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Derecho y cambio social: una aproximación a los debates teóricos en derecho y sociedad
Gabriel Ignacio Gómez Sánchez
Sandra Milena Gómez Santamaría
Este capítulo busca ofrecer unas coordenadas teóricas que permitan resaltar algunos de los aspectos más relevantes en lo que concierne a las relaciones entre el derecho y el cambio social en el escenario contemporáneo. Esta búsqueda teórica es relevante si tenemos en cuenta que la misma implica abrir un diálogo entre el derecho, un saber que durante décadas ha sido pensado desde fronteras disciplinarias, y el cambio social, como categoría propia de las ciencias sociales y que ha sido relativamente lejana a los estudios jurídicos. Para tal efecto, nos ocuparemos primero de las tendencias políticas más influyentes del siglo xix sobre la relación entre derecho y sociedad; luego se hará énfasis en el proceso de construcción del Estado de bienestar y de los movimientos antiformalistas en el inicio del siglo xx; seguidamente se mostrará la contribución a los debates más recientes en la sociología del derecho, el derecho constitucional y las ciencias sociales y, por último, se hablará de algunos de los debates contemporáneos en Colombia y América Latina alrededor de las posibilidades transformadoras del derecho.
Tendencias políticas y su relación con el derecho en el siglo xix
En la literatura internacional, en el campo de la relación entre derecho y sociedad, las discusiones sobre las posibilidades transformadoras del derecho suelen plantearse con base en la tensión entre las dos orientaciones teóricas de mayor influencia durante los dos últimos siglos: la perspectiva liberal y la perspectiva marxista. En esta primera sección se presentará esta tensión, haciendo mayor énfasis en el sentido que se le da al derecho y a la reflexión sobre sus posibilidades transformadoras.
Perspectiva política liberal y concepción jurídica normativista
De acuerdo con la perspectiva contractualista liberal de los siglos xviii y xix y, particularmente, según la influencia racionalista francesa, la relación entre la política y el derecho se caracterizaba por continuar con la tradición política iniciada por Hobbes, Locke, Montesquieu y Rousseau, de acuerdo con la cual se asumía como eje de la nueva organización política y social la existencia de un momento fundacional basado en un contrato social. Con raíz en ello, se asume una postura consensualista de la sociedad en virtud de la cual el nuevo pacto político implica la superación de un estado de naturaleza y la construcción de un nuevo orden social cimentado en la razón. Según la versión rousseaniana y racionalista, se establecía una separación de carácter temporal entre lo político y lo jurídico, de manera que lo político era un momento previo a lo jurídico que se manifestaba a través del diseño constitucional y de la acción del legislador, mientras que lo jurídico estaba llamado a ser un ejercicio racional, técnico y despolitizado (García Villegas, 2014).
Por tal razón, las constituciones del siglo xix, al menos en la tradición continental europea, tenían un valor más político que jurídico, mientras que la ley era considerada como la fuente del derecho y de los derechos (Zagrebelski, 1999). Así, entre la política y el derecho se presentaba, por un lado, una separación temporal y, por otro, una diferenciación en sus contenidos, puesto que el derecho, concebido como la legalidad, se pensaba como el medio para estabilizar la sociedad y lograr los cambios promovidos por la revolución liberal (Tarello, 1995). La idea de cambio social, de acuerdo con el relato liberal, era fundamentalmente política y fue asociada, en principio, a la revolución liberal, y relacionada, adicionalmente, con el debate propio de la democracia representativa. Dicho en otros términos, los cambios más relevantes debían ser cambios políticos que se definían en el escenario del poder legislativo, de manera que el derecho se constituía, más bien, en una garantía para la estabilidad del cambio logrado desde el punto de vista político.
La expresión jurídica del proyecto liberal durante el siglo xix se tradujo en la construcción de la idea del Estado de derecho, en virtud de la cual el poder estatal se despersonalizaba y se limitaba por la fuerza de la ley (Zagrebelsky, 1999). Pero adicionalmente, en un entorno cada vez más secular que buscaba hacer del derecho un conocimiento científico, emergieron concepciones que basaban el estudio de esta disciplina en principios de autonomía respecto a otras áreas sociales (Wallerstein, 2006). Estas expresiones formalistas reflejaban los contextos políticos e intelectuales de su época. Por ejemplo, en el caso francés emergió un tipo de formalismo jurídico de carácter legalista que asumía el conocimiento del derecho como el estudio del código civil, mientras que la función judicial quedaba restringida a un ejercicio de inferencia lógica basada en la legalidad (Tarello, 1995). Por su parte, en la Alemania no unificada del siglo xix emergió un formalismo conceptualista que, a diferencia de la propuesta racionalista del movimiento codificador francés, concebía el derecho como la expresión de la construcción histórica de los pueblos. En un comienzo el historicismo, liderado por Savigny, y el conceptualismo, representado por Puchta, incidieron en una cultura jurídica formalista basada en la construcción sistemática del derecho fundamentado en la clarificación conceptual (García Villegas, 2006; Larenz, 2001). Para estas perspectivas formalistas el cambio social tampoco era el producto del derecho, sino de la política o de la historia, de manera que el derecho estaba llamado, más bien, a mantener el orden y la convivencia en la sociedad.
Para finales del siglo xix, la orientación liberal no era solo un proyecto político y filosófico; era parte de un escenario social disputado que entraba en tensión con fuerzas conservadoras restauradoras y movimientos socialistas que veían con preocupación los efectos negativos del capitalismo industrial (Giddens, 1997). Como proyecto político se extendía en las nacientes repúblicas europeas que adoptaban del constitucionalismo las formas democráticas liberales, y como proyecto económico se evidenciaba en la consolidación de la economía industrial y el auge de un nuevo sector social: la burguesía.
En ese escenario, dos de las teorías más influyentes en el pensamiento social habrían de complementar el relato liberal. En primer lugar, Max Weber, fundador de la sociología comprensiva,2 sostenía que el origen del capitalismo en Europa se debía, en buena parte, a la racionalización de la vida social, la política y el derecho. En el caso del derecho esta racionalización implicó un proceso histórico en virtud del cual el derecho europeo se orientó a diseñar normas generales (racionales) capaces de regular sociedades más complejas y extensas, con base en criterios de creación y decisión autónomos (formales) frente a la religión, la moral y la política. De acuerdo con Weber, este derecho racional-formal tenía la virtud de hacer más predecibles las decisiones institucionales y judiciales y, en consecuencia, de estimular el comercio y la actividad económica capitalista. En tal sentido, desde esta perspectiva sociológica, el derecho había contribuido al surgimiento del capitalismo en Europa (Weber, 2016).
En segundo lugar, desde una perspectiva más positivista y funcionalista, Emilio Durkheim (2001) sostenía que los cambios sociales derivados del surgimiento del capitalismo y de la división social del trabajo no eran, en sí mismos, algo negativo.3 Durkheim consideraba que las nuevas sociedades industrializadas comenzaban a mostrar una nueva forma de solidaridad (orgánica) cimentada en la interdependencia y la complementariedad. En tal sentido, el derecho ya no se basaba tanto en el castigo y en la defensa de la identidad de grupo (solidaridad mecánica), sino que era un derecho más restitutivo, propio de la división social del trabajo.
En consecuencia, el relato liberal, cada vez más sofisticado, comenzaba a mostrar que el derecho no solamente tenía autonomía respecto a la realidad social y política, sino que, además de tener funciones como mantener el orden social y lograr cierto nivel de estabilidad, también contaba con un poder de creación mucho mayor, en la medida en que había contribuido a la racionalización de la organización de la sociedad y al estímulo de las actividades económicas. Esta percepción de autonomía llegaría a un punto de elaboración mucho más sofisticado en el siglo xx con la propuesta elaborada por el jurista austriaco Hans Kelsen (1998; 2011), en su idea de hacer del derecho un conocimiento científico que pudiera fundamentarse desde su estructura misma, con independencia de la política y la moral.
Perspectiva estructuralista marxista
En oposición al relato liberal contractualista, que hacía más énfasis en el consenso social y en el derecho como expresión de dicho acuerdo, la concepción marxista ofrecía una explicación conflictualista y estructuralista de las relaciones entre la economía, la política, el derecho y la sociedad. Según esta perspectiva, el derecho, lejos de ser el resultado de un consenso general de orden democrático y un límite efectivo a la política, era la consecuencia de fuerzas estructurales altamente condicionantes. Dicho en otras palabras, en lugar de ser una variable independiente que podía generar cambios o reformas sociales terminaba siendo una variable dependiente y el resultado de las fuerzas sociales y económicas. En todo caso, esta perspectiva ha tenido múltiples variaciones y matices.
De acuerdo con la versión marxista más economicista, las relaciones entre el derecho y la sociedad tendrían dos características fundamentales. En primer lugar, la concepción materialista de la historia buscaba explicar las leyes que determinaban los cambios sociales y el origen del capitalismo en Europa, y en segundo lugar, se trataba de una perspectiva que hacía mayor énfasis en el estudio de los modos de producción y de su poder estructurante en las relaciones políticas y culturales. Esto se concretaba en la idea de que la historia de la sociedad era el resultado de la contradicción entre clases sociales cuya identidad dependía de las relaciones de producción existentes. En tal sentido, el derecho, así como ocurría con la educación, la cultura o la institucionalidad estatal, hacía parte de la superestructura política supeditada a los condicionamientos de la infraestructura económica, es decir, a las fuerzas materiales productivas, a las relaciones de producción y a los modos de producción. En su “Prólogo” a la Contribución a la crítica de la economía política, de 1859, Marx (2006) sostenía lo siguiente:
el resultado general a que llegué y que, una vez obtenido, sirvió de hilo conductor a mis estudios, puede resumirse así: en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales. El conjunto de estas relaciones de producción forma la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la que se levanta la superestructura jurídica y política y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política y espiritual en general. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia. Al llegar a una determinada fase de desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad chocan con las relaciones de producción existentes, o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí (p. 2).
Según Marx, las posibilidades de transformar la sociedad capitalista no residían tanto en el Estado o en el derecho estatal, como en la acción política. Esta acción implicaba conocer la suma de condiciones estructurales que habían incidido en la consolidación del capitalismo industrial, así como identificar y promover la formación de un proletariado consciente, capaz de liderar un proceso revolucionario. En otros términos, la revolución, como forma de cambio social y político desde las estructuras mismas de la sociedad, no podía venir por vía del derecho, de las instituciones estatales ni menos aún por medio de las decisiones judiciales, sino más bien de un proceso de movilización política liderada por un sujeto histórico: el proletariado (Marx, 2000; 2004).
Esta perspectiva tan escéptica de las posibilidades transformadoras del derecho resulta comprensible cuando se tiene en cuenta el contexto político, cultural y económico del siglo xix. Por un lado, el proceso de industrialización de la sociedad europea estaba llevando a una creciente división del trabajo y a una mayor desigualdad social frente a la cual el estado liberal no asumía ninguna función correctiva o de intervención; por el contrario, las concepciones prevalentes del Estado y el derecho eran funcionales a intereses económicos capitalistas y legitimaban el estado de cosas existentes. Por otro lado, las concepciones y prácticas jurídicas que predominaban en la época de Marx tampoco desafiaban ni posibilitaban la transformación de la sociedad feudal en Alemania ni de la sociedad capitalista que emergía en la Europa del siglo xix.
Este acento en la dimensión macroestructural, basado en la interpretación de los textos de Marx, habría de tener diferentes matices a lo largo del siglo xx. Un primer aspecto por tener en cuenta tiene que ver con las revoluciones socialistas de comienzos del siglo xx, el ascenso de la movilización social y política de sectores trabajadores, el surgimiento del Estado de bienestar y la constitucionalización de los derechos sociales. En este escenario de transformaciones sociales y políticas resultaba ineludible pensar en el Estado y en el derecho estatal como una nueva realidad, ya fuera la nueva estructura del Estado y el derecho en los sistemas socialistas, o ya fuera en el nuevo contexto del Estado de bienestar y los proyectos social-demócratas.
Adicionalmente, diferentes orientaciones teóricas comenzaron a mostrar mayor interés en indagar sobre los procesos culturales en las sociedades capitalistas. Dos ejemplos de ello son los estudios promovidos por la Escuela de Frankfurt y las reflexiones sobre las relaciones hegemónicas realizadas por Antonio Gramsci (2013). Este interés por la dimensión cultural y la hegemonía habría de ser retomado nuevamente en la década del sesenta y permitiría complejizar más las relaciones entre la política, la economía y el derecho.
El Estado de bienestar y las perspectivas antiformalistas en el siglo xx
A comienzos del siglo xx las transformaciones sociales y políticas en las sociedades industrializadas incidieron notablemente en la configuración del Estado y del derecho. El ascenso de los movimientos de trabajadores, el fortalecimiento de los partidos socialistas y el desarrollo de varios procesos revolucionarios hicieron que las expectativas sociales de una transformación social crecieran. Las revoluciones de México en 1910 y Rusia en 1917, el crecimiento del movimiento obrero y la formación de los partidos de los trabajadores en Europa comenzaron a influir en la juridización del conflicto económico y político entre trabajadores y capitalistas. Los derechos sociales se constitucionalizaron y gradualmente el Estado asumió tareas orientadas al desarrollo de servicios públicos y a la garantía de niveles de bienestar (Santos, 2001). Simultáneamente, en materia económica, el modo de producción industrial se transformaba y se instauraba el modelo de producción fordista, basado en la división del trabajo especializado: la construcción de grandes plantas industriales con líneas de ensamblaje que facilitaban la producción en masa (Jessop, 1999). En resumen, se trataba de una nueva fase del capitalismo, esta vez, regulado e intervenido por el Estado.
En este escenario económico y político, la idea de cambio social se asociaba a dos dimensiones del derecho. En primer lugar, un diseño institucional macro que se concretaba en las reformas constitucionales y en las nuevas expresiones legislativas; para que estos cambios políticos se dieran desde lo institucional era necesario que hubiera una movilización social fuerte y un respaldo de los partidos políticos a las causas sociales. Así, la constitucionalización y legalización del Estado social y de los derechos sociales fue el resultado de las luchas de las organizaciones de trabajadores y de los partidos socialistas y social-demócratas en los países industrializados (Esping-Andersen, 1998). En segundo lugar, la protección jurídica de estos derechos ante los jueces. Tal como lo sostiene Santos (2001), los jueces adquirieron un nuevo significado social y político en el contexto del Estado de bienestar. Este nuevo significado social de los jueces encontraba como condición de posibilidad el proceso de desformalización del derecho que comenzaba a emerger desde finales del siglo xix.
En medio de las complejidades y contradicciones de una sociedad cambiante, los jueces se debían enfrentar a conflictos ante los cuales ni la academia ni el derecho positivo ofrecían soluciones adecuadas. Los movimientos antiformalistas, como el del Derecho libre y el Derecho vivo, en Alemania, la escuela de la Libre investigación científica, en Francia, y el realismo jurídico, en Estados Unidos, cuestionaron la autonomía del derecho como disciplina, el monopolio del derecho estatal, así como su coherencia y sistematicidad (García Villegas, 2006; Souza, 2001; Treves, 1988). Estas expresiones antiformalistas resaltaban la existencia de un problema central, la brecha entre el deber ser estático y una realidad dinámica y compleja. Sin embargo, las respuestas ofrecidas por los movimientos antiformalistas eran diversas y con alcances políticos diferentes.
De esta forma, a lo largo del siglo xx, como respuesta a los cambios sociales y políticos, las ramas ejecutiva (y de la administración pública) y judicial adquirieron mayor protagonismo (Santos, 2001). Si bien las reformas legislativas y constitucionales reflejaban la idea de adaptación frente a las necesidades sociales, se requerían mecanismos más flexibles y adecuados para enfrentar las nuevas tareas estatales, responder a nuevos conflictos y permitir a los jueces que, a través de sus decisiones, el derecho no solo se adaptara al cambio social, sino que, incluso, pudiera promover nuevas transformaciones.
En Alemania, desde la segunda mitad del siglo xix habían surgido reacciones contra el formalismo conceptualista y su pretensión de hacer del derecho una ciencia con un sistema coherente y sistemático basado en la diferenciación conceptual. Varias tendencias, como la jurisprudencia de intereses y la escuela del derecho vivo, cuestionaban la primacía del estudio conceptual y prestaban más importancia a los intereses de los sujetos o al derecho que emergía de la misma sociedad. Esta última postura era bastante crítica en la medida que cuestionaba la centralidad del Estado y del derecho estatal, y resolvía la tensión entre las costumbres sociales y el derecho estatal optando por las primeras (García Villegas, 2006; Treves, 1988).
Por su parte, en Francia emergieron posturas intermedias que, en lugar de desafiar radicalmente la centralidad del Estado y del derecho estatal, buscaban hacer del derecho y de los operadores jurídicos escenarios de convergencia entre la realidad social cambiante y las normas estatales, a través de la Libre investigación científica. Mientras que en el caso de la escuela del Derecho vivo en Alemania la brecha entre el derecho estatal y la realidad social debía resolverse reconociendo la fuerza normativa de las prácticas sociales, en el caso de las tendencias antiformalistas francesas el derecho y la institucionalidad estatal debían incorporar los cambios sociales y procurar procesos de adaptación de la normatividad estatal a la dinámica social mediante el uso de ciencias auxiliares (García Villegas, 2006; Treves, 1988).
Una experiencia muy diferente se dio con el antiformalismo judicial liderado por el realismo jurídico norteamericano. Desde finales del siglo xix y comienzos del siglo xx, diferentes condiciones políticas, culturales y sociales permitían poner en cuestionamiento los postulados de la jurisprudencia tradicional y el método de caso propuesto por Christopher Langdell, de acuerdo con el cual el conocimiento científico del derecho era un ejercicio esencialmente bibliográfico basado en el estudio de los casos que se habían constituido en precedentes. La influencia del pragmatismo filosófico y, con ello, el interés por las consecuencias prácticas de las ideas, así como los procesos de transformación social que estaba viviendo la sociedad industrial norteamericana, comenzaban a cuestionar la perspectiva formalista del derecho, basada especialmente en la coherencia y en la lógica. En oposición a la idea de que el derecho era una ciencia que se concentraba en el conocimiento de los precedentes y que los abogados deberían formarse como científicos fundamentalmente en las bibliotecas, los realistas, entre los cuales se encontraban figuras como Oliver Wendell Holmes (2012), sostenían que el derecho estaba basado, más que en la lógica, en la experiencia y en la manera como el derecho opera en la realidad. De allí que Holmes (2012) definiera al derecho en los siguientes términos: “Las profecías acerca de lo que los tribunales harán realmente, y nada más pretencioso que eso, es lo que yo entiendo por Derecho” (p. 60).
Así mismo, las transformaciones de la primera mitad de siglo, como las relacionadas con la depresión de los años treinta y los efectos sociales del capitalismo, demostraban la urgencia de prestar atención a las desigualdades sociales. Ante la necesidad creciente de conocer el funcionamiento real de las instituciones jurídicas, se hacían también necesarias nuevas herramientas teóricas y metodológicas que permitieran abordar esa realidad social e institucional. Para la primera mitad del siglo xx, las ciencias sociales, y particularmente la sociología en Norteamérica, mostraban una mayor influencia del estructural funcionalismo,4 y mayor interés en métodos de investigación cuantitativa. De modo que no resulta extraño que, bajo la influencia del realismo jurídico, emergieran otras corrientes de pensamiento, como la jurisprudencia sociológica liderada por Roscoe Pound, para quien el derecho era una forma de ingeniería social orientada a producir cambios sociales.
En síntesis, las experiencias de construcción del Estado de bienestar en el norte global, así como los procesos de desformalización del derecho, llevaron a la construcción de dos tendencias. Por una parte, la experiencia europea, de acuerdo con la cual los cambios sociales dependían más de la movilización social, de la coalición de fuerzas políticas y de la institucionalización de las luchas de los movimientos obreros (Esping-Andersen, 1998), lo que implicaba, entonces, un rol más protagónico de los partidos políticos, del poder legislativo y del ejecutivo. Algunas propuestas antiformalistas europeas de comienzos del siglo xx se orientaban más a la adaptación del derecho a los cambios sociales, mientras que otras, como las tendencias solidaristas de Duguit y la escuela del servicio público en Francia, estarían orientadas a promover cambios sociales desde el derecho y las instancias administrativas y judiciales. Después de la Segunda Guerra Mundial, diferentes tendencias, como el uso alternativo del derecho y el constitucionalismo de posguerra, harían énfasis en las posibilidades transformadoras del derecho por medio de los jueces, especialmente por parte de las cortes constitucionales (en el caso del neoconstitucionalismo) y de la magistratura democrática, en el caso del uso alternativo del derecho (Souza, 2001).
Por otra parte, la experiencia norteamericana, así como la influencia del realismo jurídico y de la jurisprudencia sociológica, permitió pensar más en el rol transformador del derecho y de los jueces en las relaciones sociales, quizás no tanto para promover grandes cambios en la organización política y económica, sino para incentivar cambios sociales a través de políticas públicas que permitieran cerrar la brecha entre el derecho de los libros (law in books) y el derecho en acción (law in action).
Segunda mitad del siglo xx, políticas de desarrollo, luchas por los derechos y giros culturales
El periodo de posguerra condujo a una serie de nuevos cambios económicos, políticos y culturales en el escenario internacional, que se manifestarían en la configuración de un orden mundial basado en la división bipolar entre dos bloques geopolíticos (capitalista y socialista), así como en un conjunto de tensiones culturales derivadas del cuestionamiento del orden colonial y de las promesas incumplidas de la modernidad occidental.
El escenario geopolítico del periodo de posguerra se caracterizó por la tensión entre un proyecto económico y político de defensa de la economía capitalista y de la reivindicación de la libertad y la propiedad privada como elementos centrales de la vida social, y otro que buscaba la promoción de mayores estándares de igualdad y de protección de los derechos sociales, ya fuera como resultado de un proyecto revolucionario o de una reforma estructural. En cada uno de estos proyectos el derecho habría de tener un rol y un significado diferentes. Para efectos de este trabajo nos detendremos solamente en el caso occidental, especialmente en algunos aspectos relacionados con experiencias que prestaron mayor atención a los mecanismos jurídicos como medios de trasformación y cambio social.
El nuevo escenario económico en el campo internacional se tradujo en la creación de las instituciones de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, hoy Banco Mundial) como organismos de orden multilateral orientados a garantizar el buen funcionamiento de un sistema capitalista regulado (Ruggie, 1982). En el escenario político se buscó fortalecer la existencia de instituciones de orden internacional, lo cual llevó a la elaboración de la Carta de las Naciones Unidas en 1945, a la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 y a un compromiso internacional, más retórico que real, por la defensa de los derechos humanos. En cuanto a las transformaciones internas, en muchos países los cambios se tradujeron en la consolidación de los proyectos de Estado de bienestar mediante la adopción de modelos de intervención en la economía y la constitucionalización de los derechos (Jessop, 1999; Zagrebelski, 1999).
En el caso europeo, se promulgaron nuevas constituciones, como la Ley fundamental de Bonn (1949) y la Constitución italiana de 1947, y con ello comenzaron a emerger debates y reflexiones atinentes a la primacía de las constituciones sobre la ley, al control de la constitucionalidad de las leyes y a los mecanismos de protección de los derechos fundamentales. El desarrollo del Estado de bienestar en Europa y la construcción de una institucionalidad orientada a la protección de los derechos sociales trajeron consigo transformaciones tangibles en términos de disminución de las brechas entre clases sociales, y en cuanto a un compromiso visible con la protección de derechos, como la salud, la educación, la vivienda y la seguridad social (Flora y Heidenheimer, 1981). Sin embargo, estas transformaciones no se produjeron tanto por la acción del derecho y de las decisiones judiciales como por la movilización política, la fuerza de los partidos socialistas y de trabajadores, y la construcción de diseños institucionales que permitieron promover programas sociales (Esping-Andersen, 1998). Tales condiciones políticas, así como una cultura jurídica en la que predominaba la separación entre la política y el derecho, se reflejaban en un campo jurídico en el que los tribunales y las decisiones judiciales distaban mucho de ser considerados como los principales medios de cambio social (Bourdieu, 2000; García Villegas, 2006).
Por su parte, en el caso norteamericano, nuevas realidades sociales y políticas comenzaron a suscitar debates sobre las posibilidades transformadoras del derecho, concretamente de las cortes. Debe tenerse en cuenta que la cultura jurídica norteamericana y su idea del rule of law suponían un rol más significativo de las decisiones de los jueces y un predominio del precedente como fuente de derecho. Así mismo, la influencia del realismo jurídico y de la jurisprudencia sociológica habían contribuido a que se reconociera la relación estrecha entre el derecho y la política (García Villegas, 2006; Kairys, 1998).
Para la década de los sesenta, los debates políticos y académicos fueron prolíficos y propusieron nuevas rutas de pensamiento y acción. Debe tenerse en cuenta que durante esta época los ambientes político, intelectual y cultural comenzaban a mostrar procesos ambivalentes, e incluso contradictorios, acerca del papel social y político del derecho; por un lado, expresiones relacionadas con una visión hegemónica del liberalismo y el desarrollo y, por otro, múltiples transformaciones que desafiaban las tradiciones de la sociedad norteamericana. Estas últimas se dejaban ver en el malestar ante prácticas sociales e institucionales, como la segregación racial y la brutalidad policial en contra de la población afroamericana, el patriarcalismo político y cultural, la voracidad de la economía industrial con sus efectos en la contaminación del ambiente o la política belicista de Estados Unidos en Vietnam, y se convirtieron en detonantes de diversos movimientos sociales (por los derechos civiles, feminista, ambientalista, pacifista, entre otros) que habrían de usar los mecanismos jurídicos y el discurso de derechos como elementos articuladores de su movilización.
Así mismo, los debates académicos comenzaron a reflejar tales tensiones políticas y sociales, y dieron lugar a diversos movimientos de orientación antiformalista que, además de compartir la herencia intelectual del realismo jurídico, recibieron influencias de diferentes teorías en ciencias sociales y humanidades. En esta sección se tendrán en cuenta algunas de esas tendencias que, de alguna manera, adoptaban una postura frente al derecho y el cambio social. En primer lugar, se dará cuenta de varios debates sobre las posibilidades transformadoras del derecho: a) el derecho como modernizador de la sociedad, liderado por el movimiento derecho y desarrollo; b) el derecho como insumo de las políticas públicas, promovido especialmente por la concepción empirista de derecho y sociedad; c) la movilización jurídica por los derechos, promovida desde varios sectores de derecho y sociedad y los estudios en derecho constitucional, y d) el cambio cultural liderado desde múltiples orientaciones posestructurales y posmodernas.
Derecho y desarrollo: el derecho como modernizador de la sociedad
En el contexto de la Guerra Fría y de una visión del mundo basada en el discurso del desarrollo, Estados Unidos giró la atención sobre la situación política latinoamericana, especialmente luego de la Revolución cubana (Escobar, 1998). Con el fin de consolidar la influencia en la región y evitar la posibilidad de nuevas revoluciones, el gobierno norteamericano diseñó una política de cooperación denominada “alianza para el progreso”. En desarrollo de esta política se trasladaron recursos de cooperación internacional y asistencia técnica para promover mayor prosperidad económica, mediante programas relacionados con el mejoramiento de la infraestructura, la dotación de servicios públicos y programas de reforma agraria. En ese escenario, múltiples universidades y centros de pensamiento de Estados Unidos se vincularon a estas políticas, incluso facultades y profesores de derecho.
Desde la academia jurídica se retomaron las ideas de Max Weber para justificar la nueva agenda política (Trubek, 1972). Para los intelectuales de derecho y desarrollo, la contribución desde su área a la modernización de los países latinoamericanos, africanos y asiáticos consistía en promover reformas orientadas a construir instituciones y sistemas normativos de carácter racional-formal. En consecuencia, diseñaron reformas constitucionales, jurídicas e institucionales que generaran confianza en sus habitantes y estimularan las actividades económicas. Con el apoyo de la Agencia Norteamericana para el Desarrollo Internacional (usaid) y la Fundación Ford se diseñaron programas en América Latina consistentes en introducir reformas legales, promover mecanismos de acceso a la justicia y regular la profesión jurídica. Estas reformas se desarrollaron durante las décadas de los sesenta y setenta bajo la convicción de que era posible, desde el derecho, promover sociedades democráticas y modernas con base en conocimientos técnicos y de acuerdo con procesos diseñados “desde arriba”. No obstante, este movimiento, así como las políticas desarrolladas, entraron en crisis durante la década de los setenta por sus resultados cuestionables (García Villegas, 2011; Rodríguez, 2006).
Derecho y sociedad y la reflexión de las reformas
El movimiento de derecho y sociedad surgió en Estados Unidos en la década de los sesenta, a través de la conformación de la Asociación norteamericana de derecho y sociedad. Se trataba de un escenario que convocaba a académicos de diferentes áreas sociales y del derecho, que tenían como propósito discutir sobre las relaciones entre el derecho y la realidad social, partiendo principalmente de estudios empíricos que dieran cuenta del funcionamiento real de las instituciones jurídicas, y que pudieran servir de fundamento para reformas jurídicas e institucionales. El movimiento estaba influenciado por la herencia del realismo jurídico y su interés en el derecho en acción, así como por la perspectiva estructural funcionalista y el predominio de la concepción positivista de las ciencias sociales. Entre los temas que ocuparon a los investigadores durante las primeras décadas del movimiento se encontraban aspectos como la profesión jurídica, el funcionamiento de la rama judicial y el acceso a la justicia (Friedman, 1986; García Villegas, 2006).
Una de las características principales de estos estudios consistía en el interés por estudiar la brecha entre la realidad social (law in action) y el derecho formal (law in books). Algunas de las investigaciones más relevantes se ocuparon de indagar por las posibilidades transformadoras del proceso judicial (Galanter, 2001) o por el proceso de transformación de los conflictos (Abel, Felstiner y Sarat, 2001). En todo caso, estas investigaciones sirvieron para mostrar tanto las grandes dificultades que tenía la dimensión institucional para responder a las nuevas necesidades sociales como las limitaciones del derecho estatal para transformar por sí solo la realidad social, y también la necesidad de comprender el entorno social si se querían generar cambios significativos. Como resultado de estos trabajos se promovieron procesos de reforma judicial, se crearon programas de acceso a la justicia y se diseñaron políticas públicas que respondieran de manera más adecuada a los conflictos sociales.
Sin embargo, los estudios empíricos de derecho y sociedad fueron objeto de un agudo escrutinio por parte de jóvenes académicos que habrían de liderar el movimiento Critical Legal Studies (Estudios Jurídicos Críticos)5 (García Villegas, 2001). De acuerdo con los críticos, los estudios de derecho y sociedad se ocupaban más por superar la brecha entre la realidad social y el derecho que de cuestionar la legitimidad de las instituciones. El impacto de la crítica daría lugar a varios debates políticos y académicos, así como a la reformulación de algunas posturas teóricas de los estudios de derecho y sociedad. Algunos de estos debates se dieron a partir de los años setenta y ochenta, como resultado de la emergencia de movilizaciones sociales, de la influencia de nuevas perspectivas teóricas en ciencias sociales y de las reflexiones relacionadas con las posibilidades transformadoras del discurso de los derechos.
El debate acerca de la movilización por los derechos
Por otra parte, desde los años setenta la incorporación del discurso de los derechos en las luchas de los movimientos sociales llevó a un debate en Estados Unidos que sigue teniendo vigencia y que se podría resumir en la siguiente pregunta: ¿Cuál es, si es que la tiene, la posibilidad transformadora del derecho (y especialmente del derecho constitucional) en la realidad social?
Frente a este debate, es posible identificar, en principio, dos tendencias, una más optimista y otra más escéptica (Rosemberg, 2008). La tendencia más optimista veía con entusiasmo el uso del discurso de derechos por parte de los nuevos movimientos sociales, así como la existencia de decisiones progresistas por parte de la Corte Suprema, sobre todo aquellas que se constituyeron en hito de transformación durante la Corte Warren.6 Algunos casos significativos, como la decisión Brown vs. Board of Education (1954), que ordenó la desegregación del sistema educativo, y la decisión Roe vs. Wade (1973), que protegió la libertad de las mujeres de decidir sobre su propio cuerpo en casos de libre interrupción del embarazo, se convirtieron en hitos que inspiraban a activistas y académicos que veían con entusiasmo las posibilidades transformadoras del derecho y de las decisiones judiciales. Los defensores de esta orientación argumentaban que había varias condiciones que explicaban esta “revolución de los derechos”, como por ejemplo la consagración constitucional y legal de los derechos, la existencia de cortes y jueces progresistas, la independencia política de las cortes frente a las demás ramas del poder público y frente a las mayorías, el crecimiento de la conciencia sobre los derechos, el efecto articulador del discurso de derechos sobre los movimientos y el poder pedagógico que tenían las decisiones progresistas (Rosemberg, 2008).
Por su parte, académicos y activistas más críticos sospechaban del nivel de esperanza que se depositaba en los jueces y en el discurso de los derechos. Una primera crítica fue desarrollada, entre otros, por varios profesores cercanos al movimiento Estudios Jurídicos Críticos, quienes sostenían que el discurso de derechos era poco confiable debido a su inestabilidad e indeterminación (Kennedy, 1997; Tushnet, 2001), y una segunda crítica tenía que ver con restricciones institucionales y políticas para cumplir con las decisiones judiciales. De acuerdo con esta objeción, los tribunales tenían la limitación que no habían sido diseñados para ejecutar sus decisiones sin la colaboración de las otras ramas del poder público (Rosemberg, 2008). Por tal razón, en caso de oposición por parte de las otras ramas del poder público, sería muy difícil que las decisiones judiciales se pudieran cumplir a cabalidad.
Frente a la crítica por la indeterminación de los derechos se generó un intenso debate al interior del movimiento de Estudios Jurídicos Críticos. Algunos integrantes del movimiento, quienes también eran cercanos al movimiento de derechos civiles o al movimiento feminista, argumentaban que quizás para quienes gozaban del privilegio de ser hombres blancos y trabajar en prestigiosas universidades de la costa este de Estados Unidos, el discurso de derechos no era importante ni transformador, de hecho, no lo necesitaban. Pero para quienes habían padecido opresiones y exclusiones por razones de color, de género o de identidad sexual, como era el caso de las mujeres y los afrodescendientes, el discurso de derechos había sido bastante significativo en sus luchas (García Villegas, Jaramillo y Restrepo, 2005).
Respecto a la objeción por las dificultades institucionales y políticas, Gerald Rosemberg (2008) hizo un llamado de atención interesante frente al optimismo que generaban las decisiones de los tribunales. En su investigación sobre el impacto de las decisiones de la Corte Suprema en la desegregación, así como en la protección de los derechos de las mujeres, el efecto transformador no se explicaba solo por la decisión de la Corte, sino por la capacidad de los movimientos sociales para movilizarse y generar condiciones políticas e institucionales que permitieran poner en marcha las decisiones.
Lo interesante de este debate es que, con base en las investigaciones realizadas, se ha podido refinar la reflexión e identificar las condiciones que dificultan o facilitan los procesos de transformación social mediante el uso de mecanismos de protección de derechos. Desde entonces, varios trabajos de investigación han enriquecido el análisis. Por ejemplo, las investigaciones de Charles Epp (2013) han mostrado que la denominada “revolución de los derechos”, si bien requiere de consagraciones constitucionales, tribunales progresistas y mayor conciencia de derechos, no es suficiente para generar cambio social. Se precisa, además, de estructuras de sostén, es decir, de un conjunto de instituciones, personas y recursos que faciliten y promuevan la movilización jurídica y política para la defensa de los derechos. En un sentido similar, Sheingold y Sarat (2004) resaltan la importancia de la profesión jurídica y del surgimiento de litigantes comprometidos con la defensa de causas sociales desde la década de los sesenta. Por su parte, Michael McCann (1994), quien realizó un influyente estudio sobre la movilización jurídica para la defensa del salario justo en Estados Unidos, dejó ver las múltiples posibilidades que ofrece el derecho en procesos de transformación social, y que incluyen la posibilidad de ser un facilitador de procesos de movilización, un instrumento de presión para el cumplimiento de
políticas públicas o, incluso, un escenario de formación política de los activistas. En resumen, el debate ha servido para refinar las preguntas, decantar la reflexión y, en todo caso, reconocer que es necesario tener en cuenta los contextos, las condiciones estructurales, los actores políticos y sociales y la manera como se articulan los mecanismos jurídicos en las luchas de los movimientos sociales.
El giro cultural: posestructuralismo, posmodernismo y poscolonialismo
Hacia la década de los ochenta, múltiples influencias enriquecieron el espectro teórico de las relaciones entre el derecho y la sociedad. En primer lugar, desde la década de los sesenta el enfoque positivista que había predominado en las ciencias sociales entró en crisis y comenzaron a emerger nuevas miradas de la mano de enfoques constructivistas, así como discusiones en cuanto al poder constructor del lenguaje (Wallerstein, 2006; Berger y Luckmann, 1999). Por ejemplo, en antropología surgió un importante cuestionamiento a la concepción funcionalista de la cultura, de acuerdo con la cual esta resultaba ser un objeto estático y esencialista. Desde orientaciones posestructuralistas afloraron perspectivas que definían la cultura en términos de construcciones simbólicas, representaciones y prácticas (Escobar, 1998; Geertz, 2009). Así mismo, en sociología comenzó a ganar terreno el enfoque sociocultural y constructivista y, con ello, la indagación por las posibilidades transformadoras de los agentes sociales. Además, la influencia del pensamiento posestructuralista ponía en cuestión la idea de verdad como correspondencia, y proponía un acercamiento a la realidad social como construcción discursiva, más que como entidad dada y externa al ser humano (Foucault, 1997; Bourdieu y Wacquant, 1992). Por su parte, los procesos de independencia que se desencadenaron en África y Asia, en las sociedades colonizadas por las potencias occidentales, hicieron posible que intelectuales provenientes de estas colonias denunciaran, a través de los estudios poscoloniales, la falacia e hipocresía de las promesas modernas basadas en la libertad, la igualdad y la fraternidad, mientras se ocultaba la violencia política, cultural y epistémica hacia las sociedades colonizadas (Fanon, 1963; Said, 2002). Todas estas influencias teóricas habrían de proporcionar nuevos elementos para explorar una dimensión sociocultural del derecho y comenzar a pensarlo como un conjunto de discursos y prácticas discursivas asociados con contextos y relaciones de poder.
Estas aproximaciones de orden cultural sirvieron para someter a crítica los presupuestos teóricos sobre los cuales estaban cimentadas las categorías de la modernidad, del Estado de derecho y de la economía capitalista, así como las relaciones de poder que se naturalizaban e institucionalizaban a través del lenguaje del derecho. El surgimiento de corrientes, como los estudios críticos de raza y los movimientos críticos feministas, sometieron a una fuerte revisión las bases mismas del derecho, vistas como un derecho racista y patriarcal, que se reproducía en sus lenguajes y en sus prácticas. Así mismo, en el interior del movimiento derecho y sociedad, de la mano de antropólogas y sociólogas de orientación sociocultural, se promovieron nuevas reflexiones en virtud de las cuales los estudios empíricos de las relaciones de derecho y sociedad ya no debían prestar tanta atención a las instituciones ni a la centralidad del derecho estatal como a la vida cotidiana, a las prácticas sociales y a las representaciones que las personas tenían del derecho, en especial las representaciones de los sujetos más vulnerables y marginados (Ewick y Silbey, 1998; Merry, 1990; Nader, 2005).7
Una reflexión preliminar sobre el derecho y el cambio social en América Latina
La pregunta por el derecho y el cambio social no es una novedad en América Latina. Si bien a lo largo del siglo xx predominó una cultura jurídica bastante formalista y legocentrista (Bonilla, 2013; López, 2004), que dificultó la posibilidad de reflexionar sobre las relaciones entre el derecho y la realidad social, también es factible identificar diversas tendencias orientadas a comprender estas relaciones y a promover el cambio social mediante el diseño y el uso de instituciones jurídicas desde orillas políticas y teóricas diferentes.
Durante la década del sesenta, las políticas norteamericanas de la “alianza para el progreso” promovieron, desde una perspectiva liberal y desarrollista, la incorporación de las recetas ideadas por el movimiento derecho y desarrollo. En el caso colombiano, estos programas se tradujeron en reformas llevadas a cabo a finales de la década de los sesenta e inicios de los setenta, y que consistían en cambios en la educación jurídica, en el otorgamiento de becas a profesores para estudiar en Estados Unidos y en propuestas de reformas normativas que condujeron a la expedición del Estatuto del abogado (decreto ley 196 de 1971), del Código de Procedimiento Civil (decreto 1400 de 1970) y del Código de Comercio (decreto 410 de 1971), así como a la introducción de mecanismos de acceso a la justicia, como los consultorios jurídicos, la defensoría de oficio y la defensoría pública (esta última en términos solamente formales) y el amparo de pobreza. Esta concepción, desde arriba y de orientación institucional, reproducía la idea del derecho como un instrumento promotor de desarrollo y capaz de modernizar a la sociedad a través de la expedición de códigos o la creación de instituciones. Se trataba de iniciativas promovidas fundamentalmente por programas de cooperación, así como por políticas estatales que se institucionalizaron y entraron en la rutina de la actividad educativa y profesional de los abogados, pero sin ningún tipo de reflexión crítica o contextualizada y, menos aún, sin posibilidades de arraigo social.
Desde la década de los sesenta varias reflexiones de orientación marxista y neomarxista enfilaron sus baterías a denunciar y desenmascarar el uso instrumental y acrítico del derecho, que resultaba bastante funcional a la conservación del orden y de los privilegios de grupos económicos y políticos. Así mismo, mostraban algo de escepticismo en las posibilidades transformadoras del derecho, de manera que las posibilidades de cambio social dependían más de la acción política que del derecho. A finales de la década de los setenta, varias organizaciones no gubernamentales y algunas facultades de derecho de orientación crítica promovieron la incorporación de las experiencias sobre el uso alternativo del derecho y los servicios legales alternativos (Palacio, 1989; Rojas, 1988), al igual que alentaron el debate sobre si lo que debería haber es un uso alternativo del derecho o más bien un derecho alternativo (Muñoz, 1988). No obstante, estas perspectivas críticas resultaban ser marginales en el contexto general de las facultades de derecho y de la práctica profesional de los abogados.
Desde la década de los noventa, en Colombia y América Latina, cambios políticos, económicos y culturales asociados con la transición a las democracias, la expedición de nuevas constituciones y el crecimiento de la movilización social, llevaron también a reflexionar en cuanto a la necesidad de incorporar perspectivas más democráticas y renovadoras sobre el derecho en el contexto latinoamericano. En tal sentido, nuevas generaciones de abogados y académicos críticos iniciaron, en principio, un proceso de incorporación de nuevas perspectivas teóricas, como el constitucionalismo europeo y norteamericano de posguerra, perspectivas interdisciplinarias sobre el derecho y las ciencias sociales y el derecho internacional de los derechos humanos (Bonilla, 2009; López, 2004; Carbonell y García Jaramillo, 2010). Así mismo, se comenzaron a desarrollar procesos de transformación institucional y curricular en algunas facultades de derecho que contrataron profesores de tiempo completo, abrieron maestrías y doctorados y promovieron investigaciones que iniciarían el campo de reflexión sobre el derecho y la sociedad en Colombia.
Pero la reflexión no se detuvo en la incorporación de teorías transnacionales con vocación progresista; de manera simultánea emergía una crítica epistemológica y teórica que buscaba comprender nuestras propias realidades y establecer relaciones aún poco exploradas sobre el derecho y las ciencias sociales (Santos y García Villegas, 2001; Santos y Rodríguez, 2007). Desde la década de los noventa ha crecido el interés por someter a crítica el relato moderno del Estado-nación, la democracia y el derecho, e indagar sobre nuestros contextos. En América Latina estamos siendo testigos de fuertes tensiones entre proyectos económicos, políticos y culturales en cuya orientación le dan mayor prioridad al mercado y a la seguridad, y las prácticas de comunidades en escenarios locales y grupos vulnerables de la población. Así mismo, se pueden ver ya los efectos de aquellos proyectos expansivos, que se concretan en la erosión progresiva de los bienes comunes, la transformación de los estilos de vida de las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes, así como en la destrucción y mercantilización de la naturaleza. Sin embargo, igualmente emerge una constelación de expresiones de resistencia política y social que intenta poner límite al poder expansivo del mercado y a los excesos en las políticas de orden público, ya sea mediante acciones políticas y jurídicas por la defensa de los derechos civiles y políticos o por la reivindicación de las identidades culturales y las autonomías territoriales.
Parte de la experiencia colombiana ha mostrado una situación paradójica y contradictoria. Por un lado, el crecimiento de la esperanza en el derecho y en los tribunales como un instrumento de cambio social y, por otro, múltiples expresiones de destrucción y violencia (Lemaître, 2009). Tal como lo han evidenciado varios trabajos de investigación, la consagración de derechos en la Constitución Política de 1991 y la promoción de una mayor conciencia de derechos, así como la existencia de jueces progresistas durante las décadas de los noventa y del dos mil, se constituyeron en condiciones de posibilidad para que movimientos sociales y defensores de derechos humanos desplegaran ejercicios de movilización política y jurídica. No obstante, en el caso colombiano, tal como lo ha expuesto García Villegas (2012), el constitucionalismo aspiracional se ha caracterizado por el rol progresista de los jueces, especialmente de la jurisdicción constitucional, pero no ha estado acompañado de una mayor movilización social lo suficientemente robusta ni de un mayor respaldo de los otros poderes institucionales. Por el contrario, se ha visto un creciente interés, por parte de sectores conservadores durante los últimos años, en cooptar las cortes mediante la postulación de magistrados de muy dudosa competencia académica, de poca sensibilidad con la protección de los derechos y, en algunos casos, de muy cuestionable solvencia moral. Con todo, a pesar de esa situación, movimientos y organizaciones sociales están acudiendo a los mecanismos de movilización jurídica y al lenguaje de derechos para resistir a múltiples prácticas de violencia epistémica, política y económica por parte de intereses corporativos y a políticas gubernamentales que desconocen las realidades de las comunidades y los territorios locales. Se trata de un nuevo escenario que debe ser observado con atención.
Recapitulación
Este capítulo ha intentado dar cuenta de varios niveles de reflexión sobre las posibilidades transformadoras del derecho. Un primer argumento es que las relaciones entre el derecho y el cambio social van mucho más allá de la dicotomía formulada inicialmente en el debate entre liberales y marxistas, en lo que atañe al derecho estatal como constructor y ordenador privilegiado de la vida social, o el derecho como epifenómeno de las estructuras económicas. Las transformaciones políticas, económicas y culturales que se dieron en el siglo xx mostraron rutas intermedias bastante complejas. Por ejemplo, la construcción del Estado de bienestar mostraba que los cambios sociales que se produjeron en las sociedades industrializadas en el siglo xx no dependían tanto del derecho como de diferentes factores, como la movilización social, las alianzas políticas y los niveles de institucionalización de los derechos sociales. Del mismo modo, los aportes de las corrientes antiformalistas, así como de las ciencias sociales, ofrecieron en la primera mitad del siglo xx posibilidades de reflexión distintas que iban desde la necesidad de acercar el derecho a la realidad social, a través de mecanismos de adaptación canalizados en las decisiones administrativas y judiciales, hasta pensar en el derecho como un mecanismo de intervención y de ingeniería social mediante el diseño de políticas públicas.
Ya en la segunda mitad del siglo xx, en medio de las transformaciones políticas, culturales e intelectuales de posguerra, emergieron nuevos horizontes de pensamiento y de acción de acuerdo con los cuales se pensaba el derecho como un producto social y como un generador de prácticas y representaciones con relativo potencial transformador. Cuando el derecho se conceptualiza como una construcción social y cultural pierde esa aura mágica y sacra de tótem que simboliza la razón y la ciencia, de acuerdo con el sistema de creencias de las visiones liberales y formalistas, para ser entendido como el resultado de la vida social en un momento, en un territorio, en unas condiciones en las que hay relaciones de poder y hay sujetos y perspectivas en conflicto. En tal sentido, la modernidad occidental no es más que un proyecto civilizatorio que refleja el localismo de la Europa de los siglos xviii, xix y xx, y el derecho racional-formal una expresión de tal experiencia (Lander, 2003; Santos, 2009).
Cuando el cambio social deja de verse en términos solamente macropolíticos e institucionales, ya sea desde el marxismo o desde el funcionalismo, es posible reconocer que el cambio y las transformaciones sociales también operan en otras dimensiones como la epistémica y la cultural, y que circulan en el lenguaje, en las representaciones, en las acciones, en la formación de subjetividades y en el despliegue de prácticas de vida cotidiana. Quizás por la vía del derecho, de los mecanismos de protección de derechos y de la jurisdicción constitucional no se resuelvan todos los problemas de una sociedad, pero aquellos elementos hacen parte de los repertorios de acción de los movimientos sociales y de sujetos políticos emergentes que ven en el lenguaje de los derechos una esperanza para transformar sus condiciones de vida. El discurso de los derechos adquiere una dimensión diferente a la liberal y colonial, para convertirse en un símbolo político de resistencia, una forma de nombrar de manera diferente las relaciones y de buscar construir otras realidades, ya sea a través de los mecanismos jurídicos y políticos, o de otras vías, como la literatura, el cine y la música, mucho menos exploradas en medio de la aridez intelectual que ha predominado en las facultades de derecho.
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2 Max Weber, uno de los fundadores de la sociología, consideraba que el conocimiento de la sociedad debía hacerse mediante la comprensión de las acciones sociales. Ello implicaba interpretar las motivaciones y los fines de las personas cuando realizaban una acción. Para mayor profundidad ver Weber (2016).
3 Para Emilio Durkheim, otro de los fundadores de la sociología, el estudio de la sociedad debía seguir un método riguroso de observación de los hechos sociales. Para mayor profundidad ver Durkheim (2001).
4 El estructural funcionalismo, o estructuralismo funcionalista, es una corriente sociológica que entiende la sociedad como un sistema. En tal sentido, adopta la metáfora de Herbert Spencer sobre la sociedad como un conjunto de órganos que cumplen una función. Así, en el sistema social, cada individuo, grupo social o institución cumple funciones que tienden a procurar la estabilidad general de la sociedad. Esta perspectiva no hace tanto énfasis en los conflictos sociales como en los procesos de integración y en las funciones que desarrollan las diferentes partes del sistema social.
5 El movimiento de Estudios Jurídicos Críticos surgió en Estados Unidos a finales de la década de los setenta, y dirigió su crítica inicialmente hacia dos aspectos principales: las orientaciones racionalistas sobre la decisión judicial y las visiones empiristas del movimiento Derecho y Sociedad. Al respecto ver García Villegas (2001).
6 Entre 1953 y 1969, bajo el liderazgo de Earl Warren, la Corte Suprema de Estados Unidos comenzó a ocupar un rol más protagónico en la protección de los derechos frente al poder del Estado.
7 Esta variante en los estudios de derecho y sociedad se conoció como estudios de conciencia jurídica. Para mayor profundidad ver Ewick y Silbey (1998).