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PRÓLOGO.

CARTA A UN SUICIDA

Querido D.:

Tampoco yo te había distinguido entre la muchedumbre. Sólo cuando nos dimos de bruces, ante el pórtico de la iglesia caminera, encontré frente mí tu figura encorvada, tu sonrisa desvaída. «¡Gabi!», exclamaste, y un destello cruzó tus ojos. Era un día de fiesta, lucía el sol tras varias semanas de nublado y la ciudad entera se había zambullido en las calles, unánime. Allí, arrastrados por el río de gente, hablamos de la familia, de los amigos, de una editorial para la que empezabas a trabajar… Te acompañé, dando un paseo, hasta la esquina donde debías esperar el autobús que te llevaría al extrarradio. Luego vi cómo te perdías, con la mirada ausente, entre una nube de pasajeros.

Dos meses después, esa noticia en los periódicos: te habías arrojado por la ventana, durante otro día de fiesta. Entre el estruendo de la multitud y la música de las barracas, ese silencio. Dejé a un lado los detalles de la hora y el lugar, la minucia que reducía tu drama a estadística, y repasé en mi interior las últimas ocasiones en las que nos habíamos visto: una excursión por el monte, la conferencia de un escritor célebre, unas compras en una tienda de ropa. Y, siempre, tu mirada huidiza y tu hablar titubeante. ¿Debí leer ahí un presagio?

A veces sucede que sólo cuando alguien no está reparamos de veras en él, por eso ahora que te has ido no dejo de volver a aquella imagen. Pienso en tu dolor, en cómo al saber de tu muerte supe que viviste disconforme con el mundo e hiciste un oficio de esa extranjería. Y se me ocurre que tal vez debería haber prolongado aquel paseo, que quizá pudiera haberte concedido una tregua con la vida. También que tu destino, después de transitar caminos parejos durante años, pudo haber sido fácilmente el mío. «Vivir», dijo Cioran, aquel alma lúgubre y risueña a un tiempo, «es un estado provisional de no-suicidio». Siempre sentimos algo parecido a la culpa cuando se nos va alguien.

Hoy, muy de mañana, he regresado por el mismo lugar. Ante la iglesia, sobre el pozo de donde dicen que sacó el agua aquel santo que trajo un dios a la ciudad, pasaban los txistularis que inauguran aquí los domingos. Todo resonaba con su música impertinente y dichosa. Arrastraban el día como un reguero de luz que alfombrase las calles, antes de salir los vecinos de sus casas. Los bares estaban cerrados todavía y el antiguo palacio callaba, ensimismado. Se oía, cuando esa música era ya una nota lejana, una gran soledad.

Ahí, sobre el viejo pozo, he querido proclamar esa verdad, traerla a la gente lo mismo que aquel santo. He querido gritar que quizá aquel día te asomaste tú a otro pozo, el de la conciencia, y en su fondo entreviste el vacío que a veces palpamos dentro. Ese que nos lleva a pasar de puntillas sobre tu muerte y volver los ojos a otra parte, cuando se menciona tu nombre. Luego he recordado aquel libro que escribiste sobre la belleza, y me he preguntado si en el último instante la pudiste distinguir, si esa belleza no logró conciliarte por un segundo con el mundo. O si no será tal vez lo otro que el mundo.

Ahora, ya de vuelta a casa, intento imaginarte esa noche en la ventana, solo bajo el cielo a oscuras, rodeado por el rumor de la vida: los juegos de los niños en la plaza, el televisor de unos vecinos, el motor de un autobús… Todo eso que, lo sabías, continuaría imperturbable, ya sin ti. De haber estado a tu lado, ¿qué habría sabido yo decirte? ¿Que era preciso un ejercicio para reconocer allí también, en lo más cotidiano, en lo insulso casi, esa belleza? ¿Que para que esta haga su labor es preciso abrirse a ella, a sus peligros? ¿Y que al hacer tal cosa podemos salvarnos o perdernos?

Poco importa. Aquel otro domingo, durante ese último paseo juntos, me llamaste cuando ya me había alejado unos pasos. Qué escribía, quisiste saber. «Unos aforismos y unas prosas», respondí, con un poco de reparo, antes de despedirme. Sólo eso, unas frases que apenas susurran una verdad pequeña. Un puñado de palabras, como las que no pude darte entonces.

Acaso no sea demasiado tarde para conversar contigo, quiero creer pues pese a estar de este otro lado. Tú mismo lo dijiste: en las formas primitivas del arte funerario, y esta carta no es otra cosa, el hombre se percibe a sí mismo «como presencia que deja un vacío, como portador de un principio inmortal que se adentra en otro mundo». Tú mismo allanaste el camino, sí, antes de perderte a lo lejos sin un gesto. Quizá por eso en estas páginas resuenan, todavía, tus palabras.

Un abrazo,

Gabriel

Pamplona, diciembre de 2018

Récord de permanencia

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