Читать книгу Récord de permanencia - Gabriel Insausti Herrero-Velarde - Страница 6

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UNO

A VECES ME ASOMO AL BALCÓN y veo, casi alcanzo a rozar, las flores del castaño en primavera, o las hojas ocres y amarillas en otoño. Miro cómo se extienden por esas ramas que se retuercen sobre la muralla, buscando la luz. Miro cómo se alzan con el sol o van cayendo según menguan los días, midiendo el tiempo. Entonces, cuando alrededor todos continúan camino de su casa, o acuden a sus compras, o pasan en sus coches hacia otra parte, me pregunto: ¿seré yo el único que distingue esa hermosura? Y pienso si no fue así como un hombre creó el arte y la poesía: para testimoniar, antes de que se haya ido, que todo esto existe.

Acompañar al río un rato me recuerda lo que soy.

Saber que antes de que llegase yo estaba todo ahí —la muralla, los castaños, la curva del río, la ladera del monte— me pone ante los siglos. Saber que cuando yo me haya ido todo seguirá ahí me pone ante lo eterno.

Recuerdo del Camino, antes que la erudición de los nombres y las fechas, los palacios y las catedrales, los reyes y los santos, aquella enseñanza viva: que es posible habitarlo de algún modo. El Camino cuenta con sus propios horarios y sus propios hábitos, con sus costumbres y sus sobreentendidos, y constituye un hogar que se desplaza con uno mismo.

Qué feliz casualidad que haya terminado viviendo ahí precisamente, al borde del Camino, en su entrada a la ciudad: un portón medieval, un puente levadizo, la muralla que se extiende hacia ambos lados… y mi casa. Desde ella veo llegar los peregrinos, a veces de uno en uno, otras en grupos más numerosos, y oigo las mil lenguas en que relatan las incidencias del día, cuando se detienen a descansar bajo el castaño. Y me doy cuenta entonces de que habito una paradoja: una casa en el Camino, esto es, el intento de levantar lo permanente sobre lo pasajero. Homo viator, “peregrino”, dicen que es el hombre desde que sembraron en él esa sed que lo mueve a caminar. Sed de qué, es la pregunta.

Me lo recuerda el paso de tanto peregrino: el camino y la aventura empiezan a la puerta de mi casa.

Qué osadía en esa rama del castaño: pretendía, sin mí, ser real.

Hay un lirón en la muralla, frente a mi balcón. Lo oigo en la noche —ñac ñac— morder una raíz, mientras escribo. Lo oigo, igual que yo, roer el tiempo.

Ser ese que mira. Ser sólo una mirada, alguien que ve pasar las cosas, que se reduce tanto a ese ejercicio que él mismo se vuelve invisible para todos. Situarse en un rincón y cortar el nudo que lo uniría con lo que fluye alrededor. Casi un modo de creer que él mismo no pasa con las cosas.

Tengo un balcón y en él está el mundo de visita.

Miras a tu alrededor y vuelves a preguntarte por ese misterio: cómo lo que está ahí afuera —la muralla, los castaños, el río con su vega, los montes al fondo— puede vivir, de algún modo, aquí dentro; cómo lo que miramos nos hace ser lo que somos. Y recuerdas entonces aquella frase que nos dejó un sabio, noli foras ire: era preciso desconfiar de todo lo exterior, sólo dentro de cada uno habitaría la verdad. Lo cual haría del mundo un lugar de hostilidad —de apariencia hueca, de frivolidad, de espectáculo— en el que no sería posible encontrar nada afín al espíritu del hombre.

Y, sin embargo, te resistes. Casi, contra ese acento en la búsqueda de lo que habita el interior, apuestas más bien por una adhesión a las cosas. En esa actitud habría una forma de olvido de sí. Lo has escrito en un poemilla, muy breve:

Nunca ha sido más claro

que ahora, cuando llega

abril de rama en rama

igual que una promesa

que se ha cumplido; miras

un brote, una flor nueva,

la lumbre que devuelve

el álamo a su idea

y es cierto: la sustancia

real de que está hecha

tu alma, lo más tuyo…

hay que buscarlo afuera.

Que la verdad, o la realidad, esté “ahí afuera” y que al mismo tiempo que la habitamos seamos capaces de traerla “aquí dentro” casi sugiere que en nuestra vida habría una tentativa de rescatar las cosas, de eternizarlas de algún modo. El empeño —¿inútil?— de otorgarles otra vida y transfigurarlas. Una forma de resistirse a la cascada en la que se precipita la corriente del tiempo, de salvar un puñado de imágenes, de rostros, de objetos amistosos.

Qué otra cosa es la memoria. Pero para tenerla, para recordar las cosas, es preciso haberlas vivido como si fueran parte de uno mismo.

Desde mi balcón no poseo nada y soy dueño de todo.

Cómo lo mirabas todo, con qué extraña mezcla de avidez y reticencia, como si en tus ojos hubiese dos pozos muy profundos y temieses verter en ellos según qué. Tan profundos eran que una vez en su fondo, eso temías, nada podría salir de ellos. ¿Cuál era tu fe, sin saberlo? Que un hombre se va convirtiendo en lo que mira.

No sabría cómo definirlo. De las nueve acepciones que recoge el diccionario, “sitio o paraje” es la que más se acerca a mi idea. Poco añade, no obstante, una expresión tan vaga: definir, o sea, poner límites a la idea de lugar, es difícil porque a menudo es difícil poner límites a un lugar. ¿Dónde termina, dónde acaba? Lo único que puedo evocar es esa intuición que se produce por la relación entre los objetos, las escalas, la orientación frente al entorno, la posición respecto del sol…

Lo he reconocido mil veces, en un rincón junto al mar, o en una plazuela a desmano, o sobre un banco junto a un lago, o bajo un frondoso castaño, o entre las rocas de un collado… El lugar supone un espacio en particular, nada que ver con la mera extensión: un cierto carácter, que otorga al hecho de estar ahí esa condición única. También una idea de permanencia, de que se puede regresar a él.

Habito un puñado de lugares porque he hecho de ellos un hábito. Acudo de vez en cuando, y no hago nada. Estoy, simplemente. No debo regar, ni arar, ni cosechar, ni podar, ni dar de comer a unos animales, ni cercar una pieza. Tampoco se trata de tener: no poseo nada de cuanto hay allí, sólo espero mirar las cosas como quien pasa revista al mundo y tomar nota de algunas incidencias: un camino que la maleza ha devorado, el nido que vuelven a ocupar unas malvices, una casona que perdió la techumbre y que es cada vez más una ruina… Y si tardo, siento estúpidamente como que tuviera a ese lugar desatendido. Que acaso alguien me echa en falta.

Regreso a algunos lugares como a algunas personas. Y lo que encuentro es siempre más que lo que dejé.

Tengo agua, comida y un techo. También, tras la ventana, la cinta de plata del río, el perfil de un monte, la vidriera azul del cielo. Sólo me falta la pureza necesaria para verlo.

Un lugar significa, sólo es preciso leer en él. Diría incluso que empecé a intuir tal cosa mucho antes de tener conciencia alguna. Cuando de niños íbamos a una isla y jugábamos a piratas, o visitábamos un castillo y nos fingíamos guerreros, ¿qué hacíamos sino dejarnos sugestionar por el lugar? ¿Qué sino sospechar el rastro de otros hombres, la huella del tiempo, en esos parcos testimonios de lo que se ha ido? A veces siento que todo cuanto escribo consiste simplemente en proseguir los juegos de aquel niño.

No sé si fue en el siglo XVIII cuando en Inglaterra establecieron el window tax. Creo, en cualquier caso, que duró hasta la segunda mitad del XIX y que se hizo muy impopular. ¿Como cualquier otro impuesto? Pues sí, sólo que este era especialmente ladino: el window tax o impuesto de las ventanas era en realidad un impuesto sobre el patrimonio, sólo que no se gravaba según la superficie habitable del edificio sino de acuerdo con el número de ventanas. Ese era el cómputo, ese el criterio.

El window tax, por consiguiente, gravaba el aire, la luz, el panorama que se otea desde el hogar de uno. O sea, que gravaba la vida misma y por eso se le tenía tanta inquina. Y no debió de ser algo exclusivo de Inglaterra. En Los miserables, si no recuerdo mal, hay un momento en que una buena mujer se queja del impuesto de las ventanas y dice que son pobres y no tienen nada, ni siquiera para pagar ese gravamen.

Como es lógico, el window tax hizo que muchos propietarios cegaran algunas ventanas de sus casas, para economizar. De hecho, algunas antiguas ventanas se han quedado ciegas como ojos que hubiesen bajado los párpados para siempre, y si uno da un paseo en punt por el río Cam puede comprobar cómo algunos colleges y algunos particulares han dejado así sus viejas ventanas, y todavía se distinguen el ladrillo y el mortero, el petacho con el que se tapó ese vano en el muro. El window tax sirvió fundamentalmente para eso.

Y, sin embargo, hay que reconocer que tenía algo. El window tax era razonable hasta cierto punto porque la ventana, o el balcón, es lo más importante que hay en una casa. Lo más decisivo. Ahí, en ese rectángulo de luz, se comprueba lo que decía el tao te kin, o lo que farfullaban algunos minimalistas en su jerga confusa, de que la verdadera realidad es la negación. Una ausencia, en este caso de muro, es lo sustancial. Lo más suyo de cada casa es precisamente la no casa, porque por ahí, por esa especie de boca siempre abierta, respira el edificio y sin ella moriría. En el fondo, qué sino levantar un recinto para la luz es construir un edificio. Lo más mágico y extraordinario de cualquier construcción, si uno lo piensa un poco, es que de la oscuridad rupestre o de la opacidad del palafito hayamos llegado a esos muros ma non troppo, a esas estructuras que dejan pasar la luz a ratos. Piénsese en un calabozo, en algo como lo que sufría el conde de Montecristo, y es fácil advertir que la mayor de las privaciones es esa, la de la luz.

De modo que, lejos de una arbitrariedad descabellada, el window tax contaba con sus razones. Una casa es tanto más valiosa cuantas más ventanas cuenta. Cuando uno compra una casa, lo que compra en realidad es una ventana, o un balcón, y luego viene lo demás. La casa más pobrezosa se redime un poco si en ella hay una ventana a un parque o un río o un descampado, porque uno puede pasarse ahí las horas muertas leyendo, escribiendo, fumando, lo que sea, y entrar en el resto de la vivienda sólo para los cometidos indispensables de la vida. Una ventana nos redime.

Yo, cuando nos instalamos en esta casa, supe que lo que había comprado con ella era fundamentalmente eso: un balcón, una ventana. Ahí pasaría buena parte de los siguientes años. El paseo, las murallas, el portal, los fosos y, más allá, el río y los barrios de la vega. Luego, las colinas que cierran la cuenca por el norte y las montañas que en invierno se ven a veces blancas. Había como una vocación en esa ventana y a ella me atengo.

Ahora, en mayo, está todo verde. Los chopos, los álamos y los castaños se han henchido, han cerrado la vista con sus copas, y casi no se distingue otra cosa que esa mancha verdosa frente al balcón, que se cimbrea a ratos con el viento. Año a año han ido creciendo, ocultando la vista de los barrios más próximos, y dentro de unos pocos la esconderán por entero. Desde el balcón sólo veremos las cumbres y un pedazo de cielo.

El único que me acompaña entonces es el gato. Un gato blanquinegro, muy silencioso, que en las últimas semanas ha dado en venir aquí siempre, hacia las once, cuando yo salgo a fumar el último. Sube por la cuesta, trepa a lo alto de la muralla y se sienta en una esquina, como si oteara el panorama a la espera de una presa. Un gato meditativo, que nunca tiene prisa y conoce todos los rincones.

A veces nos miramos el uno al otro unos segundos. Nos espiamos, casi. «Qué tipo más raro», pensará tal vez al encontrar en toda la fachada sólo estos dos ojos. «Ahora que todo el mundo duerme, él pasa la noche en su balcón como si quisiera tener la calle para sí solo. Y qué poca discreción, cómo mira hacia aquí sin disimulo». Otras veces, al cabo de un rato, el gato da un salto y se pierde por la maleza que corre al pie de la muralla. Durante unos segundos se oye el ruido de las ramas, se ve oscilar algún arbusto, y ya está. Un ratón menos. El gato y yo vigilamos la calle. Solos el gato y yo.

También un lugar puede ser despótico. Igual que un padre severísimo, que una amante celosa, puede exigir de nosotros una lealtad férrea a cambio de sus promesas de permanencia, de confianza, de seguridad, como si unas manos en forma de raíz surgiesen de la tierra y nos retuviesen ahí. No pertenecerle del todo, sin embargo, es el único modo de habitar un lugar.

Sólo vemos la luz en las cosas que la reflejan. Sólo vemos el espacio en las cosas que lo ocupan. Sólo vemos el tiempo en las cosas por las que pasa, rozándolas con su mano helada. Lo que está ahí siempre no lo vemos nunca. Quizá porque la verdad no está en lo que vemos, está en el ver.

Salgo al balcón y el mundo es un himno, enciendo la tele y es un sarcasmo.

Es un pasaje que citan a menudo. Está en el Libro de las fundaciones. «Hijas mías», dice allí Teresa, «no haya desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores: entended que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y en lo exterior».

Ya se ve que misticismo y hastío no se excluyen. Teresa era perfectamente sensible a la tortura de la vida práctica, a la insufrible rutina diaria y a su sucesión de exigencias: lavar, planchar, cocinar, fregar… Y, sin embargo, contaba con un argumento teológico para ver ahí algo más que un mecanismo opaco e insoportable: que el centro de su fe, la Encarnación, consistía precisamente en que Dios había perdido su carácter puramente trascendente, inalcanzable, y había habitado en la misma rutina, redimiéndola. De hecho, había pasado la mayor parte de su vida así, entre pucheros, entre aperos, en lo más sencillo y material.

Si se tratase de hacer su propio gusto, sin duda Teresa se habría quedado en el oratorio, y ahí habría encontrado satisfacción más que suficiente; su descubrimiento, sin embargo, fue que aquellas penosas ocupaciones, aquellos requerimientos prácticos, formaban también parte de la vida contemplativa: no había pues que elegir entre Marta y María, la vida estaba en la suma de las dos.

Cuando contemplas un bodegón de Zurbarán, su silencio entre una jarra y un plato, el cerco de sombra que se extiende a su alrededor, sólo tienes que recordar a Teresa —«entre los pucheros anda el Señor»— para sospechar esa presencia. Para imaginar una historia íntima y secreta.

Hago siempre las mismas cosas: leo los mismos libros, paso por las mismas calles, hablo con la misma gente. De ese modo, cuando de pronto irrumpe la novedad más nimia —un jilguero en mi ventana, un rayo de luz tras unas nubes, una música a lo lejos— el mundo se me antoja un milagro. Y yo estoy en él.

Si tuvieras que pesar un día, qué pondrías al otro lado de la balanza.

La rutina consiste en conocer la partitura, pero no en oír la música.

Si en vez de caminar uno se quedase quieto en un punto, para mirarlo todo desde ahí y dar la razón a Leon Battista Alberti y su perspectiva, tendría que convertirse en pintor de paisajes.

Eso he pensado hoy mientras andaba entre campos. Primero, las urbanizaciones que terminaron de construir ayer por la tarde y donde los escasos vecinos llevan el cartel de “Se vende” escrito en la frente. Luego, la carretera por la que sólo pasan los ciclistas y algún que otro coche despistado. Después, un pequeño polígono industrial, desierto en día festivo. Y, por fin, los campos de cereal, hasta llegar a un señorío donde estaban las viñas en sazón.

Entre ese mar de viñas muy disciplinado, con las olas metódicamente dispuestas en línea, he contemplado un rato las colinas que quedaban hacia el oeste. Es una parte del paisaje que pasa bastante desapercibida: la mayoría prefiere fijarse en la peña que hay hacia el nordeste, con unos farallones en los que se suceden las buitreras a docenas y arranca un cañón donde se puede hacer noche en una ermita. Por las colinas del oeste, en cambio, todo es más suave y redondeado, más discreto, y los ojos transitan sin darse cuenta de los campos de labor a las cumbres. En los primeros crecen en primavera el trigo y la cebada, y en las segundas hay unos molinos de viento que están siempre dale que dale al aspa. Por eso los del pueblo de abajo dicen que viven del aire, como los poetas de antaño.

El caso es que no cuesta mucho esbozar una crónica de la intrahistoria del lugar, sólo con la imagen del paisaje. Están los molinos, sí, pero también la autopista y el túnel que atraviesa el monte aledaño. Y la antigua carretera, por la que ya sólo van los vecinos de los pueblos del valle, serpenteando monte arriba hasta el puerto. Y el desmonte, en la falda de la sierra, cerca de donde se encontraba la mina de Potasas, que daba de comer a media comarca y que cerró hace años. Y esas pequeñas hondonadas de los campos, que delatan el punto donde una vieja galería, tras años de abandono, se derrumbó. Y el pinar que plantaron en la ladera, y que cruza una pista de la serrería, por donde se oye a veces el runrún de un par de motociclistas que pasan el domingo aturdiendo los oídos del vecindario. La microhistoria de un lugar, en unos pocos rasgos.

A veces, cuando uno es lo bastante viejo, se topa con uno de esos lugares que puede reconocer todavía, pero bajo cuya máscara de hoy aún se recuerda el rostro de ayer. Sucede sólo si se han conocido de niño esos paisajes sin autopistas ni molinos, sin carreteras ni pinares, sin minas ni motocicletas, cuando estaba el mundo mondo y lirondo. Entonces esa crónica procede a una enumeración exhaustiva y parece que, con sólo nombrar esos hitos, esas novedades, desaparecieran de la vista, se volatilizaran ante nosotros.

Eso, más o menos, hacía José María Ascunce en los sesenta, setenta y ochenta, cuando pintaba estos paisajes terrosos, de suaves ondulaciones en las que una nube proyecta una sombra, o el crepúsculo parece que va modelando mejor las formas. Sí, Ascunce iba pergeñando esos montes, esos campos, esas hondonadas, pero en el lienzo parecía que quitaba más que ponía: sus ojos eran capaces de ver el valle de antaño sin el polígono industrial de hogaño, la colina sin la urbanización... Su mirada hacía abstracción de esas cosas más puntuales, esas referencias que uno toma cuando mide las distancias, y se quedaba sólo con los volúmenes de la tierra, con esa orografía desnuda que pintaba en sus óleos, que son como una escultura del paisaje, de volúmenes muy bien construidos, donde la geología se hace estatua. En ellos todo queda cifrado en la posición relativa, en el orden de proximidad y lejanía, en el peso y la coherencia que tiene la composición, en los planos sinuosos por los que cae un cresterío hasta el valle, en la línea vacilante con la que un campo labrado limita con un cerro.

Si uno pudiera, iría por ahí con las gafas de José María Ascunce, que sirven para ver el mismo paisaje pero quitándole esos aderezos que, las más de las veces, lo afean tanto. Sería mirar y —flop flop— las cosas desaparecerían. Algunas, al menos. De hecho, el dominguero communis sabe que para cualquier paseo que se dé uno por los alrededores de la ciudad ha de pertrecharse siempre con esas gafas, si no quiere pasar un mal rato entre el centro comercial de turno y la autopista de marras: el paisaje es cada vez más un estado del alma y Amiel tenía pero que mucha razón al recordárnoslo. De un tiempo a esta parte lo que hay ahí es sólo el punto de apoyo para el paisaje, y nos toca a nosotros completarlo con nuestras gafas. El paisaje hemos de empeñarnos en hacerlo nosotros. Y es un trabajo agotador.

Aquel pintor que vivía en una mansión fastuosa, rodeado de un paradisíaco vergel, junto a una playa de arena blanquísima flanqueada por un picacho de fantasiosas formas, y que sin embargo sólo pintaba triángulos.

Encontró un paraíso. Paseó por los robledales y los hayedos sombríos, se acercó a la orilla de un arroyo a escuchar aquel borboteo eterno, contempló los roquedos sobre los que dibujaba todavía la nieve un hilo blanco. Pronto se dio cuenta de que su presencia arruinaría aquel lugar. De quedarse, tendría que construir una cabaña, y una carretera de acceso hasta ella, y talar un bosque para proveerse de leña, y… Decidió que era preferible que aquel valle de hermosura intacta subsistiera, aunque fuese sin él.

Tampoco pudo consolarse con verter su equívoca alegría, aquel hallazgo luminoso, en las palabras. ¿Por qué? Porque en caso de revelar a alguien el emplazamiento del valle este correría el mismo peligro. Se conjuró pues a guardarlo dentro de sí, como un preciado tesoro. Todas las noches acariciaba en sueños aquel lugar de privilegio que apenas había entrevisto un día y que sólo había servido para convertir su vida en una constante añoranza. Hasta que comprendió: para eso están los paraísos, para soñar con ellos, no para habitarlos.

Hoy ha empezado bien el día: he mirado por la ventana y el mundo, para mi sorpresa, estaba ahí.

Hay días en que no hay nada que decir. Y eso es precisamente lo que habría que decir, habría que zambullirse en ese vacío. ¿Vacío? No, inercia. Esa quietud, esa ausencia de todo lo noticioso, de cualquier cambio aparente, de excitación alguna, que constituye precisamente la médula de las cosas. O sea, su presencia. Su simple y mudo estar ahí. Y nuestro no saber qué hacer con ellas. Eso quizá hace más justicia a la realidad que mil tramas laberínticas con sus personajes y sus escenarios. Quién tiene, sin embargo, el coraje de asir esa inercia por las solapas y mirarla cara a cara.

Qué provocación, qué escándalo: esta mañana un hombre en su gabardina se ha detenido en medio de la calle, ha dejado su cartera de cuero sobado sobre el suelo y, durante un minuto, ha contemplado sin disimulo el cerezo en flor.

Si lo pienso, no sé qué me ha traído por la tarde hasta esta calle. Nada sobresaliente hay en ella: a un lado los aledaños del claustro de la catedral, un hospicio decimonónico y ya en ruinas y el edificio donde guardan los pasos de la Semana Santa las cofradías; al otro, soportales y balcones, en una sucesión irregular. Tampoco he de hacer recado alguno, ni se encuentran en esta calle comercios ni bares. Ni siquiera me conduce a ninguna parte, a ningún compromiso al que deba acudir. Nada. La calle Dormitalería hace quizá honor a su nombre y en ella nunca pasa nada. Sólo esa calma que parece que deja estar las cosas.

Quizá por eso, ahora caigo, me han traído aquí mis pasos, sin proponérmelo. Quizá porque el silencio es hospitalario, porque entre el bullicio constante de la ciudad, tan próximo que nos bastaría doblar la esquina y caminar dos manzanas para darnos de bruces con la muchedumbre, aquí el tiempo se remansa. Quizá porque a veces, más que lo que hay, lo decisivo es precisamente lo que no hay.

Dios se disfraza de rutina.

Salgo al balcón y encuentro el panorama que me acompaña desde hace años: los castaños, la muralla, el río que dobla el meandro perezoso, el rompecabezas de tejados rojizos del barrio de la vega. Un paisaje que es ya una costumbre, tanto que lo doy por supuesto. Y de pronto me asalta una idea: ¿y si al hacer tal cosa cometo el error que quisieron refutar tantos sabios? ¿Y si, pese al lienzo engañoso de ese hábito, nada de esto es cierto? ¿Y si fuese de otro modo, para mí desconocido, o no fuese en absoluto?

Cómo tener certeza, pues, de esta mañana. Cómo demostrar una nube, una colina, un reflejo en el agua. Recuerdo los ejemplos de los sabios y se me antojan como el empeño de un niño por encerrar el mundo, inerte, en la cajita de sus tesoros. Acaso lo que reclaman esas ramas, la piedra de la muralla, la barandilla sobre la que me apoyo, todo, no es pues demostración alguna, pienso entonces. Acaso nuestro modo de estar entre las cosas consista en algo parecido a echar a andar, sin saber adónde llevará el camino. Acaso, cavilo en el balcón, lo que vale la pena saber es siempre incierto.

A veces, ante una escena hermosa que contemplamos en nuestra misma calle, a la puerta de nuestra casa, frente a nuestro balcón, para tenerla por verdaderamente real falta una cosa: que pase por allí un forastero y escuche esa música, mire esa bandada de jilgueros o se pare a rozar con las yemas de los dedos las primeras flores del almendro. Necesitamos que él nos recuerde... ¿qué?

«Me aburro», dice de vez en cuando el niño. Y, de inmediato, se abalanzan sobre él los adultos, lo distraen con una sucesión de carantoñas, de cosquillas, de bromas, de juegos, de objetos, de juguetes, de… Luego, cuando se han cansado, le regalan bagatelas destellantes, tecnologías multicolor que lo aturden y le impiden percibir cómo, en realidad, en su fuero interno sigue tanto más aburrido, simplemente ha demorado un tanto la confrontación con ese aburrimiento. ¡El aburrimiento, horror de los horrores! Es decir, la percepción de ese vacío en nuestro interior. El desenlace es hoy, las más de las veces, que se enchufa al niño —como un electrodoméstico más— a un aparato. El niño abre la boca en una terminal de internet y traga, traga, traga.

Quizá deberíamos perderle el miedo al aburrimiento. «Abúrrase», decía Max Jacob a aquel corresponsal, «porque de ahí surgirán las ideas». De esa inacción momentánea, de ese tiempo disponible, nace todo lo que no tiene traducción en una utilidad inmediata. Basta cerrar esa terminal durante un rato y el niño encontrará qué hacer, en lugar de limitarse a deglutir la irrelevancia. De la admiración, decían los griegos que había brotado la filosofía. ¿Y no será más bien del aburrimiento?

—Mira qué luna, vecino. La he encargado para ti.

Y así era: una luna enorme, redonda, salía por el este, entre unos cirros muy ralos que difuminaban la luz en un nimbo amarillento. Apenas había amanecido sobre los montes y se la veía a través de las ramas desnudas de las encinas, a lo largo de la muralla. El vecino, bromista, la había encargado para mí, eso decía. En la calma de esa tarde de noviembre vertía su claridad de un modo casi irreal, fantástico, como sacada de un cuento.

Luego el vecino ha encendido su cigarrillo y yo el mío, y hemos pegado la hebra sin dejar de contemplar ese disco que se alzaba poco a poco sobre el paisaje, como el foco que sigue a un artista por el escenario. El vecino ha hablado sucesivamente de un gran ojo suspendido en el cielo, de una moneda de plata, de un botón de nácar… Y mi asombro inicial, la sorpresa con la que me bebía unos minutos atrás esa claridad lechosa, ha ido muriendo en un velo de disgusto que sólo anhelaba el silencio.

El tedio —Leopardi, Baudelaire, Pessoa, Moravia— como forma rectora de la sensibilidad moderna. El tedio como su condición natural, como el espacio en el que aparece lo único real, o sea, la soledad de la propia conciencia, espantada ante el espectáculo de la nada. El tedio como el rostro cotidiano de esa nada. El tedio como correlato anímico de la parvedad de la existencia. El tedio como conclusión dada de antemano, ante lo irrelevante de la propia biografía… o, por qué no, como punto de partida para la aventura.

Hay tantas cosas… Vivir es hoy un barullo donde los objetos se atropellan, nos reclaman, nos ocupan. Y luego están esas cáscaras huecas, llenas de mayúsculas y siglas, o esas palabras tan largas, que acaban siempre en “ción” o en “ismo”, y que repetimos con mucho énfasis como si significasen algo.

A veces, cuando se agita ese señuelo por todas partes, siento la tentación de la nada. Recuerdo entonces a un amigo que viajó por la India y el Nepal, de aldea en aldea, y que casi llegó a hacer cumbre en los Annapurnas. En uno de aquellos valles, en un rincón perdido, había encontrado un lago hermosísimo, sin ninguna población en varios kilómetros a la redonda. Había bordeado aquel pedazo de azul caído del cielo y había encontrado finalmente la cabaña de un hombre que vivía allí, solo. El anciano lo había invitado a pasar una noche bajo su techo, cuando declinaba el sol. Pero antes de cenar se había retirado un poco, con un instrumento parecido a una balalaika, a un hierbal que caía como una lengua verde hasta la orilla del lago. «Toda mi vida es esto», le había explicado aquel hombre, «el lago y la música de estas cuerdas, cuando se pone el sol».

Sí, a veces, cuando nos atosiga la vida, parece que es preciso hacer como ese anciano: negarlo todo, retirarse a un lugar donde la multitud no estorbe esa visión del vacío que llevan las cosas dentro y que encierra una forma de felicidad. Y lo único que me salva entonces es un puñado de costumbres —la mesa, el balcón, la plazuela, la fuente, los castaños— del que se diría que ya formo parte. Regreso a ellas, a ese mundo a escala, a ese otro lago, como un pájaro que se posa cansado tras el vuelo… y sabe que antes o más tarde volverá a batir las alas, en busca de quién sabe qué bagatela.

Lejos. Hay días en que sentimos todo lejos. Días en los que vamos de aquí para allá, hacemos las labores de la jornada y en ningún momento sentimos que habitamos las cosas. Es como si un cerco de indiferencia las cubriese. Igual da esto o aquello, ese camino que aquel otro, sólo importa cumplimentar un guión que nadie sabe quién ha escrito y llegar a la meta.

A lo peor es eso, tener demasiado a la vista un propósito, otearlo al fondo de la escena, lo que interpone esa barrera entre las cosas y nosotros. No se trata siquiera de ese ensimismamiento que produce el dolor, esa niebla que rodea a quien se concentra en su sufrimiento y lo deja aislado, ajeno a todo, como si habitase ya otro mundo. Lo que sucede más bien es que hay que pasar aprisa sobre objetos, lugares, incluso personas, sin detenernos a darles a cada uno lo suyo, la parte de nosotros que les toca. Para defendernos de ese reproche que una voz nos dicta adentro, pintamos esa lejanía que casi nos sustrae de la vida. «Mañana», nos decimos. Y la vida es siempre hoy.

Lo que llamo mío no cabe en mí.

Ya casi ni es noticia. Se trata más bien de uno de los ritos con los que la televisión cierra su predecible círculo, cuando avanza la primavera. Los noticiarios muestran el deshielo de los polos y lo aderezan con una retahíla de cifras y porcentajes que dicen bien poco. Más elocuentes son esas imágenes: con un sonoro estruendo, del casquete polar se desgajan y caen inmensos bloques blanquecinos. Luego se fragmentan en pequeñas balsas a la deriva, sobre un pálido azul, formando una flota de grumos de paredes verticales que transita lentamente por el océano, a la deriva.

Se habrá repetido miles, millones de veces en la historia del planeta, pero ahora esa imagen se nos ofrece como testimonio de una novedosa amenaza: si la Tierra sigue aumentando su temperatura, dicen, toda esa masa terminará por fundirse por completo, haciendo que se eleve el nivel de los mares. Y el proceso es cada vez más rápido, al parecer: el hielo refleja la luz solar y se funde sólo cuando el agua se calienta lo bastante, de modo que cuanta más agua y menos hielo haya, más se acelerará el fenómeno, en una progresión geométrica. Al final, mientras una voz en off explica estos pormenores, la cámara sigue a algún oso blanco solitario, en pie sobre una de esas precarias naves oscilantes, perplejo porque lo que tenía por un hogar definitivo va desapareciendo bajo sus pies.

Quizá esa perplejidad es también nuestra. Si toda alteración nos obliga a cuestionar un orden que creíamos perpetuo, más aún cuando se trata de la naturaleza: de pronto, descubrimos que bajo nuestra ingenua fe en su vida inmutable y cíclica yace una historia, con sus cambios paulatinos, sus cataclismos, sus edades. Todas sus normas, que dábamos por supuestas, y sobre las que habíamos erigido nuestro mundo, deben ser revisadas. Qué será, por ejemplo, de ciudades como Venecia. Qué de tantos pueblos costeros, acostumbrados a mirarse en el espejo de un mar que nace a la puerta de las casas. En realidad, más que de lo que ya ha sucedido, esas noticias nos hablan de lo que ha de suceder: ensayan el vaticinio del profeta.

Durante unos minutos imagino ese paisaje desolado, con la Ca d’Oro sepultada por agua y salitre, o las calles de Amsterdam bajo arena y coral. Son, sí, lugares ya perdidos, condenados de antemano ante un mar contra el que nada pueden diques y otros artefactos. Esa marea irremisible los irá sumiendo en el océano, aseguran.

Entonces recuerdo aquellas andanzas, cuando niño, en la playa: al llegar las mareas vivas, en septiembre, las rocas que el mar dejaba a flote, al retirarse. Allí, entre algas y légamo, pertrechados de reteles dábamos con cangrejos, lapas, mejillones, carraquelas, alguna estrella marina, y componíamos en nuestros cubos un pequeño acuario que mostrábamos orgullosos a los mayores. Luego, con la pleamar, si intentábamos devolver aquellos tesoros a su sitio, comprobábamos que era imposible regresar. Sólo quedaba abandonar aquello sobre la arena, como un juguete inútil. El agua cubría ya las rocas, sumiéndonos en un extraño desconcierto. Porque, en una vaga y confusa intuición, tal cosa era un lugar para nosotros: algo a lo que se podía volver, que atesoraba una cierta ilusión de permanencia y que, de algún modo, nos permitía recobrar lo que se ha ido.

Eso mismo, parece, vienen a decirnos ahora las noticias: lejos de su condición permanente de antaño, los lugares de hoy son efímeros, mudables. Irreales, incluso: contra la idea heraclitiana de que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, se nos invita a pensar que hasta en ese primer baño hay algo ilusorio. Un hombre no puede siquiera bañarse una vez en el mismo río porque no existe tal río, es decir, una sustancia continua e idéntica. Existe únicamente una sucesión de innumerables gotas de agua, distintas a cada instante. La desolación marina que anuncian esas imágenes casi arroja los paisajes que conocimos a una inexistencia turbia, oscura. Nos obliga a sospechar que no estuvimos nunca en ellos.

Récord de permanencia

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