lo llamo yo «coraje».

El viajante textil preguntó con curiosidad por el delito que se le imputaba.

–Ése es un detalle sin importancia –respondió el fiscal limpiándose el monóculo–. Siempre se acaba encontrando un delito.

Todos se echaron a reír.

El señor Kummer se levantó.

–Venga usted conmigo, señor Traps –dijo en un tono casi paternal–. Vamos a tomar un Oporto que hay en esta casa; es añejo, tiene que probarlo sin falta.

Condujo a Traps al comedor. La gran mesa redonda estaba dispuesta de la manera más solemne y festiva. Sillas antiguas con respaldos altos, cuadros oscuros en las paredes, un mobiliario pasado de moda, todo muy serio. Desde la terraza acristalada llegaba la conversación de los ancianos, a través de las ventanas abiertas resplandecía el atardecer, se oía el gorjeo de los pájaros, y en una mesita había algunas botellas, algunas más en la repisa de la chimenea, los Burdeos estaban apilados en canastillas. Con precaución y algo tembloroso, el abogado defensor sirvió dos copitas de una vieja botella de Oporto, las llenó hasta el borde, brindó con el viajante textil por la salud de éste, con mucha delicadeza, haciendo que las copitas con el valioso líquido se rozaran levemente.

Traps lo saboreó.

–Exquisito –dijo.

–Soy su abogado defensor, señor Traps –dijo el señor Kummer–. Así que brindemos: ¡Por una buena amistad!

–¡Por una buena amistad!

El abogado se acercó más a Traps con su cara roja, su nariz de borrachín y sus gafas. Se aproximó tanto, que lo rozó con su colosal barriga, una masa desagradable y blanda. Le dijo que lo mejor era que el señor le confesara de inmediato su delito, pues sólo así podía garantizarle salir indemne de aquel juicio. La situación no era peligrosa, cierto, pero tampoco era cuestión de menospreciarla; había que temer al fiscal alto y flaco, aún en plena posesión de todas sus facultades mentales; y por si fuera poco, el anfitrión tendía por desgracia a la severidad y tal vez incluso a la pedantería, algo que se había ido incrementando con los años, ahora ya tenía ochenta y siete cumplidos. De todas formas, él, el abogado defensor, había logrado sacar adelante la mayoría de los casos, o al menos había conseguido que no se aplicaran las penas más graves. Sólo en una ocasión, en un robo con homicidio, no hubo forma de salvar nada. Pero que tal como veía él al señor Traps, no creía que en su caso se tratara de un robo con homicidio, ¿o tal vez sí?

El viajante comentó entre risas que no había cometido ningún delito. Y acto seguido dijo:

–¡Salud!

–Permítame –respondió el abogado defensor–. No tiene por qué avergonzarse. Conozco la vida, ya no me sorprendo por nada. Puede creerme usted, señor Traps, no puede imaginarse la cantidad de destinos que me han pasado por delante, la de abismos que se me han presentado.

–Lo siento –le sonrió satisfecho el viajante–, en realidad soy un acusado sin delito, y por lo demás es asunto del fiscal encontrar uno, él mismo lo ha dicho, así que voy a tomarle la palabra. Una representación teatral es una representación teatral. Siento curiosidad por ver qué va a salir de todo esto. ¿Habrá un interrogatorio como es debido?

–¡Ya lo creo!

–Eso me hace muchísima ilusión.

El abogado defensor puso cara de preocupación.

–¿Se cree usted inocente, señor Traps?

El viajante textil se echó a reír:

–Absolutamente –la conversación le estaba resultando divertida en extremo.

El abogado defensor se puso a limpiarse las gafas.

–Tenga bien presente lo que voy a decirle, joven amigo. ¡Inocente o no, lo importante aquí es la estrategia! Es arriesgado, por decirlo de una manera suave, aspirar a la inocencia ante nuestro tribunal. Hay que hacer todo lo contrario. Lo más inteligente es autoinculparse enseguida de un delito. Y en el caso de los hombres de negocios viene muy a cuento la estafa, sólo por dar un ejemplo. Así, durante el interrogatorio puede resultar que el acusado haya exagerado, que en realidad lo suyo no sea ninguna estafa, sino un inofensivo encubrimiento de los hechos por razones publicitarias, tal como suele ser habitual en el comercio. La senda de la culpabilidad a la inocencia es ciertamente complicada pero no imposible. En cambio, no tiene ninguna posibilidad de éxito perseverar en la inocencia de uno porque los resultados suelen ser devastadores. Perderá usted allí donde sin duda podría ganar y además se verá obligado a no poder elegir el delito, sino que se lo impondrán.

El viajante textil se encogió de hombros con expresión divertida.

–Lamento no poder darle ese gusto, pero no soy consciente de haber cometido ninguna fechoría que pudiera estar en conflicto con las leyes –repitió él.

El abogado defensor volvió a ponerse las gafas.

La avería

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